Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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la piel de los pómulos pegada a los huesos de la cara filosa y pequeña, una barba rubia. Martín Keppes bebía como pocos hombres que yo haya conocido. Pero nunca le vaciló el paso, la lucidez de lo poco que decía. Martín Keppes nunca habló de nada que le importase a alguien. Martín Keppes y yo tomábamos té, a su regreso de la montaña. Martín Keppes no se quitaba los borceguíes, ni el saco de piel de oveja, ni se acercaba, como otros, al fuego del hogar. Recogía, en una de las bandejas del mostrador, el servicio de té, y se sentaba a una mesa, cerca de la ventana que daba a la piedra de la Cordillera. Tomábamos el té en tazas azules y finas, con pastores y molinos en su loza. Las confituras olían a horno. Una madrugada de julio fui hasta su cuarto. Fui a buscar a Martín Keppes, quienquiera que fuese Martín Keppes. No había nadie en el cuarto que Martín Keppes ocupó en los meses del frío y de la nieve. Donven alzó los ojos de los números encolumnados en una larga hoja de papel, de remitos y comprobantes de depósitos, cuidadosamente apilados a un costado de la mesa, y nos dijo, en voz baja, perpleja, que éramos dueños de un millón de dólares... Había terminado para nosotros —para él, para Margareta, para mí— el tiempo de preparar dulce de frambuesa en ollas de cobre, y envasar el dulce en frascos de vidrio, y vender el dulce a turistas que venían de Buenos Aires, de Rosario, de Temuco, de California, de Londres. A hombres de ciencia, que parecían sensatos padres de familia. A suicidas fatigados que venían de Europa a gastar sus últimas monedas de oro. Los nuestros llegaron aquí, cuando aquí, y en el sur de Chile, sólo había animales, viento y árboles, e indios borrachos. Llegaron con un mandato: trabajar duro. Crecer. Educar a los hijos en el cuidado de la sangre alemana. No ser más los pobres de la gleba, a los que exaltó la poesía de los réprobos y de los malditos. Donven se levantó de la mesa, llenó una jarra con cerveza, y no habló hasta dejar vacía la jarra. Y cuando habló, dijo: —Un millón de dólares... Donven parecía un pobre de la gleba que contempla extasiado, trémulo, un milagro, y desea ansioso regresar a su choza, y balbucear, incoherente, la 124

historia de cómo Dios le había palmeado la espalda. Yo ya no revolvería frambuesas en ollas de cobre. Para eso estaban las obedientes y silenciosas chilenas del sur. Yo ya no cargaría, sobre mis espaldas, bolsas de harina o de papas. Para eso estaban los obedientes y silenciosos chilenos del sur. Yo montaba a chilenos del sur, obedientes y silenciosos. Miré a Margareta. Margareta me miró, aterrada. Margareta había escuchado mi llamado. Dije cómo vi a Martín Keppes. Dije su nombre. Herr Stange sacó un papel ajado de uno de los bolsillos de su camisa, lo desplegó sobre la mesa a la que se sentaba, en el comedor, cuando el comedor y la cocina quedaban limpios y preparados para el servicio y el trabajo del día siguiente, y me pidió que lo mirara con atención. Miré un recorte de diario, que Herr Stange alisó con sus manos, y desplegó sobre la mesa. Miré hombres, mujeres, jóvenes que reían y saludaban, banderas rojas y pancartas en alto, a hombres gordos y uniformados de pie en una tribuna. Herr Stange me señaló a uno de los uniformados, el último a la izquierda de la foto. Y dijo que ése era Martín Keppes. Dijo que Martín Keppes estuvo en España, y que fue oficial del batallón Thaelmann. Dijo, Herr Stange, que la policía secreta alemana, las SS, la Gestapo, lo buscaron, hora tras hora, por el III Reich, por Francia, por Holanda, y por donde se supusiera que se lo podía encontrar, y que nunca dieron con él. Escapaba un minuto, dos o tres, antes de que su guarida, previamente cercada, fuese registrada y devastada por las fuerzas de seguridad, dijo Herr Stange. Martín Keppes descarrilaba trenes que llevaban tanques al frente oriental. Martín Keppes alentaba el sabotaje en las fábricas de armas y municiones. Martín Keppes, se presumía, redactaba volantes que predecían catástrofes para los ejércitos nazis a las puertas de Leningrado, de Viazma, de Kursk, y a orillas del Dnieper, y de otros ríos de la estepa rusa. Martín Keppes escribía a las viudas, a las madres, a los hijos de los soldados muertos en batalla. Y a las amantes y las esposas de los soldados que iban a morir despedazados por el hierro de los cañones bolcheviques. Martín Keppes es ése, el último a la izquierda de la fotografía. Ese con anteojos, dijo Herr Stange. Yo miré, en la fotografía, a un hombre alto, gordo, con anteojos, que no 125

la piel de los pómulos pegada a los huesos de la cara filosa y pequeña, una<br />

barba rubia.<br />

Martín Keppes bebía como pocos hombres que yo haya conocido. Pero<br />

nunca le vaciló el paso, la lucidez de lo poco que decía. Martín Keppes nunca<br />

habló de nada que le importase a alguien.<br />

Martín Keppes y yo tomábamos té, a su regreso de la montaña. Martín<br />

Keppes no se quitaba los borceguíes, ni el saco de piel de oveja, ni se acercaba,<br />

como otros, al fuego del hogar. Recogía, en una de las bandejas del mostrador,<br />

el servicio de té, y se sentaba a una mesa, cerca de la ventana que daba a la<br />

piedra de la Cordillera. Tomábamos el té en tazas azules y finas, con pastores y<br />

molinos en su loza. Las confituras olían a horno.<br />

Una madrugada de julio fui hasta su cuarto. Fui a buscar a Martín Keppes,<br />

quienquiera que fuese Martín Keppes. No había nadie en el cuarto que Martín<br />

Keppes ocupó en los meses del frío y de la nieve.<br />

Donven alzó los ojos de los números encolumnados en una larga hoja de<br />

papel, de remitos y comprobantes de depósitos, cuidadosamente apilados a un<br />

costado de la mesa, y nos dijo, en voz baja, perpleja, que éramos dueños de un<br />

millón de dólares...<br />

Había terminado para nosotros —para él, para Margareta, para mí— el<br />

tiempo de preparar dulce de frambuesa en ollas de cobre, y envasar el dulce en<br />

frascos de vidrio, y vender el dulce a turistas que venían de Buenos Aires, de<br />

Rosario, de Temuco, de California, de Londres. A hombres de ciencia, que<br />

parecían sensatos padres de familia. A suicidas fatigados que venían de Europa<br />

a gastar sus últimas monedas de oro.<br />

Los nuestros llegaron aquí, cuando aquí, y en el sur de Chile, sólo había<br />

animales, viento y árboles, e indios borrachos.<br />

Llegaron con un mandato: trabajar duro. Crecer. Educar a los hijos en el<br />

cuidado de la sangre alemana.<br />

No ser más los pobres de la gleba, a los que exaltó la poesía de los<br />

réprobos y de los malditos.<br />

Donven se levantó de la mesa, llenó una jarra con cerveza, y no habló<br />

hasta dejar vacía la jarra. Y cuando habló, dijo:<br />

—Un millón de dólares...<br />

Donven parecía un pobre de la gleba que contempla extasiado, trémulo,<br />

un milagro, y desea ansioso regresar a su choza, y balbucear, incoherente, la<br />

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