Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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No me odié por la fatuidad de mis palabras. Tampoco me odié por<br />
pronunciarlas. Odio mis impotencias.<br />
—¿De qué hablas? —preguntó Elbio, y en su pregunta escuché el chirrido<br />
seco de la irritación.<br />
—En los velorios se dicen los mejores chistes que nunca se hayan<br />
escuchado: éste es de los peores.<br />
—Dejó de creer, ¿eh? —dijo Elbio, sin escucharme.<br />
—Reedson nunca fue un creyente. Reedson era ateo. Un ateo puritano.<br />
Elbio miró, por encima de mi cabeza, el acondicionador de aire, la pintura<br />
de las paredes, un grupo de viejos, arracimados y en silencio. Supuse, blando<br />
como una diarrea, que esa mirada tasaba naipes jugados, tiempos,<br />
iluminaciones, apuestas.<br />
—Despedime de la vieja —dijo Elbio, la mirada que no ofrecía nada, ni<br />
siquiera a los diarreicos, y a los flojos del corazón como yo.<br />
Rodolfo se quedó conmigo esa noche de sábado. Mi tía, la madre de<br />
Rodolfo, se llevó a mamá. Los viejos amigos de Reedson se marcharon, afables,<br />
injuriados por la ausencia de una tribuna, y de banderas, y de herederos.<br />
Escarnecidos por lo que es.<br />
Fue a mediados de enero —un viernes, mi día franco en El Cronista—, y yo<br />
no tenía nada que hacer, salvo dejarme estar en el silencio de mi departamento,<br />
y aspirar, por la ventana abierta del comedor, la brisa húmeda que venía del río,<br />
y mirar el río, y la negra línea de paraísos que oculta el aeropuerto, y los veleros<br />
en el río, y el sol, amarillo, que lamía los últimos pisos de torres construidas al<br />
azar, y por el deseo de la más reciente generación de nuevos ricos, o prender la<br />
radio y prestar atención, unos segundos, a una música, a una voz, a sonidos. O<br />
sentarme en un sillón —un sillón viejo, con un buen respaldo alto y curvo,<br />
donde dormitan los anuncios de mi inminente vejez—, un vaso de whisky al<br />
alcance de mi mano, y abrir un Atlas y contemplar manchas, erupciones,<br />
cataclismos, y deslizar la yema de mis dedos por láminas tersas y opacas, por<br />
las orillas de tumultuosas arqueologías. Podría dedicarme, digo, a esos<br />
ejercicios vespertinos de fin de semana para mantener la cabeza libre, por unos<br />
silenciosos y fugaces instantes, de las previsibles decepciones que me visitarían<br />
apenas pusiera un pie en la calle. Podía, también, releer ese espeso fragmento<br />
de Santuario en el que Popeye se acerca a Temple Drake, y ella piensa o dice<br />
Algo me va a ocurrir, y la cara enjuta de Popeye tiene el color de la grasa cocida y<br />
fría, y babea, y Temple Drake, Algo me va a ocurrir.<br />
Aquella tarde, sin embargo, recogí la invitación que Elbio, abruptamente,<br />
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