Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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Con un esqueleto bajo el brazo Mi padre murió en la madrugada de un viernes de diciembre. Mi primo Rodolfo demoró, apenas, una hora en avisarme. Su voz, en el teléfono, tenía esa claridad expeditiva e irrecusable con la que los miembros de mi familia reemplazan la digresión, la metáfora, el recuerdo, y, muy a su pesar, sólo cuando lo imprevisible —no el pogrom, no el allanamiento policial, no la enfermedad— golpea a su puerta. “Tu vieja está bien”, dijo Rodolfo, como si yo pudiera suponer otra cosa. “Me la llevo a casa, ¿sí?” Mi excursión por una agencia de pompas fúnebres, el trámite para la instalación del velatorio, elección del féretro que recibiría el cuerpo de Reedson, y su posterior traslado al cementerio, exigieron que firmase, en un escenario de luces suaves, actas, recibos, compromisos, gangoseos, suntuosidades, y desfilara entre una doble fila de ataúdes brillosos, mientras escuchaba el elogio, a cargo de un anciano enjuto y atildado —creo que era un anciano, y que era enjuto y atildado— de la belleza implícita en lo sobrio y la hermosura abrumadora de lo barroco. Otra hora y media la consumí en el consultorio del médico de cabecera procurando que un tipo joven y algo distraído, instalado en una pieza oscura y pequeña, y rodeado de estatuillas de campesinas holandesas, juglares, perros de morros blanquecinos y otros deliciosos tributos a la estética de la buena gente, me firmara un certificado de defunción a nombre de quien fuera, en vida, Mauricio Reedson. A la una y media de la tarde del sábado, el cajón estaba en la sala del velatorio. La sala era fresca: de todos modos, me tranquilizó advertir, incrustada en lo alto de una pared, la grisácea estructura de un aparato de aire acondicionado. Reedson yacía en el cajón, pálidas las manos y la cara, y en calma por primera vez en mucho tiempo; y su cuerpo, que padeció las mortificaciones del silencio, era un manojo de piel y huesos. Miré su cara y sus manos y su cuerpo con una libertad que no me concedí en años y, después, encendí un cigarrillo. A Reedson también le gustaba fumar —fumaba rubios, rubios Arizona— pero cuando supo que sus enemigos lo acechaban, pegaban sus oídos en la puerta de 164

la pieza que era el testimonio mudo de los desmoronamientos del presente, y ocupaban las escaleras y las azoteas cercanas, y le invadían el sueño, y lo atormentaban con tenazas llameantes; cuando los reconoció como los expropiadores de la esperanza que nutrió su bravía e indomable juventud, sin que él, con la lengua de los profetas, convocara a los desposeídos a reeditar la hazaña de David, se prohibió el tabaco y el vino. Y cuando se negó el tabaco y el vino, cuando optó por el silencio, la mirada acuosa y lejana de quien regresa de un mundo yermo y frío, borró de su pasado, y para siempre, al orfebre tenaz de la huelga de los albañiles, ese paro feroz que ajó la modorra parroquial de Buenos Aires en el verano de 1935, y al orador apasionado de las asambleas de su gremio en el salón Garibaldi, en el salón Unione e Benevolenza, en el cine Rívoli de Villa Crespo. Ni alcohol, ni humo, ni memoria. Vejez. Y la muerte que entra a su cama. Y él, que no grita, que sella su boca. Y él, que mira a la muerte, solo y en silencio. A veces, se meaba. Y otras, la fetidez de una caca oscura manchaba, bajo las frazadas, sus ropas, su pellejo quebradizo y amarillento, las sábanas que mamá le cambiaba día por medio, hablándole, contándole historias incoherentes, piadosas, tibias rememoraciones de sueños abolidos. Y Reedson, enroscado en las sábanas que hedían, respondía, abochornado: “Límpienme, por favor... Límpienme..., no fui yo..., no”. Mi madre, acompañada por su hermana, la madre de Rodolfo, llegó a las dos de la tarde al velatorio, y también se paró frente al ataúd. Lloró, y yo agradecí, no sé bien a qué o a quién (¿a la lucha de clases?, ¿al infierno, al cielo, al manso estupor de la ancianidad?), que no se entregara a esas escandalosas representaciones de las mujeres judías cuando de desconsuelos y penas irreparables se trata. Pensé que cincuenta años de convivencia con un hombre que osó decir no cuando sus camaradas decían sí, y los patrones decían sí, le sofocaron el recurso de esas catarsis teatrales que el exilio, el ghetto y el antisemitismo militante incorporaron al deslumbrante registro artístico de su raza. Mamá suspiró, cabeceó, se pasó un pañuelo por los ojos, y me dijo: —Que cierren el cajón. Papá nunca quiso que lo miraran cuando dormía... Papá decía que era parecido a su padre, que fue un hombre santo, y que lo martirizó, en nombre de Dios, nadie sabe cómo... ¿Te conté que papá fue hijo único, y que su padre, hombre santo si los hubo, concibió a papá cuando ya era un viejo, casi sin fuerzas para llegar a la cama?... ¿Sí? ¿Te lo conté? ¿Y te conté que el padre de papá le hacía recitar la Torá delante de los rabinos, y los doctores de la ley, en la gobernación de Lomza, y papá no se equivocaba ni en el tono, y los doctores de la ley, y los rabinos, para celebrar la erudición de 165

Con un esqueleto bajo el brazo<br />

Mi padre murió en la madrugada de un viernes de diciembre. Mi primo<br />

Rodolfo demoró, apenas, una hora en avisarme. Su voz, en el teléfono, tenía esa<br />

claridad expeditiva e irrecusable con la que los miembros de mi familia<br />

reemplazan la digresión, la metáfora, el recuerdo, y, muy a su pesar, sólo<br />

cuando lo imprevisible —no el pogrom, no el allanamiento policial, no la<br />

enfermedad— golpea a su puerta. “Tu vieja está bien”, dijo Rodolfo, como si yo<br />

pudiera suponer otra cosa. “Me la llevo a casa, ¿sí?”<br />

Mi excursión por una agencia de pompas fúnebres, el trámite para la<br />

instalación del velatorio, elección del féretro que recibiría el cuerpo de Reedson,<br />

y su posterior traslado al cementerio, exigieron que firmase, en un escenario de<br />

luces suaves, actas, recibos, compromisos, gangoseos, suntuosidades, y<br />

desfilara entre una doble fila de ataúdes brillosos, mientras escuchaba el elogio,<br />

a cargo de un anciano enjuto y atildado —creo que era un anciano, y que era<br />

enjuto y atildado— de la belleza implícita en lo sobrio y la hermosura<br />

abrumadora de lo barroco.<br />

Otra hora y media la consumí en el consultorio del médico de cabecera<br />

procurando que un tipo joven y algo distraído, instalado en una pieza oscura y<br />

pequeña, y rodeado de estatuillas de campesinas holandesas, juglares, perros de<br />

morros blanquecinos y otros deliciosos tributos a la estética de la buena gente,<br />

me firmara un certificado de defunción a nombre de quien fuera, en vida,<br />

Mauricio Reedson.<br />

A la una y media de la tarde del sábado, el cajón estaba en la sala del<br />

velatorio. La sala era fresca: de todos modos, me tranquilizó advertir,<br />

incrustada en lo alto de una pared, la grisácea estructura de un aparato de aire<br />

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Reedson yacía en el cajón, pálidas las manos y la cara, y en calma por<br />

primera vez en mucho tiempo; y su cuerpo, que padeció las mortificaciones del<br />

silencio, era un manojo de piel y huesos. Miré su cara y sus manos y su cuerpo<br />

con una libertad que no me concedí en años y, después, encendí un cigarrillo. A<br />

Reedson también le gustaba fumar —fumaba rubios, rubios Arizona— pero<br />

cuando supo que sus enemigos lo acechaban, pegaban sus oídos en la puerta de<br />

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