Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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Encendió la luz de la pieza y miró, quieto y en calma, la cama tendida, la gruesa colcha verde, sin una sola arruga, sobre la cama de plaza y media; la mesa, redonda, en el centro de la pieza, y su tapa oscura y desnuda que brillaba bajo la luz de la lámpara; las dos sillas con respaldo de esterilla, una frente a la otra, arrimadas a la mesa; el armario, donde guardaba su ropa, apoyado contra una de las paredes blancas de la pieza. Miró el reloj, sobre la tapa oscura y brillosa de la mesa, y pensó que debía darle cuerda. Sintió como entumecidos los dedos de las manos, y se masajeó las manos durante un rato. Se desabrochó el saco de cuero y lo colgó del respaldo de una de las sillas. Se sentó en la silla desocupada, de cara a la esfera del reloj, y prendió un cigarrillo. No pensó que mañana el colectivo atravesará San Martín sin él; que mañana el colectivo cruzará la General Paz Fanacal Tienda El Hogar Compre terrenos Gran Oportunidad Gran con un Demetrio de veintisiete años o, aún, un Demetrio de treinta y siete años, pero no con un Demetrio prescindible para eso que el mundo de las oportunidades llama futuro. Entretuvo la tarde en un boliche, sentado a una mesa, tomó ginebra y café, y contempló a la gente desvanecerse y reaparecer en la niebla, y se preguntó, cuando se encendieron las luces de la calle: “¿Qué es lo que buscan?”. Caminaban despacio, las camisas pegadas a las espaldas sudorosas, por las veredas de tierra. Había olor a carne asada; y la llama amarillenta del sol crujía en las ramas y las hojas de los árboles. —Después de esto, vamos a tomarnos una cerveza —dijo Luján. —¿Tenés plata? —preguntó Demetrio. —Tengo. Ayer Kot me tiró unos pesos. Un tipo curioso, Luján, pensó Demetrio. Con dos perfiles: el derecho, de viejo; y el izquierdo, joven y limpio. Y Demetrio se interrogó, más de una vez, acerca de cuál de los dos perfiles hablaba por Luján. Iban a romperle el culo a un carnero: eso dijo Luján, y Demetrio no le miró la cara. Uno se sentía bien al lado de Luján, porque Luján, con sus dos perfiles, sabía escuchar, pero Demetrio, que tenía veintisiete años, en ese verano de 1935, en ese mediodía ardiente y desierto, no podía imaginar el gusto de la cerveza después de que le rompieran el culo a un carnero hijo de puta. No, no podía imaginar el gusto de la cerveza ni de lo que comieran con la cerveza que pedirían, pero Luján le aseguró que, romperle el culo a un hijo de puta, da más sed y más hambre que ninguna otra cosa que él conociese. Un hombre que los esperaba, en una de las esquinas de esa calle de tierra, 138

les dijo que el taller donde se carnerea queda ahí, a mitad de cuadra, y que el guacho que labura, compañeros, se llama Simón, y es un pendejo de mierda. Oyeron el ruido de los telares, y Demetrio bajó los ojos, y le pareció que sus alpargatas estaban pegadas a la vereda de tierra, y se dijo que llevaban tres meses de huelga, y que los días y el verano eran interminables, y, también, las noches, y que ellos recibían los pocos centavos que el sindicato distribuía, un día sí y un día no, para que ellos supieran, flacos y hambrientos, que el sindicato les pertenecía. Y él, Demetrio, que lo sabía, sabía que ahí, a mitad de cuadra, un pendejo de mierda, parado entre dos Ruti, los hacía andar hasta que se le acalambraban los brazos, y se reía, por lo bajo, de los hombres y de las mujeres que se aguantaban tres meses sin trabajar para que los patrones aceptasen las míseras cláusulas de un convenio, discutido y aprobado en asambleas incrédulas y ruidosas. Simón era un tipo de baja estatura, brazos gordos y cabello color cobre, y con cara de pendejo. Y la cara de pendejo fue un pedazo de grasa fría y cenicienta y enferma al verlos entrar al taller, y Demetrio pensó que nada era mejor que estar del lado de Luján, y tener veintisiete años, y aguantar lo que el sindicato dijera que había que aguantar, y no llamarse Simón. —Carnero..., turro... —Luján insultó al pendejo como si se condoliera de algo, pero, en su cara, el perfil de viejo era una sola línea, blanca y rugosa. Demetrio hundió su cortaplumas en uno de los rollos de satén, y el calor que bajaba del techo de zinc lo hizo sudar como nunca sudó en ese verano, y lo asaltó un deseo frenético de tomar cerveza helada, y olvidar a esa basura, a la que Luján cacheteaba, y olvidarse de él, de sus dudas, y de las certezas de Luján. Enceguecido por el sudor, Demetrio escuchó a Luján la próxima vez no te voy a dejar un hueso sano, ¿entendés?, y se limpió el sudor de la cara, y alzó los ojos: Simón sangraba por la boca, y movía los brazos para atajar los golpes que, con la mano abierta, le descargaba Luján en la cara y en las orejas no quiero verte más por acá, ¿entendés?, y las bofetadas de Luján eran disparadas con una exacta crueldad, y había marcas rojas y blancas en la cara del pendejo si te llego a agarrar carnereando otra vez te vas a despedir del oficio, ¿entendés?, y Demetrio apartó los ojos de las manos de Luján, y de la cara de Simón, porque lo que vio lo dejó sin aire, y porque Luján nunca prometía lo que no fuera a cumplir. Demetrio suspiró, cansado: no se preguntó si un canalla aprende la fatal precariedad de ciertas impunidades, pero a Luján le sobraban agallas para zamarrear a un tipo hasta que el tipo aprendiese —o clamara, en nombre de su madre, que había aprendido— que las impunidades no son eternas. Luján dijo, una y otra vez, a lo largo de esos tres meses de agonía, sin que sus palabras 139

les dijo que el taller donde se carnerea queda ahí, a mitad de cuadra, y que el<br />

guacho que labura, compañeros, se llama Simón, y es un pendejo de mierda.<br />

Oyeron el ruido de los telares, y Demetrio bajó los ojos, y le pareció que<br />

sus alpargatas estaban pegadas a la vereda de tierra, y se dijo que llevaban tres<br />

meses de huelga, y que los días y el verano eran interminables, y, también, las<br />

noches, y que ellos recibían los pocos centavos que el sindicato distribuía, un<br />

día sí y un día no, para que ellos supieran, flacos y hambrientos, que el<br />

sindicato les pertenecía. Y él, Demetrio, que lo sabía, sabía que ahí, a mitad de<br />

cuadra, un pendejo de mierda, parado entre dos Ruti, los hacía andar hasta que<br />

se le acalambraban los brazos, y se reía, por lo bajo, de los hombres y de las<br />

mujeres que se aguantaban tres meses sin trabajar para que los patrones<br />

aceptasen las míseras cláusulas de un convenio, discutido y aprobado en<br />

asambleas incrédulas y ruidosas.<br />

Simón era un tipo de baja estatura, brazos gordos y cabello color cobre, y<br />

con cara de pendejo. Y la cara de pendejo fue un pedazo de grasa fría y<br />

cenicienta y enferma al verlos entrar al taller, y Demetrio pensó que nada era<br />

mejor que estar del lado de Luján, y tener veintisiete años, y aguantar lo que el<br />

sindicato dijera que había que aguantar, y no llamarse Simón.<br />

—Carnero..., turro... —Luján insultó al pendejo como si se condoliera de<br />

algo, pero, en su cara, el perfil de viejo era una sola línea, blanca y rugosa.<br />

Demetrio hundió su cortaplumas en uno de los rollos de satén, y el calor que<br />

bajaba del techo de zinc lo hizo sudar como nunca sudó en ese verano, y lo<br />

asaltó un deseo frenético de tomar cerveza helada, y olvidar a esa basura, a la<br />

que Luján cacheteaba, y olvidarse de él, de sus dudas, y de las certezas de<br />

Luján.<br />

Enceguecido por el sudor, Demetrio escuchó a Luján la próxima vez no te<br />

voy a dejar un hueso sano, ¿entendés?, y se limpió el sudor de la cara, y alzó los<br />

ojos: Simón sangraba por la boca, y movía los brazos para atajar los golpes que,<br />

con la mano abierta, le descargaba Luján en la cara y en las orejas no quiero verte<br />

más por acá, ¿entendés?, y las bofetadas de Luján eran disparadas con una exacta<br />

crueldad, y había marcas rojas y blancas en la cara del pendejo si te llego a<br />

agarrar carnereando otra vez te vas a despedir del oficio, ¿entendés?, y Demetrio<br />

apartó los ojos de las manos de Luján, y de la cara de Simón, porque lo que vio<br />

lo dejó sin aire, y porque Luján nunca prometía lo que no fuera a cumplir.<br />

Demetrio suspiró, cansado: no se preguntó si un canalla aprende la fatal<br />

precariedad de ciertas impunidades, pero a Luján le sobraban agallas para<br />

zamarrear a un tipo hasta que el tipo aprendiese —o clamara, en nombre de su<br />

madre, que había aprendido— que las impunidades no son eternas. Luján dijo,<br />

una y otra vez, a lo largo de esos tres meses de agonía, sin que sus palabras<br />

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