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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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comidas, vigilo el color de mi orina, cultivo manías.<br />

Deposité la taza vacía en la mesa, y me apoyé en los brazos del sillón para<br />

levantarme. Frankel, desde el lugar al que había llegado, me detuvo:<br />

—No te vayas: Ruth no puede tardar mucho más. Sé que le alegrará verte.<br />

Encendí otro cigarrillo y me recosté en el sillón de mimbre. Frankel dijo,<br />

desde el lugar al que había llegado, que lo visitó un individuo joven, un experto<br />

—dijo Frankel— en el arte de vender lo que vende. Me pidió que le contara las<br />

intimidades de un actor. Me pidió que le hablara de los secretos de la profesión.<br />

“Hábleme desde las orillas del teatro que no conoce la gloria. Hábleme de la<br />

privación y del hambre, si las hubo. Hábleme de la vejez de un actor de teatro.<br />

Y de cuándo, por qué y cómo se prostituye. Y del fracaso. Y del olvido. Dígame<br />

qué es el olvido para un actor de teatro.” No lo puse del otro lado de la puerta<br />

con su sonrisa de seductor de sirvientas provincianas, su perfume barato y su<br />

bigote mejicano: hablé para él. Tal vez me preguntes por qué no lo puse del otro<br />

lado de la puerta, y hablé para él. Tal vez no...<br />

Frankel exhaló un ahhh fatigado, y yo apagué el cigarrillo.<br />

—Fui el hijo de un hombre delicado y escéptico —dijo Frankel—, que<br />

sostenía que el respeto al prójimo se probaba en la calidad del desdén por la<br />

arrogancia de los trepadores... No, no lo puse en la puerta: le hablé. Él puso en<br />

marcha el grabador y yo hablé. Usted confía en las palabras, le dije. Él me<br />

contestó que confiaba en las palabras como un bebé en la dulzura de la leche<br />

materna. Entonces, le dije al grabador que los escritores exitosos y los actores<br />

improvisados creen en la palabra. El individuo de los bigotes mejicanos apagó<br />

el grabador y me mostró el impecable esmalte de sus dientes: mañana vuelvo.<br />

Volvió, encendió el grabador, y me pidió que hablara, que no olvidara nada<br />

importante. Hablé. Y cada palabra que dije era una mentira.<br />

Los hombres delicados y escépticos mienten porque no saben cerrar, a<br />

tiempo, las puertas de sus casas, dije, recostado en el sillón. La cara tranquila y<br />

enjuta de Frankel sonrió.<br />

Frankel, que aún sonreía, dijo, desde el lugar al que llegó, que no se<br />

mintieron Ruth, mi padre y él, y otros como Ruth, mi padre y él, para quienes la<br />

juventud no era una fiebre pasajera, cuando fundaron el grupo de teatro<br />

Spartakus. Frankel dijo que mi padre trajo a maquinistas, planchadores y<br />

costureras del gremio del vestido a la sala que alquilaron cerca del Mercado de<br />

Abasto, y que los maquinistas, planchadores y costureras trajeron a<br />

metalúrgicos, portuarios y gráficos y peones de los frigoríficos, y que todos se<br />

sentaban en los bancos de la sala que alquilaron cerca del Mercado de Abasto.<br />

¿Qué palpitaba en esos cuerpos silenciosos, qué universo emergía de la<br />

oscuridad, y en cada uno de esos cuerpos silenciosos, cuando Chejov sugería,<br />

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