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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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dejó caer antes de irse del velatorio de Reedson. No me impulsó la curiosidad o<br />

una exhumación acongojada del pasado. Simplemente, quise interrumpir mis<br />

puntuales (melancólicas) aproximaciones a una de las variantes más ocultas y<br />

púdicas del ser nacional. Cuando bajé del colectivo, a cinco cuadras del taller de<br />

Elbio, elegí, por lo tanto, la vereda de la sombra.<br />

En el taller de Elbio había dos autos desarmados, cubiertas usadas,<br />

hierros, y una penumbra reparadora. Elbio me llevó a una pieza cuadrada en la<br />

que, me dijo, atendía a sus clientes. “Vos no lo sos”, aclaró, serio. Lo miré: no<br />

bromeaba.<br />

Tres sillas en la pieza cuadrada, unas carpetas polvorientas en unos<br />

estantes de madera, un camastro, y el escritorio, y una ventana que permitía<br />

una mirada completa sobre el taller. Además, una pileta, un calentador<br />

eléctrico, un ventilador de pie.<br />

Me senté. Elbio, que preparaba el mate, vestía un mameluco gastado y<br />

calzaba zapatillas de básquet.<br />

Algo, en su cuerpo macizo, me llevó, inevitablemente, como en una<br />

película sin lujos de sintaxis, a pensar en el muchacho que nos acompañó, una<br />

noche de invierno de 1954, a mí y a otros dos tipos, hasta las paredes de<br />

Klöckner, en las que pintamos, con alquitrán, consignas que aludían a las<br />

madres que parieron a los matones sindicales. Para decirlo todo: nos cuidaba las<br />

espaldas. Uno sentía que no se le encogían las tripas sabiéndolo ahí, tranquilo,<br />

atento, recostado en el tronco de un árbol, con la brasa del cigarrillo oculta entre<br />

sus grandes manos. Olvidamos la merecida fama que ganaron los puños de<br />

Elbio: era la presencia de Elbio lo que nos reconfortaba. Fue su ofrecimiento de<br />

acompañarnos en aquella expedición nocturna, que formuló con un laconismo<br />

memorable, el que disipó nuestros miedos (¿cómo llamarlos si no?), e insolentó<br />

las consignas que la brea fijó en las rugosas paredes de una de las más antiguas<br />

fábricas metalúrgicas de Buenos Aires.<br />

Por qué viniste, le pregunté cuando pusimos fin a la faena pictórica, y nos<br />

deshicimos del balde y de la brocha. Estábamos, solos, en el bar Gaona, en<br />

cuyas mesas de billar los tres hermanos Navarra —Ezequiel, Juan y Enrique—,<br />

simpáticos, y hasta casaderos, y tan olvidados por los arbitrarios fastos<br />

porteños, conquistaron una módica porción de eso que llaman gloria por la<br />

belleza, complejidad y elegancia de sus carambolas.<br />

Elbio, que también miró las mesas de billar y las pantallas verdes y<br />

cuadradas, como embudos, con sus lámparas apagadas, que pendían sobre las<br />

mesas de billar, me contestó que los metalúrgicos fueron al paro cagándose en<br />

los dirigentes, y en sus histéricos llamados a la calma, la disciplina y la fe en el<br />

General que dio a los trabajadores lo que nadie les dio nunca. ¿Y qué esperaba<br />

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