Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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La lenta velocidad del coraje Tomás abrió los ojos, cansado. Sonia estaba sentada, recto el busto, en el borde de la cama. Tomás, tapado por una colcha vieja y grisácea, encogidas las piernas bajo una sábana áspera y la colcha vieja y grisácea, miró la luz que dejaba filtrar el vidrio de la ventana. Aún ardía la lámpara que encendían, por la noche, en el frente de la casa, poco antes de acostarse. Pero las pequeñas hojas del árbol que rozaban el vidrio de la ventana ya no eran doradas. De noche, cuando Sonia le daba la espalda, y las plantas suaves de sus pies le recorrían las piernas, y sus caderas anchas y elásticas, le acercaban una calidez que lo turbaba, él cruzaba los brazos bajo la nuca, y contemplaba, por el vidrio de la ventana, el silencio y la paz de la noche, y cómo la luz de la lámpara que acababan de encender encima de la puerta de la casa, doraba las pequeñas, ovaladas hojas del árbol que, de día, recobraban los intensos verdes del verano. Tomás, quieto en la cama, estiradas las piernas, el corazón en calma, anhelaba, por un largo, desolado instante, que la noche no terminara, que el silencio y la paz de la noche no se extinguieran. De a poco, imperceptiblemente, la ansiedad lacerante del ruego comenzaba a ceder, y él, quizá, sonreía en la oscuridad y la tibieza del dormitorio y la noche. Con la sonrisa, olvidada, quizá, en sus labios, Tomás giraba su cuerpo, con lentitud, con rigidez, hacia la oscura curva que separaba las nalgas de su mujer, ésa que ella le permitía acariciar con los dedos, si él untaba los dedos con una crema recomendada para rectal thermometers, enemas, and douches. Tomás escuchaba, el corazón latiéndole sordamente en las venas, la noche como un espejo opaco e infinito e incesante, un chasquido de succión, allá abajo, bajo el peso leve de la sábana y la colcha vieja y grisácea, inaudible el chasquido de succión para nadie que no fuese él, que no podía llorar. Pero, ahora, los ojos abiertos, escuchó a Sonia que, sentada en el borde de la cama, decía, con una voz que era irrefutable y, también, imperiosa, que el parquero se le había insolentado; y decía, la voz modelada por una vaga, difusa e irrefutable exigencia, que ella solicitó al parquero que renovase el agua de la pileta de natación, y que el parquero le contestó que lo haría cuando lo creyese 114
conveniente. Y que ella insistió, pese al desplante del parquero: ¿no pagaron, acaso, el alquiler de la casa a un italiano mentiroso y basto y, a su modo, astuto, un plus por el mantenimiento del parque, de la casa, de la pileta de natación, del césped, de los árboles, y de las flores? ¿Se suponía que uno debía aceptar, en silencio, las zafadurías de un mocoso que no guardaba el debido respeto? Sonia acarició las mejillas de Tomás —mano tibia deslizándose por áspera barba del hombre que yace boca arriba, los ojos abiertos—, y pidió, a Tomás, que la disculpase por despertarlo, pero era fastidioso tropezar con tanto guarango suelto. Y Sonia le besó los párpados, y salió al parque, y montó en una bicicleta, que se incluyó en el alquiler de la casaquinta y sus comodidades. Tomás, de pie contra la ventana del dormitorio, miró pedalear a Sonia, los muslos compactos moviéndose arriba y abajo en el lustroso asiento de la bicicleta, y la bolsa de las compras colgando del manubrio de la bicicleta. Tomás se cepilló los dientes, se afeitó, se lavó la cara, y lo que pensaba, fuera lo que fuese, refluyó. Tomás entró en la cocina, y vio la taza vacía de Sonia, en la mesa de la vasta y silenciosa cocina, y débiles manchas de la pintura de los labios de Sonia en los bordes de la taza. Se sirvió café, en la taza de Sonia, de un termo ancho y de color rojo. Mordisqueó una tostada, y enjuagó la taza. En la sala de estar, se hundió en un sillón de cuero. Miró sus pies, las ojotas que calzaban sus pies, y miró sus piernas flacas y sus rodillas huesudas, y la profusión de venas violáceas, breves, que se esparcían por la escasa carne de sus muslos. Vio que el hogar de la chimenea estaba limpio de cenizas, que las piedras del hogar estaban ennegrecidas por el fuego, y que había cinco o seis rollizos de leña apilados al pie del hogar de la chimenea. Vio una fotografía de Aldo Salvitti, el propietario de la casaquinta, con su madre calabresa sentada en el suelo, vestida de negro, gorda, la boca entreabierta como si jadease; y dos críos de Salvitti, uno a cada lado de la abuela calabresa, las caras retorcidas por muecas de monos idiotizados. Y vio a la mujer de Salvitti, flaca, lisa, sin pechos, y de cabello pajizo, alejada del grupo familiar, casi fuera de foco. Los cuchillos yacían en la repisa del hogar de la chimenea. Tomás empuñó los cuchillos: uno era un cuchillo de carnicero, de hoja ancha y mango de madera negra; el otro, una daga de mango de hueso y hoja curva y brillante, que le regaló un cliente de su estudio de abogado. Los cuchillos estaban afilados. Y eran suyos. Él los afilaba, en la mesada del quincho, a la hora de preparar el asado. Mojaba, con unas gotas de agua, la piedra de afilar, a la hora del asado, y pasaba el filo de los cuchillos por la superficie de la piedra de afilar, 115
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Tomás abrió los ojos, cansado. Sonia estaba sentada, recto el busto, en el<br />
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piernas bajo una sábana áspera y la colcha vieja y grisácea, miró la luz que<br />
dejaba filtrar el vidrio de la ventana. Aún ardía la lámpara que encendían, por<br />
la noche, en el frente de la casa, poco antes de acostarse. Pero las pequeñas hojas<br />
del árbol que rozaban el vidrio de la ventana ya no eran doradas.<br />
De noche, cuando Sonia le daba la espalda, y las plantas suaves de sus pies<br />
le recorrían las piernas, y sus caderas anchas y elásticas, le acercaban una<br />
calidez que lo turbaba, él cruzaba los brazos bajo la nuca, y contemplaba, por el<br />
vidrio de la ventana, el silencio y la paz de la noche, y cómo la luz de la lámpara<br />
que acababan de encender encima de la puerta de la casa, doraba las pequeñas,<br />
ovaladas hojas del árbol que, de día, recobraban los intensos verdes del verano.<br />
Tomás, quieto en la cama, estiradas las piernas, el corazón en calma,<br />
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silencio y la paz de la noche no se extinguieran.<br />
De a poco, imperceptiblemente, la ansiedad lacerante del ruego<br />
comenzaba a ceder, y él, quizá, sonreía en la oscuridad y la tibieza del<br />
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Con la sonrisa, olvidada, quizá, en sus labios, Tomás giraba su cuerpo, con<br />
lentitud, con rigidez, hacia la oscura curva que separaba las nalgas de su mujer,<br />
ésa que ella le permitía acariciar con los dedos, si él untaba los dedos con una<br />
crema recomendada para rectal thermometers, enemas, and douches.<br />
Tomás escuchaba, el corazón latiéndole sordamente en las venas, la noche<br />
como un espejo opaco e infinito e incesante, un chasquido de succión, allá abajo,<br />
bajo el peso leve de la sábana y la colcha vieja y grisácea, inaudible el chasquido<br />
de succión para nadie que no fuese él, que no podía llorar.<br />
Pero, ahora, los ojos abiertos, escuchó a Sonia que, sentada en el borde de<br />
la cama, decía, con una voz que era irrefutable y, también, imperiosa, que el<br />
parquero se le había insolentado; y decía, la voz modelada por una vaga, difusa<br />
e irrefutable exigencia, que ella solicitó al parquero que renovase el agua de la<br />
pileta de natación, y que el parquero le contestó que lo haría cuando lo creyese<br />
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