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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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cada casa —usted sabe: Prusia es una escuela de disciplina mental— y<br />

dispararon sus metralletas. Hirieron a la abuela en las rodillas; ella cayó sobre<br />

mí y me salvó la vida. Yo tenía nueve meses. Hoy, treinta y dos años.<br />

Brindemos por las abuelas, esas madres por delegación.<br />

Brindemos por las deudas que no se pagan nunca, dice el hombre que me<br />

acompaña.<br />

Salud, y levanto mi vaso. Y, ahora, brindemos por las deudas que no se<br />

cobran nunca.<br />

Nos levantamos de la mesa; las piernas me responden: el raki fue tolerante<br />

conmigo.<br />

En el auto que nos lleva a Tirana, escucho que el hombre que me<br />

acompaña dice que su doctorado en letras lo obtuvo con una tesis acerca de los<br />

cuentos de Hemingway. De la estructura de sus diálogos. Recuerde que mi<br />

padre sabía mucho de teléfonos, ríe el hombre que me acompaña.<br />

Okey, respondo. Quizá me caiga bien una dieta de yogur.<br />

Siete días, sin interrupción, recorrí ese barrio, cuidándome de no pasar, dos veces,<br />

por la misma calle; cambiándome de ropa; con anteojos o sin ellos; por la tarde; por la<br />

noche; en las primeras horas de la mañana; a veces, en compañía de una muchacha.<br />

Probablemente, la mayor parte de ustedes conoce el barrio y mi descripción les<br />

parecerá ociosa. Pero es muy poco lo que hago aquí: el tiempo es una oscuridad tibia e<br />

infinita que se deshace como un puñado de arena cuando abren la puerta de la celda para<br />

alcanzarme la comida. Después, sus botas golpean en el piso de piedra del corredor.<br />

Después, escucho gritos. Y gemidos, también.<br />

El barrio es de gente pobre; y las calles son estrechas, circulares, laberínticas; y las<br />

casas, de tejas rojas y paredes de ladrillos. Desde cualquier patio interior, se alcanza a<br />

ver el minarete de la mezquita que se levanta en la plaza central de la ciudad. Las<br />

mujeres, saben, recogían los últimos caquis maduros.<br />

Llovía en Tirana. Una lluvia de otoño, espesa y fría. Yo regresaba a mi pieza y me<br />

sacaba los zapatos, colgaba el impermeable, me sentaba en la cama. Anotaba en papel de<br />

cigarrillos lo que era importante, abría los postigos, encendía la lámpara, calentaba el<br />

café. Les hablo, ahora, de mi pieza: tres metros por tres. Y yo la recorría de la puerta a la<br />

cama (pensé que tendría que cambiar la cama de lugar: si llegaban los fascistas, me<br />

matarían antes de que pudiese alcanzar la pistola, que siempre dejaba bajo la almohada<br />

al volver de mis exploraciones —permítanme que las llame así— por el barrio. Es que<br />

caminaba despacio, como un enfermo, para retener en mi memoria aquello que pudiese<br />

sernos útil en cualquier circunstancia). La cama, les digo; la mesa con el hornillo donde<br />

calentaba el café; la cafetera; un pedazo de pan; mis zapatos embarrados, ahí, en el piso<br />

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