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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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que pudiese recordar. De la sala de telares salía un vapor blanco, y un olor a<br />

sudor, kerosene y piezas terminadas, y aceite y motores en marcha: el olor de<br />

tejedores cansados que miran el reloj y esperan que termine su turno. Y uno de<br />

esos tejedores era Demetrio Farías.<br />

—Aguantar, ¿eh? —y de la boca del petiso saltaron como limaduras de<br />

hierro—. ¿Eso le vamos a decir a Demetrio?<br />

A mí los ojos me dolían, pero no era por el sol.<br />

—No le vamos a decir nada. ¿O acaso creen que él no sabe de qué se habló<br />

ahí adentro?<br />

—Sos el secretario de la comisión interna —dijo Francisco como si, de<br />

pronto, recordase el nombre de una medicación, pero sin depositar ninguna<br />

esperanza en sus efectos.<br />

—No soy Dios, por si eso te dice algo.<br />

—Ah —saltó el petiso—. No sos Dios... ¿Qué sos, entonces?<br />

Me dolían los ojos, pero no era por el sol de ese mediodía de otoño.<br />

Francisco dio unos pasos alrededor mío, y después se acuclilló en algún lugar<br />

del patio, a la sombra, y me miró, y lo que yo pensé de su mirada no me gustó.<br />

—Bueno —suspiró el petiso—, eso que no sos Dios ya te lo escuché. Pero,<br />

todavía, sos el secretario de la comisión interna.<br />

—Sí, ¿eh? ¿Todavía lo soy? Muchas gracias por el aviso... El otro día —<br />

creo que se acuerdan, ¿no?—, el patrón nos citó en su oficina. Ahora mandamos<br />

nosotros, dijo. Vos lo escuchaste, petiso. Y vos, Francisco. Ahora mandamos<br />

nosotros... Secretario de la comisión interna: ¿qué es, hoy, un secretario de<br />

comisión interna? Díganmelo, si lo saben.<br />

El petiso abrió la boca, pero yo fui más rápido que su odio.<br />

—Cerrá ese pozo de mierda —y yo no pronuncié esas palabras: la que<br />

expelió ese silbido de víbora fue mi garganta.<br />

Mientras el agua de las duchas caía, tibia, sobre nuestros cuerpos, conté a<br />

los tejedores del turno de la mañana lo que cualquiera que entra a trabajar a una<br />

fábrica conoce —sea hombre o mujer—, sin necesidad de que nadie le revele la<br />

vigencia de una ley que trae escrita en la memoria.<br />

—¿Pero lo echan en serio? —preguntó Rodolfo, pasándose los dedos<br />

nudosos por el pelo oscuro y crespo. Rodolfo, alto, flaco, ágil, y novio vitalicio,<br />

tenía mi edad, veintiocho años.<br />

—Creo que esta vez es en serio —y me envolví la toalla en la cintura.<br />

Francisco, con ese tono meloso de voz que, decían los conocedores,<br />

enloquecía a las mujeres maduras y opulentas, preguntó:<br />

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