Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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sonasen gozosas o perversas, que era útil y eficaz enseñar que el carneraje se paga, aunque esa enseñanza no apresurara nada, aunque esa enseñanza no los acercara a nada. Salieron del galpón y caminaron en silencio, como dos desconocidos, unas pocas cuadras. Entraron a un bar, y Luján pidió, para los dos, salchichas saltadas con huevo, y una botella de cerveza, la más fría que hubiese en la heladera del bar. III Me levanté sobre Lucía con una cosa seca entre los muslos, y deposité en ella palabras que no se escriben. Y mis manos, que la recorrieron, que reconocieron lo que nos separaría, buscaron, en la oscuridad que las envolvía, el nombre de la guerra, no el del olvido. IV El reloj sonó a las cuatro, como lo hizo más veces de las que Demetrio podía recordar. Demetrio se sentó en la cama y, después, apagó el despertador, prendió la luz y, adormilado todavía, tomó los pantalones que colgaban de una silla. Después, ya despierto, los soltó, apagó la luz, se acostó, e intentó dormir. Cuando se plantó en la calle, las nueve en el frío sol de la mañana, tenía hambre. Entró a un boliche, y pidió café y un sándwich de jamón y queso. Otro Demetrio, menos prescindible que él, hubiera sospechado de esa libertad que nadie le disputaba, de la que era dueño y a la cual nadie ni nada ponía límites. Descubrió itinerarios para las horas que se aproximaban. Descubrió el centro de la ciudad y las tardes del centro, que parecen generosas con su propio tiempo. Descubrió un bodegón en el sur de la ciudad y sus cenas abundantes para hombres solos y callados. Descubrió hembras que lo hastiaron con su locuacidad o su indiferencia. Los hombres arrastraron sus alpargatas hasta los repliegues del fuelle, encendieron cigarrillos y, silenciosos en esa noche de primavera, clavaron sus ojos en las manos del tano Ruggero. El tango, en el bandoneón que empuñaba el tano Ruggero, fue un humo untuoso que se les metió en el cuerpo y les devolvió 140
el habla, el uso de una lengua accesible a los sobreentendidos, y sigilosa, taimada, indolente. Parral era una calle de tierra y casas largas y aplastadas, zanjones y potreros sonoros y cercos de ladrillos rojizos. Y que, cuando enmudecían las máquinas de coser de los sastres judíos, tenía, también, esas noches de primavera. Y Luján dijo: —Me voy, Demetrio. Mejor nos despedimos aquí. —¿Te vas? —Demetrio miró el perfil derecho y el perfil izquierdo de Luján: Luján no bromeaba. —Me voy —dijo Luján, lejos, los dos, del tango que evocaba, en el bandoneón del tano Ruggero, a mujer amansada en un sábado de bailongo y palabras que se parodiaban a sí mismas—. Luis Carlos Prestes larga la revolución. —Entremos a tomar una cerveza —dijo Demetrio, la voz ahogada. —Bueno —aceptó Luján—, pero convido yo. V Un viento helado me dio en la cara cuando bajé del ómnibus. Eran las cinco de la tarde, y las luces de las calles estaban encendidas. Dos cuadras me separaban del local del sindicato. Hace más de un año, hablé con Blas para que intercediera, ante la empresa, por Demetrio. Fue la primera vez que pedí por Demetrio. Blas estuvo, con nosotros, dos años en la fábrica; como cualquiera de nosotros, se aguantó sus ocho horas parado entre dos telares Ruti, hasta que lo nombraron tesorero del sindicato. Blas engordó. Eso es lo que hizo Blas en el cargo para el que lo designaron, y para el que fue elegido en una votación a la que concurrieron sus amigos, los acomodados y los alcahuetes. Engordó y se compró un taxi y, enseguida, otro, y otro. Y ningún tejedor, que yo conozca, fue tan ingenuo que supuso que la repentina prosperidad de Blas se debió a que figuraba en el testamento de una tía rica y sin descendencia. —Sí, sí —me dijo Blas, que estuvo, con nosotros y Demetrio, dos años en la fábrica, al pie de un par de telares Ruti— no te aflijas. Le doy un golpe de teléfono a Weldman y asunto arreglado. Blas, de inmediato, como si me trasmitiera una preocupación que lo abrumaba dijo: 141
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Salieron del galpón y caminaron en silencio, como dos desconocidos, unas<br />
pocas cuadras. Entraron a un bar, y Luján pidió, para los dos, salchichas<br />
saltadas con huevo, y una botella de cerveza, la más fría que hubiese en la<br />
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III<br />
Me levanté sobre Lucía con una cosa seca entre los muslos, y deposité en<br />
ella palabras que no se escriben. Y mis manos, que la recorrieron, que<br />
reconocieron lo que nos separaría, buscaron, en la oscuridad que las envolvía, el<br />
nombre de la guerra, no el del olvido.<br />
IV<br />
El reloj sonó a las cuatro, como lo hizo más veces de las que Demetrio<br />
podía recordar. Demetrio se sentó en la cama y, después, apagó el despertador,<br />
prendió la luz y, adormilado todavía, tomó los pantalones que colgaban de una<br />
silla. Después, ya despierto, los soltó, apagó la luz, se acostó, e intentó dormir.<br />
Cuando se plantó en la calle, las nueve en el frío sol de la mañana, tenía<br />
hambre. Entró a un boliche, y pidió café y un sándwich de jamón y queso.<br />
Otro Demetrio, menos prescindible que él, hubiera sospechado de esa<br />
libertad que nadie le disputaba, de la que era dueño y a la cual nadie ni nada<br />
ponía límites. Descubrió itinerarios para las horas que se aproximaban.<br />
Descubrió el centro de la ciudad y las tardes del centro, que parecen generosas<br />
con su propio tiempo. Descubrió un bodegón en el sur de la ciudad y sus cenas<br />
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Los hombres arrastraron sus alpargatas hasta los repliegues del fuelle,<br />
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