Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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09.05.2013 Views

Cómplices I Era mediodía cuando me llamaron. Les hice una seña al petiso y a Francisco. Los telares retumbaban. —¿Qué pasa? —me preguntó el petiso, la cara negra de furia. El petiso me llegaba al cuello; y ese mediodía tenía la cara negra de furia. Le puse una mano en la espalda. Sudaba. Hacía calor, y el otoño parecía haberse equivocado de puerta. —Nos esperan en la gerencia —dije—. Pará los telares. —No los paro un carajo —dijo el petiso, casi sin mover los labios. —Paralos —grité—. Sos miembro de la interna: paralos. Francisco, sonriente y premonitorio, dijo, sin alzar la voz: —¿Qué mierda nos toca tragar hoy? Respiré hondo, miré a Francisco detener sus telares, y me callé. A Francisco, con la figura de un atildado villano de Hollywood, nada le inquietaba. La vida, para él, consistía en un solo e incesante episodio: los minutos, las horas, los días que una mujer demoraba en abrírsele de piernas, seducida por sus tenaces lisonjas. Cruzamos el patio y Francisco murmuró que el tiempo estaba loco. Yo no le contesté y el petiso encendió un cigarrillo. Abrí la puerta de la gerencia y entramos a una sala fresca y amplia. En una alta pared, el reloj de la gerencia marcaba las doce y diez, y al petiso le temblaban las aletas de la nariz. Siempre se ponía así, con esa cara negra de furia, cuando pisaba la amplia sala de la gerencia. Era un buen tejedor, el mejor que conocí, y no le gustaba parar sus telares. Nos acodamos sobre un largo mostrador. El gerente y Chiche se acercaron a nosotros. Chiche era el hijo del patrón, un chico de diecisiete o dieciocho años, que vestía pantalones entallados y lucía una pulsera de metal en la muñeca izquierda. No recuerdo que tuviese granos en la cara, y era rubio, y su cara era pequeña y, a mi pesar, bella. Las devanadoras aseguraban que el entusiasmo de Chiche por la natación y el remo lo llevaría lejos. —Muchachos —dijo el gerente—, ustedes saben que la empresa estudia bajar los costos laborales. Y una de las primeras conclusiones del estudio es 134

ésta: el despido de Farías. Existen palabras inmodificables, rituales, para los pésames, para las sentencias de la justicia, para avisarnos que el destino existe. Las acabábamos de escuchar: eran pocas y puntuales en el pródigo léxico de los castigos. El petiso abrió los labios como si se ahogara, y un aliento fétido salió de su boca. Yo clavé los ojos en las manchas de tinta, secas, que abundaban en el centro del mostrador. —La empresa prometió cambiarlo de telares —dijo Francisco—; ponerle trabajo liso. Tiene quince años de trabajo en la fábrica. —No prometimos nada de eso —murmuró, apenas, el gerente—. No lo prometimos, Francisco. Dijimos: vamos a estudiar la situación. Y la estudiamos. Y los quince años de antigüedad de Farías pesaron en la determinación de la empresa. Pero la empresa no es una institución de beneficencia. El petiso se desbocó y tartamudeó y, si yo conocía algo al petiso, supe que el petiso tenía ganas de matar a alguien. Los empleados dejaron de teclear, de revisar papeles y libros, y nos miraron. Les divertía escuchar el balbuceo del petiso. Pregunté, con una bola de plomo golpeándome las tripas, si le pagarían la indemnización a Farías. —Lo único que falta —Chiche movió los brazos como si remase a bordo de cualquier cosa que flotara, y la pulsera de metal tintineó en su muñeca izquierda—. Con las fallas que le anotamos, hay motivos para echarlo diez veces... Eso era Chiche: un joven vikingo que sólo abandona el remo para hacer el amor. Empecé a caminar hacia la puerta; el gerente, a mis espaldas, dijo: —Les pido que se pongan en nuestro lugar. —Un poco difícil, ¿no? —le contestó el petiso con una voz extraña en él: baja la voz, y lenta, y fría. El gerente se rió, con la risa de los 31 de diciembre: —Muchachos, muchachos..., no es para tanto. Afuera estaba el sol, el tiempo cambiado, el mediodía, el galope de los telares. Francisco contó las lajas de cemento del patio, y preguntó: —¿Nosotros no tenemos normas, como la empresa? —Tenemos —dije. —Menos mal... —dijo Francisco—. ¿Cuáles son? —Tenemos una sola norma —y el sol me golpeaba los ojos—. Aguantar. Aguantar hasta que reventemos. No pensé, ni poco ni mucho, en las palabras que le largué a Francisco. El cielo era azul y hacía más calor en ese día de otoño que en cualquier otro día 135

ésta: el despido de Farías.<br />

Existen palabras inmodificables, rituales, para los pésames, para las<br />

sentencias de la justicia, para avisarnos que el destino existe. Las acabábamos<br />

de escuchar: eran pocas y puntuales en el pródigo léxico de los castigos. El<br />

petiso abrió los labios como si se ahogara, y un aliento fétido salió de su boca.<br />

Yo clavé los ojos en las manchas de tinta, secas, que abundaban en el centro del<br />

mostrador.<br />

—La empresa prometió cambiarlo de telares —dijo Francisco—; ponerle<br />

trabajo liso. Tiene quince años de trabajo en la fábrica.<br />

—No prometimos nada de eso —murmuró, apenas, el gerente—. No lo<br />

prometimos, Francisco. Dijimos: vamos a estudiar la situación. Y la estudiamos.<br />

Y los quince años de antigüedad de Farías pesaron en la determinación de la<br />

empresa. Pero la empresa no es una institución de beneficencia.<br />

El petiso se desbocó y tartamudeó y, si yo conocía algo al petiso, supe que<br />

el petiso tenía ganas de matar a alguien. Los empleados dejaron de teclear, de<br />

revisar papeles y libros, y nos miraron. Les divertía escuchar el balbuceo del<br />

petiso.<br />

Pregunté, con una bola de plomo golpeándome las tripas, si le pagarían la<br />

indemnización a Farías.<br />

—Lo único que falta —Chiche movió los brazos como si remase a bordo<br />

de cualquier cosa que flotara, y la pulsera de metal tintineó en su muñeca<br />

izquierda—. Con las fallas que le anotamos, hay motivos para echarlo diez<br />

veces...<br />

Eso era Chiche: un joven vikingo que sólo abandona el remo para hacer el<br />

amor. Empecé a caminar hacia la puerta; el gerente, a mis espaldas, dijo:<br />

—Les pido que se pongan en nuestro lugar.<br />

—Un poco difícil, ¿no? —le contestó el petiso con una voz extraña en él:<br />

baja la voz, y lenta, y fría.<br />

El gerente se rió, con la risa de los 31 de diciembre:<br />

—Muchachos, muchachos..., no es para tanto.<br />

Afuera estaba el sol, el tiempo cambiado, el mediodía, el galope de los<br />

telares. Francisco contó las lajas de cemento del patio, y preguntó:<br />

—¿Nosotros no tenemos normas, como la empresa?<br />

—Tenemos —dije.<br />

—Menos mal... —dijo Francisco—. ¿Cuáles son?<br />

—Tenemos una sola norma —y el sol me golpeaba los ojos—. Aguantar.<br />

Aguantar hasta que reventemos.<br />

No pensé, ni poco ni mucho, en las palabras que le largué a Francisco. El<br />

cielo era azul y hacía más calor en ese día de otoño que en cualquier otro día<br />

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