Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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acá?”, y se señala un lugar del cuello, allí donde 31 cree que se origina la<br />
parálisis de su lengua. Él, con una voz rasposa, contesta: “No, nunca”. Ella,<br />
entonces, exclama: “¡Viste!”. 31 cabecea, va hasta la balanza que hay en el<br />
corredor, y que nadie usa, y se pesa. Mira a la mujer madura y opulenta como si<br />
la viese por primera vez, y le pregunta: “¿Bajé o no bajé de peso?”.<br />
Camina los pasillos un viejo de cara aindiada. Le preguntó a N., hace un<br />
rato, qué tenía yo. N. le contestó que, todavía, no había un diagnóstico<br />
definitivo sobre lo que fuese que yo podía tener, y que los médicos dudaban<br />
acerca de la naturaleza del mal, su gravedad y cómo y dónde ubicarlo. El viejo<br />
de cara aindiada pensó unos largos segundos y dijo: “Eso es bueno: la<br />
enfermedad no hizo casa”.<br />
Emerjo, como si un brazo lento y sin músculos me izara de un mar de<br />
aceite, y encuentro encendidas las luces de la habitación, y escucho sonidos que<br />
demoro en distinguir.<br />
El doctor S. G. y otros dos médicos jóvenes se mueven alrededor de la<br />
cama de 33. Descorro la cortina de goma vieja. 33 respira pesadamente. Su larga<br />
nariz, la cara, los bulbos quemados debajo de las orejas tienen un color terroso.<br />
33 gime: “Doctor, doctor, no me deje. (Las dos noches anteriores, 33 temió<br />
dormirse como si, indefenso en el sueño, algo, alguien, se lo llevara, en silencio, a<br />
ninguna parte. No apagó la lámpara instalada a la cabecera de su cama, hasta<br />
que no escuchó los ruidos de la mañana. Ayer, durmió una corta siesta. Pero,<br />
antes, su mujer, sentada en el borde de la cama, le prometió protegerlo de las<br />
perversidades de la vigilia. La mujer le acarició el pelo engominado, las<br />
deflagraciones del cobalto, los ojos que lagrimeaban, y 33 cerró los párpados.)<br />
El doctor S. G. es un hombre joven, bello, atrayente. “Vamos —le dice a<br />
33—, no te asustes que va todo bien... Mové el hombro derecho... Muy bien...<br />
Ahora, el izquierdo... Seguí con la mirada mi dedo... El dedo, te dije... Acostate...<br />
Levantá las piernas y estiralas y dejalas estiradas hasta que yo te avise... No, no,<br />
no me aflojés.”<br />
33 se queja: “Mi cabeza, doctor”. Y 33 hunde los dedos de sus manos en el<br />
pelo engominado. Los tres médicos no lo escuchan: intercambian frases veloces,<br />
cada vez más veloces y filosas, que horrorizan a 33, y que me llevan a suponer<br />
que él, 33, y 31, y yo) y los enfermos de la sala, y las enfermas del primer piso, y<br />
los enfermos y enfermas de este país, pertenecemos a una raza privada de<br />
inteligencia.<br />
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