Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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09.05.2013 Views

Tardamos seis meses en dar con Shefjet, atestigua Mihalach. Toco, con la punta de los dedos, las camas en las que yacieron Perlat y Branko, sus escasas ropas, sus armas oxidadas. Descifro los volantes que se imprimían en un mimeógrafo abominable. Repaso las paredes cribadas a balazos; me siento en la mecedora que perteneció a Jordán. Los padres de la patria, los que iban a salvar el país, nos llamaban chiquilines descarriados. Chiquilines, Branko y Perlat. La edad promedio de los combatientes, en 1942, iba de 17 a 22 años. Sobre esa casa pasaron treinta años. Sobre nosotros, también. Hoy, tenemos canas, várices, diabetes, presión arterial, taquicardia, dice Mihalach, que ya no ríe, que se mira las manos apoyadas en las rodillas, sentado a la mesa, la copa de vino vacía. Subimos, adolescentes, a las montañas; cantábamos al porvenir, no a la muerte, no a la derrota. Te voy a decir algo — Mihalach, pensativo, levanta un dedo—: los poetas mienten. La muerte no es Juana de Arco, a caballo, hermosa y blanca. La muerte es sucia. Huele a pozo negro y a la orina de los buitres. A eso. Y a eso dimos la cara. Y cuando bajamos, victoriosos, de aquellas piedras —¿las ves?—, la gordura, sigilosamente, casi sin que nos diéramos cuenta, nos desfiguró. Qué tristeza, argentino. Ahorcaron a Jordán, dice el hombre que me acompaña. El 23 de julio de 1942. Por la noche. En la plaza central. Pero ya unas horas antes de ese éxito defensivo —comenta Heinz Schröter, relator oficial del VI Ejército del III Reich—, el espíritu de resistencia en Stalingrado parecía brotar literalmente de la tierra. En las pocas fábricas que aún quedaban en pie se desplegaba una actividad febril para soldar los últimos tanques, la población iniciaba los arsenales, se pertrechaba a quien era capaz de manejar un arma. Navegantes del Volga, marinos obreros de las fábricas de armamentos, adolescentes, todos respondían a la señal de alarma proclamando la inminencia del peligro, a los alaridos de las sirenas de las fábricas y a las exhortaciones de carteles murales y llamamientos radiales. Los trabajadores acudían por millares a los puntos de concentración, donde se les entregaban armas y se los despachaba sin demora al frente Norte. 110

En un parque cercano al Instituto de Química dejo de ser el otro. Recobro mis papeles, mi fecha de nacimiento, mi edad, mi nombre: las legalidades de un accidente. Contemplo mi cara en el pasaporte del otro, que una mujer borra lentamente. La mujer, sin levantar la cabeza, dice que el papel de la fotografía es excelente, y que, por eso, es fácil cambiar una cara por otra. Dice que, recobrada mi identidad, pasee por Zurich. Dice que, en Zurich, cada cual atiende su juego. Zurigo piace per cosi dire a tutti: a James Joyce piaceva qui il vino, a Goethe il paesaggio, a Lenin il buon funzionamento della Biblioteca centrale, a Benedetto Croce l’Ospitalitá, a Paul Valéry, la libertà della conversazione, a Wagner la bella signora Wesendock ed a Rilke il sapone. Pare proprio che il nostro ambiente sia molto ispiratore, specialmente per i non zurighesi. Quello che hanno scritto in questa città, Einstein, Jung, Le Corbusier e il sunominato Lenin, ha fatto gran chiasso altrove. Gli zurighesi, però, considerano tutti i loro ospiti con la modesima riservata simpatía. Non abbiamo corone di alloro per i geni, né patiboli per gli “eretici”. Ognuno puo costruirsi in pace il proprio paradiso. Mihalach vuelve a la ventana, mira la nieve que cae sobre los árboles negros, enciende un cigarrillo y murmura, de espaldas a mí: —Quien escribe vive en estado de insensatez. Quien hace la revolución, también. Digo, porteño, que los hombres que vencieron en Valmy cambiaron el mundo. Digo, argentino, que ningún libro —ni la Odisea, ni la Biblia, ni el Quijote, ni el Qué hacer— evitó Auschwitz. Antonio dijo no sufrirá. Relájese. El cuerpo flojo. Eso me recomendó Antonio. Gracias, COMPAGNO Antonio. Dígales que quiero patear la silla o lo que sea que pongan bajo mis pies. Pide, dice Antonio al jefe de la guardia, patear la silla o lo que sea que se ponga bajo sus pies. SCUSI, dice el jefe de la guardia. NON CAPISCO. No comprende, dice Antonio y me sonríe. Por favor, explíqueles. Sea paciente y explíqueles. En Zurich todo es inmaculadamente limpio. Y ordenado. No se grita en 111

Tardamos seis meses en dar con Shefjet, atestigua Mihalach.<br />

Toco, con la punta de los dedos, las camas en las que yacieron Perlat y<br />

Branko, sus escasas ropas, sus armas oxidadas. Descifro los volantes que se<br />

imprimían en un mimeógrafo abominable. Repaso las paredes cribadas a<br />

balazos; me siento en la mecedora que perteneció a Jordán.<br />

Los padres de la patria, los que iban a salvar el país, nos llamaban<br />

chiquilines descarriados. Chiquilines, Branko y Perlat. La edad promedio de los<br />

combatientes, en 1942, iba de 17 a 22 años. Sobre esa casa pasaron treinta años.<br />

Sobre nosotros, también.<br />

Hoy, tenemos canas, várices, diabetes, presión arterial, taquicardia, dice<br />

Mihalach, que ya no ríe, que se mira las manos apoyadas en las rodillas,<br />

sentado a la mesa, la copa de vino vacía. Subimos, adolescentes, a las montañas;<br />

cantábamos al porvenir, no a la muerte, no a la derrota. Te voy a decir algo —<br />

Mihalach, pensativo, levanta un dedo—: los poetas mienten. La muerte no es<br />

Juana de Arco, a caballo, hermosa y blanca. La muerte es sucia. Huele a pozo<br />

negro y a la orina de los buitres. A eso. Y a eso dimos la cara. Y cuando<br />

bajamos, victoriosos, de aquellas piedras —¿las ves?—, la gordura,<br />

sigilosamente, casi sin que nos diéramos cuenta, nos desfiguró. Qué tristeza,<br />

argentino.<br />

Ahorcaron a Jordán, dice el hombre que me acompaña. El 23 de julio de<br />

1942. Por la noche. En la plaza central.<br />

Pero ya unas horas antes de ese éxito defensivo —comenta Heinz Schröter,<br />

relator oficial del VI Ejército del III Reich—, el espíritu de resistencia en Stalingrado<br />

parecía brotar literalmente de la tierra. En las pocas fábricas que aún quedaban en pie se<br />

desplegaba una actividad febril para soldar los últimos tanques, la población iniciaba los<br />

arsenales, se pertrechaba a quien era capaz de manejar un arma. Navegantes del Volga,<br />

marinos obreros de las fábricas de armamentos, adolescentes, todos respondían a la señal<br />

de alarma proclamando la inminencia del peligro, a los alaridos de las sirenas de las<br />

fábricas y a las exhortaciones de carteles murales y llamamientos radiales. Los<br />

trabajadores acudían por millares a los puntos de concentración, donde se les entregaban<br />

armas y se los despachaba sin demora al frente Norte.<br />

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