Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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Digo que descubrimos el mar, nosotros, hijos de obreros, de policías muertos, de presidiarios. Hubo un tren que llevó nuestras tumultuosas expectativas a las arenas chispeantes de una playa, y a un edificio de grandes ventanas, dormitorios de techos altos, y comedores con pisos de baldosas negras y blancas, y chimeneas de ladrillo. Hubo fotos, y en las fotos el agua lisa de las orillas del mar, y el mar, y el baño matutino en el mar que ahogaba nuestros gritos de placer y de miedo, los fingidos alardes de coraje de cara a la espuma alta de las olas. Enseguida, otro baño bajo las duchas del edificio de grandes ventanas, y risas estridentes, histéricas, burlonas, bajo el agua helada de las duchas, y manoseos repentinos y humillantes de los más fuertes a los más indefensos, a los chicos que temían defenderse. Cerca del mediodía, el almuerzo. El ruido de bocas llenas que masticaban, hambrientas, de eructos, de tripas insaciables, de algún llanto, de algún vómito. Escribí cartas mentirosas: inocentes, quiero decir. Cartas a mamá (que suponían a papá). Escribí qué comíamos. Y cuánto. Porque yo sabía que querida mamá comía conmigo. Sabía que ella movía los labios, apretando un labio contra otro, y los movía, apretados los labios como si masticara. Y, luego, querida mamá se levantaba de la mesa, doblaba el papel de la carta desde donde yo le daba de comer, y lo guardaba en el bolsillo de la pollera, cerca de las calideces del vientre y, de pie, asentía en la quieta nada de la noche. Yo le hablaba, a mamá, del mar. Las señoras católicas y perfumadas, algunas de las cuales tenían por costumbre marchitarse bellamente, disponían de más dinero y de más tiempo que otras señoras con mucho menos tiempo y dinero para obras que dieran placer a Dios. Reabrían, entonces, las señoras católicas y perfumadas, la colonia de vacaciones. Querida mamá no era católica y se perfumaba el primero de mayo, el día de mi cumpleaños y el 31 de diciembre. Pero era tenaz. Obtuvo, para mí, una plaza en las profusas listas de hijos de obreros, de policías muertos, de pobres y presidiarios que volverían al mar y hablarían, en sus cartas, que olían a sopa, a leche, a puré y blanda carne de vaca, de cómo es el mar. Y estaban ahí las celadoras, rudas, provincianas, que consolaban a los chicos que pedían por sus casas en una tarde de lluvia, y que jugaban con nosotros, hijos de obreros, de policías muertos, de presidiarios, de pobres. Y estuvieron, ahí, de pronto, las monjas. Eran, dijeron las monjas, 128
exaltadas o con un murmullo cándido, las servidoras de Dios en la tierra. No nos miraban, las monjas. Caminaban, entre nosotros, con sus largos hábitos negros, con sus caras sin sangre; parcas e increíbles, para mí, como la muerte y el milagro. De noche, cuando nos acostábamos en las camas de sábanas limpias y crujientes; cuando el mar, allá afuera, decía algo en una lengua que nunca aprenderíamos a traducir; cuando las celadoras volvían a sus casas, las monjas, con llaves que les colgaban de la cintura, con voces cascadas o susurrantes, ordenaban rezar el Padrenuestro. De rodillas en camas superpuestas, el dormitorio apenas iluminado, los chicos recitaban la oración que habían memorizado, serios, turbados, tal vez, o sumidos, tal vez, en el misterio que las palabras del rezo invocaba. Una de las monjas, que caminaba entre las largas hileras de camas superpuestas, me miró, tendido en la mía, las manos sobre las sábanas, los labios quietos, y el rezo de los otros que ondulaba, gangoseante, en la sala apenas iluminada. Algo dijo, la monja, en alguna noche, y el rezo finalizó, como si en esa sala no hubiera nadie. Los otros bajaron de sus camas, silenciosos y puros como nunca lo fueron, y la monja, una pesada sombra muda, salió del dormitorio. Los otros rodearon mi cama, y ninguno de los otros habló, las caras rígidas y jóvenes bajo las luces tenues de la sala. No sé cuánto tiempo estuvieron, así, inmóviles, como si esperaran una señal. Y no sé si la hubo, pero, en un solo impulso, saltaron a la cama en la que yo asistía, sin lágrimas, al fin de mi infancia. Sé que golpeé algún pómulo, algún labio ensalivado. Sé que caí de cara a un colchón, con brazos, cuerpos, aullidos, que me golpeaban, de cara a un colchón. Sé que me izaron hasta la cama de arriba, la mía, y me ataron, desnudo, a los barrotes de la cama de arriba. Después, los otros, los más fuertes y los más débiles, estuvieron allí, sombras flacas sobre el piso del dormitorio, mirándome, desnudo, atado a los barrotes de la cama de arriba. La monja, la que habló a los otros, volvió a entrar a la sala, y caminó bajo las luces tenues de la sala, y no se detuvo frente al muchacho de diez años, atado, desnudo, a los barrotes de una cama, y al que le corría, por los muslos, un hilo de sangre, grueso y amarronado. Y la monja dijo, con una voz baja y tranquila, y sin detener su paso frente al muchacho atado a los barrotes de una cama. —Tápenle las vergüenzas a ese asesino de Cristo. 129
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Digo que descubrimos el mar, nosotros, hijos de obreros, de policías<br />
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chispeantes de una playa, y a un edificio de grandes ventanas, dormitorios de<br />
techos altos, y comedores con pisos de baldosas negras y blancas, y chimeneas<br />
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Hubo fotos, y en las fotos el agua lisa de las orillas del mar, y el mar, y el<br />
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fingidos alardes de coraje de cara a la espuma alta de las olas.<br />
Enseguida, otro baño bajo las duchas del edificio de grandes ventanas, y<br />
risas estridentes, histéricas, burlonas, bajo el agua helada de las duchas, y<br />
manoseos repentinos y humillantes de los más fuertes a los más indefensos, a<br />
los chicos que temían defenderse.<br />
Cerca del mediodía, el almuerzo. El ruido de bocas llenas que masticaban,<br />
hambrientas, de eructos, de tripas insaciables, de algún llanto, de algún vómito.<br />
Escribí cartas mentirosas: inocentes, quiero decir. Cartas a mamá (que<br />
suponían a papá). Escribí qué comíamos. Y cuánto. Porque yo sabía que querida<br />
mamá comía conmigo. Sabía que ella movía los labios, apretando un labio contra<br />
otro, y los movía, apretados los labios como si masticara. Y, luego, querida mamá<br />
se levantaba de la mesa, doblaba el papel de la carta desde donde yo le daba de<br />
comer, y lo guardaba en el bolsillo de la pollera, cerca de las calideces del<br />
vientre y, de pie, asentía en la quieta nada de la noche.<br />
Yo le hablaba, a mamá, del mar.<br />
Las señoras católicas y perfumadas, algunas de las cuales tenían por<br />
costumbre marchitarse bellamente, disponían de más dinero y de más tiempo<br />
que otras señoras con mucho menos tiempo y dinero para obras que dieran<br />
placer a Dios. Reabrían, entonces, las señoras católicas y perfumadas, la colonia<br />
de vacaciones.<br />
Querida mamá no era católica y se perfumaba el primero de mayo, el día de<br />
mi cumpleaños y el 31 de diciembre. Pero era tenaz. Obtuvo, para mí, una plaza<br />
en las profusas listas de hijos de obreros, de policías muertos, de pobres y<br />
presidiarios que volverían al mar y hablarían, en sus cartas, que olían a sopa, a<br />
leche, a puré y blanda carne de vaca, de cómo es el mar.<br />
Y estaban ahí las celadoras, rudas, provincianas, que consolaban a los<br />
chicos que pedían por sus casas en una tarde de lluvia, y que jugaban con<br />
nosotros, hijos de obreros, de policías muertos, de presidiarios, de pobres.<br />
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