Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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conveniente. Y que ella insistió, pese al desplante del parquero: ¿no pagaron,<br />
acaso, el alquiler de la casa a un italiano mentiroso y basto y, a su modo, astuto,<br />
un plus por el mantenimiento del parque, de la casa, de la pileta de natación,<br />
del césped, de los árboles, y de las flores? ¿Se suponía que uno debía aceptar, en<br />
silencio, las zafadurías de un mocoso que no guardaba el debido respeto?<br />
Sonia acarició las mejillas de Tomás —mano tibia deslizándose por áspera<br />
barba del hombre que yace boca arriba, los ojos abiertos—, y pidió, a Tomás,<br />
que la disculpase por despertarlo, pero era fastidioso tropezar con tanto<br />
guarango suelto. Y Sonia le besó los párpados, y salió al parque, y montó en<br />
una bicicleta, que se incluyó en el alquiler de la casaquinta y sus comodidades.<br />
Tomás, de pie contra la ventana del dormitorio, miró pedalear a Sonia, los<br />
muslos compactos moviéndose arriba y abajo en el lustroso asiento de la<br />
bicicleta, y la bolsa de las compras colgando del manubrio de la bicicleta.<br />
Tomás se cepilló los dientes, se afeitó, se lavó la cara, y lo que pensaba,<br />
fuera lo que fuese, refluyó.<br />
Tomás entró en la cocina, y vio la taza vacía de Sonia, en la mesa de la<br />
vasta y silenciosa cocina, y débiles manchas de la pintura de los labios de Sonia<br />
en los bordes de la taza. Se sirvió café, en la taza de Sonia, de un termo ancho y<br />
de color rojo. Mordisqueó una tostada, y enjuagó la taza.<br />
En la sala de estar, se hundió en un sillón de cuero. Miró sus pies, las<br />
ojotas que calzaban sus pies, y miró sus piernas flacas y sus rodillas huesudas, y<br />
la profusión de venas violáceas, breves, que se esparcían por la escasa carne de<br />
sus muslos.<br />
Vio que el hogar de la chimenea estaba limpio de cenizas, que las piedras<br />
del hogar estaban ennegrecidas por el fuego, y que había cinco o seis rollizos de<br />
leña apilados al pie del hogar de la chimenea. Vio una fotografía de Aldo<br />
Salvitti, el propietario de la casaquinta, con su madre calabresa sentada en el<br />
suelo, vestida de negro, gorda, la boca entreabierta como si jadease; y dos críos<br />
de Salvitti, uno a cada lado de la abuela calabresa, las caras retorcidas por<br />
muecas de monos idiotizados. Y vio a la mujer de Salvitti, flaca, lisa, sin pechos,<br />
y de cabello pajizo, alejada del grupo familiar, casi fuera de foco. Los cuchillos<br />
yacían en la repisa del hogar de la chimenea.<br />
Tomás empuñó los cuchillos: uno era un cuchillo de carnicero, de hoja<br />
ancha y mango de madera negra; el otro, una daga de mango de hueso y hoja<br />
curva y brillante, que le regaló un cliente de su estudio de abogado.<br />
Los cuchillos estaban afilados. Y eran suyos. Él los afilaba, en la mesada<br />
del quincho, a la hora de preparar el asado.<br />
Mojaba, con unas gotas de agua, la piedra de afilar, a la hora del asado, y<br />
pasaba el filo de los cuchillos por la superficie de la piedra de afilar,<br />
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