Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...
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de tablas blancas y lavadas; el impermeable que goteaba; la pistola bajo la almohada; mis<br />
cuadros y una reproducción de LA RONDE DE NUIT. La lluvia caía, gris e<br />
interminable, en la calle; y yo movía los dedos de los pies en las medias húmedas, y<br />
tomaba café. No sé por qué les cuento esto, pero quiero que lo sepan.<br />
Examiné la reproducción largo rato. Blanco. Negro. Sombras. Espadas. Bigotes.<br />
Esas barbas, el asombro en unos ojos y la falta de curiosidad en otros, las caras color<br />
harina. Ustedes entienden: yo me sentía en paz. La casa que elegí era buena, la mejor<br />
que nunca hayamos usado; el arma estaba a dos pasos de mi mano; y Rembrandt hablaba<br />
para mí, un albanés del norte. Denle un nombre a todo eso. Y acierten: las palabras son<br />
opacas. O dicen aquello que no se lee o desaparecen.<br />
La reproducción me la regaló un argentino. Lo encontré en la embajada de la<br />
República española, por 1937, en París. El argentino bailó un tango; y yo, una danza<br />
guerrera, de las nuestras. Me invitó a tomar una copa, me contó algunas fábulas de su<br />
increíble país y, de pronto, gritó: “Esperame”. Se levantó, cruzó la calle, la tarde helada,<br />
y compró la reproducción. “Me llamo Raúl González Tuñón”, dijo el argentino. “Y voy<br />
a Madrid, con Vittorio Codovilla... ¿Lo conocés?” “¿Quién es?”, pregunté, mirando mi<br />
copa vacía. “Tomate otro trago”, invitó el hombre de pelo aplastado. “Quién es”, volví a<br />
preguntar. El alcohol me daba sueño; y en la embajada apenas si alcancé a pellizcar un<br />
par de galletitas saladas. “Codovilla”, dijo el argentino, abriendo los brazos y echándose<br />
a reír. Me resultó imposible seguir el curso de su pensamiento. Los argentinos, en<br />
compañía, son brillantes; chisporrotean como un buen champán. Él no dejaba de repetir:<br />
“Lo destinaron al servicio de ambulancias”. Me quedé mudo, con la cara, supongo, de<br />
un perfecto idiota, sin comprender el sentido de su maldita risa. Pero allí estaba el<br />
tanguero, que me pagaba las copas, que recitaba a Villon, y que se largaba a reír, como<br />
un loco, cuando mencionaba el servicio de ambulancias.<br />
Voy a morir: no es fácil decirlo.<br />
Me curan en silencio. Las pomadas resbalan sobre mis brazos, cara, hombros. Los<br />
guardianes bajan la vista; la perplejidad les come los labios. Pero, bruscamente, como si<br />
salieran de un sueño, me empujan, me golpean. Para ellos, Jordán Misja es un animal<br />
desconocido. Les está vedado, para siempre, descubrir la fauna a la que pertenezco. Son<br />
fascistas: ustedes entienden.<br />
La cosa es que llovía. Noviembre, y en Tirana. A. se sentó en un extremo de la<br />
mesa.<br />
Todo bien, preguntó A.<br />
Todo bien, contesté.<br />
Los camaradas removieron sus papeles, se echaron atrás en las sillas, y esperaron.<br />
Hablé bajo y despacio, para que no se les escapara una sola palabra. Y sentí frío. Alguien<br />
acercó unos carbones a la estufa; alguien me acercó un vaso de raki y yo lo alcé por<br />
encima de mi cabeza, y dije salud. Y A., antes de vaciar el suyo, por la victoria.<br />
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