Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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09.05.2013 Views

Veo, en las caras de esos tres proletarios de la salud, un destello de felicidad. Palpan el cuello y los hombros de 33 y redescubren las patologías que aprendieron a diagnosticar (y combatir) en los libros, en los trabajos prácticos, en las clases magistrales. De pie, se miran, callados. Ha cesado su jerga veloz, y que fue cada vez más veloz. Se llevan a 33 a la sala de terapia intensiva. Lo sientan en una silla de ruedas y se lo llevan. De su cuerpo, desnudo y blancuzco, escapa un pútrido olor a caca. N. me dice, antes de irse: “¿Y si el análisis (el de orina seriada, el análisis que reveló la existencia de células cancerosas) fuera de otro?”. Desde ayer, al mediodía, estoy en casa. El doctor G. me dijo que lo vea el 2 o 3 de agosto. Para entonces, se conocerán los resultados de la cistoscopía, de la pielografía, de la sangre que me sacaron, de la orina que derramé en frascos de vidrio rotulados. Cuando me despedía de la mujer de 33, ella se echó a llorar: “Yo lo sabía, Yo lo sabía... Entraba a casa y no lo podía mirar. Y él era tan bueno con los hijos. Y para todo se daba maña, viera... Escribía tan bien a máquina”. Ayer, acaso (¿acaso?), inadvertidamente, saqué de un estante de la biblioteca Una cuestión privada de Beppo Fenoglio. En el prólogo, tropecé con estas palabras: “Fenoglio, que participó en la resistencia antifascista italiana, murió de cáncer a los 41 años. Un año antes de su fallecimiento, enterado de que esa peste devoradora se había instalado en su cuerpo, le dijo a un amigo: ‘Paciencia, hay que estar disponible’”. Dormí, anoche, como dicen que duermen las piedras. ¿Hubiera sido bueno no despertar, no encontrarme con mi cara en el espejo, con la taza de café que humeaba en la mesa, con el olor de las medialunas que compré en la panadería, con las rojas tajadas de jamón crudo, en un plato, al alcance de mi mano? 152

Anoche hicimos el amor, ¿Fue en otra vida que me acosté con N., que nos desnudamos, que trepé a sus muslos, que llené de saliva su ombligo? Escribo otra vida porque el tiempo, ahora, es ese reloj de bolsillo que heredé del viejo Pedro Milesi, al que no doy cuerda, yo, que odié siempre los relojes parados. Paciente: ¿el que sufre? Paciente: ¿el que padece, resignado? ¿El que se somete? Paciente: significante, damas y caballeros. Nunca fui paciente con el mundo que me tocó vivir. Ni lo soy. No voy a dedicarme, paciente, a la idiotizada contemplación de cómo el cáncer me disminuye, me reduce a algo que no vale ni una mirada de lástima. N. me lee, en Clarín o en La Nación, que un tal Gancedo, funcionario de criminales, declaró, en una reunión de la Unesco, que un millón y medio de argentinos emigraron del país de los ganados y las mieses, “por simples discrepancias políticas”. Y que no conocía, ni de nombre, a Rodolfo Walsh y Haroldo Conti, escritores. ¿Pensó Walsh, cuando lo asesinaban, por qué a mí? ¿Pensó Haroldo Conti, cuando le quebraban, uno a uno, sus dulces huesos de cristiano, por qué a mí? Entramos, N. y yo, al consultorio de G. G., y sobre su escrito estaba el informe de los análisis, escarbamientos y otras humillaciones que conoció mi cuerpo. G. G. dice que es contradictorio. Con un tono de voz bajo, y aun suave, le pregunto a esa bata blanca que habla menos que poco, qué entiende por contradictorio. Algo parecido a una sonrisa se le arma en los labios. Bueno, responde, que todos los análisis —y los enumera puntualmente— dieron resultados negativos. Desdicen o niegan el análisis seriado de orina. Ahora, agrega, queda la tomografía... Lo único que pudimos advertir es una muesca en el riñón izquierdo, que, quizá se haya producido por la caída de algún cálculo. En la calle, N. me repite las palabras de G. Escucho a N., y recuerdo una línea de un poema de Borges. Me callo: ¿no es una frivolidad intelectual recordar un poema de Borges en la puerta de un instituto hospitalario? N. me dijo, por teléfono, que iba a buscar la tomografía. N. vuelve a llamar: salvo una imagen quística renal, no hay nada. Tres llamadas más de N. Me pidió que compre comida china. Me preguntó 153

Anoche hicimos el amor, ¿Fue en otra vida que me acosté con N., que nos<br />

desnudamos, que trepé a sus muslos, que llené de saliva su ombligo?<br />

Escribo otra vida porque el tiempo, ahora, es ese reloj de bolsillo que<br />

heredé del viejo Pedro Milesi, al que no doy cuerda, yo, que odié siempre los<br />

relojes parados.<br />

Paciente: ¿el que sufre?<br />

Paciente: ¿el que padece, resignado? ¿El que se somete?<br />

Paciente: significante, damas y caballeros.<br />

Nunca fui paciente con el mundo que me tocó vivir. Ni lo soy.<br />

No voy a dedicarme, paciente, a la idiotizada contemplación de cómo el<br />

cáncer me disminuye, me reduce a algo que no vale ni una mirada de lástima.<br />

N. me lee, en Clarín o en La Nación, que un tal Gancedo, funcionario de<br />

criminales, declaró, en una reunión de la Unesco, que un millón y medio de<br />

argentinos emigraron del país de los ganados y las mieses, “por simples<br />

discrepancias políticas”. Y que no conocía, ni de nombre, a Rodolfo Walsh y<br />

Haroldo Conti, escritores.<br />

¿Pensó Walsh, cuando lo asesinaban, por qué a mí? ¿Pensó Haroldo Conti,<br />

cuando le quebraban, uno a uno, sus dulces huesos de cristiano, por qué a mí?<br />

Entramos, N. y yo, al consultorio de G. G., y sobre su escrito estaba el<br />

informe de los análisis, escarbamientos y otras humillaciones que conoció mi<br />

cuerpo. G. G. dice que es contradictorio.<br />

Con un tono de voz bajo, y aun suave, le pregunto a esa bata blanca que<br />

habla menos que poco, qué entiende por contradictorio. Algo parecido a una<br />

sonrisa se le arma en los labios. Bueno, responde, que todos los análisis —y los<br />

enumera puntualmente— dieron resultados negativos. Desdicen o niegan el<br />

análisis seriado de orina. Ahora, agrega, queda la tomografía... Lo único que<br />

pudimos advertir es una muesca en el riñón izquierdo, que, quizá se haya<br />

producido por la caída de algún cálculo.<br />

En la calle, N. me repite las palabras de G. Escucho a N., y recuerdo una<br />

línea de un poema de Borges. Me callo: ¿no es una frivolidad intelectual<br />

recordar un poema de Borges en la puerta de un instituto hospitalario?<br />

N. me dijo, por teléfono, que iba a buscar la tomografía. N. vuelve a<br />

llamar: salvo una imagen quística renal, no hay nada.<br />

Tres llamadas más de N. Me pidió que compre comida china. Me preguntó<br />

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