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Rivera, Andrés – Cuentos escogidos [pdf] - Lengua, Literatura y ...

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CUENTOS ESCOGIDOS<br />

<strong>Andrés</strong> <strong>Rivera</strong><br />

Prólogo de Guillermo Saavedra


© <strong>Andrés</strong> <strong>Rivera</strong>, 2000<br />

© De esta edición:<br />

Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A., 2000<br />

Beazley 3860 (1437) Buenos Aires<br />

www.alfaguara.com.ar<br />

• Grupo Santillana de Ediciones S. A.<br />

Torrelaguna 60 28043, Madrid, España<br />

• Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de C. V.<br />

Avda. Universidad 767, Col. del Valle, 03100, México<br />

• Ediciones Santillana S. A.<br />

Calle 80, 1023, Bogotá, Colombia<br />

• Aguilar Chilena de Ediciones Ltda.<br />

Dr. Aníbal Ariztía 1444, Providencia, Santiago de Chile, Chile<br />

• Ediciones Santillana S. A.<br />

Constitución 1889. 11800, Montevideo, Uruguay<br />

• Santillana de Ediciones S. A.<br />

Avenida Arce 2333, Barrio de Salinas, La Paz, Bolivia<br />

• Santillana S. A.<br />

Río de Janeiro 1218, Asunción, Paraguay<br />

• Santillana S. A.<br />

Avda. San Felipe 731 - Jesús María, Lima, Perú<br />

ISBN: 950-511-662-4<br />

Hecho el depósito que indica la ley 11.723<br />

Diseño de cubierta: Martín Mazzoncini<br />

Impreso en la Argentina. Printed in Argentina<br />

Primera edición: noviembre de 2000


Índice<br />

Prólogo ...........................................................................................................7<br />

Una lectura de la historia...........................................................................13<br />

Bialé ..........................................................................................................14<br />

La paz que conquistamos ......................................................................19<br />

Pescados en la playa...............................................................................48<br />

El país de los ganados y las mieses ......................................................53<br />

Un tiempo muy corto, un largo silencio..............................................61<br />

Una lectura de la historia.......................................................................66<br />

Mitteleuropa ................................................................................................76<br />

Campo en silencio...................................................................................77<br />

Willy .........................................................................................................81<br />

Mitteleuropa ............................................................................................86<br />

El perro del hogar ...................................................................................92<br />

Tránsitos...................................................................................................98<br />

La lenta velocidad del coraje...................................................................113<br />

La lenta velocidad del coraje...............................................................114<br />

Eso es lo que vale..................................................................................119<br />

Un asesino de Cristo.............................................................................127<br />

Tres tazas de té......................................................................................130<br />

Cómplices ..............................................................................................134<br />

Tualé .......................................................................................................147<br />

Un largo pasillo iluminado .................................................................155<br />

En la mecedora......................................................................................162<br />

Con un esqueleto bajo el brazo...........................................................164<br />

Preguntas ...................................................................................................180<br />

Lento.......................................................................................................181<br />

Los hijos del Mesías..............................................................................184<br />

La espera ................................................................................................190<br />

Preguntas ...............................................................................................193


Puertas....................................................................................................197<br />

Apetitos ..................................................................................................204<br />

Visa para ningún lado..........................................................................207<br />

El corrector.............................................................................................215<br />

La pequeña enfermera del Privado....................................................217


Prólogo<br />

La consagración, se sabe, suele ser una forma sinuosa del malentendido.<br />

<strong>Andrés</strong> <strong>Rivera</strong> fue alcanzado por su estentórea eficacia en virtud de una novela<br />

justamente distinguida con el Premio Nacional de <strong>Literatura</strong>: La revolución es un<br />

sueño eterno. * Desde entonces, la inercia impersonal del sistema literario prefiere<br />

ver en <strong>Rivera</strong> al novelista capaz de visitar el pasado argentino y descubrirlo en<br />

la incómoda crudeza de su vigencia. Condenada a ser idéntica, no a sí misma<br />

sino a la cristalizada imagen que el medio le ha forjado para su propia<br />

tranquilidad, la obra de <strong>Rivera</strong> es siempre respetada pero sólo ampliamente<br />

leída cuando se aviene a actualizar, en el formato obligado de la novela, el<br />

repertorio de iniquidades de nuestra historia. Esta simplificación ha hecho que<br />

pasaran relativamente inadvertidas algunas de sus novelas capitales, como<br />

Nada que perder y El verdugo en el umbral; pero, sobre todo, ha relegado a un<br />

segundo plano sus formidables relatos. Señalar esta distracción no supone tanto<br />

reparar una injusticia como proponer una lectura más provechosa porque, lejos<br />

de constituir un mero apéndice de su novelística, los cuentos de <strong>Rivera</strong> son una<br />

parte sustancial de su obra: el verdadero campo de pruebas de un tono que hoy<br />

tiene el prestigio de un estilo; también, y sobre todo, la unidad de medida de<br />

una economía narrativa que aprendió a respirar en el ejercicio de este género y<br />

la matriz fundamental de personajes, asuntos y procedimientos que sus<br />

celebradas novelas despliegan con mayor aliento.<br />

Por eso mismo, no es casual que Ajuste de cuentas (1972) —que el propio<br />

<strong>Rivera</strong> considera un punto de inflexión, una bisagra entre una suerte de<br />

prehistoria personal y la posterior plenitud de su obra— sea un volumen de<br />

relatos que, a su vez, reformulan y condensan lo explorado por el escritor en<br />

* Cabe señalar que este solo episodio da cuenta de lo que podría llamarse, parafraseando un<br />

título del propio <strong>Rivera</strong>, la lenta velocidad del establishment. Porque el premio llegó cuatro años<br />

después de su publicación original en una editorial modesta -Grupo Editor Latinoamericano- y<br />

tardó un poco más en estar al alcance de un público amplio, al ser editada, como toda su obra<br />

desde El amigo de Baudelaire (1991) por Alfaguara. Al momento de su instalación en el centro de la<br />

escena literaria, <strong>Rivera</strong> hacía treinta y cinco años que había publicado su primera novela, El precio<br />

(1957), y había alcanzado el reconocimiento de lectores tan exigentes y perspicaces como<br />

Ricardo Piglia, Beatriz Sarlo, Juan José Saer y Jorge Lafforgue, entre otros.<br />

7


tres libros anteriores, también de cuentos: Sol de sábado (1962), Cita (1966) y El<br />

yugo y la marcha (1968). Con una lucidez que no por habitual en él merece ser<br />

sobreentendida, Ricardo Piglia consignó tempranamente, en la revista Los libros<br />

(1972), el rasgo fundamental que aquellos relatos decisivos instalaban para<br />

siempre en la narrativa de <strong>Rivera</strong>: “En lugar de la clásica oposición entre vida<br />

privada y lucha política, se trata de un vaivén interno a la escritura misma, por<br />

el que <strong>Rivera</strong> hace hablar a la política el lenguaje del deseo, disponiendo sobre<br />

la realidad de las relaciones sociales la palabra de un cierto delirio”. La precisa<br />

fórmula de Piglia hoy puede ser ampliada, en virtud del desarrollo ulterior de<br />

la narrativa de <strong>Rivera</strong>: así como la política se expresa en ella con el lenguaje del<br />

deseo, el erotismo asume allí la retórica de lo político. Política y sexualidad no<br />

son categorías intercambiables en esos relatos sino los ejes ortogonales que<br />

definen una función central: la electricidad que atraviesa las ficciones de <strong>Rivera</strong><br />

y que no es otra que las relaciones establecidas entre los personajes de sus<br />

historias en torno al poder. En el artículo ya mencionado, Piglia agrega: “De<br />

este modo, la significación aparece siempre desplazada: pequeños átomos de<br />

acción, diálogos sueltos, frases que se repiten, son las huellas que permiten<br />

reconstruir un sentido”. Y, desde luego, vuelve a acertar porque, al mismo<br />

tiempo que establecen esa sintaxis cruzada entre lo íntimo y lo público, los<br />

cuentos de <strong>Rivera</strong> imponen una economía basada en la interrupción y en el<br />

corte, en la deliberada omisión de aspectos cruciales de la anécdota y, en<br />

consecuencia, del sentido de la historia. Detrás de este rasgo aparentemente<br />

estético, que constituye desde entonces una constante en la narrativa de <strong>Rivera</strong>,<br />

se agazapa una necesidad que parece provenir de la experiencia personal del<br />

autor, imprimiendo en esa huella de sentido de la que habla Piglia un fuerte<br />

matiz autobiográfico que recorre con persistencia casi toda su obra: la de una<br />

revolución que redima de la injusticia. Y son las sucesivas derrotas de varias<br />

generaciones de revolucionarios —entre quienes destaca la figura del padre de<br />

Arturo Reedson, evidente alter ego del propio <strong>Rivera</strong>—, las que imponen en esta<br />

escritura la discontinuidad, como una forma escéptica y perpleja de la espera.<br />

La postergación de esa utopía en la cual cada vez es más difícil creer pero a la<br />

que no se puede renunciar convierte la escritura de <strong>Rivera</strong> en una peculiar<br />

modulación de la espera beckettiana. Como los personajes de Beckett, los de<br />

<strong>Rivera</strong> parecen atrapados en esta insalvable y fascinante contradicción: “No<br />

puedo seguir. Seguiré”.<br />

En algún momento —que quizá coincidió con el prolongado abandono de<br />

la forma novelística explorada en sus dos primeros libros—, <strong>Rivera</strong> parece<br />

haber sospechado que el cuento era el vehículo más adecuado para dar cuenta<br />

de esa derrota histórica y existencial. Como si hubiese intuido que, a la<br />

8


postergación del maximalismo revolucionario, su obra debía corresponder con<br />

el relativo minimalismo del cuento, estableciéndose en su territorio para<br />

desplegar su asordinada manera de exponer la injusticia, sopesar la derrota,<br />

enunciar las capitulaciones de una vida o describir la violencia del sexo, casi<br />

siempre ejercido como opresión, venganza o forma perversa del ultraje. Si se<br />

repasa su obra posterior a Ajuste de cuentas, se comprobará que, tras los diez<br />

años de silencio que siguieron a ese libro, <strong>Rivera</strong> escribió sólo dos verdaderas<br />

novelas: Nada que perder (1982) y El verdugo en el umbral (1994), que constituyen<br />

la módica pero admirable saga familiar que narra la historia de los antepasados<br />

y la vida y la muerte de Mauricio Reedson. * Las otras narraciones de <strong>Rivera</strong> que<br />

trascienden los límites del cuento, desde En esta dulce tierra (1984) hasta la<br />

reciente Tierra de exilio (2000), no son estrictamente novelas sino que redondean,<br />

con admirable aliento y sentido del tempo narrativo, esa forma siempre<br />

indefinible que es la nouvelle. <strong>Rivera</strong> parece, entonces, haber renunciado a la<br />

novela propiamente dicha (incluso ha expresado más de una vez su deseo de<br />

reescribir su primera novela, El precio, para convertirla en relato) en beneficio de<br />

la nouvelle y el cuento.<br />

Esta observación no pretende sólo señalar una preferencia formal sino la<br />

lúcida percepción que <strong>Rivera</strong> tiene de las posibilidades económicas de cada<br />

formato de la narración. Si sólo la novela puede postular la totalidad de un<br />

mundo o de una vida, es la nouvelle la que mejor despliega la transición de una<br />

a otra lógica de la pasión o del pensamiento, como ocurre en El amigo de<br />

Baudelaire (1991); o constituirse a partir de las esquirlas de una voz desengañada<br />

o resentida, tal cual sucede en La revolución es un sueño eterno (1987) o en El<br />

farmer (1996). Y es el cuento el único capaz de constituirse en el lugar de<br />

condensación casi poética en el cual la narración trabaja para rodear el punto de<br />

inflexión, el momento de reconocimiento o desenlace cuando una vida da un<br />

salto decisivo. <strong>Rivera</strong> conoce como pocos escritores estas leyes secretas y de<br />

difícil cumplimiento. Y ha sabido desplazar su escritura desde el gran formato<br />

de la novela —tan reacia, salvo casos excepcionales, a los agujeros de acción y<br />

de sentido— hacia esas otras medidas de la narración que se ajustan mejor a la<br />

materia privilegiada de sus ficciones, una materia desgajada por la historia,<br />

hecha de derrotas, de desengaños y de traiciones y, al mismo tiempo, de<br />

empecinada resistencia.<br />

* En rigor, estas novelas deben leerse invirtiendo el orden en que fueron publicadas no sólo<br />

porque El verdugo en el umbral narra hechos anteriores sino también porque el proceso de su<br />

escritura es igualmente previo al de Nada que perder. <strong>Rivera</strong> terminó una primera versión de<br />

aquella novela en 1975 pero su editor no se atrevió a publicarla ante el clima de inseguridad y<br />

de terror que ya se vivía en aquellos meses previos al golpe de Estado. <strong>Rivera</strong> continuó entonces<br />

trabajando intermitentemente en una segunda versión hasta su publicación en 1994.<br />

9


Esa materia cuyos ideales permanecen intactos pero a costa de revisar una<br />

y otra vez las trampas de la ideología y las defecciones de los hombres debe<br />

abandonar la forma novela cuando Mauricio Reedson (el obrero y militante<br />

honesto) o Castelli (el único revolucionario incorruptible de Mayo) deciden<br />

callar. Aquello que el padre y el prócer derrotados no pueden decir sólo puede<br />

narrarse, por cautelosas aproximaciones, desde la agujereada y discontinua<br />

respiración del relato o de la nouvelle. Derrotada la revolución, la narración que<br />

dé cuenta de los “entresijos de esa derrota” —como dijo alguna vez el propio<br />

<strong>Rivera</strong>— deberá estar perforada por aquello que permanece más allá de lo<br />

decible (por ignorancia, por escepticismo o por estratégica prudencia de un<br />

revolucionario en retirada). Pero, así como, en el plano de las ideas, <strong>Rivera</strong> no<br />

renuncia a postular la necesidad de una utopía, en el terreno literario la novela<br />

es el verdadero horizonte, el fantasma que organiza, a la distancia, la escritura<br />

de sus narraciones. A la revolución derrotada y aún pendiente corresponde, se<br />

dijo, el formato replegado de la nouvelle y del cuento, pero trabajado con la<br />

estrategia de un reducidor, de un jíbaro literario que somete a un revelador<br />

proceso de desmontaje y condensación la opulenta y compacta seguridad de los<br />

grandes formatos narrativos. Podría decirse que <strong>Rivera</strong> ha resignado —en el<br />

doble sentido de la palabra— el espacio propio de la novela: la ha cedido al<br />

enemigo pero sólo para asediarla con ataques certeros, incursiones guerrilleras<br />

de un narrador vietcong que conoce el territorio mejor que su ocupante<br />

extranjero. De allí, también, que las grandes extensiones de silencio que pueblan<br />

los relatos de <strong>Rivera</strong> no sean producto ni del capricho ni de la desidia sino<br />

espacios en blanco cargados de significación, a la manera de los silencios<br />

musicales. Como en el principio de Arquímedes, en el agua precisa de las<br />

narraciones de <strong>Rivera</strong>, el silencio es un cuerpo que desplaza un volumen de<br />

sentido igual al suyo.<br />

En análoga medida al escepticismo resistente que despiertan en <strong>Rivera</strong> la<br />

iniquidad del presente y las derrotas del pasado, las injurias que el tiempo y los<br />

otros infligen al individuo han ido replegando también su escritura al espacio<br />

económico del relato o la nouvelle. El personaje a veces sin nombre y a veces<br />

encarnado explícita o implícitamente en Arturo Reedson consigna en sus relatos<br />

esas capitulaciones privadas tanto como las voces más o menos épicas de<br />

revolucionarios derrotados y traidores no siempre impunes. En los textos más<br />

autobiográficos y en los perfectamente ajenos, en las diversas modalidades de la<br />

duración narrativa, <strong>Rivera</strong> se empeña en describir lo que queda de mundo —y<br />

de lenguaje— cuando se imponen la derrota o la enfermedad, esa otra derrota<br />

más íntima y por eso menos comunicable; lo que ocurre cuando el amor es<br />

desplazado por el afán de sometimiento o cuando la militancia se obnubila por<br />

10


el poder o cede a la desesperanza. <strong>Rivera</strong> sabe que el lenguaje ya no puede dar<br />

cuenta de lo real de manera cierta; pero se empecina en creer que el relato<br />

puede dar, en su austero y fragmentado desarrollo, una imperfecta pero<br />

necesaria medida del mundo. De esa tozuda convicción, cargada de ironía y de<br />

áspera belleza, dan testimonio los cuentos aquí reunidos, tan admirables como<br />

el resto de su obra.<br />

11<br />

Guillermo Saavedra


Nota acerca de la edición<br />

Esta selección, realizada con la estrecha colaboración del autor, se abre con<br />

cuentos de Una lectura de la historia (1982). Pero este libro publicado<br />

originalmente por José Luis Mangieri incluía, corregidos, textos provenientes de<br />

casi todos los libros de relatos anteriores de <strong>Rivera</strong>. Entre otros, “Un tiempo<br />

muy corto, un largo silencio” —cuya versión actual es producto de una nueva y<br />

reciente reescritura— y “Bialé” —que <strong>Rivera</strong> corrigió para su inclusión en la<br />

antología Las fieras (1999), preparada por Ricardo Piglia—; ambos, publicados<br />

por primera vez en Ajuste de cuentas (1972). “El país de los ganados y las<br />

mieses” es una reescritura de “Nunca te fuiste de la dulce tierra natal”,<br />

aparecido por primera vez en Una lectura de la historia. Los restantes cuentos<br />

provenientes de este último libro así como los pertenecientes a Mitteleuropa<br />

(1993) y La lenta velocidad del coraje (1998) se incluyen aquí con ninguna o muy<br />

escasas modificaciones de su autor. Los textos reunidos bajo el título Preguntas<br />

son todos inéditos, salvo “Puertas”, reescritura de “La pieza vacía”; aparecido<br />

por primera vez en Ajuste de cuentas, se optó por incluirlo aquí atendiendo a la<br />

magnitud de sus cambios, que lo convierten casi en un nuevo cuento.<br />

12<br />

G.S.


13<br />

Una lectura de la historia


Bialé<br />

Salí de Bialé después que paró de llover. Tomé la ruta sin mayor apuro:<br />

soplaba el pampero y el cielo iba limpiándose de nubes. Era una de esas tardes<br />

frías de fines de diciembre; sobre los picos dentados de las sierras y en sus<br />

flancos, tapizados por un verde espeso y oscuro, se alzaba una luz pálida y<br />

brumosa, como de invierno.<br />

Me sentía bien; tenía hambre y las alpargatas mojadas, pero me sentía<br />

bien. Yo me siento bien con pocas cosas: esta vez, una camisa caqui, la campera<br />

de cuero, cigarrillos, y el cuerpo —a excepción de los pies— abrigado y tan sano<br />

como lo permite este país.<br />

Todo eso poco importa —lo sé—, pero yo tenía hambre, las alpargatas<br />

mojadas y unos pesos en el bolsillo: un trago y algo sólido, para meterme entre<br />

pecho y espalda, era lo que andaba buscando. Y ninguna otra cosa. Fue cuando<br />

el auto frenó a mi lado.<br />

—¿Dónde queda el motel Los Palenques? —preguntó el hombre.<br />

Ella usaba una blusa escotada; y solamente un ciego podía llamar pollera a<br />

la tela que partía de su cintura sin esperanza alguna de llegar a las rodillas. Él<br />

llevaba el pelo cortado a cepillo; una remera amarilla, con franjas rojas, le ceñía<br />

la espalda musculosa.<br />

Aquí es costumbre saludar a amigos o extraños antes de iniciar una<br />

conversación. El hombre no lo hizo; apretaba un cigarro apagado en su boca<br />

grande y cruel, y parecía demasiado seguro de sí mismo. Entonces, decidí<br />

tomarme todo el tiempo del mundo para contestar.<br />

La mujer olía a perfume: yo contemplé —supongo que con una prudencia<br />

de monje— la curva de sus pechos. Recordé que tenía hambre; encendí un<br />

pucho y aspiré largamente el humo. Créanme: puede haber modos más<br />

adecuados para entretener las manos y los ojos o para olvidar el pasado. Ocurre<br />

que no los conozco.<br />

—¿Usted es de acá? —preguntó ella.<br />

—Sí, señora —dije yo—. Buenas tardes.<br />

—Suba, lo llevo —dijo el hombre bruscamente.<br />

—Si quiere ir al motel —y miré al hombre—, métale derecho hasta el<br />

14


paradero y después unos tres kilómetros para arriba. No se puede perder.<br />

—¿Lo conoce? —volvió a preguntar la mujer.<br />

—Sí. Trabajo, por aquí, de lavacopas...<br />

—¡Ah, qué bien! —sonrió ella.<br />

—Suba —insistió el hombre.<br />

Me instalé en el asiento trasero, y el hombre puso en marcha el<br />

convertible. En verdad, la suspensión del coche era estupenda. Él dijo:<br />

—Así que trabaja de lavacopas...<br />

—Cuando quiero —respondí—; ahora tengo hambre. Déjeme en cualquier<br />

lado.<br />

—Bajemos en el motel —propuso el hombre—. Tienen whisky importado.<br />

El tipo no me gustó, pero su nuca era fuerte y joven.<br />

—Los dueños son nazis —dije, con el tono de quien lee una guía de<br />

turismo.<br />

El hombre se rió; la mujer se volvió hacia mí:<br />

—¿Qué es eso?<br />

—Pavadas —tosió él—. Oiga: ¿sabe que usted es un tipo simpático?<br />

—Son nazis —repetí, porque el tipo no me gustó.<br />

—Cada uno tiene derecho a pensar como quiera —dijo él, repentinamente<br />

fastidiado.<br />

Pensé que era ridículo discutir con unos desconocidos, de los que me<br />

despediría en cuestión de minutos, acerca del libre albedrío o de las variaciones<br />

en la escala genética, y me quedé callado.<br />

El hombre suavizó:<br />

—Lo invito a una copa. O a lo que quiera. Usted dijo que tenía hambre... Y<br />

uno no encuentra gente simpática todos los días.<br />

—No, gracias.<br />

—Vamos, acepte —y la mujer me mostró sus labios húmedos.<br />

—Otra vez será —dije.<br />

—Paramos en el chalé Charito; venga a vernos —dijo el hombre—. Soy<br />

Alfredo Russell.<br />

Cuando bajé del coche se me habían secado las alpargatas. Volví a Bialé a<br />

comprar queso y pan.<br />

Las aguas del lago, pardas, temblaban: la tormenta estaba próxima. Y a mí<br />

no me gusta rechazar invitaciones. Son como las amenazas: llega un momento<br />

en que por lo que sea —pudor, azar, estupidez— uno no se va al mazo. Los<br />

visité a la hora de cenar. Encontré al hombre, solo, sentado en el porche, con un<br />

vaso de whisky en las manos.<br />

—¿Qué toma? —me preguntó.<br />

15


—Caña.<br />

El hombre se rió.<br />

—No tengo.<br />

—Vino, si no es molestia.<br />

Nos quedamos un rato en silencio. Un trueno sacudió la casa.<br />

Yo hablo poco; los hombres altos y atléticos me enmudecen. Ese,<br />

precisamente, era uno de esos hombres. Medía un metro ochenta o un metro<br />

noventa, era fornido, y cuando se dirigía a mí no me miraba. A esa clase de<br />

pesados les da por meterse con tipos como yo. Así que, pensándolo mejor,<br />

hubiera sido preferible que no parase en Bialé, y que, con las alpargatas secas,<br />

caminara hasta cualquier lado.<br />

—Va a llover —dijo el hombre.<br />

—Llueve —dije yo—. Y va a durar.<br />

—¿Dónde duerme usted? —preguntó el hombre.<br />

—En el templo evangelista —dije yo—. Lo limpio, y en pago me dejan<br />

dormir allí.<br />

—A mi esposa la asustan los truenos —comentó el hombre.<br />

Russell miró unas luces que brillaban en el espesor de la lluvia. Después<br />

musitó, dándome la espalda:<br />

—Ella es una mujer de gran... Usted va a cenar con nosotros, ¿eh?<br />

La cena duró tres platos y el postre; intercambiamos las puntuales<br />

trivialidades que constituyen, para las personas educadas, una conversación<br />

amena. Y la esposa de Alfredo Russell no pareció más nerviosa que una gata<br />

descerebrada. La vi levantar una copa entre sus manos, sopesarla, y declarar,<br />

con un énfasis negligente y definitivo: “Tiene cuerpo”. Era esa clase de mujer.<br />

Magda, la esposa de Russell, y Russell, se mostraron amables y<br />

hospitalarios. Dominaban, a la perfección, el código de los buenos modales.<br />

Dijeron que podía dormir en el diván instalado en la biblioteca; y que, hasta que<br />

conciliara el sueño, podía entretenerme con la lectura de las obras completas de<br />

Ernesto Sabato. Opté, naturalmente, por desafiar a la lluvia: cortesías como ésas<br />

terminan por espantarme. Me despidieron atentos y sonrientes. Caminé por el<br />

borde de la ruta; habían pasado diez minutos cuando el convertible zumbó a mi<br />

lado, los faros encendidos. Russell iba al volante, sin compañía.<br />

Dormir en la toma de agua es una de las pocas cosas que me gustan. La<br />

toma son cuatro paredes altas, de piedra, y un techo de ladrillos. Yo suelo<br />

encender fuego en un rincón; descifro los garabatos que los enamorados graban<br />

en los muros; oigo a la noche.<br />

Había comprado, en Cosquín, dos morcillas rellenas con pasas, nueces y<br />

piñones, y pan casero. Abrí la navaja y corté trozos de pan, redondos, y rodajas<br />

16


de morcilla no demasiado gruesas. Las ramas secas estallaban en el fuego, se<br />

contorsionaban, dibujaban sombras amarillas en el techo. Comí despacio; y<br />

pensé que algo de alcohol y una taza de café enriquecerían mis esperanzas en el<br />

porvenir del género humano. Por lo menos, una buena taza de café negro y<br />

caliente. Mañana, me dije, te tomás una jarra entera en Bialé, o en la casa del<br />

viejo Melis.<br />

Limpié la hoja de la navaja, me la guardé en el bolsillo del pantalón, y<br />

caminé hasta la vertiente. Las sierras se levantaban azules en la noche, el aire<br />

era de cristal, y entre los árboles crujió el grito de unos pájaros perdidos. Aparté<br />

unas piedras y hundí la cara en el agua hasta que se me helaron las mejillas.<br />

Regresé a la toma; enrollé la campera a modo de almohada, acerqué unas<br />

ramas al fuego y, poco a poco, se me desentumeció la cara. ¿Hasta cuándo voy a<br />

seguir diciendo no? ¿Hasta cuándo voy a dejar rodar en mi boca palabras como<br />

signos de lo desconocido, como nombres de puertos y calles y trenes en los que<br />

no estoy? ¿Y a qué voy a decir sí? El viejo Melis dijo sí a algunas cosas, y ahora<br />

duerme con una 44 en la mesa de luz. No escribió ningún libro, pero vence a la<br />

muerte y a la falta de eternidad cuando abre los ojos y encuentra, otra vez, las<br />

sierras, el lago, su propio pasado. Confía en que nadie le avise, uno de estos<br />

días, que no se despertó. Vive solo y sabe tomar vino. Y siempre tiene una<br />

cafetera llena calentándose en la cocina a leña.<br />

No oí llegar a Magda: supongo que debió estar allí, del otro lado del<br />

fuego, un buen rato, mirándome.<br />

—¿Qué hace aquí? —le pregunté, como si no me lo imaginara.<br />

—¿Le gusta esto?<br />

—Sí.<br />

—Vos no te interesás por nada, ¿eh? —dijo Magda.<br />

—Algunas cosas me importan —dije yo.<br />

—¿Se puede saber cuáles?<br />

—No dar explicaciones. No pedirlas.<br />

Magda se echó sobre mí; cuando la abracé, se quejó, indefensa.<br />

—Sé de vos más de lo que pensás —dijo Magda.<br />

—Bueno.<br />

—Russell dijo que soy una mujer competente.<br />

—Acabo de comprobarlo.<br />

Magda se rió:<br />

—Soy su asesor de negocios —dijo con una voz perezosa e indulgente—.<br />

Él es un buen nadador. Hace unos años, nos metimos en un arroyo, cerca de la<br />

17


frontera con Brasil. Perdí pie y me hundí en un pozo. Russell me gritó que le<br />

soltara la mano, y yo se la solté, y él, desde el borde del pozo, me sacó. Qué<br />

sensación extraña. Estaba lúcida y tranquila. Y no tuve miedo. Alfredo dijo que<br />

soltarle la mano fue una prueba de amor. Pero ahora se fue al motel: le encantan<br />

las putas.<br />

—Y a vos el paisaje.<br />

—Oh, no entendés nada, estúpido.<br />

—No —admití yo—. Remové las brasas, ¿querés?<br />

En la curva que da sobre la toma estacionó un auto. Las luces de los faros<br />

recorrieron el lugar; estallaron, lechosas, en el agua de la vertiente y en los<br />

árboles achaparrados y salvajes. Magda soltó una risita.<br />

—Es Alfredo —murmuró, exultante.<br />

Me acerqué a la puerta de la toma. La noche era clara y Russell, parado en<br />

la ruta, con una escopeta bajo el brazo, llamó en voz alta a Magda. La llamó no<br />

sé cuántas veces. Ella se abrazó las rodillas, como si tuviera frío, y dijo que tenía<br />

la carne de gallina. Dijo que le gustaba oírlo gritar.<br />

A la mañana siguiente, Russell detuvo el coche cerca del templo y esperó,<br />

sentado al volante, a que yo llegara. Yo llegué. Russell vestía un short celeste y<br />

la escopeta descansaba en sus rodillas.<br />

—Usted va a viajar a Córdoba —dijo. Estaba afeitado, olía a colonia, y yo<br />

ya no era un tipo simpático.<br />

—No —respondí—. En Córdoba, cerraron los cine-clubs.<br />

—Va a viajar a Córdoba —Russell se movió en el auto, las manos en la<br />

culata de la escopeta—. Y se va a quedar allí.<br />

—No.<br />

—Sé de usted más de lo que podría imaginarse.<br />

Decididamente, eran demasiados los que sabían más de mí que yo mismo.<br />

Eso, en ayunas, me deprime.<br />

—¿Qué quiere? —preguntó Russell, un destello enfermo en la cara<br />

macilenta.<br />

Contemplé la claridad de la mañana, la ruta que serpenteaba cuesta abajo<br />

y, con la boca reseca, tomé rumbo a la casa de Melis. La escopeta relampagueó<br />

bruscamente al calzársela Russell en el hombro. Pensé, sin embargo, que ése era<br />

un buen día para café y asado. Y vino, si el viejo andaba provisto.<br />

18


La paz que conquistamos<br />

I<br />

Tardó una eternidad en cerrar la puerta del departamento: el largo y<br />

pulcro sobre de papel madera se extendía por el parquet lustrado como una<br />

bestia en acecho.<br />

Hugo Broussard. Presente. Hugo, con el impermeable puesto, se sentó en un<br />

sillón, encendió un cigarrillo y abrió el sobre, la delgada luz de los fluorescentes<br />

ronroneando sobre su cabeza.<br />

Contempló la fotografía con asombro, con despiadada avidez, tal vez con<br />

horror.<br />

El hombre, arrodillado, abrazaba la cintura de la mujer, sentada en un<br />

diván, los ojos del hombre vueltos hacia la garganta descubierta de la mujer,<br />

hacia la cara de la mujer (la nuca de ella se apoyaba en el respaldo del diván),<br />

hacia su boca entreabierta, como si la luz se hubiera agazapado allí, en el perfil<br />

crispado del hombre, en el manchón blanco de un cuello que se curva, en la<br />

temible voluptuosidad de ese rostro de mujer tajeado por el fogonazo del flash;<br />

como si hubiera otra cosa en esa habitación que el lente omitió —no la<br />

congelada desnudez de las caras, no el borroso desaliño de los cuerpos y las<br />

ropas—, quizá porque era obvia.<br />

La misma mano que trazó su nombre en el sobre había escrito, en el dorso<br />

de la cartulina, con una letra grande, rápida y brusca Arbeit macht frei.<br />

Hugo se sacó el impermeable, buscó un vaso y se sirvió una abundante<br />

medida de whisky. De pie, dejó que el líquido bajara a su estómago vacío y<br />

explotara. El frío no lo abandonó. Probó otra vez. Ahora sí. Contra las sogas.<br />

Tenía el frío contra las sogas, y a esas tres palabras contra las sogas, y a los<br />

trozos de piel que navegaban en la helada bruma de la foto contra las sogas.<br />

La sangre le golpeaba en las sienes cuando sonó la campana. Se desplomó,<br />

nuevamente, en el sillón y desplazó la fotografía ante sus ojos: las opacas<br />

lechosidades, la mitigada penumbra, las morosas obscenidades que la luz<br />

arrancaba de la cartulina, instalaron en Hugo, solapadamente, los<br />

apasionamientos del fetichismo, el regocijo, el éxtasis y la unción dolorosa y<br />

solitaria del conjurado. Pero alcanzó a decirse que Saúl era demasiado judío<br />

19


para reproducir —con el frívolo provincianismo que el turista emplea para<br />

llenar los espacios libres de una tarjeta postal— la inscripción que los SS<br />

clavaron en el pórtico de Buchenwald.<br />

Saúl, pensó, es demasiado joven para bromear.<br />

II<br />

Débora es la hermana de Saúl.<br />

En 1972, Hugo renunció a perpetrar melancólicas apologías de Arturo<br />

Capdevila o Francisco Luis Bernárdez, o desaprensivas perífrasis acerca de la<br />

democrática vigencia de la ley de educación común en zonas donde los chicos<br />

mueren como moscas atrapados por la desnutrición, el mal de Chagas, las<br />

diarreas estivales y otras cristianas desprolijidades, para aceptar el cargo de<br />

Oficial de Administración en un híbrido organismo internacional.<br />

Ese año, los hijos de las familias pudientes decidieron que Dios es criollo.<br />

Y limpios, puros e implacables dispensaron la gracia o la excomunión.<br />

Ejercieron un vicariato efusivo, frenético y hasta condescendiente, que Hugo<br />

eludió, entregándose, sigilosamente, a placeres menos escandalosos que la<br />

herejía o el apostolado: le fascinó establecer un orden imperturbable en las<br />

confusas finanzas de la oficina; se anotó en un ciclo cinematográfico dedicado a<br />

Buster Keaton; y comenzó a frecuentar los baños turcos.<br />

Ese año, Hugo conoció a Saúl —antes que a Débora, naturalmente— en un<br />

seminario de Matemáticas aplicadas.<br />

Fue así: Hugo distribuyó sillas, anotadores y biromes en la sala de<br />

conferencias; calentó café en tres grandes jarras y dio instrucciones a un<br />

ordenanza para que lo sirviera sin molestar a los asistentes.<br />

—¿Qué tal anduvo la charla? —le preguntó Saúl, de improviso, cuando se<br />

apagó el murmullo de los comentarios, cuando el salón se vació, su voz<br />

desprovista de la mordacidad, el ímpetu y la devoción con que ilustró el<br />

crecimiento de las variables y la fastuosa impecabilidad del infinito.<br />

Hugo observó al muchacho —ambos habían intercambiado, en los días<br />

previos al curso, algunas palabras distraídas, algunas imprecisas referencias al<br />

trabajo, alguna vaga promesa burocrática—, que tenía polvo de tiza en las<br />

manos y el saco, y una barba corta y rubia que brillaba, húmeda, en la cara<br />

pálida y tensa, y ansiosos ojos grises, y un cuerpo menudo y ágil.<br />

—Joyce, en Trieste, batiéndose por un Parnell devastado por los puritanos.<br />

—Bueno —dijo Saúl, y se rió—. Bueno. ¿Dédalus no?<br />

20


—No.<br />

—¿Bloom?<br />

—Usted es demasiado flaco para ser Bloom.<br />

Cinco años atrás, un tipo joven festejó alegremente una cita para elegidos,<br />

y Hugo, de inmediato, se desaprobó. Un oficial de Administración de una<br />

perdida oficina técnica de las Naciones Unidas, en un perdido punto del<br />

planeta, es un señor atento, servicial (dudosamente equilibrado), de buenos<br />

modales (que perfecciona su inglés leyendo el Buenos Aires Herald), y no un<br />

cretino acumulador de laboriosas analogías.<br />

Cinco años después, a solas en su departamento, envuelto en el venturoso<br />

sopor que proporcionan los alcoholes baratos, las manos en reposo sobre la<br />

tersa suavidad de una fotografía, pensó: demasiados demasiado para Saúl.<br />

César recelaba de la delgadez de Casio, de su figura extenuada y hambrienta,<br />

de sus escasas sonrisas de perro apaleado.<br />

Hugo gorgoteó, satisfecho. No todos los judíos son gordos. Saúl no es<br />

gordo. Lo demás, asegura el bardo, es el balbuceo recurrente de un idiota.<br />

Se quedó dormido con un pucho apagado en los labios.<br />

III<br />

Tendido de espaldas en la cama imperial, las piernas abiertas bajo el<br />

cobertor, un brazo doblado detrás de la nuca, aspiré, quizás amodorrado, las<br />

frías y rancias emanaciones, superpuestas, de aceite y humo, rábano blanco y<br />

chucrut y pescado relleno y mameligue que impregnaban las paredes del<br />

dormitorio de Débora.<br />

—Tengo sed —dije, la lengua hinchada, execrándome, enfermo de vejez y<br />

arrepentimiento.<br />

Débora surgió de las tinieblas del cuarto, desnuda, maciza, la carne<br />

rosada, los pasos largos y suaves, la furiosa, maniática elegancia de una<br />

bailarina de ballet que había engrosado, e inmune, sin embargo, a las injurias<br />

del olvido, al inexorable endurecimiento de las articulaciones. ¿Acaso no<br />

compartía una taza de té y unos strudel crujientes, en un puntual crepúsculo<br />

vienés, con el doctor Freud y los exquisitos Zweig? ¿Acaso estaban tan lejos los<br />

tilos de Berlín; las enjutas lápidas del cementerio judío de Praga, bruñidas por<br />

una luz también sabia e indulgente y apacible; los poemas de Rilke; las<br />

perversas bellezas de un mundo que sobrevive a su ruina?<br />

—Tomá —dijo Débora, y depositó un vaso en la mesa de luz.<br />

21


—¿Qué es?<br />

—Bronfn —dijo, y su risa, grave y ronca, estalló, burlona, en la tibieza<br />

asfixiante de la habitación.<br />

Tragué un líquido empalagoso y azucarado, cualquiera haya sido el<br />

nombre que la hermana de Saúl le asignó, y me pregunté qué hacía allí, entre<br />

esos muebles vastos y pesados, entre sillones de cojines aterciopelados y<br />

cuadros opacos y tristes, y con esa mujer que me había demolido tan ostensible<br />

e impiadosamente como una topadora puede hacerlo con un montículo de<br />

tierra seca.<br />

Ella dijo que nació en Lodz, al igual que su padre, David Stein, y su<br />

abuelo, y los hermanos de su padre, y el padre del abuelo. Y todos ellos —el<br />

bisabuelo, el abuelo, los hermanos de su padre y el propio David Stein—<br />

hombres duros, que no temían a Dios, fueron tejedores. Y si podía entender eso,<br />

cosa que puso en duda (“das lástima, porteño, con tus cuarenta años y pico<br />

encima, dejándote ir, solo, salvo la casual relación con Saúl, salvo estas sesiones<br />

de castigo que nos infligimos, y que, estúpida de mí, te concedo”), quizás<br />

aceptara que yo poseía la imaginación indispensable —la estólida, cartesiana<br />

imaginación de un goi— para que la suma de dos más dos arroje<br />

aproximadamente cuatro.<br />

Recuerdo esa tarde de setiembre de 1976, cuando el invierno se demoraba<br />

en la ciudad, por el chasquido desdeñoso e insolente de su voz, que se mezcló al<br />

rumor de la lluvia, a la laxitud que subía desde el colchón, un quieto mar de<br />

plumas fermentadas y enmohecidas en el que me movía como un pez atontado<br />

por el fragor de una carga de dinamita, y que perseveró, infatigable, hasta la<br />

llegada de la noche.<br />

—Dame más de eso —dije, entonces, y el sonido gutural cesó, y los dos,<br />

sumergidos en la temperatura irrespirable de esa bóveda, nos contemplamos en<br />

la esperanza y el ultraje y la desesperación que permanecían en el eco de la voz<br />

que había callado.<br />

—¿De esto? —preguntó Débora, mostrándome un botellón lleno de un<br />

brebaje espeso y rojo, los ojos glaciales en la cara inmóvil, arropada en una bata<br />

de rayas verticales, grises y blancas.<br />

—De eso.<br />

IV<br />

En Lodz, donde más de la mitad de los judíos eran patrones, comerciantes,<br />

22


opavejeros, prestamistas, rabinos, doctores, poetas, fabulistas, expendedores<br />

de carne kosher, guardianes de sinagogas, filósofos, narradores del eterno<br />

sufrimiento del pueblo del Libro y la circuncisión, los Stein fueron tejedores<br />

desde el comienzo de la genealogía familiar, allá por junio de 1848.<br />

Gente bravía los Stein, que no temían a hombre alguno, incluidos los<br />

polacos. Y en cuanto a Dios, ¿quién lo vio —preguntaba el padre de David, con<br />

una maligna sonrisa bajo los bigotes teñidos de tabaco— en los fuegos del año<br />

cinco, cuando la vida valía menos que un groszn, y el Diablo cabalgaba en los<br />

veloces caballos del zar, y nosotros, hombres de las tejedurías, lo desmontamos,<br />

más de una vez, con los puños desnudos, con sólo, óiganme bien, los puños<br />

desnudos? De modo que David se acostaba con todo tipo de polleras, en<br />

galpones oscuros, en vagones de carga, en casas deshabitadas, sin preguntas a<br />

las quejumbrosas doncellas si eran rusas que practicaban el rito bizantino,<br />

alemanas protestantes, hebreas ortodoxas, polacas librepensadoras o,<br />

simplemente, hembras que por unas horas descubrían las ventajas del<br />

agnosticismo, los deslumbramientos del adulterio, las delicias de la crueldad y<br />

la fantasía.<br />

Aplicaba ese mismo criterio a los propietarios de las tejedurías. “Todos se<br />

forran el mierdoso bolsillo de la misma manera”, repetía con viciosa monotonía.<br />

Es decir. Los respetaba tanto como un elefante las reglas del Código Civil.<br />

Esa irreverencia militante constituía uno de los motivos de la admiración<br />

que suscitaban en los goim. Los otros dos no cedían en importancia: una cultura<br />

alcohólica que le envidiaban veteranos curtidos en memorables encuentros con<br />

el vodka, y una izquierda letal.<br />

Pero seamos precisos —Débora encendió un cigarrillo y el humo envolvió,<br />

por un instante, su cara de ídolo—: una trompada formidable, una resistencia<br />

intrépida a las prodigalidades y los desvaríos de la ebriedad, y una aversión<br />

insolente por los que le pagaban el salario habilitaban, a David Stein, para<br />

aguantar, sin quejas, el paro forzoso. Un día de cada tres llegaba, con el<br />

estómago vacío, hasta los portones de la fábrica, hasta el anémico fulgor de sus<br />

ventanales, y sepultaba, en el impecable manejo de los telares, una rabia<br />

ponzoñosa que lo avejentaba: se sentía reducido a la impotencia y no había a<br />

quién romperle la jeta. Después, la madrugada desaparecía, las luces se<br />

apagaban, pero la lluvia seguía empapando los arrabales de Lodz.<br />

David Stein se aburría. Una confabulación de taimados usurpadores de<br />

bigote y guerrera —“el bigote y la guerrera que se preconizaban<br />

periódicamente como la sabiduría suprema y como los rectores de la sociedad”,<br />

escribió un profeta fervoroso del estilo y de la cerveza, a propósito de los<br />

bastardos herederos de Bonaparte— y de barones de la industria, lo exilió, por<br />

23


una década, de las tentaciones de la épica, sentó a Hitler en el Reichstag, y<br />

sumió a Polonia en el letargo de una República que exhibía pianistas<br />

melancólicos y patriotas de pechos constelados de medallas municipales.<br />

David Stein, aburrido, se casó. Era un hombre para dar: cerradas las<br />

puertas de la Historia, abrió las del Registro Civil. Sofía —una muchacha<br />

silenciosa y cálida— no fue la fiesta lujuriosa, el incendio voraz al que se<br />

prometían asistir los amigos de David, sino la calma, la sensatez para afrontar<br />

las crisis cotidianas, y la eficiencia en la cama. Débora nació en 1934.<br />

Hubo paseos en bote por el Lodka; la inscripción, en 1938, de la niña, en<br />

un instituto de danzas y la de David en una escuela de mecánica textil;<br />

frecuentación de kermesses, con tiro al blanco, cerveza en las noches de verano<br />

y montaña rusa. Deportes: natación, barras, lucha libre. Carreras de resistencia.<br />

Duchas heladas. Eliminación de grasa. Dietas. Pesas. Trote. Duchas heladas.<br />

Está claro, por Dios. ¿O no lo conocen a David?, preguntaban sus amigos<br />

polacos y judíos, como si fueran dueños de todas las respuestas. No pudo<br />

participar en los Juegos Olímpicos de Berlín; ahora quiere ganar las<br />

Macabeadas. Otros, más cautos, reflexionaban: piensa en el futuro. Se prepara<br />

para una ancianidad sin achaques. Por fin, no faltaron quienes se inclinaban por<br />

un diagnóstico simple y conciso: la mujer es frígida y él se volvió loco.<br />

No se habían agotado, aún, las conjeturas, cuando los nazis —robustos,<br />

displicentes, orgullosos— paseaban sus perros salvajes por las calles desoladas<br />

de Lodz. Fruncían la nariz, nazis y perros: Lodz olía mal, estrecha, sucia, vacía.<br />

La higiene es un führerprinzip, y David, que se bañaba todas las mañanas,<br />

fue a ver a los jefes de la comunidad judía. Lo escucharon con estupor. ¿A qué<br />

viene tanta alarma? No exageremos. Las leyes raciales, los comercios arrasados,<br />

la estrella amarilla: conocimos cosas peores, desde los tiempos de Jmelnitzky.<br />

Por favor, no exageremos.<br />

Le hablaron de Einstein, un gran hombre. Su palabra pesa. Los pondrá en<br />

vereda. Y la opinión pública mundial. El presidente de la United Steel, de la<br />

United Steel, ¿oís?, es judío. No se atreverán. Eso sí: no hay que provocarlos.<br />

¿Quieren que llevemos una estrella amarilla en la manga? La llevaremos. ¿Y<br />

qué? ¿Es una vergüenza? No haremos nada que les sirva de pretexto para la<br />

represión. Ellos, allá; nosotros, aquí. Alemania es un país civilizado: no se la<br />

puede juzgar por un pequeño número de excéntricos. Sí, ególatras. ¿No voló<br />

Hess a Inglaterra? Están divididos: los blandos darán un golpe y acabarán con<br />

Hitler y su camarilla. Gott in himml! ¿Qué es o que te pasa? ¿Por qué esa cara?<br />

Algún día la guerra finalizará, y ellos, los judíos, volverán a respirar<br />

libremente, olvidados de todos, pero todos juntos en su ghetto. Y buenas<br />

muchachas judías se casarán con buenos muchachos judíos, y nacerán buenos<br />

24


niños judíos que preservarán la ley y cuidarán a los ancianos y a las sinagogas y<br />

a los cementerios.<br />

David Stein escupió, el canalla, sobre ese sueño grácil y lisonjero, y<br />

maldijo, y amenazó. Cuando se serenó —y eso, por referencias de testigos<br />

imparciales, le llevó la noche entera— se dedicó, mudo, a fumigarlos con sus<br />

asquerosos cigarrillos. Sirvieron té y repartieron pedazos de duro pan negro, y<br />

alguien lloriqueó; y evocaron sus excursiones a Viena, Praga, París; a Jacob Ben<br />

Ami, el trágico entre los trágicos; y a Morris Schwartz: se lo disputan en<br />

Hollywood y es el invitado de honor en la mesa de míster Goldwyn; y a Buloff,<br />

Joseph Buloff, ay ay, el rey de los actores. ¿Y Scholem Aleijem?, carraspeó un<br />

viejo. Yo conocí a Scholem Aleijem. ¿Saben lo que dijo Gorki de Scholem<br />

Aleijem? ¡Qué tiempos, Gott!<br />

Movían la cabeza: sí, sí, llegaremos a Palestina y seremos felices.<br />

David los escuchó, la fría mirada sobre sus esqueletos; sobre sus cenizas;<br />

sobre los diarios que escribirían, furtiva y minuciosamente, canonizados por el<br />

hedor de la carnicería. Al carajo con ustedes, con sus repulsivas fantasías:<br />

somos inteligentes, somos cultos, somos distintos a los otros, sufrimos como<br />

nadie en la tierra. Toda esa basura, les digo, sirve para que Rotschild pueda<br />

sentarse a una mesa de póker, limpio de inhibiciones, con un grupo de nobles<br />

caballeros bautizados por la iglesia católica que le celebrarán, discretamente,<br />

como a un par, su champán, sus éxitos en la banca, su destreza de esquiador.<br />

La vida no es un negocio, dijo David Stein.<br />

No todos los alemanes son Hitler, le contestaron.<br />

Tampoco todos los judíos son borregos.<br />

Alzaron los brazos, gritaron su indignación, un vaso de té se volcó y el<br />

líquido tibio salpicó el piso sucio, polvoriento de la habitación. David Stein<br />

sonrió, recogió su gorra y salió a la noche.<br />

Ni siquiera saluda, el desgraciado, comentaron, acongojados, los hombres<br />

responsables.<br />

V<br />

David consiguió —sólo Dios sabe cómo— papeles polacos, arios, para<br />

Sofía y Débora. Y puso a madre e hija bajo la protección de un antiguo profesor<br />

de la escuela textil. Les pidió que no lo lloraran; el mundo iba a cambiar de<br />

base, como anuncia la canción: entonces, mis queridas, guarden los pañuelos.<br />

Fueron cuatro largos inviernos, contó David Stein. Aquí, en Europa, los<br />

25


santos desangraron sus pies y las brujas ardieron contra el horizonte. Aquí, los<br />

señores levantaron sus castillos y la plebe los arrasó. Aquí Spinoza escribió su<br />

Ética y Galileo se retractó; aquí, Goethe alabó a Valmy. Aquí, la escritura<br />

transformó al hombre y el hombre al universo. Aquí, yo, un tejedor de Lodz,<br />

maté.<br />

David Stein tiró, certera y deliberadamente, sobre satisfechos burgueses<br />

que cultivaban anémonas a la luz de los hornos crematorios; tajeó tiernas cartas<br />

que describían los progresos de una granja en la profunda Bavaria o en la Baja<br />

Silesia, las torpezas insanables de los peones rusos o eslovenos o croatas que<br />

sustituían la siempre añorada dedicación de papá, y a los niños que<br />

preguntaban por papá, allá, en el frente; incendió vagones cargados de leche,<br />

pieles, bicicletas, aros, colchones, nafta, municiones, gorros, mantas, muñecas;<br />

minó puentes; y se supo libre, como jamás ser humano lo fue, en el acecho y en<br />

la destrucción.<br />

Regresó a Lodz, un día de junio de 1945. Esperó aún tres años para<br />

confiarle a su mujer:<br />

—Hablan por mí. No me creo obligado a aceptarlo.<br />

Ella lo miró, sentada en una silla de la oscura cocina. Parecía sereno; no<br />

había grasa en su cuerpo, ni canas en su pelo rubio, pero la voz sonaba como<br />

muerta. Sofía murmuró:<br />

—Estás enfermo.<br />

—Cerrá la boca, me dijeron. Dije que no. Decretaron que soy sospechoso.<br />

—David, estás enfermo.<br />

—Sí.<br />

David se levantó de su asiento, tomó un vaso de agua, se apoyó en el<br />

fogón.<br />

—No prendas la luz —pidió.<br />

Ella cruzó las manos en el regazo y esperó. David habló como si escuchara<br />

a otro.<br />

—Ves a una muchacha, que tiene todo en los lugares apropiados, y te<br />

decís: es ella. Pero no estirás el brazo, y en ese segundo en el que dejás de ser<br />

vos mismo, la muchacha da vuelta la esquina y se te pierde. Ahora ya es tarde:<br />

ésos hablan por vos, y ella es un sueño que morirá con vos.<br />

David escupió. El salivazo se estrelló contra el suelo. David adelantó un<br />

pie y esparció la flema con la suela de su bota. Oyó, durante un rato, su<br />

respiración y la de Sofía; movió la cabeza, apreciativamente, y dijo: “Stein, es el<br />

fin. Un tipo que se regodea con las oraciones sacramentales de un empresario<br />

de pompas fúnebres debe preparar sus maletas”.<br />

Veinticinco años más tarde se rectificó: All lost, nothing lost. Las palabras<br />

26


llegaron puntuales; la muchacha que tenía todo en los lugares apropiados no<br />

agonizaba con él. (Estuve a punto de largar la risa al escuchar, en boca de<br />

Débora, la máxima stendhaliana. Me contuve no sé cómo. Pensé, creo, que el<br />

paso de los profetas inspira un número infinito de mordaces epigramas y, ay,<br />

reacciones menos pacíficas y olvidables que un profuso manojo de felices<br />

acotaciones.)<br />

David se limpió la boca con el dorso de la mano y le dijo a Sofía, los ojos<br />

vacíos:<br />

—Hacé las valijas.<br />

En la Argentina nació Saúl y murió Sofía.<br />

VI<br />

Leí, hace ya tiempo: Si no me equivoco, si todos los signos que se acumulan son<br />

precursores de una nueva conmoción en mi vida, bueno, tengo miedo. No es que mi vida<br />

sea rica, ni densa, ni preciosa. Pero tengo miedo de lo que va a nacer, de lo que va a<br />

apoderarse de mí. ¿Y a arrastrarme a dónde? ¿Será necesario una vez más que me vaya,<br />

que deje todo lo proyectado, mis investigaciones, mi libro? ¿Me despertaré dentro de<br />

algunos meses, dentro de algunos años, roto, desesperado, en medio de nuevas ruinas?<br />

Quisiera ver claro en mí, antes de que sea demasiado tarde.<br />

¿Tarde para qué, Roquentin? Las masturbaciones metafísicas nunca<br />

envejecen: empiezan cuando usted entra a la sala. ¿Miedo? ¡Vamos, no joda!<br />

¿De qué miedo habla? Aquí podríamos enseñarle una de las caras del miedo. O<br />

la cara. Usted, a veces, es muy gracioso, mesié Roquentin.<br />

Sí: soy un tipo que se deja ir. Mansamente. Aún hoy. Sin rebeldías, sin<br />

furor, encogiéndome de hombros. Pero sé a qué huele uno cuando el miedo lo<br />

toca; cuando uno lo palpa en el aire; cuando se desliza por la piel como una<br />

baba ligera y fétida. Sé cómo le pudre el alma a uno, le dobla las piernas, le<br />

ablanda los ojos. Me los miré en la calle, en la jeta de los otros. Flancitos<br />

húmedos, probos, azucarados; pequeñas viscosidades limpias, leves,<br />

transparentes, sin pasado. Y la boca. Ah, la boca. Se sabe: es la memoria de los<br />

desastres. Consigna general: callar. Porque la realidad es irreproducible y la<br />

literatura miente como una puta vieja, o como una dama que escamotea sus<br />

arrugas frente al espejo. Algo, sin embargo, es cierto: aprendimos a sobrevivir.<br />

Cada uno de nosotros conoce el precio que pagó.<br />

¿Dije ya que me indigestaba redactando melosas exégesis de poetas<br />

parroquiales; que caminaba, solo, por el centro de la ciudad; que tomaba café,<br />

27


solo, en un bar de la calle Corrientes, leal a los textos más sutiles del folklore<br />

porteño?<br />

En una de esas excursiones, conocí a Liliana. No recuerdo quién la sentó a<br />

mi mesa: si el fugaz prestigio que me otorgó una nota, publicada en una revista<br />

hebdomadaria, y cuyas obscenas hipótesis —debo admitirlo— procuraban<br />

escarnecer la gloria de Enrique Larreta; o las anomalías a las que sucumbía<br />

gozosamente Liliana, en su condición de estudiante de letras; o uno de esos<br />

amigos ocasionales, desagradables por su falta de recato.<br />

De esa época, conservo imágenes borrosas, seguramente desgastadas por<br />

los sobresaltos, el vértigo y las capitulaciones que asediaron los opacos ritos de<br />

nuestra relación. Liliana tenía el pelo rizado, un borbollón de ricitos diminutos<br />

y enmarañados en los que se depositaba una roña pegajosa; un jean descolorido<br />

le cubría las piernas flacas; y pendientes y amuletos se precipitaban sobre su<br />

pecho liso. El recuerdo más perdurable de ese tiempo (¿dos noches? ¿cuatro<br />

semanas? ¿tres meses?) es el de los dedos de sus pies, sucios, coronados por<br />

unas uñas pintadas de nácar, que asomaban de unas deformadas ojotas de<br />

cuero. El contraste que ofrecían con la blancura de las sábanas me introducía al<br />

ejercicio de ceremonias sólo explicables a imaginaciones viciosas.<br />

No me enseñó nada; es prescindible la mención de vasos con manchas de<br />

rouge en los bordes; calzones que exhibían aureolas de un amarillento<br />

sospechoso; cigarrillos aplastados; suéters que ostentaban estridentes<br />

caligrafías; cáscaras de queso; y un póster de la serie el amor vence (niño<br />

gordinflón, desnudo y calvo, acariciándose las zonas pudendas) que confirieron<br />

a mi dormitorio la libidinosa fisonomía de una pieza de burdel.<br />

Esa desdichada enajenación finalizó abruptamente. Liliana desapareció<br />

una tarde; y yo recuperé, poco a poco, como si atravesara una atroz<br />

convalecencia, mis antiguos códigos de conducta.<br />

La Liliana que retornó a mi departamento, en un anochecer tormentoso de<br />

sábado, me estremeció. El rostro, como pulido por una piedra de afilar; el pelo<br />

limpio y suelto; y un olor a jabón, a ducha, a castidad. No la monja provecta que<br />

cuida niños retardados o viejos malolientes, sino la enfermera de cara brillosa y<br />

lamida, endurecida y tensa, que pertenece a un clan, a una aristocracia que se<br />

arroga la misión de salvar a esa magma larval que los historiadores, por<br />

comodidad, llaman pueblo.<br />

Evité discutir con Liliana: su desprolija y apremiante versión del parricidio<br />

no me sedujo. Preferí mencionarle la memorable carta de Kafka a su padre. Su<br />

risa estalló, seca y despreciativa. Creyó insultarme: “sos un intelectual de<br />

mierda”. La erre de mierda vibró, metálica, en su boca. “No tanto, por favor”,<br />

repuse. “O ni siquiera eso; apenas un glosador de reminiscencias ajenas,<br />

28


accidentalmente nacido en este país.” Me amenazó largamente: la justicia<br />

popular arreglaría cuentas, en breve, con los que, como yo, dudaban que el<br />

Sheraton Hotel pasara a ser el enfático albergue de los chicos que nacían en las<br />

villas miseria de Retiro o del Bajo Belgrano.<br />

Consumí dos tazas de café, mientras duró su arenga, desaforada y<br />

tanguera. Comenzaba a saborear la tercera cuando se fue. No la volví a ver.<br />

Pero supe de ella.<br />

Los elitistas abrumaron textos con una mezcla de confusas diatribas,<br />

epítetos generacionales y un nacionalismo de frases heroicas, patéticas e<br />

intransitables. Reivindicaron telúricas prosapias: feligreses de apellidos<br />

mediterráneos se encarnaron, ululantes, en estancieros incultos y abominables,<br />

famosos por sus espasmódicas cabalgatas bajo un cielo de plomo y calcinación,<br />

fundadores de corruptas republiquetas no más vastas que el círculo trazado por<br />

sus enmohecidas lanzas, y cuyo patriotismo se tasaba en lotes de veinticinco mil<br />

vacunos.<br />

La réplica a mi conjetura (aborrecible para los que ven en Sarmiento,<br />

solamente, un vampiro sediento de sangre gaucha), acerca de la perdurabilidad<br />

de ese misticismo inhóspito, tomó la forma clandestina del miedo. Los más<br />

estrepitosos hijos de una burguesía pudiente y exhibicionista —Liliana entre<br />

ellos— terminaron en anónimos cementerios, humillados, vendidos, delatados<br />

por hermanos, amantes, amigos del alma, porteros serviciales, ancianas que<br />

conservan orgullosamente su virginidad, votantes de ocasión, eficientes<br />

empleados de escribanías. El resto, los que salvaron el pellejo, sonorizan sus<br />

jactancias en la dulce nube de la emigración. Envejecen, se aproximan<br />

inexorablemente a la sensatez.<br />

Hablo con conocimiento de causa (aun cuando, tal vez, exagero): las<br />

exasperaciones juveniles evocan un instante bochornoso y ridículo de mi<br />

pasado. Hoy asimilo las ventajas del orden, las galas de las buenas costumbres.<br />

Quienes tenemos un mismo origen, excepcionalmente transgredimos las pautas<br />

de una idéntica evolución.<br />

VII<br />

A fines de diciembre de 1974, hice depositaria a Débora de mis<br />

deducciones. Una muchacha como Liliana, le dije, atrajo a Saúl, lo subyugó<br />

extorsivamente con el espejismo de una culpa que se redimiría en el servicio a<br />

los humillados y ofendidos.<br />

29


Al exponerle mis sospechas (intelectual y judío: ¿cómo no ceder? ¿cómo no<br />

arrastrarse, miserable y agradecido, por el polvo?) procuré, cuidadosamente, no<br />

vincular ciertos nombres fulgurantes de la mitología griega con las actitudes de<br />

Saúl: Débora era un animal salvaje e inesperado. (Era, dije. En fin: curioso.)<br />

Ella se rió. Intelectual, judío, límites absolutos: bah. <strong>Lengua</strong>je para<br />

desamparados. No para mí, Hugo, que vengo de donde vengo. ¿Mi hermano<br />

cautivado por una mujer? ¿Podía yo hacerle el favor de arrojar al cesto de los<br />

papeles una suposición tan estúpida?<br />

Remota como una roca lunar, agregó, desganadamente:<br />

—Saúl is a vitz.<br />

VIII<br />

Hugo paladeó, a lo largo de un año y medio, la definición que Débora<br />

propuso de Saúl —Saúl es un chiste, una broma— de acuerdo a los cambiantes<br />

estados de su ánimo; también a la fatalidad de las estaciones, al rigor<br />

imprevisible de un invierno, a la previsible y abrumadora depravación del<br />

verano. Insistió, ante ella, en tertulias cuya procacidad no vale la pena exhumar,<br />

que no se redujera a la traducción literal de una expresión de la que el ídisch —<br />

un idioma infinitamente rico en invocaciones e insólitamente nutrido de<br />

equívocos, paradojas, requerimientos tramposos y sofismas— proporciona una<br />

interpretación ultrajante, consternada y halagadora.<br />

Hugo descubrió que se sometía a un ser inescrutable; que la humillación y<br />

la morbosidad pueden desplazar impunemente a algo tan abstracto como el<br />

amor; descubrió que se puede ser devoto de la templanza y el orden y su cifra<br />

adversa; descubrió, y ésos fueron hallazgos menores, los avatares y las<br />

refutaciones de una lengua erigida por el éxodo y el disimulo; y que Saúl, meses<br />

antes de la muerte de su padre, ocurrida en junio de 1974, había alquilado un<br />

departamento en el apacible barrio de San Telmo.<br />

Saúl, sepultado David Stein, le presentó a Débora; luego, Hugo y Saúl se<br />

encontraron dos o tres veces; luego (piénsese en el versátil destino de Liliana y<br />

sus amigos), Saúl desapareció. Más exactamente: permaneció entre Hugo y<br />

Débora como una sombra desvelada, como una referencia irritante, tal vez<br />

casual, pero siempre indescifrable. Para Hugo, al menos. ¿Indescifrable? No:<br />

ambigua. Débora le insinuó, de mala gana, que Saúl la llamaba por teléfono.<br />

Vive: entonces, reflexionó Hugo, que se las arregle. La idea de ir a verlo no lo<br />

hacía feliz, precisamente. Pero presintió que la descripción de la visita, la lenta<br />

30


enumeración de las reacciones de Saúl, le permitirían quebrar la hirsuta<br />

impenetrabilidad de Débora; descomponerle esa cara de ídolo; avanzar sobre<br />

las distancias que, aun entre los estragos de la fornicación, Débora le imponía.<br />

No hay nadie más sensible a los lazos de la sangre, pensó Hugo, que los<br />

judíos. Ni siquiera aquéllos de los alemanes que hicieron del Mein Kampf el<br />

inextinguible testimonio de los purificadores éxtasis a los que puede elevarse la<br />

civilización occidental. Se rió débilmente. “Soy un intelectual de mierda: un<br />

colega de Borges, digamos.”<br />

El departamento de Saúl tenía un aire monacal: cama de una plaza, dos<br />

sillones, un escritorio, la reproducción de una de esas viejas siniestras y lúbricas<br />

que abundan en la pintura de Goya. Saúl parecía tranquilo; cauto, quizá. Cebó<br />

mate: le dijo que daba clases a muchachitos de la escuela secundaria, que le<br />

confesaban su aversión visceral a las matemáticas, sus escandalosas gonorreas y<br />

sus adicionales entusiasmos por el tenis, las motocicletas japonesas, y los<br />

irrisorios cigarrillos de marihuana.<br />

—Se te ve poco —comentó Hugo.<br />

—Escucho música —dijo Saúl.<br />

—Oh.<br />

—¿Débora?<br />

—Cocina.<br />

Saúl asintió en silencio.<br />

—Recuerda, una que otra vez, a tu viejo —agregó Hugo.<br />

—David Stein, el gran hombre. Freud y Jesús y Marx y Chagall y Iascha<br />

Jeifetz juntos en un único y estupendo envase —dijo Saúl, la voz blanca.<br />

Hugo lo miró: no había cambiado, salvo un temblor imperceptible bajo los<br />

párpados.<br />

—Salgamos a caminar —propuso.<br />

—Vamos —dijo Saúl.<br />

IX<br />

Sé que caminamos algunas horas. Sé que era otoño. Sé que los balcones de<br />

San Telmo despedían una vaga luz sobre las vetustas fachadas de los<br />

almacenes, la intimidad de un zaguán, las verjas de una iglesia. Sé que las<br />

sirenas policiales estallaban en la paz de la noche y que Saúl, al escucharlas,<br />

hundía la cabeza entre los hombros. Sé que, si nos detenían, estaba dispuesto a<br />

exhibir mis credenciales de ciudadano intachable, dueño de un pasado solvente<br />

31


y comprensivo de los transportes despóticos de un presente azaroso. Sé que<br />

habría afirmado, imperiosa y severamente, que ignoraba la existencia de Saúl<br />

hasta el instante en que se me acercó para indagar la proximidad o lejanía de<br />

una calle apócrifa. A lo sumo, era una desvanecida figura la que se paseó,<br />

alguna vez, por los corredores de una oficina de las Naciones Unidas en Buenos<br />

Aires. Una de tantas. Consciente, hasta el fin, de esa determinación, una tibia<br />

oleada de bienestar, que pocas veces experimenté, se apoderó de mí. (Una<br />

noche, trepado sobre el cuerpo desnudo de Débora, gemí, los dientes apretados:<br />

“Decíme qué soy para vos”. Sus manos se pasearon por mis mejillas húmedas<br />

de sudor, y me dijo quién era yo para ella. La oí, grité, me vacié, y sobrevino<br />

una paz que no conocía. Dormís, dijo Débora, como un recién nacido.)<br />

Sé que Saúl se mostró, a lo largo de la travesía por un barrio de gestas<br />

olvidadas, gentil y cálido conmigo, y mucho menos prudente que cuando me<br />

recibió en su departamento. Pero ésas son reglas que observan,<br />

invariablemente, los judíos cultos e inteligentes. Que el Dios sangriento e<br />

insaciable de Israel los bendiga.<br />

Sé que habló del abismado intruso que organiza sus pesadillas (no, como<br />

eventualmente puede presumir cierta pedante erudición, de un fantasma que<br />

mendiga venganza, que implora el castigo de un adulterio o la restitución de un<br />

reino). Quiero decir: habló de las fatigas de un verdugo y de un porvenir que,<br />

cuando llega, duda de su identidad y se recluye en lo que rechaza. Habló de<br />

David Stein.<br />

X<br />

Débora dijo:<br />

—No se quiere levantar.<br />

—¿Por qué?<br />

Débora se encogió de hombros. No era a él, Saúl, a quien Débora había<br />

hablado. Simplemente dejaba constancia, para la nada, de que un hombre se<br />

abandonaba a la muerte. Saúl la odió; odió su silencio; la gelidez de su mirada,<br />

el aire inmóvil de la habitación; las turbias fotografías de su abuelo y de su<br />

madre que colgaban de las paredes del comedor; los olores de la comida que su<br />

hermana preparaba con una minuciosidad maniquea, y que, desde niño, le<br />

deparaban todas las injurias del destino.<br />

Atravesó la sala penumbrosa y entró al dormitorio. Una furia salvaje, tan<br />

antigua que no podía recordar su origen, se le encendió en el pecho.<br />

32


Prendió la luz del velador (era, apenas, la una de la tarde) y casi gritó:<br />

—Levantate.<br />

Tiró, enceguecido, de las mantas, que David Stein retenía con unos dedos<br />

largos y afilados.<br />

—Levantate, carajo.<br />

Una parte de él se oyó llorar; oyó la cadencia del llanto en un cenagoso<br />

corredor de su cuerpo, como si la blasfemia fuera un ruego: que él no sea David<br />

Stein, que yo no sea el que está aquí, parado, loco, arrancándole las frazadas de<br />

las manos, mirando esa boca postrada, de dientes rotos, que me dice:<br />

—No me toques.<br />

Saúl vio, en la cara de David Stein, el resplandor de una barba canosa, y la<br />

vieja ira —que conocía mejor que cualquier cosa en el mundo— relampaguear<br />

en sus ojos claros.<br />

—Dejame.<br />

La voz le salió cansada, lejana, a David Stein y Saúl retrocedió como si lo<br />

hubieran golpeado en plena cara. Débora cruzó frente a él y se arrodilló ante el<br />

padre. Saúl los contempló, a los dos, hipnotizado: a ella, que vestía, que<br />

abrigaba esos huesos frágiles, crujientes y a la carne magra y seca,<br />

repulsivamente blanca, que los cubría. Y a él, acariciarle el pelo, deslizar sus<br />

dedos por el cabello negro de Débora.<br />

El viejo, vacilante, se dirigió al comedor. Se apoyaba en las paredes, en los<br />

muebles, tal vez en las raídas sombras de la tarde que las cortinas, tendidas<br />

sobre los vidrios del balcón, dejaban filtrar. Se dejó caer en una silla y plegó las<br />

manos sobre el mantel blanco de la mesa.<br />

—El hombre tiene derecho a la estupidez —murmuró David Stein, sin<br />

volver la cabeza—. Es de Heine, hijo. Pero Heine era poeta. Y alguien dijo que<br />

es preciso ser indulgente con los poetas, no con la estupidez. No trago a los<br />

fascistas, aunque sean de izquierda.<br />

Saúl dio vuelta a la mesa y miró la escuálida cabeza de David Stein.<br />

—¿Puedo decirte algo?<br />

—Adelante.<br />

—Yo no te elegí como padre.<br />

—Yo sí, pese a todo, al mío. No le pregunté por su apellido. Acepté cómo<br />

se ganaba la vida. Lo demás vino solo. ¿O querés que hablemos de moral?<br />

Saúl, que temblaba de rabia, pensó: “Soy su enemigo. Escupe lo que le<br />

viene a la boca. Y ésta es su última batalla. La vas a tener, desgraciado”.<br />

Entonces, dijo:<br />

—Ahí estás: mirate.<br />

—Me miro, muchacho. Y no me gusta lo que veo. ¿Y qué? Nunca soñé con<br />

33


ser el ombligo del mundo.<br />

—Papá, ustedes... Ustedes lo saben todo, ¿eh?<br />

—No, todo no. Apenas si liquidé unos tipos en la guerra, y cuando me<br />

cansé de matar —y no fue justo que me cansara— decidí que era hora de darte<br />

la palabra.<br />

—Se te agradece. Pero, ¿por qué te viniste?<br />

David Stein alzó la vista y sonrió:<br />

—¿Tengo que decírtelo?<br />

—Decímelo, señor puédelotodo.<br />

—Débora, querida, tengo hambre.<br />

—David, te caliento el borsht.<br />

—Eso es. Y traéme un vasito de ginebra.<br />

—¿Te sentís bien?<br />

—Como en los mejores tiempos.<br />

—¿Unos pepinos salados?<br />

—Débora, main leibn...<br />

“Al hombre del lager no le gusta la viudez.” La reflexión llevó a Saúl a<br />

confesarse que amaba las palabras irreparables, esa orgía de sonidos que el<br />

rencor vincula golosamente y de la que uno resbala hacia la fantasía del crimen,<br />

o al crimen, para sustraerla de la adiposidad extravagante de la ridiculez.<br />

—No me contestaste.<br />

—¿Para qué? No sos un tejedor.<br />

—No lo soy.<br />

—No lo sos. No lo son. Eso los pierde, hijo —asintió David Stein,<br />

satisfecho, mordisqueando un pedazo de pepino en vinagre.<br />

—Conozco el verso: qué haríamos sin ustedes, la sal de la tierra.<br />

Stein, pensativo, se sirvió ginebra en un vaso y lo hizo girar, largo rato,<br />

entre sus manos.<br />

—Débora —dijo—, prendé la luz. Quiero verle la cara antes de que se<br />

vaya... Salud... Sin nosotros, irían a la iglesia y confesarían sus pecados. Serían<br />

unos buenos viejos podridos. Así, son unos jóvenes podridos y lo seguirán<br />

siendo hasta que los buenos viejos podridos los entierren. Es una vieja y<br />

podrida historia. Deberías haberla leído en alguna parte. Hasta los libros de<br />

matemáticas enseñan eso. Enseñan que, a ustedes, se les cae el pelo y se les<br />

pudren los dientes y tienen un aliento que apesta. Y que no aprenderán nada<br />

mientras nosotros, que dimos forma al alef seamos pocos, débiles y mortales.<br />

34


XI<br />

Nos sentamos a comer en un restorán de la calle Venezuela. Entre un<br />

sorbo y otro de cerveza, pude intuir la circularidad lógica del relato, incluido el<br />

proverbial triple canto del gallo. También me dije —y el reparo no me pareció<br />

un lujo dialéctico— que es razonable no fiarse de la imaginación. Un adjetivo<br />

profana el final límpido y económico de la más bella intriga; un sustantivo<br />

excita las agrias conspiraciones de la ambigüedad. ¿Quién dijo que el fin de una<br />

historia es la metáfora de su prosecución por otros desatinados artificios?<br />

Era agradable estar sentado en ese local, frío y tenuemente iluminado,<br />

falto de parroquianos excéntricos y desvelados, y oír a Saúl reproducir las<br />

sentencias con las que un viejo intentó abolir la realidad.<br />

Oí, digo, paciente e incansable, a Saúl. Sus confidencias llenaron aquélla,<br />

mi noche, muy por encima de lo que jamás hubiera podido concebir. A tal<br />

punto que, a los postres, alargué mis manos para acariciar las suyas. Me<br />

pregunto, todavía, cómo las detuve en el aire; y cómo, inexpresivo, displicente,<br />

le pedí un cigarrillo.<br />

Nada es casual. Aceptado.<br />

La continencia hizo virtuosos a los jesuitas. Aceptado.<br />

Sólo la herejía hace dichoso al hombre. Aceptado.<br />

La equidistancia entre los extremos es la fórmula de la longevidad.<br />

Aceptado.<br />

Saúl dijo que el repiqueteo del teléfono lo hizo saltar en la cama. Ese<br />

susurro obsceno, anunciándole que no podía escapar, que lo cazarían como a<br />

una rata, estaba, por fin, del otro lado de la línea. Un sudor helado le corrió por<br />

la espalda. Ciego, rígido, descolgó. Era su hermana. David Stein se había<br />

quebrado el fémur derecho. En el baño. Los viejos tienen vahídos, ¿no? Se lo<br />

llevaron al hospital Español, en una ambulancia. No, no quiso que ella se<br />

quedara. La obligó a marcharse. Y se aseguró de eso. ¿Dolores? Que ella<br />

supiera, no se quejó en momento alguno; tampoco habló gran cosa, salvo para<br />

ordenarle que se fuera. La voz de Débora denotaba la misma pasión que si le<br />

estuviera informando de un terremoto en Alaska. Colgó el tubo y comenzó a<br />

vestirse en la oscuridad.<br />

Cuando llegó a la guardia del hospital, vio al viejo echado en una gran<br />

mesa, desnudo, y a un tipo de bata blanca que le decía quieto quieto no respire.<br />

Oyó el chasquido de cajas metálicas que el tipo de la bata blanca sacaba de<br />

debajo de la mesa; vio cómo una enorme plancha descendía sobre la pelvis del<br />

35


viejo —quieto no respire quieto listo— y después a dos enfermeros que<br />

acomodaron a Stein en una camilla, lo cubrieron con una manta y se lo llevaron<br />

por un corredor mugriento y mal iluminado. Saúl, que los siguió, se alzó el<br />

cuello del sobretodo. El viejo, que mantuvo la vista fija en el cielo raso mientras<br />

le sacaban las radiografías, tenía los ojos cerrados.<br />

Entraron a una sala que olía a orina, a encierro, a fruta pasada, a suciedad.<br />

Un hombre de mediana edad prendió las luces. Acostaron al viejo en una cama<br />

de barrotes pintados de blanco y le acomodaron la pierna herida en un tosco<br />

aparato de madera.<br />

—¿Quiere hacer pis? —preguntó el hombre de mediana edad.<br />

El viejo no respondió.<br />

—Duerme —dijo el hombre de mediana edad—. Le dieron un calmante.<br />

Yo soy el enfermero del turno noche. Cada veinte minutos me doy una vuelta<br />

por la sala. De pronto, ¿sabe?, uno de estos viejos se muere o se caga encima.<br />

Diga que uno tiene práctica.<br />

Saúl observó a esos despojos que yacían boca arriba, estertorosos,<br />

flatulentos, incoloros; que navegaban pesadamente en la vasta noche, sin<br />

esperanzas de alcanzar la mañana; y después al enfermero, que esperaba a su<br />

lado, y a la débil luz de acuario que los envolvía.<br />

—Sírvase —murmuró Saúl, y puso en manos del enfermero unos billetes<br />

doblados en dos—. Si mi padre lo llama, por favor, atiéndalo.<br />

—Sí —dijo el enfermero—. No se preocupe. Le pongo otra frazada,<br />

¿quiere?<br />

—¿Hay un bar cerca?<br />

—En la esquina. Justo en la esquina. En Rioja, ¿vio?<br />

Saúl atravesó un largo corredor, dos patios internos, el vestíbulo del<br />

hospital, y salió a la calle. La brisa fría de la madrugada lo reanimó. En el bar,<br />

pidió café doble y coñac. El bar estaba vacío, excepto cuatro choferes de taxi que<br />

jugaban a los dados, y una mujer rubia, de pestañas postizas, alta, con un<br />

tapado sobre los hombros, que se dejaba acariciar la entrepierna por un anciano<br />

obeso y rubicundo.<br />

Fumó tres cigarrillos y regresó al hospital. En el pasillo, rozando la puerta<br />

de la sala, encontró, a tientas, un banco de madera. Se sentó. Al rato, el<br />

enfermero lo golpeó en el hombro. Saúl despertó, el cuerpo congelado.<br />

—Murieron dos —anunció el enfermero—. Poco, para una noche de<br />

domingo.<br />

Era de día, ya. Le entregaron a Saúl una jarra de leche caliente y, con ella,<br />

entró a la sala.<br />

“Y yo pensé —dijo Saúl, aterrado— que nada hay más indefenso que una<br />

36


cara dormida.” Su padre lloraba. Un llanto manso y lento le empapaba las<br />

mejillas temblorosas, los labios hundidos, la barba canosa, las arrugas del<br />

cuello. Saúl quiso abrazar ese cuerpo devastado por una soledad orgullosa y<br />

quizá reprobable: un pudor feroz lo detuvo.<br />

David Stein, el hombre que no reconocía otros antecedentes que el<br />

combate y los desfallecimientos entre una batalla y otra, se pasó una mano por<br />

los ojos y recuperó el centro del escenario.<br />

—No me hagas caso: deliraba. Creí, por un momento, que los judíos de<br />

Lodz me castraban —el viejo sonrió—. Dame esa porquería de leche, muchacho.<br />

A las cuarenta y ocho horas de su internación, operaron al viejo. Una<br />

semana después, regresó a su casa. Saúl lo visitaba cuatro días a la semana. Lo<br />

higienizaba, lo vestía, le daba de comer. Escuchaba los intermitentes<br />

monosílabos de Débora, probaba sus platos, repentinamente insípidos, chocaba<br />

con la cavilosa mirada de su padre, brillante y seca, con sus movimientos de<br />

títere sin cuerda.<br />

¿Qué hago aquí?, se preguntaba Saúl cuando se agachaba para calzar al<br />

viejo y, a la luz del velador, le tocaba esos huesos de vidrio y esas manchas<br />

rojizas y blancas de la piel de sus pies. Temía alzar la cabeza: David Stein leería<br />

la exasperada impotencia que le asomaba a los ojos. Apretaba aquellos dedos<br />

entre sus manos y pensaba: “Un tirón para arriba, un tirón para abajo: zric-zrac,<br />

pajitas que se quiebran, hombre del lager”.<br />

Una tarde de junio de 1974, David Stein murió silenciosamente. Los<br />

médicos —convocados por una Débora impasible— no tuvieron inconveniente<br />

en asegurar que el fallecimiento se debió a un simple infarto.<br />

Tomamos café. Yo pedí que nos acercaran una botella de coñac. Podía ver,<br />

aún, mis manos moviéndose hacia las suyas; deteniéndose, rígidas, en el aire;<br />

empuñando, una de ellas, el cigarrillo que me alcanzó Saúl. El alcohol sirvió<br />

para embotar la licitud de una reflexión que no me absolvería de la fogosidad<br />

crepuscular de aquel gesto abominablemente espontáneo, pero también hijo<br />

deliberado de las flojeras de la carne, y signo precoz de una vejez perversa, tal<br />

vez cínica y concupiscente. Tal vez entretenida.<br />

La bebida, la interminable noche, la percepción de que nuestra<br />

sobrevivencia —la de Saúl, en todo caso— se debía a un dilapidado azar,<br />

levantaron un tupido velo que aspiró mis indagaciones y mis pronósticos y los<br />

desmedrados hilos de su relato.<br />

Puedo rescatar, ahora, la mención de dos sueños de Saúl y del seudónimo<br />

con el que se introdujo en el frenético universo de quienes invocaban al pueblo<br />

37


con la veneración idolátrica de un profesante.<br />

En el primer sueño, Saúl habita el piso más alto de la ciudad. Sus amigos<br />

citan a Macbeth, y Saúl, enardecido, los insta a bajar la voz, a callar. Los amigos<br />

lo miran extrañados: las paredes son gruesas; por las ventanas se ve el vasto<br />

arco del río, la vaga transparencia del cielo. Nadie puede escucharlos. Además,<br />

dice uno de ellos, y ríe: Shakespeare está muerto.<br />

Dejan de frecuentarlo. Cuando él se apercibe de esas ausencias, los llama,<br />

uno a uno, por teléfono. Le responde, siempre, el silbido de un aire monótono y<br />

hueco.<br />

Vertiginosas noches se suceden hasta que el insomnio se agota. El sordo<br />

timbrazo del portero eléctrico lo arroja, vestido, de la cama. Una voz susurra, en<br />

su oído, unos sonidos breves, viscosos, definitivos. Enfermo, se arrastra hasta<br />

los ventanales. Vomita. Y ve a su propio cuerpo hundiéndose en la boca del<br />

viento. Y las luces de un barco en el río. Y la calle desierta y limpia.<br />

En el segundo sueño, Saúl yace en el suelo, con una herida en la espalda.<br />

David Stein y Débora, parados cerca de él, conversan tranquilos y familiares.<br />

Saúl les suplica que lo socorran: Stein y Débora lo observan, indiferentes.<br />

Luego, lentamente, reanudan la charla. Saúl sabe que se muere; que ellos<br />

pueden salvarlo; que ellos no lo salvarán. Una bocanada de sangre lo ahoga.<br />

Todo se borra: aún está vivo.<br />

Los elitistas le propusieron a Saúl, como tarea inicial, el examen del<br />

programa económico que habían elaborado. Aceptó. Se adjudicó, alegremente,<br />

para esa todavía prolija labor de gabinete, un nombre de guerra: Thales.<br />

Emergió desolado del análisis. Escogió las palabras, las revistió de<br />

prudencia y constricción y elipsis, pero, al fin, les dijo que aquello era una<br />

desaliñada, insoportable enumeración de reformas que desdeñaría el más<br />

ocioso de los príncipes asiáticos; que sólo conformaría, presumiblemente, a los<br />

ávidos exorcistas que regentean Haití.<br />

Sus interlocutores desecharon cifras, estadísticas, tablas comparativas;<br />

magnánimos, le recomendaron que estudiara la realidad: el suyo, bueno, era el<br />

juicio de un intelectual alejado de la cotidianidad vital de los cabecitas. La<br />

simbólica objeción —matizada por la ramplonería formidable de una<br />

denominación pendenciera— corrió por cuenta de un cursillista católico, un<br />

joven hermoso que disfrutaba de su propia infalibilidad.<br />

—¿Para qué habré estudiado matemáticas? —se preguntó Saúl, los ojos<br />

entrecerrados, laxo en su asiento, con la expresión de un viajero atribulado por<br />

los azares de un viaje que discurre por paisajes misteriosos e inquietantes, que<br />

no lo exime de estaciones adustas y veloces y de miedos y fatigas inhumanas.<br />

—Había algo de deslumbrante en la fraternidad que ofrecían —agregó,<br />

38


suavemente—. Y yo la necesitaba: no sabés, Hugo, cuánto la necesitaba.<br />

Guardé silencio: ése era un asunto que no me concernía. En cambio, con<br />

una circunspección apática, murmuré la letra de un estribillo prepotente, una<br />

suerte de convocatoria a la unanimidad viril:<br />

—El que no salta es un maricón.<br />

—No salté —dijo Saúl, al borde del infortunio, porque no podía olvidar los<br />

números, las crueles madrugadas que los números le sugirieron.<br />

Recuerdo —cuando me dispongo a depositar, en el regazo de Débora, la<br />

fotografía que se me destinó a instancias de una deplorable confusión— una<br />

frase de Saúl: “Los hombres de coraje no temen a su pasado; nunca fui un<br />

hombre de coraje”.<br />

Y la recuerdo, en tanto esas palabras hacen de mí un instrumento del<br />

destino. Lo invité a que tomara a su cargo un curso denominado Integración<br />

Regional, en la oficina nativa de las Naciones Unidas. (La tecnocracia abusa de<br />

la semántica y de la pomposidad; también yo, cuando aludo al destino y a sus<br />

enigmáticas elecciones.) Saúl aceptó: Mirta y él se encontraron.<br />

Ella es Penélope, sea cual fuere la calidad de sus tejidos. Saúl no presagia a<br />

un Ulises dócil a las servidumbres de la institución matrimonial: el nombre de<br />

Macbeth centellea en sus pesadillas.<br />

XII<br />

Cuando nació Mirta, Ángel Lorenzi se afeitó el bigote. Las mujeres con las<br />

que mantenía cortas y excusables aventuras —su esposa fugó del hogar, quince<br />

días después del parto— quedaron aleladas. Se preguntaron si el exilio de esa<br />

coquetería pilosa, que resaltaba la sinuosa delgadez de sus labios, no acarrearía<br />

un cruel desorden en las estrictas costumbres de Lorenzi. Lo conocían poco, en<br />

verdad. Los horarios permanecieron inalterables. E inmutables su maníaca<br />

prolijidad, su obstinación de teólogo medieval, sus maneras episcopales, y las<br />

ya (para ellas) monótonas fantasías a las que se libraba en la cama.<br />

Mirta, que a los diez años era una niñita flaca y alta, cuyas polleras le<br />

llegaban más abajo de las nudosas rodillas, y a quien una vieja mucama le<br />

partía el cabello en dos cortas y rígidas trenzas, tuvo, una noche, la indecorosa<br />

ocurrencia de vomitar en el plato que le acababan de servir.<br />

La muchacha no recordaba el día que sintió bailotear, en la boca del<br />

39


estómago, una diminuta bola nauseosa. Y tardó mucho tiempo, más de lo<br />

humanamente razonable, en conocer el nombre de esos espasmos que asolaban<br />

su digestión. Pero hubo un día, entre miles de días exactamente simétricos, en<br />

que contempló, a la hora de la cena, la cara de Lorenzi. Éste se sentó en su silla,<br />

la corbata impecablemente ajustada, el torso recto, la piel rosada de las mejillas<br />

sin un trazo de barba, las mangas de la camisa abotonadas, y comenzó a comer<br />

con la vista clavada en un punto por encima de la cabeza de Mirta. A la<br />

muchacha se le detuvo la respiración: las mandíbulas del hombre trabajaban<br />

rítmica, metódicamente. Circularmente. Luego, con una regularidad pasmosa,<br />

tragaba. La nuez, aguda, ascendía por encima del cuello almidonado de la<br />

camisa, y descendía como un montacargas aceitado. Lorenzi carecía de<br />

veleidades pantagruélicas; no formulaba comentarios acerca del sabor de la<br />

comida. Simplemente, masticaba lo que le ponían en el plato. En silencio, sin<br />

ruido, los labios apretados. Una apisonadora que recorría un trecho de ruta y<br />

volvía. Iba y volvía. Y aplanaba. Cumplida esa parte de la tarea, la lengua<br />

limpiaba radialmente las encías. A continuación, aspiraba por entre las junturas<br />

de los dientes. Breves y filosos chistidos. Y se restregaba las manos. Hermosas<br />

manos: dedos largos que ajustaban los anteojos sobre el caballete de la nariz o<br />

se acariciaban el lóbulo de las orejas. Por fin, un buche de vino con el que<br />

enjuagaba la boca.<br />

La imagen de esas mandíbulas que se movían como rodillos se infiltró en<br />

los sueños inéditos de Mirta. Hasta que una noche, despierta, una bilis amarga<br />

trepó por dilatados canales y desbordó su puré de papas.<br />

Lorenzi observó, imperturbable, los resultados de la catástrofe: los ojos<br />

llorosos, la cara desencajada de Mirta, la baba gomosa que le colgaba de los<br />

labios, la menguante humareda que se elevaba desde el mantel. De inmediato,<br />

tomó una decisión. La arrastró al baño y le introdujo, en la crispada garganta,<br />

una cuchara cargada de un líquido denso y verdoso. A partir de ese momento,<br />

la purgó, durante años, dos veces por semana. Mirta adquirió una palidez y una<br />

sensibilidad exquisitas. Sus descomposturas detonaban a cualquier hora del día<br />

o de la noche, y sus causas profundas constituyeron un enigma inatacable para<br />

los pediatras, médicos y psicólogos a los que Mirta peregrinó en busca de alivio.<br />

Arreciaron los informes a las academias; las hipótesis que sugería el caso<br />

merecieron profusos coloquios, pero el misterio persistió.<br />

Lorenzi, además, hacía uso de su auto los domingos, exclusivamente. Lo<br />

sacaba, como uno saca a su perro a regar los árboles de la calle, y daba largas<br />

vueltas por el bosque de Palermo. A veces, el sol que irrumpía por las<br />

ventanillas lo retrotraía a sus años mozos, y una leve sonrisa se le dibujaba en la<br />

boca. Su memoria recurrente evocaba un episodio posiblemente vicario,<br />

40


seguramente fortuito.<br />

Cumplía el servicio militar en una guarnición cercana a Chascomús. En<br />

una de sus salidas, conoció a una muchacha. Lorenzi tenía unos pesos<br />

ahorrados y resolvió, en secreto, ser otro, previa lectura de la libreta sanitaria de<br />

la mujer. Despertó en una pieza de hotel, con el sol en la cama, en la cara, en el<br />

piso; un viento cálido, de verano, entraba por la ventana abierta. La mujer lo<br />

miró, curiosa y alegre. El busto de la mujer era voluminoso y sus caderas,<br />

anchas, y parecía tan dueña de sí misma que Lorenzi se sintió anonadado.<br />

Desconocía las reglas que rigen la liturgia de un encuentro promovido por el<br />

azar, el deseo, el contrato. Sólo atinó a suplicarle que no se fuera, que no lo<br />

dejara. Ella tarareó el manisero se va y comenzó a vestirse. Él insistió en su ruego;<br />

algo en su voz ablandó a la mujer.<br />

—Sentate —dijo la mujer.<br />

Lorenzi no entendió la orden. Ella lo obligó a sentarse en la cama, y<br />

hundió su cabeza entre las piernas de él. Lorenzi alcanzó a extender sus manos<br />

por el pelo lustroso que le inundaba los muslos y a percibir una rutilante<br />

mancha amarilla en el techo. Creyó que lo desgarraban por dentro.<br />

Cuando se repuso, cuando el corazón volvió a latirle normalmente,<br />

comprobó que estaba solo en la habitación. Comprobó, desconsolado, que la<br />

mujer se había llevado todo su dinero, que superaba largamente la tarifa<br />

convenida. Y el reloj que su mamá le regaló al cumplir, él, los dieciocho años. A<br />

Lorenzi le resultó incomprensible (e insoportable) ese vulgar rasgo de humor.<br />

Tuvo deseos de llorar.<br />

Poco a poco, a medida que se tornaba más cauto y astuto, elaboró el desliz.<br />

Él era el amo: la mujer, obediente y sumisa, acataba sus caprichos, le besaba los<br />

pies, se humillaba. Lorenzi se pasea por la pieza soleada, indolente y magnífico<br />

en su desnudez; camina sobre el cuerpo de la mujer. La azota: la hebilla del<br />

cinturón rasga las carnes de la mujer. Y la oye gemir. En ese punto, frenaba el<br />

coche, la boca seca, ciego: unos clavos de fuego le laceraban el bajo vientre.<br />

Bosquejada la escena hasta el más ínfimo detalle, se regalaba, en verano, con un<br />

helado; en otoño, con higos rellenos ensartados en un palito pegajoso. Relajado,<br />

en plena posesión de un inefable equilibrio intelectual, regresaba puntualmente<br />

a su hogar.<br />

Como quien no quiere la cosa, refería su sueño, entre negligente y<br />

confidencial, a oyentes elegidos. La descripción, siempre enriquecida, aparecía<br />

sagazmente para rubricar una provechosa transacción financiera.<br />

Curiosamente, la segunda purga semanal de Mirta coincidía con una<br />

prolongada conferencia telefónica de Lorenzi. Éste, con el auricular pegado al<br />

oído, dictaba:<br />

41


Séptimo al lechería.<br />

Único al cincuenta.<br />

Lotería al cuarenta y cinco.<br />

Los dos palitos.<br />

Cuaterno a doble docena.<br />

Borracho al veinte.<br />

Abuelo al setenta y siete.<br />

Uno de esos domingos, finalizado el paseo palermitano, Mirta le preguntó<br />

a Lorenzi:<br />

—Papá, ¿vos trabajás?<br />

Lorenzi la miró, extrañado.<br />

—Yo hago negocios —replicó, esforzándose por no caer en la solemnidad.<br />

Borró de su cara la expresión de disgusto y le explicó a Mirta,<br />

minuciosamente, la índole de sus negocios. Compra y venta de acciones en la<br />

Bolsa. Préstamos a interés (algo que, por miopía o un desatino del lenguaje, los<br />

infelices llaman usura). Participación en las ganancias de un bar frecuentado<br />

por hijos de familias de reconocida solvencia moral. Y algunos otros menesteres<br />

que los ayudaban a vivir confortablemente. Como Dios manda.<br />

Singularmente efusivo, le contó que había recibido, una década atrás,<br />

merced a sus excelentes contactos, información top secret: un célebre ministro de<br />

Economía iba a devaluar el peso, fenómeno —Lorenzi tenía en alta estima a la<br />

pedagogía— sumamente raro en la Argentina. Invirtió, entonces, hasta el<br />

último centavo: compró dólares a ochenta y los vendió, al producirse el<br />

desmesurado anuncio, a doscientos cincuenta pesos.<br />

Mirta dijo:<br />

—Quiero un caballo.<br />

Lorenzi supuso que había oído mal.<br />

—Repetí eso —reclamó.<br />

—Quiero un caballo.<br />

Lorenzi la miró fijamente, durante un rato. Procuró imaginar de qué sería<br />

capaz Mirta si él se negaba. La conclusión a la que arribó fue atinada: introdujo<br />

una mano en el bolsillo y depositó, sobre la mesa, un grueso rollo de billetes.<br />

—Un caballo y un departamento con teléfono. —Lorenzi veía el bosque y<br />

el árbol, simultáneamente—. Ya sos una mujer; tu padre necesita descansar.<br />

42


XIII<br />

Según los cánones establecidos por los concursos de belleza, las revistas de<br />

modas y los desfiles de modelos, Mirta no es la candidata ideal para que se le<br />

discierna el título de Miss Primavera. Alguien comparó el color de sus piernas<br />

con el de las patas de las gallinas Leghorn: un blanco frotado y triste. No son<br />

bellas: adelgazan abruptamente en los tobillos. Puedo garantizarlo: se las<br />

examiné más de una vez. En conjunto, sin embargo, no desentonan.<br />

Afirman las malas lenguas —y en la oficina local de las Naciones Unidas<br />

abundan: sus dueñas son hijas de caballeros que labraron el mito de argentinos<br />

en aptitud de dilapidar inmensas heredades bañando de manteca los techos de<br />

los cabarets parisinos— que el origen más frecuente de las depresiones de Mirta<br />

es su caballo, un zaino de ceñida estampa. Ella, dicen, tira del bocado<br />

salvajemente; lo golpea, entre los ojos, con el rebenque; lo talonea con una<br />

vesanía alarmante. El animal, harto, termina por arrojarla de la montura. Y<br />

Mirta se sume en la angustia.<br />

En la oscuridad de su pieza, lloriquea por la ingratitud de la bestia; por su<br />

cuerpo dolorido; por las espantadas que pega, apenas se le acercan, galanes<br />

generalmente lascivos. Lorenzi parece ser el único que logra rescatarla de esos<br />

declives morales. Las malas lenguas sugieren no sé qué vilezas, no sé qué<br />

terapias diestras y abominables, a las que Mirta sucumbe incondicionalmente,<br />

con un fervor sólo comparable al que muestra por los milagrosos efectos de la<br />

ruda macho. En el fondo, es una buena chica —concuerda el chismerío—; un<br />

poco fantasiosa, un poco cruel, un poco insegura: hay tantas como ella en<br />

Buenos Aires.<br />

Mirta detesta a su papá, pero es una dactilógrafa perfecta. Al ponerla a<br />

disposición de Saúl, tomé en cuenta esta última virtud. Saúl, investido de la<br />

engañosa inocencia con la que los judíos jóvenes e inteligentes pretenden se<br />

olvide la esencia impugnadora de su peculiaridad racial, manejó la relación con<br />

diligencia y soltura. Obtuvo de ella un óptimo servicio, una puntualidad<br />

trémula e infatigable; le suscitó una intuición infalible para adivinar las<br />

omisiones más insignificantes en los arduos textos que le presentaba, escritos a<br />

mano, y que Mirta, en la IBM, reproducía con fulgurante prolijidad.<br />

Se estableció entre ellos lo que nuestros consultores sentimentales<br />

denominaban una corriente de simpatía. Fue un acontecimiento que asombró al<br />

resto del personal; yo, en cambio, la sabía falsa; precaria, al menos. Saúl, en los<br />

instantes libres, oía, soñoliento, indiferente, el parloteo de Mirta. De a ratos, la<br />

interrumpía para servir café. Después, como un gato, se acurrucaba,<br />

adormecido, en su sillón giratorio. Gozaba de la tibia temperatura de su oficina;<br />

43


la torrencial verborragia de Mirta le resbalaba como el agua por una roca.<br />

Una tarde, Mirta le dijo, perpleja:<br />

—No me escuchás.<br />

—Sí. Tu caballo.<br />

—¿Te interesa lo que te digo?<br />

Saúl abrió un ojo; abrió una puerta a la desgracia.<br />

—¿Te interesa el cálculo infinitesimal?<br />

—No me tomés el pelo.<br />

—Juro que la equitación me encanta.<br />

Mirta palmoteó: Saúl, a diferencia de los tipos que ella conoció, le<br />

dispensaba un trato gentil, de una extrema delicadeza. Jamás una procacidad,<br />

jamás una broma de mal gusto. Saúl dotaba de convicción a los más feroces<br />

equívocos.<br />

—¿Cierto?<br />

—Permitíme que parafrasee la venerada frase de Kennedy: Ich binn a vitz.<br />

—Vos me invitás a cenar —profirió Mirta, sorda y embelesada.<br />

—Tengo un compromiso, muchacha —dijo Saúl, desperezándose—. Un<br />

compromiso de familia, impostergable: me espera mi hermana.<br />

—Tu hermana es una vieja.<br />

—No hay nada más gratificante que el trato amoroso de una anciana<br />

dama.<br />

Mirta bajó la cabeza y dijo, casi inaudiblemente:<br />

—Te creo. A vos, te creo.<br />

—El que cree en las leyes de tránsito está condenado a muerte.<br />

Mirta no volvió a ser la misma. Todos padecimos su cambio de humor,<br />

salvo el zaino que mascaba un pasto manso y dulce en su establo de Palermo<br />

chico, libre de las infernales cabalgatas a que lo sometía su propietaria.<br />

Saúl, al que le faltaba un breve capítulo para cerrar su trabajo, entró, una<br />

mañana, a mi despacho, poseído de una furia demencial. Me señaló, temblando,<br />

la ausencia, en cuatro o cinco hojas, de un binomio, de un cálculo diferencial, de<br />

un signo cualquiera (un más o un menos), tal vez la de una fórmula astrológica<br />

que anula a otra e inicia un ciclo que se diluye en la hermética topografía de una<br />

galaxia.<br />

Traté, en vano, de apaciguarlo; Saúl me pidió, en un tono que no admitía<br />

excusas, que llamara a Mirta. La muchacha llegó, el cuerpo aterido, un rictus de<br />

inevitable abyección en la boca. La voz de Saúl sonó serena pero lastrada por un<br />

desdén y un desprecio sangrientos. Él no concebía que una máquina a la que se<br />

alimenta con dólares pueda resfriarse, estornudar, limpiarse los mocos,<br />

perderse en las desaforadas especulaciones de un ensueño. Cuando Saúl<br />

44


concluyó su ominosa letanía, estuve a punto de ordenar que barrieran del suelo<br />

lo que quedaba de Mirta.<br />

Al día siguiente, Mirta se presentó en la oficina vestida con un gorro<br />

cosaco y una boa suave y peluda en el cuello (quizá la prenda menos<br />

mesuradamente simbólica que su madre, al emprender la huida, abandonó en<br />

uno de los cajones del ropero). Además, unas perlas blancas y opacas le<br />

colgaban de las orejas. Saúl se derrumbó, estupefacto, en su asiento: nunca<br />

terminaré de explicarme su mudez, y su mirada fija —tal vez, demoníaca— en<br />

esa escenografía bizantina y febril.<br />

XIV<br />

Débora sirve el desayuno para los dos; es el último que tomo con ella. Me<br />

despido de estas paredes, de estos olores, de esta penumbra funeraria. Digo<br />

adiós a los furiosos espectros que la habitan. Débora, adiós.<br />

Débora mastica una tostada. Se inclina hacia mí y le veo los pechos por la<br />

bata entreabierta: un destello que me costará olvidar.<br />

—Me da asco lo felices que somos —dice Débora—. El día menos pensado<br />

vas a proponerme que nos casemos.<br />

Algo salta dentro de mí: un resorte, un monstruo que emerge<br />

fatigosamente del pantano y agita su cabeza hidrocéfala deslumbrado por el sol.<br />

—¿Qué sos para Saúl? —le pregunto.<br />

—¿Qué creés que soy?<br />

Maldita. Freud te contestaría con otra pregunta. Yo soy cristiano, si nadie<br />

se opone.<br />

—No sé.<br />

—Él tampoco.<br />

Palpo mi bolsillo: allí está el sobre de papel madera. Hay luz. La hora del<br />

safari. Abro el sobre y deposito la foto en su falda.<br />

Débora no toca la espejeante cartulina: alza la cabeza y me mira. Dice:<br />

—Esa perra no vivirá mucho.<br />

El tercer canto del gallo. Cronológicamente, Saúl debió lanzar el primero;<br />

yo, el segundo, cuando recordé el nervioso desagrado de César por la mezquina<br />

figura de Casio. Saúl también es flaco, con una salvedad: César, que disfrutaba<br />

de los efebos gráciles, nació hombre. Débora, entonces, presiente para Mirta la<br />

copiosa dosis de somníferos, la ventana propicia de un noveno piso, el<br />

involuntario viraje de un auto.<br />

45


—¿No te dejás nada? —pregunta Débora.<br />

XV<br />

Saúl alzó el tubo del teléfono.<br />

—Habla Mirta.<br />

—Sí.<br />

—Vení a verme.<br />

—¿Pasa algo?<br />

—Vení a verme.<br />

—Mirta, estoy ocupado.<br />

—Vení.<br />

—No.<br />

—Thales.<br />

La comunicación se cortó. Saúl buscó una silla y se sentó. Matarla, pensó.<br />

Y rápido.<br />

Cerró los ojos y bloqueó al pánico. Necesito tiempo. Pensá, Thales. Pensá.<br />

Soy un habitante del ghetto. Un uniforme pardo camina por la vereda; yo<br />

bajo a la calle. La estrella amarilla me quema como un fuego frío, colgada de la<br />

manga de mi saco. El uniforme pardo prevé mi incineración en el idioma de<br />

Hegel. Tengo la cara vacía, la cara de los cortejantes de la mortificación, la cara<br />

y el alma vacías. Pero David Stein nunca creyó que el hombre poseyese alma, ni<br />

que el cielo fuese otra cosa que la vaga designación de un gas de estructuras<br />

químicas aún desconocidas. Y mató a los uniformes pardos en el bosque, en un<br />

sótano, en el inestable recodo de una ruta. David Stein no leyó Caperucita Roja.<br />

Saúl volvió a sonreír. Los que me conocen dicen que soy un santo. Y la<br />

carne de los santos, en la hora del martirio, no abdica de su calidad: es de acero<br />

forjado. La mía es simplemente carne, vitz que no resiste al fuego.<br />

Salió a la calle; tembló. Un sello helado giró en su pecho y un líquido<br />

espeso le blanqueó el cerebro.<br />

Una Mirta jadeante, de ojos vidriosos, le abrió la puerta.<br />

—Hola —dijo Saúl, y una mueca hambrienta y hueca le alargó los labios.<br />

—Ahí —musitó Mirta, y le señaló un puf de cuero instalado frente a un<br />

diván. Ella se sentó en el diván y encogió las piernas.<br />

—Mi caballo rodó —dijo Mirta.<br />

—Sí —dijo Saúl.<br />

—Se quebró una pata.<br />

46


—Sí —repitió Saúl.<br />

—Vos sos mi caballo... ¿sí?<br />

Saúl la contempló. Mirta tragó aire velozmente; sus labios estaban<br />

mojados de saliva.<br />

—Sí —dijo Saúl.<br />

—¿Vas a ser bueno conmigo?<br />

Saúl la abrazó por la cintura. Mirta echó la cabeza hacia atrás y suspiró.<br />

Saúl le miró la garganta, mientras sus manos, entre las ropas, trepaban por una<br />

piel fría y escamosa.<br />

Alguien apretó el disparador de una cámara fotográfica.<br />

47


Pescados en la playa<br />

Nunca supe para qué, pero salimos de vacaciones.<br />

Unos amigos —esos amigos animosos e infatigables que reemplazan al<br />

plomero o al electricista— nos propusieron un paraje poco frecuentado de la<br />

costa uruguaya, ideal, dijeron, para que descansaran nuestras almas.<br />

Allí fuimos, y alquilamos una casa tan rápidamente y sin apelar al<br />

interminable y odioso papeleo burocrático que demanda la verificación de la<br />

honestidad del interesado, que casi me asombró.<br />

Las paredes de la casa que alquilamos eran de piedra, pintadas de blanco,<br />

y el techo era de fibrocemento, por lo que, a las tres de la tarde, si uno se<br />

calcinaba a orillas del mar, podía, en cambio, mugir como una vaca acorralada,<br />

y a punto de degüello, en el aire sofocante, bochornoso de la siesta. Por lo<br />

demás, las sillas de mimbre, la heladera, la pequeña cocina a gas de garrafa, las<br />

cortinas de paja, el cercano bosque de pinos, y el agua corriente que se cortaba<br />

al caer la noche, resultaban simpáticos, probablemente y con poco esfuerzo, las<br />

veinticuatro horas del día.<br />

Salíamos temprano, por las mañanas, hacia la playa; instalábamos, en un<br />

lugar protegido del viento, la sombrilla, y yo, entonces, me quedaba ahí, quieto,<br />

mirando volar las gaviotas sobre la espuma de las olas del mar. Conozco tipos a<br />

quienes la presencia de esa línea intemporal de agua, esa línea infinita color<br />

verde y color barro los ensimisma, los enmudece. A mí, no. Pero algo me pasa<br />

cuando escucho la palabra del mar. Entonces, ¿para qué esa perturbación inútil<br />

a la que se designa con el inverosímil nombre de vacaciones?<br />

Una de esas mañanas, Natalia me dijo algo, que yo olvidé apenas lo dijo.<br />

Natalia diagnosticó:<br />

—Estás lerdo.<br />

—Sí —admití, dócil. No discuto algunos juicios de Natalia: es como<br />

cuestionarle a un católico la existencia de Dios.<br />

Natalia me habló, quiero suponer, de antihistamínicos y sarpullidos: el sol<br />

y su piel eran viejos adversarios. Deduje, algo abstraído, que prefería quedarse<br />

en la casa. No me gustó que se quedara en la casa. Hace diez años que vivimos<br />

juntos, tiempo suficiente para que las manías se vuelvan intolerables, para que<br />

48


se extingan los furores de la pasión, para que el oído seleccione lo que desea<br />

escuchar.<br />

Acaso por azar, o por justicia, o por comodidad, aún nos necesitamos.<br />

De modo que me fui solo a la playa. Caminé unos quinientos metros al<br />

borde del agua, me dije que el agua estaba fría, y clavé la sombrilla al reparo de<br />

un médano.<br />

La arena era un brillo asesino, y el paisaje no propiciaba la lectura.<br />

Me despertó un dolor sordo en la espalda. Abrí los ojos, y una luz blanca<br />

estalló en ellos. Cuando el furor de la luz blanca amainó, Cora estaba más acá<br />

de mis quejidos y de la voz del mar, que provoca, se sabe, las desventuradas<br />

exaltaciones de los poetas, y sus hermosos pies no cesaban de golpetear mis<br />

costillas con placer y, también, con desgano.<br />

Hubo un tiempo en que mi boca temblaba al besar esos pies, y la piel de<br />

esos pies, y los dedos y las uñas de sus pies. Ella consentía esas sumisas<br />

efusiones y, a veces, algo más. Cuando ella, con un gesto, detenía la corrosión<br />

de mis huesos, yo, entonces, la recibía aterrado, gozoso, balbuceante, el cuerpo<br />

en cruz. Aprendí por qué la palabra olvido había sido desterrada del uso de la<br />

lengua. Hola, dijo Cora, y el pasado fue ese pescado flaco, largo y seco, y, tal<br />

vez, algo arqueado, a quien los pájaros le comieron los ojos, y que la resaca<br />

deposita en la arena para que se descomponga bajo la luz del verano.<br />

Debí imaginar que me encontraría. Debí imaginar lo que vendría después,<br />

cualquiera fuese el lugar donde ella me encontrara. Digan lo que quieran: yo<br />

miré el pasado. Y el pasado gozaba de buena salud, no era un pescado que se<br />

desintegraba y volvía a la nada.<br />

Ahí estaban la carne, las bocas, la lengua, las manos que alimentaron mis<br />

humillaciones. Y no cerré los ojos.<br />

La invité a que se sentara dentro del arco de sombra que nos ofrecía la<br />

sombrilla. Se sentó. Un olor a piel tratada con cremas y espesos aceites<br />

perfumados se precipitó sobre mí. Era una mujer bella, todavía, orgullosa y<br />

arrogante. Su bikini mostraba blanduras que una segunda mirada al espejo<br />

aconsejaría resguardar. Pero Cora desdeñaba la sabiduría profunda de los<br />

espejos.<br />

—No te metás con Cora —me dijo su hermano, Eugenio, once o doce años<br />

atrás.<br />

Fue la primera y única vez que Eugenio nombró a Cora. Pronunció esas<br />

palabras con calma y fríamente, con la misma impasibilidad ominosa que usaba<br />

a la salida del quirófano para anunciar el resultado de una operación, aun<br />

49


cuando el paciente no fuera a sobrevivir más de cuarenta horas o cuarenta días<br />

a la extirpación de un tumor en la vesícula.<br />

Eugenio era cirujano de un hospital de los arrabales de Buenos Aires;<br />

compartimos la redacción de una revista literaria, su desesperanzada prosa y<br />

algunos estallidos de pedantería que, impresos y releídos, nos dejaban<br />

estupefactos. Pero estaba escrito que aquellos años no fueran pacientes con la<br />

lírica. Sepultamos piadosamente la publicación: invocar a Barthes, aun para un<br />

reducido núcleo de iniciados, cuando el aire olía a pólvora y demencia, parecía<br />

tan ridículo como pasearse vestido por un campamento nudista.<br />

Eugenio ingresó a las formaciones especiales: discutimos esa elección durante<br />

sus largas noches de guardia en el hospital, entre una partida de ajedrez y un<br />

borracho acuchillado en un entrevero de mal vino. Eugenio no se crispaba ni se<br />

conmovía por las llagas y las penurias de los marginales que poblaban los<br />

suburbios de Buenos Aires. Le interesaba la acción, y para justificarla no<br />

incurría en los desvelos del burgués que objeta las ruindades de su clase.<br />

Ponía en cuestión, sí, los ambiguos pactos que sus amigos trababan con los<br />

jefes más venales que el populismo haya concebido nunca. Pero sus reproches<br />

—lo quisiera Eugenio o no— exhibían la fragilidad de la condena moral.<br />

—El que acepta los fines —le dije—, etcétera...<br />

—Proverbio por proverbio, las diferencias no me ocultan el bosque...<br />

Etcétera, etcétera.<br />

—¿Y qué me contás de los espejismos?<br />

—Ofreceme algo mejor.<br />

—Traé el tablero: me tocan las blancas.<br />

Nos quedaba eso: la irrevocabilidad que emanaba de las máscaras negras<br />

y de las máscaras blancas, su incitación a la belleza, la muerte pura que se<br />

desprendía de ellas. Era mucho, a condición de permanecer mudos, de no<br />

mirarnos, de olvidar lo que nos separaba.<br />

La abrumadora melancolía de las despedidas acechó nuestros posteriores<br />

encuentros. Prescindo, compréndame, de los preámbulos que intentan descifrar<br />

la secreta y lúcida fatalidad de las rupturas.<br />

Digo, si algo debe decirse, que Eugenio, una noche que jugaba con<br />

blancas, abrió con P4R. El canon prescribe P4D como una de las respuestas<br />

posibles. Moví P3TD, porque me gustan los adioses memorables.<br />

Eugenio me miró, los ojos vacíos.<br />

—Nos vemos —murmuré.<br />

Eugenio se levantó de su silla, los ojos vacíos, y se fue, sin abrir la boca.<br />

Jaque.<br />

En octubre de 1975, lo detuvieron: fue entregado a las bandas de la<br />

50


epresión armada por uno de sus compañeros de combate, que no quiso aceptar el<br />

martirologio que le proponía la mesa de torturas. La familia de Eugenio pagó su<br />

rescate, en febrero de 1976, y las pilas de billetes con los que se pagó ese rescate<br />

parecían no tener fin, y Eugenio tomó un avión con destino a México. Siempre<br />

hay alguien que cobra —no importa lo afilados que estén los cuchillos del<br />

degüello—, y siempre hay alguien que paga. La suma silenciosa de esos actos se<br />

llama ley.<br />

—Y ahora, ¿qué hace Eugenio? —le pregunté a Cora.<br />

Cora habló con una voz grave, lejana y, tal vez, desdeñosa. Cora habló, y<br />

mientras Cora habló, como si hablara desde lo alto de un trono, yo dibujaba<br />

figuras geométricas en la arena.<br />

Cora dijo que Eugenio abandonó México, y regresó a Buenos Aires con un<br />

pasaporte extendido a nombre de un ingeniero norteamericano. Vio a alguna<br />

gente, y la citó en un domicilio seguro. Una hora después de iniciada la reunión,<br />

un patrullero estacionó frente a la puerta de la casa segura, probadamente<br />

segura e insospechable. Eugenio se llevó a la boca una pastilla de cianuro. Pero<br />

los policías se limitaron a pedirle al dueño de casa, un anciano en silla de<br />

ruedas, que les firmase uno de esos abundantes, incomprensibles certificados de<br />

supervivencia que emiten las cajas de jubilaciones.<br />

Bajo un sol calcáreo decidí, ese mediodía de verano y mar, que Hollywood<br />

es la Biblia del conocimiento humano.<br />

—Y vos, ¿a qué te dedicás?... ¿Regás las plantitas de tu jardín? —me<br />

preguntó Cora, con la sonrisa que ponía su boca cuando yo jadeaba, tendido<br />

sobre sus muslos, su ombligo, sus pezones erectos.<br />

Encendí un cigarrillo. Siempre, en ocasiones como ésas, se enciende un<br />

cigarrillo. Hacía calor y yo sudaba. Podía meterme en el agua e imaginar que<br />

era Robinson Crusoe, o cualquier otro tipo marcado por los dudosos prestigios<br />

de la literatura, durante la eternidad que dura un bautizo de sal y yodo, y<br />

después salir a tierra firme, un poco menos sucio, un poco menos cansado, un<br />

poco más silencioso.<br />

Recogí la sombrilla, y, sudado, los labios secos, le di una chupada al<br />

cigarrillo.<br />

—Parecés un bofe crudo.<br />

Me estaba demoliendo. Contribuí, como pude, a esa labor de puño y labio<br />

que la reconciliaba con la vida.<br />

—Sí, mirá: tengo los pies hinchados como empanadas —dije.<br />

—El podrido de siempre —resopló ella, triturando las vocales, un brillo<br />

viscoso y aceites y cremas que se contraían en la piel de su cuerpo.<br />

Esa no era la letra de Bésame mucho, pero las réplicas de Cora<br />

51


enmudecerían al más intrépido de los camioneros.<br />

La miré irse. Habría caminado veinte metros cuando un joven de porte<br />

atlético, pelo negro y largo, se le acercó, me señaló, y ella le contestó,<br />

probablemente, con esa voz grave y sombría que utilizaba para las grandes<br />

celebraciones patrióticas, y la versión rioplatense de Tarzán agachó la cabeza, y<br />

le pasó, con visible delicadeza y cuidado, un brazo por la cintura.<br />

Me arrastré por la playa, sin pensar en nada, otro cigarrillo apagado en la<br />

boca, rumbo a la casa que alquilamos hace cien años, o un poco menos o un<br />

poco más, para revolcarnos en sudor y asarnos en los destellos del infierno, en<br />

ese período anual que los idiotas destinan a eso que llaman vacaciones.<br />

Abrí la puerta de la casa; Natalia me sonrió:<br />

—¿Qué tal la pasaste?<br />

—De primera.<br />

La eterna batalla que libra Natalia a favor de lo productivo, lo eficaz y<br />

sano (en ese orden), no se abstuvo de emitir su veredicto:<br />

—No entraste al agua.<br />

—Dormí... —confesé—. Pero la mañana estuvo de maravilla.<br />

52


El país de los ganados y las mieses<br />

En París, los trenes del metro marchan sobre ruedas de goma, los teléfonos<br />

funcionan, la luz abunda, los vinos se dejan tomar, y las personas civilizadas y<br />

cultas gozan de respeto, consideración e, incluso, atención médica, excepto<br />

africanos, extranjeros de indescifrables y crueles latitudes y candidatos al<br />

manicomio.<br />

—Nosotros somos argentinos —dijo Antonio—. Quedate. Llueve; y yo no<br />

tengo linterna.<br />

—Los yuyos están así de altos —murmuró Lola—. Tendríamos que<br />

mudarnos.<br />

—¿Escuchás a los perros? —preguntó Antonio.<br />

—Sí —dije.<br />

—La gente los encierra de noche. Se ponen como locos. Pero uno se<br />

acostumbra a oírlos. ¿No es cierto que uno se acostumbra, Lola?<br />

—Pablo dice que no importa —suspiró Lola, y la fatiga, como una sombra,<br />

descendió sobre su cara. O ya estaba allí, y yo no la vi. O esa cara ansiaba,<br />

desesperada, exponerse a las luces del sol—. Ellos dijeron: múdense. Venían y<br />

decían: múdense. Bajaban del auto y decían: múdense. Y, después, subían al<br />

auto, y sonreían, y las gomas, al ponerse en movimiento el auto, desparramaban<br />

barro y agua podrida para el lado de la calle, y para el lado de la vereda... Nos<br />

dijeron eso de mudarnos no sé cuántas veces.<br />

—Oh, Lola —gimió Antonio.<br />

—¿Qué te hicieron en ese sanatorio? —y Lola se volvió bruscamente hacia<br />

mí, y se esforzó por sonreír, y olvidar el ladrido de los perros, la lluvia y el<br />

barro y los yuyos crecían, salvajes, en las noches de invierno, y a los tipos con<br />

muecas festivas en las bocas, que bajaban y subían de autos rápidos y dóciles.<br />

—Una neumoencefalografía.<br />

Antonio dejó de sumar las monedas que había sacado de un bolsillo y alzó<br />

la vista.<br />

—¿Te dolió?<br />

—Fueron amables. Sus reflejos funcionan, me avisaron. Tome esta píldora y<br />

ésta. Contrólese. Electroencefalograma cada doce meses. No se olvide.<br />

53


Antonio derrumbó la pila de monedas sobre la mesa, pausadamente, sin<br />

mirarnos. No estábamos en un bar ni éramos protagonistas de una película<br />

americana: no le servirían una copa por esas monedas. Y él, puedo asegurarlo,<br />

la necesitaba. Y yo. Y, quizá, Lola. Antonio guardó las monedas en un bolsillo<br />

del pantalón.<br />

—Llueve —volvió a murmurar Lola, y su cara no sonreía—. Múdense y les<br />

irá bien, dijeron.<br />

—Pablo tiene ganas de verte —dijo Antonio, poniéndose de pie—. Fue<br />

largo el viaje, ¿no?<br />

No muy largo, muchacho. Apenas hasta un viejo cine, vacío y silencioso, en el que<br />

se permite fumar. Uno se sienta en la anteúltima fila de butacas y prende un cigarrillo,<br />

y Pat Garret va en busca del inevitable espejo, de la mecedora en el porch, de la<br />

repentina vejez.<br />

La mujer me pidió fuego; la llama del encendedor iluminó los cristales oscuros de<br />

sus anteojos.<br />

—¿Usted es Arturo Reedson? —preguntó.<br />

—Algunas veces.<br />

—Recuerde Madrid. Recuerde el piso de Vicente. Yo soy Alice.<br />

Golpearon la puerta. Antonio, desde la cocina, me gritó:<br />

—Abrí. Debe ser la Hilda.<br />

—¿La Hilda?<br />

—Una loca —cuchicheó Antonio—. Anda detrás de Pablo, la pobre. Buena<br />

chica, no vayas a creer. Pero muy loca.<br />

—Furores uterinos —sugerí.<br />

—Calentura —tradujo Antonio.<br />

—Una zorra —dijo Lola, las manos crispadas en el borde de la mesa—. Y<br />

ni siquiera divertida. No abras.<br />

Abrí. A veinte meses de la puerta, dos autos, quietos y relucientes bajo la<br />

lluvia andrajosa, con motores en marcha y las puertas abiertas. Había gente<br />

dentro de los autos.<br />

Un tipo alto, gordo y de impermeable, con una pistola grande y negra en<br />

la mano, me preguntó:<br />

—¿Aquí vive Pablo Ara?<br />

Detrás del tipo de la pistola grande y negra, otros dos: uno, morocho, la<br />

metralleta colgándole del pecho; otro, bajito y flaco, de anteojos. Los conozco:<br />

54


Jáuregui también los conoció. Se acuestan con las pistolas. Tienen las carnes<br />

blandas y pálidas. Y parecen cansados con esas caras de ceniza. No duermen de<br />

noche: eso es lo que les pasa. Y sus autos circulan de contramano.<br />

La esquina estaba a oscuras, pero Jáuregui vestía una camisa blanca. No<br />

tuvo tiempo para que le llegase el miedo: los autos de los tipos que se acuestan<br />

con los fierros circulan a contramano. Encendieron los focos de los autos y<br />

apuntaron a la camisa blanca y flaca. No podían errar con ese eczema que les<br />

cubre las caras.<br />

El morocho levantó la voz:<br />

—Eh, Miguel, movete.<br />

Miguel, el de la pistola grande y negra, se volvió hacia el morocho.<br />

—Calma, Ahumada. Calma.<br />

Antonio se acercó a la puerta:<br />

—¿Qué pasa que...?<br />

Miguel le clavó el caño de la pistola en el vientre:<br />

—Las manos en la nuca, querido... Eso... ¿Quién sos?<br />

—Antonio Ara.<br />

—Ah.<br />

—Entremos —dijo el bajito—. No aguanto la humedad.<br />

Pat Garret esperó, sentado en la mecedora, la salida del sol. Quizá tenía frío.<br />

Pensó, quizá, que matar a estúpidos indefensos no fuese el mejor oficio que pudiera<br />

elegir un hombre. Pero el oficio estaba ahí, y alguien debía hacerse cargo de él.<br />

—Tomemos un café —dijo Alice.<br />

Nos sentamos a una mesa del Cosmos, y Alice pidió un café y un coñac. Yo, un<br />

cortado.<br />

—Me gusta la nieve —dijo Alice.<br />

—¿Y Vicente? —le pregunté a Alice.<br />

—Cuida a su papá —me contestó.<br />

Lola se levantó de su silla, pero Ahumada que, tal vez, reía, la volvió a<br />

sentar con un movimiento de la mano más veloz de lo que uno tarda en<br />

imaginarlo.<br />

—No le hagan nada, por favor —pidió Antonio, con algo que se le<br />

quebraba en la voz y, también, en otras partes—. Es mi mujer.<br />

—Que se quede quieta —dijo el bajito. Parecía triste y distante, como si<br />

saliera de la morgue.<br />

55


—No tengas miedo, nena —siseó Antonio—. Quedate quietita, ¿sí?<br />

—Le dice nena —dijo Ahumada, como si reflexionara en voz alta.<br />

—¿Vive Pablo Ara, aquí? —preguntó el bajito, y se levantó las solapas del<br />

sobretodo.<br />

—Es el hermano —musitó Lola, y señaló, con la cabeza, a Antonio.<br />

—Preguntó si vive aquí —dijo Ahumada.<br />

—No nos hagan enojar —dijo Miguel, y de sus ojos aplanados brotó una<br />

chispa amarilla—. Contestá, Tono. Y no te equivoqués.<br />

Sólo los héroes no se equivocan. Antonio no lo era.<br />

—Viene, a veces —dijo Antonio—. ¿Ustedes son de la policía?<br />

—Pregunta si somos de la policía —explicó Ahumada—. ¿Vos que pensás,<br />

Miguel?<br />

—Tono, Dios goza de buena salud porque es mudo —dijo Miguel, y se<br />

sentó en la cama—. ¿Leíste El Principito, Tono?<br />

—No —dijo Antonio, tan sorprendido como si le hubieran anunciado que<br />

ganó el premio mayor de la lotería de Navidad.<br />

—No —repitió Ahumada—. ¿Por qué no? Vos no, y un taxista del montón,<br />

sí. Mal, mal, Tono.<br />

—¿Y la cultura, Tono? —preguntó Miguel—. ¿Dónde me dejás la cultura,<br />

Tono? Andá y aprendé del taxista ése que, en la tele, se babea por El Principito.<br />

—Revísenlos —dijo el bajito, que se masajeaba las manos—. Enciendan<br />

una estufa o algo.<br />

Miguel se acomodó la pistola grande y negra entre el cinturón y la camisa,<br />

y me palpó, desde los sobacos hasta las pantorrillas. Después, hizo lo mismo<br />

con Antonio.<br />

Alice es inglesa, pero no vino con nosotros a Toledo. Las corridas de toros recién<br />

comenzaban en abril y las pinturas de El Greco la deprimían. Por lo demás, uno de sus<br />

antepasados estuvo junto a Nelson en Trafalgar.<br />

El viaje a Toledo fue excelente. Almorzamos no lejos de la plaza de Zocodovar. Y el<br />

papá de Vicente, con la estampa de un boxeador de peso pesado que supo retirarse a<br />

tiempo de la práctica activa del pugilismo, insistió en que yo probara codornices a la<br />

castellana. Las probé, fui pródigo en su elogio, y luego, pedí cordero asado.<br />

Vicente propuso que entráramos a El Alcázar.<br />

—¿Para qué? —preguntó el papá de Vicente.<br />

Eran los últimos días del invierno. Nos acodamos en un muro de piedra que da<br />

sobre el Tajo. En el horizonte, la tierra tomaba un color herrumbre, y del cielo se<br />

desprendía una luz violácea. Alice, que ama el whisky y el césped que se cultiva en las<br />

56


afueras de Londres, detesta Irlanda.<br />

Al pie de la fortaleza, sonaba un acordeón. Unas viejas, vestidas de negro,<br />

desdentadas, hacían coro a una pareja que ensayaba, torpemente, unos pasos de baile.<br />

Ella, las medias opacas y el pelo gris, miraba sus alpargatas polvorientas; él, rechoncho,<br />

de sombrero y tiradores verdes, agitaba desmañado los brazos, crepitaba los dedos.<br />

El papá de Vicente dio la espalda al muro, con una mueca de asco en la cara. Y<br />

eructó.<br />

Ofrecí cigarrillos. El papá de Vicente tomó uno, y dijo:<br />

—Malditas codornices.<br />

Miré los muros del bastión. Y miré al papá de Vicente. Y el papá de Vicente, con el<br />

cigarrillo entre los dedos índice y medio de su mano derecha, señaló a los bailarines y a<br />

las viejas, allá abajo, que reían, que jadeaban, que sudaban. Y dijo:<br />

—He ahí la paz. Un millón de muertos para eso... ¿Le hablé a usted de lo<br />

divertidos que podemos ser?<br />

Vicente, dijo Alice, combate, aterrado, contra las leyes del tiempo y de una vida<br />

sin las exaltaciones de la épica: le pasa, domingo por medio, películas de Buster Keaton y<br />

de los hermanos Marx.<br />

—Vivís en Córdoba —comprobó Ahumada.<br />

—Sí —admití, pero no me ruboricé.<br />

—¿Córdoba? —preguntó el bajito. Los cristales de sus anteojos brillaron<br />

cuando levantó la cabeza.<br />

—No nos gustan los cordobeses —proclamó Miguel.<br />

—¿Qué hacés en Córdoba? —preguntó, otra vez, el bajito. Bastaba mirarlo<br />

para saber que la curiosidad no era su fuerte. Sin embargo, la ejercía con una<br />

resignación sin énfasis.<br />

—Junto papel.<br />

—Juntás papel —se asombró Ahumada.<br />

—Junta papel —pronunció Miguel, como si hablara de una enfermedad<br />

incurable.<br />

—Junta papel —insistió Ahumada, y entrecerró los ojos.<br />

—No te gusta el trabajo —dijo, resueltamente, Miguel—. ¿Cómo va a salir<br />

el país para adelante con gente que junta papel? ¿Estás enfermo?<br />

—No.<br />

—No está enfermo, Miguel —avisó Ahumada.<br />

—Cállense —ordenó el bajito—. Llevate a este loco a la otra pieza, Miguel.<br />

—¿Usted nunca se equivoca? —le pregunté al bajito con alguna calma.<br />

—No me hagas perder el tiempo —dijo el bajito, como si estuviera<br />

57


cansado.<br />

Miguel me llevó a la pieza que, para Antonio y Lola, hacía las veces de<br />

dormitorio. El piso era de tierra y las paredes de ladrillo. Había olor a ropa<br />

mojada.<br />

Alice quitó el papel de seda de una caja de Gitanes, con sus dedos largos y bellos, y<br />

eligió un cigarrillo redondo y grueso.<br />

Vicente, dijo, la atraía. Habla inglés y francés a la perfección. Y, también, el<br />

italiano. Vicente es alto, de cabellos negros, y jinete fogoso. Trabaja en la Dirección<br />

General de Turismo y puede cautivarlo a uno con sus conocimientos de ruinas, horarios<br />

de trenes y la genealogía de los Medinacelli y de los Borbones.<br />

A veces, dijo Alice, Vicente le pide que se quite el vestido o la blusa y la pollera, y<br />

el corpiño, y que se deje unos calzones de seda negra que él le compró en las galerías<br />

Lafayette, y que se contonee hasta excitarlo. Leyó prematuramente a Joyce, diagnosticó<br />

Alice. Y su papá ganó la guerra civil. Y yo, ya se lo dije, detesto a Irlanda.<br />

Los cabellos de Alice son rubios. Le llegan casi hasta la cintura. La piel de su cara<br />

es fina, casi transparente, casi quebradiza. Pero sus ojos no regalan nada.<br />

Pat Garret se levantó de la mecedora, y sus huesos crujieron. Decían que él había<br />

matado a Billy the Kid.<br />

Y que él, aún, estaba vivo. Y decían que él, en esa noche calurosa de Fort Sumner,<br />

cuando remató, con un oportuno balazo en la espalda al estúpido, desaforado muchacho,<br />

prometió: desposaré a la hija del rey.<br />

—¿Por qué lo buscan a Pablo?<br />

—Por infiltrado —me contestó Miguel—. No nos gustan los infiltrados.<br />

—Pablo es, sólo, una buena persona.<br />

—Cerrá el pico, abogado —dijo Miguel—. Creeme: tuvimos mucha<br />

paciencia con Pablo. Dejá tranquilos a los negros, le pedimos. Como amigos, te<br />

lo pedimos... Sí, tuvimos mucha paciencia con Pablo.<br />

Miguel se contempló las uñas.<br />

—Me las limo —dijo—. ¿Vos...?<br />

—No.<br />

—Después —prosiguió Miguel—, fue a los diarios. ¿Y qué dijo el bocón?<br />

Dijo que no teníamos nivel intelectual... ¿Qué hora es?<br />

—Las once y media.<br />

—Cuánto perro por acá.<br />

—Amigos del hombre, los llaman —intercedí.<br />

58


—Ladran —dijo Miguel —. Calladitos los quiero.<br />

—Vení — le dijo Ahumada, desde la puerta de la pieza, a Miguel.<br />

—¿Qué van a hacer con Pablo?<br />

—Miguel —dijo Ahumada—, el loquito pregunta qué vamos a hacer con<br />

Pablo.<br />

—Vamos a conversar —dijo Miguel—. Como amigos.<br />

—Van a conversar —dijo Ahumada—. Los amigos conversan.<br />

—No te movás —me dijo Miguel—. Mañana les mandamos la perrera.<br />

—Sí.<br />

—Dijo sí, Miguel —dijo Ahumada.<br />

—Aprecio a la gente comprensiva, locos incluidos —dijo Miguel.<br />

—Aprecia a la gente comprensiva, vos incluido —dijo Ahumada.<br />

Traté de explicarle a Alice que no me considero un políglota. Y que, por ello, tuve<br />

excesivas dificultades con la República de Francia. Elizabeth gime en la cama: es lo<br />

menos que pude decirle, a Alice, de una profesora de filosofía, de nacionalidad incierta.<br />

La portera, que todas las mañanas le traía la ropa limpia, alcanzó a escuchar los<br />

maullidos de Madame. Supuso lo peor: Landrú. Y los siete policías que subieron con ella<br />

hasta el quinto piso no se mostraron satisfechos con mis balbuceos. Y mi pasaporte les<br />

endureció las caras. Argentina, dijeron, e intercambiaron miradas sagaces. Madame se<br />

asomó al interrogatorio, envuelta en una bata, y les habló con la levedad, la pureza y la<br />

impertinencia de un hilo de agua que corre por las grietas de la montaña, para usar una<br />

metáfora a la que apelan los malos poetas, no importa la edad que tengan. Los<br />

interrogadores escucharon, sin desfallecer, la historia que Madame desgranó. Y<br />

accedieron, por fin, a devolverme una cierta pero menguada forma humana.<br />

Yo no gimo, dijo Alice.<br />

Y yo, muñequita, aborrezco la niebla londinense, las codornices a la castellana, los<br />

guerreros fascistas y sus mierdosos descendientes... ¿Sigo?<br />

Salté, por la ventana, hacia la calle. Parado en la vereda esperé, durante<br />

unos segundos. Lloviznaba. Me raspé las manos contra la pared y caí de rodillas<br />

en la vereda. Esperé, durante unos segundos, que se encendieran los faros de<br />

los autos, que los hombres de los autos gatillaran sobre mí sus armas grandes y<br />

negras. Lloviznaba.<br />

Lo encontré a Pablo a unas diez cuadras de la casa de Antonio. Caminaba,<br />

sin apuro, los hombros caídos, y golpeaba, con el revés de la mano, los yuyos<br />

que crecían por encima de ocasionales alambres, en unos baldíos lodosos y<br />

59


profundos.<br />

—Te buscan, Pablo —le dije.<br />

—Volviste, mi viejo.<br />

—Pablo, te buscan.<br />

—¿Cuánto hace que no nos veíamos? ¿Te curaste? Y el viaje, ¿qué tal?<br />

—Ninguna cura. Ningún viaje.<br />

—¿Quién me busca?<br />

—Hombres. Argentinos. E impacientes.<br />

—¿Estás bien?<br />

—Estoy bien.<br />

—Descansá —dijo Pablo, y me sonrió, pero sus ojos miraban a otro, o<br />

nada, pero no a mí—. Voy a hablar con ellos.<br />

—¿Vas a hablar con ellos?<br />

—Descansá: no estás para entender.<br />

—Puede ser: me abrieron dos veces la cabeza.<br />

—Oh, no... Disculpá, Arturo... Carajo...<br />

—Entonces, pegá la vuelta, Pablo, ¿qué vas a decirles a esos argentinos<br />

impacientes?<br />

—Arturo, Arturo... Conozco a los muchachos: nos criamos en el mismo<br />

barrio... Van a entender lo que yo les diga...<br />

En los primeros minutos de la madrugada, Antonio y Lola se enteraron de<br />

que la muerte llegó a Pablo desde la boca de tres pistolas de gatillo suave y<br />

aceitado. Miguel, didáctico como un profesor de tránsito urbano, les encendió,<br />

esa noche, el aparato de televisión, para que compartieran la legitimidad de los<br />

entusiasmos de un taxista porteño por Saint-Exupéry, poeta.<br />

60


Un tiempo muy corto, un largo silencio<br />

61<br />

A Jorge Onetti, otra vez<br />

Me parece que disfruto de un buen momento. La muchacha del quinto<br />

piso se depila las cejas, pasea un espejo de mano por su perfil derecho y,<br />

después, por el izquierdo; alza el mentón, lo baja; acerca su cara a una lámpara<br />

de pie. Se sienta, ahora, en una cama de patas gruesas y cortas, y me permite<br />

que vea sus muslos largos y blancos.<br />

La muchacha mira a su alrededor: estira una mano y levanta, de la mesa<br />

de luz, un paquete de cigarrillos.<br />

Acecho, a veces, desde esta platea alta y a oscuras, la actuación muda de<br />

esa chica: me distrae.<br />

Golpean en la puerta del departamento, prendo la luz. Miro: mirada<br />

rápida, circular, profesional. Todo en orden: los diarios de la mañana y los<br />

vespertinos, apilados sobre la mesa; la máquina de escribir con su funda negra;<br />

el block de hojas manifold; los sobres de vía aérea; el Larousse ilustrado;<br />

Hammett y Chandler completos en el estante que clavé sobre el bargueño, y el<br />

botellón de coñac sobre la tapa del bargueño.<br />

Abro la puerta del departamento: Carlos.<br />

—Le pega.<br />

—Ahhh... Y mami, ¿qué hace?<br />

—Se ríe.<br />

Está allí, el pelo rubio tocado por la pálida luz del pasillo, delgado y más<br />

alto que sus once años de edad.<br />

—Pasá —le digo.<br />

Él entra al departamento, mira el bargueño, el sable bayoneta y las<br />

boleadoras colgados de la pared en la que se apoya el bargueño, y una<br />

reproducción de Lautrec, y camina hasta el dormitorio.<br />

Los pechos de la muchacha del quinto son pequeños y duros,<br />

seguramente. Pero yo los veo flojos bajo la blusa blanca. La muchacha alza su<br />

cara y sonríe: un tipo alto y buen mozo le besa la nuca.<br />

—¿Aquí vivís vos? —pregunta Carlos.<br />

—Sí.


Carlos contempla los caireles de la araña que cuelga del techo del<br />

dormitorio, las lámparas sin pantalla, y dice:<br />

—No me gusta.<br />

—A mí tampoco —le contesto.<br />

—Sacála.<br />

—¿Para qué? Esa araña estaba cuando alquilé el departamento. No me<br />

molesta. No la miro y no me molesta.<br />

La muchacha usa unos anteojos que le comen la cara; ella y su<br />

acompañante alto y buen mozo están sentados en la cama. El acompañante de<br />

la muchacha le acaricia las rodillas y le acerca su boca al oído. La muchacha ríe.<br />

Una de las manos del acompañante de la muchacha sube entre los muslos<br />

apretados de la muchacha que, todavía, ríe.<br />

—Te lastimaste el pie —dice Carlos—. Ella me avisó.<br />

—Me torcí el tobillo; iba a cruzar la calle para comprar unas empanadas,<br />

pisé mal, y me torcí el tobillo.<br />

—¿Te arreglás solo?<br />

—Cuando me aburro, escucho la radio.<br />

—¿Y pudiste comer las empanadas con el tobillo torcido?<br />

—Me olvidé de la torcedura del tobillo con unos vasos de vino.<br />

—¿Rezás, de noche, para curarte pronto el tobillo?<br />

—¿Rezar?... No... Bueno: no se me ocurrió.<br />

—Ella me dijo que si uno está enfermo, y cree que, si reza, se cura, debe<br />

rezar.<br />

—Te dijo que recés para curarte de... no sé... ¿un resfrío?<br />

—Sí.<br />

—Oh...<br />

—Yo voy a rezar para que se te cure el tobillo.<br />

—Gracias, hijo.<br />

La muchacha está en la cocina o en alguna otra parte del departamento<br />

que ocupa en el quinto piso; su acompañante, el buen mozo, sentado en la<br />

cama, habla. Hojea un libro y habla. No escucho lo que dice, pero la muchacha<br />

debe ser maestra o estudiante de medicina o farmacéutica. Hace un par de<br />

semanas nos encontramos en el ascensor, y ella vestía un guardapolvo blanco.<br />

—¿Por qué hacés eso? —me pregunta Carlos.<br />

—Son muecas, apenas. Las hago para saber que puedo ser otro.<br />

—¿Te gusta hacer muecas?<br />

—Inmuniza contra la tristeza.<br />

62


—¿Siempre hacés muecas?<br />

—Cuando me afeito.<br />

—Y te reís.<br />

—Me río. Digo: fíjense en ese payaso. Y ese payaso trabaja para mí, en el<br />

espejo.<br />

—Pero ese payaso sos vos.<br />

—Uno se divide en dos.<br />

—¿Y si yo muevo los ojos así?<br />

—Formidable Carlitos. Te aseguro que nunca vi nada igual.<br />

—¿Tendría que afeitarme?<br />

—No, no es necesario... Pero cuando te lavés los dientes, antes de ir al<br />

colegio...<br />

—¿Y si ella me ve?<br />

—Lo que importa —le digo a Carlos— es que vos encuentres al payaso en<br />

el espejo. Las muecas sirven para que no se te borre la cara.<br />

—¿Si uno no hace muecas se le borra la cara?<br />

—No lo sé, pero si yo hubiera pasado cuarenta años con la misma cara en<br />

el espejo, ya estaría muerto de aburrimiento.<br />

Carlos se detiene frente a las fotos de Greta Garbo, de Brecht, de Marilyn.<br />

La radio funciona: Laurel y Hardy, puesto treinta y cinco en el ránking de los<br />

Estados Unidos. Y en ascenso.<br />

—Estudio guitarra —dice Carlos.<br />

—Es un hermoso instrumento.<br />

El acompañante de la muchacha del quinto dibuja flores de anchos pétalos<br />

en una tira de papel, extendida sobre la mesa de luz. Y escribe letras, con<br />

empeño. Mira las flores y las letras grandes y de imprenta, y pega la hoja, en el<br />

respaldo de la cama, con cinta dúrex.<br />

—Ella dijo que si vos volvieras... Después lloró, como esa vez que fuimos<br />

al restorán, y ella se peleó con tus amigas.<br />

—No lloró. Mami, esa vez, no lloró.<br />

—Lloró y se enfermó. Se metió en la cama y se enfermó. Y me pidió que la<br />

perdonara, que sus nervios tenían la culpa de lo que pasó, y dijo que no se iba a<br />

pelear nunca más con tus amigas.<br />

—¿Y vos la perdonaste?<br />

—Sí. Y le dije que, por favor, dejara de llorar; que yo la quiero. Ella dijo<br />

que sí, y que me adora, y que no la deje sola.<br />

—¿Tenés hambre, hijo?<br />

63


—Él le pega, papá.<br />

—Ya me lo dijiste, muchacho.<br />

—¿Le digo a él que vos decís que se vaya?<br />

—No, Carlos. Si necesitara decir eso, se lo diría yo mismo.<br />

La muchacha del quinto y su acompañante alto y buen mozo apagan la<br />

lámpara de pie y se sientan delante de la pantalla del televisor.<br />

La muchacha y su acompañante se abrazan. Él besa a la muchacha en el<br />

cuello. La mano de la muchacha se posa en la bragueta de su acompañante. La<br />

mano de la muchacha queda ahí, como una mancha, iluminada por la<br />

parpadeante luz del televisor.<br />

—...Le pregunté si te quería, y ella dijo sí. Y a él lo querés, le pregunté.<br />

También, dijo ella. A los dos, les pregunté. Cuando seas grande, vas a entender,<br />

dijo ella. No quiero entender, dije yo.<br />

Carlos mira las gafas negras de Greta Garbo, el rictus inviolable de sus<br />

labios, y dice:<br />

—Me anoté para aprender yudo.<br />

—Yudo, ¿eh? Leí, en algún lado, que es un deporte dialéctico... ¿Y para<br />

qué vas a aprender yudo?<br />

—Para defenderlo al Jorge.<br />

—Y a vos, ¿quién te defiende?<br />

—A mí nadie me pega.<br />

Carlos aparta mi brazo de sus hombros y se acerca a la mesa. Golpea una<br />

tecla en la máquina de escribir. Otra. Y otra. Y escucha.<br />

—Una Corona no es una guitarra digo.<br />

—No —sonríe Carlos.<br />

—No —digo yo—. Una Corona no es una guitarra.<br />

—Papá...<br />

—Sí.<br />

—Volvé.<br />

—No... Soy tu amigo, Carlos. Y hay cosas que un amigo no le hace a otro<br />

amigo. Volver sería una de esas cosas que un amigo no debe hacer a otro amigo.<br />

Carlos se queda allí, en el centro de la habitación, entre el sable bayoneta y<br />

la ventana, midiéndome.<br />

—Rengueás —dice Carlos.<br />

—El tobillo. Pronto voy a estar bien.<br />

64


—Me voy —dice Carlos.<br />

Acompaño a Carlos hasta el pasillo y llamo el ascensor. El ascensor llega,<br />

se detiene, y Carlos abre sus dos puertas.<br />

—Buenas noches, papá —dice Carlos, la cara pálida y más inescrutable<br />

que sus once años.<br />

—Buenas noches, hijo.<br />

El ascensor desciende con un zumbido opaco. Cierro la puerta del<br />

departamento.<br />

Mañana vendrán la hoja de afeitar rastrillando mi barba de dos días, las<br />

previstas muecas en el espejo, el café del desayuno, el primer cigarrillo del día,<br />

una mirada a la ventana de la muchacha del quinto, el tecleo de la Corona,<br />

baires, agosto 28. Diarios hácense eco de agravamiento situación económica del<br />

país. Stop.<br />

Me palpo el tobillo. La inflamación se redujo: no hay como los baños de<br />

agua y sal para las torceduras de tobillo.<br />

65


Una lectura de la historia<br />

Esto es Albacete; hasta aquí llegaste, estúpido.<br />

1<br />

2<br />

66<br />

A Carlos Gorriarena<br />

En Firmat, el cielo era una plancha pálida y candente que giraba sobre el<br />

lomo de los caballos, el campo azulado, las casas dispersas. Paramos en una<br />

chacra de gringos, donde nos mezquinaron el vino.<br />

Buen equipo el nuestro. Bueno como el mejor. Y la piamontesa tenía el<br />

pelo negro y largo. Brillante. Suave. Y la piel blanca y perfumada. Viuda, la<br />

piamontesa, si quiere saberlo de entrada. Un asesino que ningún juez<br />

condenaría. Y yo, con veinticinco años en el cuerpo. Y los sesos derretidos por el<br />

sol.<br />

El hijo se le escapó al viejo. Y a esa llanura de fuego, a ese cielo, y a la<br />

hermana. Al infierno calzado en alpargatas blancas, y con un vestido que<br />

mostraba más de lo que cualquier podía soportar sin que se le secara la boca, sin<br />

que se le estropeara la vida. Yo entré, ciego, a su pieza, los pies descalzos sobre<br />

las baldosas frescas; yo vi la ancha cama matrimonial; yo la vi, el sudor<br />

chispeándole en el vientre desnudo; yo la oí. Le digo: ese muchacho no estaba<br />

loco.<br />

El desagradecido, se quejaba el viejo. A la matina, tu gue il rocío; al<br />

mezzogiorno, fa caudo; a la sera, le sqüiur. Entonces, nos contrató. Yo manejaba la<br />

trilladora y el hombre quería el trigo seco, sano, limpio y trillado, embolsado y<br />

puesto en vagón. Ocho caballos y uno de cadenero: no era chiste.<br />

Y la piamontesa. Y la bagnacauda. Sardinas, queso, ajo, apio, pollo<br />

deshuesado, manteca y crema. Bagnacauda, comida de invierno. El cielo ardió. El<br />

vino que pagamos nosotros y el que aportó la mujer —ligero y rosado, que le<br />

desataba a uno la risa—, el sopor que se levantó de la tierra en silencio, la viuda


y sus sonrisas indolentes, el filo de los dientes contra el borde del vaso para no<br />

saltar sobre esos labios y morderlos hasta que sangrasen, el calor, la sed, y mi<br />

piel fría, las piernas encogidas en el colchón de chala que me tocó en suerte, en<br />

el galpón de los peones, los ojos abiertos en la oscuridad. Sudé como afiebrado.<br />

Terminé en su cama, ella sobre mí, manos y boca y piernas sobre mí. “No<br />

grités”, me cuchicheó al oído. “O gritá. Total...” Oí contar, a algunos tipos, por<br />

esos caminos de Dios, cómo quedaban después de una estaqueadura en los<br />

fortines de frontera. Así me sentí yo, con la bagnacauda a medio digerir y la<br />

viuda galopándome. Con todo, la madrugada llegó demasiado velozmente.<br />

—No te vayas —dijo ella.<br />

—Tu viejo.<br />

—Quedate.<br />

—Los compañeros.<br />

—Quedate.<br />

—Catalina.<br />

—¿No te gusto?<br />

Lo demás, créame, era retórica.<br />

—La mía es una casa sin hombre —sopló ella en la oscuridad.<br />

Le respondí, laxo, sometido a sus manos incesantes:<br />

—Vamos, Catalina.<br />

Ella largó una risita seca.<br />

—Vos sos un hombre. Ellos...<br />

Una saliva amarga le creció en la boca. La tragué: el postre después de la<br />

bagnacauda.<br />

—Ellos... Infelices. Mi viejo no sirve para nada; sólo piensa en sus ahorros,<br />

enterrados vaya a saber dónde. Mi marido, un asmático, adoraba las<br />

cataplasmas de lino que la madre le desparramaba por el pecho. Se murió de un<br />

síncope. Y mi hermano, ja, que se me va de la chacra, cagado como vaca en<br />

viaje. El chiflado debe andar por el Paraná, en bote, solo, picado por los<br />

mosquitos, dándole al remo y a la caña de pescar.<br />

Volvió a reírse, despacio, en la noche alta. No tan ido ese chico, me dije. Y<br />

yo también reí.<br />

—Te gusto, Pablo —murmuró la viuda—. Quedate, Pablo. Te monto,<br />

Pablo. No parés, no parés, Pablo.<br />

—Hombres como nosotros —declaró Kurt, esa mañana, por encima del<br />

estallido del sol, del estruendo de la trilladora—, hombres como nosotros, ¿me<br />

oís?, necesitan una compañera. Para la pelea y para la cama. Es una ecuación,<br />

Rubio. Si falla uno de los términos, la ecuación no funciona. Y esa mujer quiere<br />

convertirte en un patrón, con cuenta en el banco, peonada, sulky y misa.<br />

67


Atención, Pablo, al veneno.<br />

—Ya, Kurt, ya.<br />

—Piel y huesos, Pablo.<br />

—¿Qué?<br />

—Das lástima.<br />

—¿A quién, Kurt?<br />

—Esa viuda va a acabar con vos, muchacho.<br />

—Uno se tiene que morir, Kurt. Y de todas las formas que conozco...<br />

—Hice las cuentas con el gringo.<br />

—Catalina, Kurt.<br />

—La cuadrilla se va, Pablo.<br />

—La puedo sosegar, Kurt. Y cada tantos años me compro unas hectáreas<br />

de mi flor. Y los domingos, después de misa, tomo el vermú con el notario, el<br />

médico, el jefe de la estación, el gerente del banco. Y, de vez en cuando, la<br />

amanso a la Catalina, le sobo el lomo con el rebenque. Y la bagnacauda, qué<br />

maravilla.<br />

—Desgraciado —y Kurt casi me pegó.<br />

—La cuadrilla se va, Kurt.<br />

—Pablito, en el pueblo puedo presentarte algunas chicas que conozco.<br />

—Que sean buenas para el olvido, Kurt.<br />

1<br />

Aquí hablan de usted, dijo, pausadamente, el hombre, y golpeó, con una<br />

regla de madera, el papel extendido en el desnudo escritorio. Alzó la cabeza;<br />

sus anteojos tenían montura de acero.<br />

Es lo que suponía, le respondió Pablo. Frente a él, en la pared, había dos<br />

fotografías enmarcadas. En una, La Pasionaria; Stalin, en la otra. Ella, con su<br />

gran boca intrépida, abierta, y su cara trágica, vestida de negro, y más allá, a<br />

cielo abierto, la multitud estremecida por la arenga fulgurante. Se entretuvo<br />

imaginando esa cara, los párpados cerrados, sobre una almohada, en el aire<br />

estancado de una habitación, entregada al furor del acoplamiento. Movió la<br />

cabeza, sorprendido: herejía y puentes quemados.<br />

—Perdón —musitó Pablo—. ¿Me hablaba?<br />

—Siéntese —dijo el hombre de los anteojos de montura de acero.<br />

68


2<br />

Me quedé en Firmat. Y sí, eran buenas para el olvido. Llegaban a la pieza<br />

de la pensión —un boliche de campaña, ¿sabe?— y se desnudaban. La historia<br />

de siempre. Las monótonas descripciones de furtivos encuentros con los<br />

notables de la zona, en quilombos discretos y poco ruidosos, los pesos<br />

deslizados bajo un vaso, en la mesita de luz —uno de estos días, negra, te llevo a<br />

conocer Buenos Aires. En cuanto me llame el presidente del Partido—, el dilatado<br />

asombro de la primera seducción, el chico al cuidado de la abuela, las nanas de<br />

los chicos, las largas siestas, las farras de hombres maduros entre espejos,<br />

alfombras, tulipas y persianas cerradas, algún cachetazo en las nalgas, la<br />

risotada astuta, una habanera en la victrola, el humo de los cigarros, el engorde<br />

de la hacienda, las complicaciones ginecológicas de esposas prematuramente<br />

marchitas, el estado de los pastos, los crepúsculos, el hastío.<br />

Sos callado, vos, comentaban las conocidas de Kurt. Quizá sus piernas<br />

fueran hermosas; quizás un azorado brillo de misterio les adornase los ojos,<br />

pero yo dejaba que se marcharan, y prendía un negro. Catalina estaba allí,<br />

rabiosa y perpleja. Me tenés miedo. Junté las pilchas, las pocas que alcancé a<br />

arrancar de sus manos, y seguí los pasos de Kurt. Flojo. Te llenó la cabeza el ruso.<br />

Andá, hacete matar, guacho.<br />

1<br />

—¿Quiere decirme que no conoce el texto de esta carta? —preguntó el<br />

hombre de los anteojos de montura de acero.<br />

—No —sonrió Pablo.<br />

—¿No se le ocurrió abrirla desde que salió de Buenos Aires?<br />

—¿Para qué? Yo necesitaba una presentación. Se la pedí al Partido; me la<br />

dieron. Y la traje para que ustedes sepan quién soy. Eso es todo.<br />

El hombre se quitó los anteojos: pareció indefenso, una máscara que se<br />

desarma, inerme. Y la desnudez dijo, como si se hablara a sí mismo:<br />

—Es curioso. Muy curioso.<br />

Ulpiano Suárez pudo limpiarme. Hombre rápido, Ulpiano Suárez, para el<br />

revólver. Como ninguno que haya conocido. Y duro. Con mucha vida detrás.<br />

Demasiada, tal vez.<br />

69


Y, ahora, entra Anita. Buena mano, la de Anita. Alguna vez cacé perdices.<br />

Y Anita las preparaba con vino blanco. Sos un horno, me decía. Yo paseaba mi<br />

boca en el ángulo que formaban su cuello y el hombro. Volviste, dijo Anita,<br />

cuando se terminó el asunto de Suárez. Pobrecita: creyó que me sepultaban en<br />

el Sur para el resto del viaje. Veintiséis meses engayolado. No fue fácil la cosa.<br />

Un domingo, de madrugada, recuperé la libertad. Viajé hasta la casa de Kurt, en<br />

Villa Bosch. Tomamos mate hasta que salió el sol.<br />

¿Cómo te sentís?, me preguntó Kurt. Se soporta, le respondí, si uno está<br />

convencido de lo que es. ¿Te pegaron?, me preguntó Kurt. Ellos hicieron lo suyo. Y yo<br />

lo mío.<br />

El alemán me miró y se tocó la cabeza. ¿Y esto? Duermo, Kurt. ¿Y el finado?<br />

Le rinde cuentas a Dios. Dormís, Rubio. Duermo, Kurt. ¿Dormís sin pesadillas, Rubio?<br />

Había que ganar la huelga, compañero.<br />

Yo era secretario del Sindicato de Carpinteros, Aserraderos y Anexos, y la<br />

huelga llevaba tres meses. Tres meses largos. Ulpiano Suárez aguantaba de<br />

firme: el único patrón de San Fernando que no había firmado el pliego de<br />

condiciones. Ulpiano Suárez, hombre duro, que supo matar a Azevedo<br />

Bandeira, un tropero rico y de muchas mentas, un zorro cruel y enfermo que,<br />

una tarde, descargó su fusta en la espalda de una mujer que compró para que lo<br />

entretuviese en sus horas de insomnio. No la toque, don, dijo Ulpiano. Y puede<br />

creerme: esas cuatro palabras, en la boca de Ulpiano, mordidas y bajas, con el<br />

cigarro apagado entre los dientes, eran un exceso de elocuencia. Callate, vos, rió<br />

Bandeira. Suárez se calló, claro. Desnudate, ordenó Bandeira a la mujer, para que<br />

este infeliz vea lo que hago con vos. Ulpiano bajó a Bandeira de un solo tiro: en la<br />

cara, fijesé.<br />

No firmo, dijo Suárez, que hablaba muy poco y de manera abrasilerada. Ni<br />

que me maten. Hombre duro, Ulpiano Suárez. No firmo. Ni que me maten, dijo.<br />

Iba en el pescante del carro, la barba negra, los ojos como cerrados, la<br />

escopeta sobre las rodillas, el Smith-Wesson en la cintura. Y nadie se le atrevía.<br />

Volteó a dos, que se le cruzaron, camino al puerto de Tigre. Apenas si movió las<br />

manos. Los que escaparon, contaban que encendió un cigarro y siguió viaje.<br />

Embarcó la madera en tres lanchones, de espaldas al mundo, y después, cuando<br />

el sol penetró en el río, en esa hora lánguida y agobiante del atardecer, se dio<br />

vuelta y rumbeó para el boliche. Los parroquianos se amontonaron en los<br />

rincones, callados. Caña, pidió Ulpiano Suárez. Y sirva una vuelta a los señores. Yo<br />

pago.<br />

Tres meses es mucho tiempo para una huelga. Lo fui a buscar, una noche,<br />

a su casa. Tenía algunos hombres de guardia. Pero los esquivé. Esas cosas se<br />

aprenden cuando uno se tira a más.<br />

70


Una lámpara en su mesa; y el resto, oscuridad. Una pieza grande y fría, sin<br />

ventanas. Una luz vaga sobre la mesa, y él, detrás de la luz, con el poncho<br />

colgándole de los hombros y el cigarro apagado en la boca. Sos vos, dijo. Y le<br />

brillaron los dientes en algo que fue mueca o risa.<br />

Soy yo.<br />

No firmo.<br />

Usted sabrá, don Ulpiano.<br />

Suárez, casi con desdén, hizo fuego.<br />

Me tiré al suelo, y gatillé. La primera bala le dio donde se le terminaba la<br />

barba; la segunda destrozó la lámpara. Lo vi caer, a través del relámpago de los<br />

fogonazos.<br />

Estoy cansado: será por eso que, me parece, hablo de otro, de lo que le<br />

sucedió a otro. Y, sin embargo, ahora, oigo su risa de lobo, veo un círculo de luz<br />

en su pecho, la barba negra, las interminables paredes entre las que discurre la<br />

abominable imperturbabilidad de su elección. Y lo vuelvo a matar. Y, ahí<br />

nomás, salgo, sin apuro, de la vasta habitación que huele a pólvora y humedad,<br />

a la sangre que impregna el piso de cemento, a esa cara de cera —tumbada en lo<br />

alto de una silla— que exuda el intacto desprecio del jugador al que siempre le<br />

sobra resto.<br />

Ganamos la huelga. Me chupé veintiséis meses en los sótanos del<br />

Departamento de Policía de La Plata. Mi coartada era buena. Deseché las<br />

perfectas: sólo sirven para perderlo a uno. La mujer juró, ante el juez, que yo<br />

había pasado con ella la noche que mataron a Ulpiano Suárez. Hasta Anita le<br />

creyó, lo que es mucho decir. Describió su pasión y la mía, exhibió sus gestos<br />

espontáneos y febriles, revivió escrupulosamente los choques innumerables, los<br />

bruscos quejidos, las devastaciones que un amanecer otoñal descubre en la<br />

fatiga de dos cuerpos. La noche que mataron a Ulpiano Suárez yo estuve con<br />

ella, laceré su piel y mi lengua lamió sudor en los pliegues de sus sobacos, y<br />

baba granulosa allí donde nacen las piernas. Catalina, la llamé. Tenés memoria,<br />

dijo ella, soñolienta, espesa, satisfecha. Me largaron. Tapame, dijo ella. Tapame,<br />

guacho, que tengo frío.<br />

Viajé, entonces, ese domingo, de Villa Bosch a Chacarita: repasé los opacos<br />

invernaderos de la Agronomía, el cementerio inglés. ¿Conoce el sabor de ese<br />

trago que no se repite dos veces; de ese paisaje que nunca será igual a sí mismo;<br />

de ese vano, melancólico intento de retener una hebra del tiempo?<br />

—No me apasiona la metafísica —dijo el hombre de los anteojos de<br />

montura de acero—. Únicamente los burgueses aspiran a la eternidad.<br />

Volviste, dijo Anita.<br />

La conocí en el Malcolm. Ella, que apilaba tambores de cincuenta litros de<br />

71


alcohol en Mattaldi, se caía los sábados por el Malcolm, cuando la milonga se<br />

volvía entrevero, pierna y silencio. Su perfil pálido se pegaba a mi pecho. Y yo<br />

pensaba: va a engordar. Pero su cintura era fresca, todavía, y ella estampó su<br />

letra en mi cuerpo.<br />

Soy un Libro Mayor. Entradas. Salidas. Debe. Haber. Kurt,<br />

también, me puso unas líneas, a fines del ‘36. Veníte, Pablo. Aquí hay lugar<br />

para vos. Un lugar para pelear y para ganar como no recuerdo otro. Los<br />

franquistas no van a entrar en Madrid; por fin, tenemos armas. Un compatriota,<br />

Bertolt Brecht, me leyó uno de sus poemas. Habla de nosotros: somos los<br />

imprescindibles, dice. Habla de mí, que me llamo Kurt Berger y tengo cuarenta<br />

y dos años, y fui estibador en Hamburgo. Y habla de vos. Veníte, Rubio.<br />

Y eso quedó anotado. Y tipos que salían de no sé dónde, daban vuelta sus<br />

bolsillos y gritaban, borrachos de coraje, anotá en ese libro, carajo.<br />

Para que tengamos pan y tierra.<br />

Para Asturias.<br />

Para que vivamos nosotros, a los que las rodillas se nos ven.<br />

Para Pedro Rojas.<br />

Anita lloró sobre mi hombro. Anita, que iba a engordar; Anita, con esos<br />

labios de madre, blandos, golosos, en los bailongos del Malcolm. No cerré el<br />

Libro Mayor. Voy, escribí.<br />

1<br />

El hombre de los anteojos de montura de acero deslizó un revólver<br />

niquelado sobre la tabla del escritorio. Como quien deposita, en lugar seguro,<br />

un pequeño animal herido. Pablo vio unas manchas de luz en los ángulos de las<br />

paredes; supuso que sería mediodía. El estómago le crujía de hambre. Tuvo<br />

ganas de pedir un trago o un cigarrillo, pero dijo:<br />

—No terminé.<br />

2<br />

Mi padre, que se llama David, cruzó los Alpes a pie, y en Lyon se ofreció<br />

como operario en las acerías Schneider. Mi tío, que se llamaba Pablo, también.<br />

Pagan poco, dijo mi tío, que había sido sargento en las tropas de Garibaldi.<br />

72


Paro, dijo mi tío. Mire: éste es él. Rubio, pañuelo al cuello, bombachones.<br />

Escribió en la foto: Messina. Viva lo que viene.<br />

Tomamos cerveza en una brasserie, contó mi padre, una tarde de mayo.<br />

Pablo gustaba de las mujeres. Y del camembert. Al paro, hermano, dijo. Yo no,<br />

dijo mi padre. Pablo era mayor que yo, contó mi padre, y a mí me resultó<br />

imposible adivinar su pensamiento. Esa cara, hijo, había recorrido la ruta de<br />

Sicilia a Roma. Esa cara conoció la muerte. Y la traición, creo. Mazzini, los<br />

acuerdos con el Vaticano, las indecisiones de Giuseppe, esas sordideces de la<br />

política. Pero con la segunda vuelta de cerveza entre nosotros, no vi que se le<br />

alterase un solo músculo de la cara. Masticó un pedazo de ese queso<br />

repugnante, y me dijo llevate mis medallas. Dáselas a tu primer hijo. Que juegue con<br />

ellas, que sirvan para algo. Me acuerdo como hoy: la rue Cherche Midi, el olor del<br />

mar y de ese maldito camembert, y tu tío que apartaba de sí, indiferente, unos<br />

pequeños y opacos discos de metal.<br />

Mi padre cree en Dios. Y se embarcó para Buenos Aires. Tuvo ocho hijos<br />

con una profesora de francés: yo fui el primero. A los nueve años, me llevó a un<br />

andamio. El salario no alcanza, dijo. Tus hermanos y tu madre deben comer todos los<br />

días. Por lo demás, el Señor proveerá.<br />

A los quince años, le contesté:<br />

—Tu Dios no es el mío.<br />

Primera escritura en el Libro. Vino Firmat. Y vino una mañana, en un<br />

remoto rincón de la pampa gringa, la partida que tira con Remington, y el tipo<br />

que avanza a mi lado se dobla, con un boquete en el pecho, tose sangre, y yo<br />

miro, amigo, el esplendor de esa sangre, el cielo dorado, limpio, las moscas<br />

verdes y zumbonas que ennegrecen la sangre, y a Kurt, los ojos vacíos en la cara<br />

gris, Pablo, brüder, y me dejo llevar porque no era mi turno. Y la noche que<br />

mataron a Ulpiano Suárez. Y el sábado que hablé, desde una tribuna, en Plaza<br />

Italia —el sol de la llanura en el cogote, la palidez de los sótanos carcelarios<br />

debajo de los ojos— para los hombres que agitaban sus pesos arrugados ante mi<br />

nariz, y ordenaban para que revienten los señores falangistas sentados en un café.<br />

Entre esos hombres estaba mi padre, que cree en Dios y no perdona. Se acercó a<br />

mí.<br />

—Sos un buen orador —dijo.<br />

—Lo dudo, pero no es para afligirse.<br />

—Tu madre te extraña.<br />

Entramos a un bar y pedí cerveza.<br />

—Los muchachos, ¿cómo están? —pregunté.<br />

—Se mueren —dijo el viejo.<br />

Levantó la cabeza, y esos ojos acuosos bajaron por mi cara, mi bigote, mi<br />

73


nombre, los huesos con los que poblamos el mundo de una dinastía de fracasos<br />

y comienzos.<br />

—Tus hermanos se mueren, Pablo.<br />

—Mierda.<br />

—Suerte, Pablo.<br />

1<br />

—Lo escuché, ¿verdad? —dijo el hombre de los anteojos de montura de<br />

acero.<br />

—No —dijo Pablo.<br />

—Le leí la carta —dijo el hombre de los anteojos de montura de acero—.<br />

Se la acabo de leer.<br />

—¿Conoce Buenos Aires?<br />

—Argentina es un país que está lejos del mundo.<br />

—Es lo que se piensa.<br />

Pero no tan lejos, si uno se lo propone. Qué tal si te pasás la lengua por el<br />

paladar reseco, áspero como una lija, porque una furia asesina te come el<br />

hígado, y del otro lado de la mesa, entre el humo paciente de los cigarrillos, se<br />

alzan glaciales, inescrutables, Morelli y Drana, miembros del comité central, y<br />

tus palabras rebotan en un témpano, y la lepra te marca, y caminás en la noche,<br />

el cuerpo hueco, solo con el odio, enfermo.<br />

—Expulsado por desplegar una oposición abierta a la línea sancionada por<br />

la dirección del Partido —repitió Pablo—. Eso lo oí antes.<br />

—No parece.<br />

—Y dijo que me escuchó —suspiró Pablo.<br />

—¿Está cansado?<br />

—No.<br />

Pidió verlos. Se mostraron cordiales, las caras afeitadas, listos para iniciar<br />

las tareas del día. Bromearon. Él se aflojó. Sí, el Partido le facilitaría los<br />

contactos. Las divergencias no estaban zanjadas, pero España... Buenos Aires no<br />

está lejos del mundo.<br />

—Lo oí; y leí la carta que le dieron. Y esto es lo que vale: el Partido<br />

siempre tiene razón. Lo dijo un hombre que, todavía, no es un desconocido para<br />

usted. Y para mí.<br />

—Desdichado.<br />

—Repita eso.<br />

74


—De acuerdo: no me apasiona la metafísica.<br />

—Repita lo que dijo.<br />

—Estoy sin cigarrillos.<br />

La puerta se abrió y la sombra de un pelotón de tiradores se clavó en la<br />

suave penumbra de la habitación. Salieron al patio del cuartel; el sol bramaba<br />

en el aire.<br />

—No quiero sufrir —la voz saltó ronca en la garganta de Pablo.<br />

—No va a sufrir —aseguró el hombre del tiro de gracia—. No somos<br />

fascistas.<br />

La luz violenta del mediodía estalló en los cristales de los anteojos de<br />

montura de acero y en el revólver niquelado que el hombre de los anteojos de<br />

montura de acero sostenía en su mano derecha.<br />

No, pensó Pablo, no son fascistas. Pero ¿qué son? Se pasó la lengua por los<br />

labios cuarteados. La pared lo detuvo. Sus zapatones de invierno estaban<br />

cubiertos por un polvo blanco y fino. Alzó las manos y dijo miren.<br />

Y los hombres del pelotón miraron. Y se leyeron en esas palmas marcadas<br />

por una caligrafía de denegación. El pelotón bajó los fusiles, y el hombre de los<br />

anteojos de montura de acero asintió. Déjenlo que se vaya, lo oyeron musitar<br />

con un regocijo que lo degradaba. Pablo los saludó, camino a la puerta del<br />

cuartel, con una sonrisa envejecida y el puño derecho en alto.<br />

El hombre de los anteojos de montura de acero se los quitó, se masajeó el<br />

caballete de la nariz recta y delgada, y súbitamente, sin apuntar, apretó el<br />

gatillo del revólver niquelado.<br />

Pablo trastabilló. El chorro de sangre negra que saltó de su nuca le borró la<br />

cara, antes de caer.<br />

75


76<br />

Mitteleuropa


Campo en silencio<br />

Él les dijo a los policías que era el hombre que buscaban. Los policías le<br />

leyeron un papel y le dijeron que debía acompañarlos.<br />

Él salió detrás de los policías y caminó hacia su propia rural. Un policía lo<br />

acompañó. El otro policía puso en marcha el coche en el que llegaron a la casa.<br />

Era casi mediodía.<br />

El hombre miró por encima del techo de la camioneta. Árboles. Campo.<br />

Una alambrada. El molino. Campo. Un corral. Vacas. Otra alambrada, más lejos.<br />

El olor del sol sobre el campo en silencio. Ella no estaba en la casa.<br />

Los dos policías y él llegaron a la comisaría cuando la mañana terminaba.<br />

Le dijeron que esperara. Le dijeron que se sentara. Se sentó en un banco largo y<br />

estrecho. Un oficial, de pie, detrás de un mostrador, tecleaba, con dos dedos, en<br />

una máquina de escribir. Él encendió un cigarrillo, recostó la espalda contra la<br />

pared y cerró los ojos. Tenía hambre. No pensó en nada.<br />

El oficial dejó de teclear, sacó la hoja de la máquina de escribir, la selló y<br />

salió de la oficina. El hombre dio una última pitada al cigarrillo, lo tiró al suelo<br />

y aplastó la colilla con la suela del zapato. El oficial, que demoró unos quince<br />

minutos en regresar, le dijo que el juez lo esperaba. Los dos cruzaron la plaza,<br />

vacía a esa hora de la tarde, y entraron al juzgado. El oficial le dijo que esperara.<br />

El hombre esperó, apoyado en una pared.<br />

Lo hicieron pasar a una habitación de escasos muebles oscuros. Un<br />

hombre joven se levantó detrás de un escritorio y le dijo que era el juez. Y le dijo<br />

su nombre. El hombre al que hicieron entrar a la habitación de escasos muebles<br />

saludó al juez con una casi imperceptible inclinación de la cabeza. El juez le dijo<br />

que se sentara. El hombre se sentó frente al juez, escritorio de por medio.<br />

El juez le preguntó al hombre que tenía frente a él cómo se llamaba. El<br />

hombre dio su nombre. El juez asintió. El juez le preguntó qué edad tenía. El<br />

hombre dijo qué edad tenía, y cuál era su nacionalidad, y dónde había nacido.<br />

El juez asintió y tildó esos datos en una hoja de papel que estaba ante sus ojos,<br />

sobre el escritorio.<br />

El juez le preguntó, al hombre que tenía sentado frente a él, de qué se<br />

ocupaba. El hombre estuvo a punto de contestar de nada, porque detestaba la<br />

77


mentira y las verdades a medias, pero temió que sus palabras fuesen<br />

interpretadas como una insolencia. Y el hombre sentado frente al juez detestaba<br />

la insolencia y la impuntualidad. Respondió que vivía de su campo. Y se dijo<br />

que no mintió. Se dijo que el campo estaba ahí, las vacas estaban ahí, el molino<br />

y la pileta en la que se conservaban cerca de tres mil litros de agua estaban ahí,<br />

la casa de material que levantó su bisabuelo y que su abuelo refaccionó estaba<br />

ahí. Y eso era todo. El cielo y el aire, los silencios, las tardes de verano, las<br />

lluvias y los días que pasaron y que vendrían, y los retratos borrosos de su<br />

bisabuelo, del abuelo, de sus padres y de sus hermanos, de bailes y mujeres que<br />

fueron, estaban allí. Sí: también las armas de los suyos que se batieron en la<br />

guerra de la independencia y en las guerras civiles estaban ahí. Y él nunca cuidó<br />

nada de eso. No quiso, no le interesó cuidar nada de eso. ¿Para qué?<br />

El juez asintió y se echó atrás en su sillón y le preguntó si sabía de qué se<br />

lo acusaba. El hombre sentado frente al juez respondió que no. El juez dijo que<br />

su hija, la hija de un hombre cuya familia, según le informaron, era una de las<br />

más antiguas y respetadas de la provincia, lo acusaba de haberla violado.<br />

El hombre acusado por su hija de haberla violado preguntó si podía<br />

fumar. El juez dijo que podía fumar. El hombre sacó un paquete de cigarrillos<br />

de un bolsillo de su campera y extendió el paquete hacia el juez. El juez<br />

agradeció, se hizo de un cigarrillo, encendió un fósforo y lo acercó al hombre.<br />

Los dos hombres fumaron en silencio, un rato. Después, el juez preguntó<br />

al hombre sentado frente a él si deseaba contestar, negar la acusación, solicitar<br />

un abogado para que lo representara. El hombre sentado frente al juez dijo que<br />

si su hija lo acusaba de haberla violado, él no tenía nada que desmentir o<br />

agregar a la declaración de la mujer que era su hija.<br />

El oficial de policía le dijo que estaba incomunicado. El hombre dijo sí. El<br />

oficial de policía dijo que debía entregarle los documentos, dinero, llaves y los<br />

cordones de los zapatos. El hombre dijo que sí, y dijo que tampoco llevaba<br />

armas encima, y preguntó si podía quedarse con los cigarrillos. El oficial de<br />

policía dijo que sí.<br />

El hombre le dijo al oficial de policía que, con su dinero, le trajeran la cena<br />

—lo que fuese que los reglamentos le permitieran comer— y el desayuno de la<br />

mañana siguiente.<br />

Hubo otra cena, tal vez, y más cigarrillos, la lectura desganada de un<br />

diario de la ciudad, y la hora temprana de una mañana en la que le devolvieron,<br />

78


al hombre, sus pertenencias, incluidos los cordones de los zapatos. El oficial que<br />

tecleaba, en la máquina de escribir, con dos dedos, lo acompañó hasta el<br />

juzgado.<br />

El juez dijo que, por razones obvias, no sometió a la hija del hombre<br />

sentado frente a él a exámenes específicos, pero que, por el comportamiento de<br />

la hija del hombre sentado frente a él, sus palabras, y testimonios de personas<br />

que la conocían, parecía una mujer normal.<br />

El juez dijo que la hija del hombre sentado frente a él reconoció que el<br />

hombre que era su padre nunca la había violado. Que ella, desde que tenía<br />

memoria, quería a su padre como una mujer quiere a un hombre. Y que cuando<br />

escuchó al hombre que era su padre decir que se iría de la casa, para que ella no<br />

se creyera obligada a cuidar a un anciano, no supo qué hacer. Porque su padre,<br />

que nunca mintió, cumpliría lo que dijo. Y, entonces, lo denunció.<br />

Ella declaró, dijo el juez, que necesitaba tiempo para pensar qué hacer con<br />

el hombre que iba a abandonarla y a quien quiere como una mujer puede<br />

querer a un hombre. Y que, por eso, lo denunció.<br />

El hombre sentado frente al juez dijo que no tenía nada que desmentir o<br />

agregar a la declaración de la mujer que era su hija.<br />

El juez dijo que, a la vista de las afirmaciones de quien formuló la<br />

acusación, y de las de quien fue acusado, no existía razón alguna para que el<br />

hombre sentado del otro lado del escritorio siguiera detenido.<br />

El hombre salió a la plaza, y montó en su camioneta. La noche anterior<br />

había llovido, y la camioneta levantó, en la ruta de tierra, una delgada nube de<br />

polvo. El hombre abrió una gaveta, debajo del parabrisas, y sacó un pistolón de<br />

culata de madera pulida. Lo cargó con un cartucho largo y rojo y detuvo la<br />

camioneta. Salió de la cabina, apoyó un pie en el estribo, apuntó y disparó sobre<br />

una perdiz que alzó vuelo. La perdiz cayó cerca de un alambrado. El hombre la<br />

recogió y, con cuidado, la depositó en la parte de atrás de la camioneta.<br />

El hombre puso en marcha la camioneta, avanzó unos metros y volvió a<br />

detenerla sin apagar el motor. Cargó el pistolón, bajó de la camioneta y disparó.<br />

Mató ocho perdices, en algo más de una hora.<br />

La mañana era, aún, fresca y clara. El hombre que manejaba la camioneta<br />

pensó que, cuando llegara a la casa, y besara a la mujer, y tomara su primer<br />

café, parado junto al fogón de la cocina, la mujer diría lo que siempre dice: que<br />

él prepara las perdices como nadie que ella haya conocido.<br />

Y él, quizá, diría que nunca le escuchó ese elogio, en los ya muchos años<br />

de cazar perdices, prepararlas y comerlas como ellos las comían. O propondría<br />

un brindis. O un viaje a la sierra. O un chapuzón, suave y profundo, en la pileta.<br />

O, quizá, callara.<br />

79


El hombre que manejaba la camioneta pensó que las partidas no se<br />

anuncian. Y apretó el acelerador.<br />

80


Willy<br />

Miré a mi alrededor y no me asusté. Escuché aullar, afuera, la tormenta. La<br />

tormenta de nieve. Era como un aullido: no se me ocurrió otra cosa. Aullido de<br />

lo que fuese. Y yo no me asusté. La radio dijo que la temperatura había<br />

descendido a doce grados bajo cero. Y después se cortó la transmisión. Por la<br />

tormenta. Pero la luz de la cabaña o la casa o como se llame a esto, era buena. Y<br />

era bueno mirar el fuego en el hogar de la chimenea. Y era bueno saber que me<br />

sobraba leña para todo el tiempo que durara la tormenta. Y que tenía cebollas,<br />

lentejas, porotos, jamón, café, queso y leche en polvo. Y galletas. Y una buena<br />

cocina de fierro, que prendí apenas escuché lo que dijo la radio antes que la<br />

tormenta la enmudeciera. Dios: no pude imaginar a nadie, allí, afuera,<br />

paseándose, como si mirara vidrieras por la calle Florida.<br />

Me comí dos platos de lentejas con pedazos de chorizo y jamón crudo, y<br />

me sobró, todavía, para el almuerzo y la cena del día siguiente. Aquí, en El<br />

Bolsón, hay que ser precavido. Y austero. Eran como las diez de la noche, y me<br />

dije, Willy, acostate, y leé El secuestro de la señorita Blandish, aunque leí tantas<br />

veces ese libro que, casi, me lo sé de memoria. O cualquiera de las tres o cuatro<br />

novelas de Chase que se apilan en un estante de la cabaña o casa o como llamen<br />

a esto. Las leí no sé cuántas veces, pero aquí, en El Bolsón, nadie se entretiene<br />

con Kant. Yo estaba calentito, después de haber comido las lentejas con pedazos<br />

de chorizo y jamón, y después de haber tomado medio litro de vino blanco, seco<br />

y, tal vez, algo ácido. Me dije: Willy, meté uno o dos troncos en el hogar de la<br />

chimenea, apagá los sol de noche, y acostate. Y acostate vestido, Willy. Estás en<br />

El Bolsón, Willy. En comunión con la naturaleza.<br />

Me saqué, despacio, los borceguíes. Y moví, dentro de las medias de lana,<br />

los dedos de los pies. Fue cuando me pareció oír unos golpes en la puerta de la<br />

cabaña o casa o como llamen a esto. Me quedé sentado en la cama y esperé. En<br />

El Bolsón vive gente que desprecia a Buenos Aires y su suciedad, su estrépito,<br />

su impiedad; gente que dice que no soporta a los que la habitan, y la medianía<br />

de sus proyectos, su obsesión por el dinero, la pobreza de sus mitos. En El<br />

Bolsón vive gente que no deja de hablar de la vuelta a la tierra, y que la vuelta a<br />

la tierra ennoblece al ser humano, pero yo descolgué la escopeta de una de las<br />

81


paredes de la cabaña o casa o como se llame esto, y la cargué.<br />

En puntas de pie, y con la escopeta entre las manos, me acerqué a la<br />

puerta donde alguien —estaba seguro—, desde afuera, golpeó y, donde alguien,<br />

desde afuera, desde donde aullaba la tormenta, levantaba, de a ratos, el timbre<br />

de su voz. Pregunté quién era. Dos veces, pregunté: Quién es. La cabaña o casa<br />

o como se llame esto es sólida —de eso, también, estoy seguro—, pero, a mí, me<br />

pareció que se movía cuando escuché que Graciela gritaba soy yo, Graciela.<br />

Abrime, Willy. Conozco un chiste judío sobre unos judíos que, para escapar a<br />

una tormenta de nieve, se refugian en una cabaña. Pero yo no soy judío. Y los<br />

chistes judíos, sea por lo que sea, no me causan ninguna gracia.<br />

Tampoco entendí por qué Graciela gritaba, con doce grados bajo cero, la<br />

boca pegada a los gruesos maderos de la puerta de mi cabaña o casa o como se<br />

llame a esto. Sin soltar la escopeta, le pregunté qué hacía allí, afuera, a esa hora.<br />

¡Oh! —gritó ella—, abrime, que me muero de frío. Ella, como siempre,<br />

exageraba. Empujé otro tronco al hogar de la chimenea, y tomé un trago de<br />

vino. Fuerte ese vino blanco: tosí. Recuerdo que tosí, y que me puse a pensar.<br />

Para ser exacto: terminé de toser, tomé un poco más de vino y me puse a<br />

pensar.<br />

Mi relación con Graciela comenzó y creció en unos cursos de literatura, a<br />

cargo de un tipo que decía, de sí mismo, que era el Céline argentino. Y el tipo<br />

que decía, de sí mismo, que era el Céline argentino, cobraba las clases como si<br />

hubiese recibido el premio Nobel. Tardé un rato en averiguar que Céline, el<br />

francés, me aburría: aguanté el libro que lo llevó a la fama hasta la mitad. Me<br />

hartó su filosofía de maestro provinciano, amargado y cornudo. Eso le dije a<br />

Graciela a los dos meses de asistir a las clases del Céline argentino. Le dije:<br />

Disculpá, Graciela, pero vayamos, mejor, al cine. Vemos Cumbres borrascosas o<br />

Lo que el viento se llevó, y ganamos plata. Graciela me confesó que ella también se<br />

aburría.<br />

A las clases del Céline argentino concurrían un montón de mujeres<br />

maduras, que se extasiaban cuando el Céline argentino aludía a la semiótica del<br />

arte y la cultura, o soltaba nombres imposibles como Puig o Deleuze. Y las<br />

mujeres maduras, que fumaban cigarrillos negros, le pagaban la cena y algo<br />

más a quien tuviera el coraje de metérseles entre las piernas. Y para viejas —<br />

suspiró Graciela—, ya tenemos bastante con las del trabajo. Los dos nos reímos.<br />

Éramos empleados en una oficina que atiende reclamos de jubilados. Y ese<br />

trabajo nos deprimía. Uno tragaba, cinco días a la semana, el podrido aliento de<br />

los viejos; les soportaba las arrugas, los ojos llorosos, los desvaríos de sus<br />

esclerosis; el temblequeo, en sus bocas, de los dientes postizos; y cómo<br />

tropezaban, en esas bocas, las palabras.<br />

82


Todo eso se me agolpó, de pronto, en la cabeza: la cara del Céline<br />

argentino y las de las mujeres maduras que asistían a su taller literario, el olor<br />

de la oficina y la flacura de Graciela. Y la vez que la vi, el verano pasado, con las<br />

manos en la panza desnuda de otra loca, que exhibía su monstruoso embarazo<br />

al sol. Estaban las dos en la granja del latin lover, y Graciela gritaba, las manos<br />

sobre la panza desnuda de la otra. Y Graciela se reía como si se fuese a terminar<br />

el mundo.<br />

Por un minuto, dejé de pensar. Pegué el oído a la puerta de la cabaña o<br />

casa o como se llame a esto, y precavido —en El Bolsón hay que ser precavido,<br />

austero y cauteloso—, le pregunté por su pareja. Juan José, dijo ella, y la voz se<br />

le quebró. Eso, grité yo. Juan José: ¿qué pasa con Juan José? Graciela, que<br />

lloraba, dijo: Me echó. Y lloró tan desesperadamente que no dudé de lo que<br />

dijo.<br />

Hará dos años, quizás, unos amigos le escribieron a Graciela. Desde El<br />

Bolsón le escribieron. Y Graciela me dio a leer esas cartas. Y Graciela, que sabía<br />

que yo tenía unos miles de dólares a interés, en un banco, no paró de preguntar<br />

qué esperaba para sacarlos del banco, comprar un poco de tierra en El Bolsón —<br />

como sugerían sus amigos—, y trabajar esa tierra de El Bolsón, y vivir de los<br />

dones de la tierra, respirar aire puro, bañarme en riachos de aguas cristalinas,<br />

endurecer el cuerpo en largas caminatas por senderos de montaña, y<br />

contemplar el silencio del mundo en la primera hora de la mañana. A Graciela,<br />

flaca como es, no le cae mal la lírica.<br />

No espero nada, le contesté. Conozco a mi hermano, y prefiero que me<br />

arranquen el alma a hablar, con él, de esos miles de dólares heredados de papi y<br />

mami. Porque si hay un hijo de perra, duro como el hierro, para manejar un<br />

negocio, ése es mi hermano. Dueño de un taller mecánico, trabaja dieciséis<br />

horas por día. Nunca se cansa. Yo lo visitaba una vez al año: para la fiesta de<br />

Navidad. Y él, después de los saludos, me preguntaba qué pensaba hacer con<br />

mi vida. Yo le respondía que, en la oficina, era tan feliz como Rockefeller al<br />

frente de su imperio. Mi hermano me llenaba el vaso de sidra y, el resto de la<br />

noche, yo, para él, dejaba de existir.<br />

Willy, abrí.<br />

Arrimé una silla a la puerta, me senté y, sin soltar la escopeta, le pregunté:<br />

¿Estás sola? Ella contestó que estaba sola, pero yo aprendí, en comunión con la<br />

naturaleza, a ser precavido y cauteloso, y me levanté de la silla, y miré el reloj, y<br />

eran las diez y media pasadas, y pensé que la temperatura, allí, afuera, debía<br />

estar, por lo menos, en los trece o catorce grados bajo cero. ¿No me mentís?, le<br />

pregunté, cuidadoso en la elección de las palabras. Estoy sola, creeme, dijo<br />

Graciela. Y me pareció que gemía. No te escucho, dije yo, sentado en la silla, las<br />

83


piernas estiradas hacia el hogar de la chimenea. Ella golpeó en la puerta de la<br />

cabaña o casa o como quiera que se llame esto. Madera dura, la de la puerta. Me<br />

echó. Juan José me echó, gritó Graciela. En ese momento, sentí hambre. Me<br />

levanté, abrí la puerta de la fiambrera, saqué un pedazo de queso, y me lo llevé<br />

a la mesa. Corté, sobre una tabla, parejos, tres o cuatro cuadraditos de queso.<br />

Picantito, el queso. Y seco y fuerte, el vino. Graciela, qué pena, dije, la boca<br />

cerca de la puerta de la cabaña o casa o como llamen a esto. Volvé, Gracielita, le<br />

aconsejé. Lo de Juan José es un enojo pasajero. Volvé. Ella murmuró, puedo<br />

asegurarlo: Vive con Aída. Yo, pese al aullido de la tormenta de nieve, la<br />

escuché. El oído es tan selectivo como la memoria.<br />

Willy, abrime. Abrííí, Willy.<br />

El caso es que entre Graciela, dale y dale con la vida sencilla y pura del<br />

hombre que labra su tierra, toma la leche de su vaca, y come el pan amasado<br />

con sus manos, y mi hermano, elegí El Bolsón. Mi hermano me dio un par de<br />

miles de dólares, sin pronunciar una sola palabra. Como si escupiera en mi cara.<br />

Compré un pedazo de tierra, más cerca del lago Puelo que de ningún otro<br />

maldito lugar del universo, y pagué a unos tipos para que me ayudaran a<br />

levantar la cabaña o casa o lo que sea esto que, Graciela y yo, usamos para vivir<br />

y protegernos del frío, y alabar, exhaustos, cuando nos hablábamos en los<br />

meses de otoño e invierno, la frugalidad de la existencia campesina. Compré,<br />

sin embargo, una vaca Holando Argentina, y conseguí que la cubriera un toro<br />

de lujo. Compré gallinas Leghorn. Planté tomate y no sé qué otros frutos que la<br />

tierra brinda a quienes son atentos con ella. Envié fotos de la cabaña o casa o<br />

como llamen a esto, de los tomates, de la vaca, de las gallinas, de los huevos de<br />

las gallinas, a mi hermano. No me puedo convencer, escribió mi hermano. Y fue<br />

el mensaje más dulce que jamás recibí de él.<br />

Wi-i-i-lly, abrí.<br />

Pero Graciela dejó de exaltar el retorno a la vida primitiva y la belleza de<br />

la nutrición elemental. No se movía de la cama: pretextaba dolores vaginales.<br />

Perdí una cosecha de tomates, y algunas gallinas padecieron una peste<br />

misteriosa. Una noche, me reprochó que yo hubiera dado mi voto al PPR.<br />

Exageraba, como tantas otras veces: ella votó por los peronistas. Hoy, todavía,<br />

no veo la diferencia. Otra noche, dejó que se apagara el fuego del hogar de la<br />

chimenea. Y, otra noche, encontré vacía la cabaña o casa o como se llame a esto.<br />

Y un papel sobre la mesa. Leí, en el papel que escribió Graciela, que ella se iba a<br />

vivir con Juan José, que no se fijaba en gastos y regalaba bondad y alegría. No<br />

perdí la calma. Simplemente, me pregunté: yo, ¿qué soy? ¿El hombre de la<br />

Biblia que carga con los pecados del mundo? No. Soy, me dije, esto que<br />

descubrí que soy: un hombre que se levanta a las tres de la mañana para darle<br />

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una mamadera de leche a un cordero recién nacido.<br />

Willy, dejame entrar.<br />

Comí otro cuadradito de queso. Te escucho, Gracielita, dije.<br />

Silencio del otro lado de la puerta. No por mucho tiempo. La tormenta<br />

aullaba. Oh, Willy, lloriqueó Graciela. Sonaba manso su lloriqueo. Yo esperé:<br />

ella no era mi hermano. Willy, dijo Graciela, yo no me porté bien con vos.<br />

Le contesté que no era hora de recordar el pasado. Gracias a Dios, le dije,<br />

tengo lo que necesito. Eso sí, Gracielita: el pan que como me lo gano<br />

honradamente.<br />

Willy, abrime... Me muero, Willy.<br />

Tiré otro leño al hogar de la chimenea: la leña es cara por estos lugares,<br />

pero no me importó. Mis medias de lana humeaban.<br />

Miré los cuadraditos de queso, la botella de vino y la escopeta en la mesa.<br />

Todo limpio y a mano.<br />

Willy, por favor... Abrime, por favor.<br />

Eso está mejor, Gracielita... Quiero que me comprendas: yo no soy un latin<br />

lover, alegre, que no se fija en gastos y, tampoco, soy promiscuo ni arrogante.<br />

Soy un hombre que trabaja dura, duramente, que paga sus impuestos, cuida su<br />

huerta y aceita los maderos de su casa. ¿Comprendés lo que quiero decir,<br />

Gracielita?<br />

Instante de reflexión. Al rato escuché:<br />

Willy, hago cualquier cosa que me pidas.<br />

Esa noche abusé del queso, el vino y los diminutivos. En lo demás, fui<br />

empeñoso y tenaz como lo es un pequeño propietario con su tierra y sus<br />

animales.<br />

85


Mitteleuropa<br />

86<br />

A Ricardo Piglia<br />

Mariann no contesta preguntas teológicas. Yo, sí.<br />

Ella se sienta ahí, frente al púlpito, y yo me siento a su lado, y espero.<br />

Algunas noches se sienta ahí, frente al púlpito, y se queda callada. Y después se<br />

va. Y no sé, todavía, si a ella le importó que yo estuviese a su lado, quieto y<br />

silencioso dentro de la larga sotana, con los ojos cerrados, quizá con frío,<br />

dispuesto a responder preguntas teológicas, si alguien sabe qué es eso de<br />

responder preguntas teológicas.<br />

Cuando Mariann habla, sentada frente al púlpito, me sobresalto. Abro los<br />

ojos y veo un bulto del que salen palabras, que no escucho, y veo su pelo rubio,<br />

sus pómulos altos, y sus labios que se mueven, y que, cuando ella se va, los<br />

recuerdo —Dios me perdone— brillosos, húmedos, blandos.<br />

La última vez que vino no fue igual a las otras veces. Las otras veces, ella<br />

entró a la iglesia con la despreocupada soltura que usa para entrar y salir de las<br />

habitaciones de su casa, y se sentó. Y habló. O no habló. Las otras veces, cuando<br />

habló, habló de sus campos, del precio del trigo, de sus vacas, de los<br />

departamentos que construyó en Paraná y en Rio Grande do Sul, y de cómo los<br />

alquiló o vendió.<br />

Yo le conozco la voz a Mariann. No es muy alta la voz de Mariann. No es<br />

fría ni cálida. Y desde que supe que su voz no es muy alta, ni fría ni cálida, me<br />

pregunté cómo hizo ella para llegar a esa voz. ¿Y quién era yo cuando le conocí<br />

la voz, y me pregunté cómo Mariann llegó a esa voz? ¿Yo era sólo un muchacho<br />

alto, y sin recuerdos, a quien Mariann pagaba sus estudios en un seminario de<br />

curas?<br />

Y esa voz de Mariann ordenó, una tarde, que se diera de comer al<br />

muchacho alto y sin recuerdos, y que se lo alojase en la que sería, con el tiempo,<br />

su habitación, y que los peones, en presencia del muchacho alto y casi sin<br />

recuerdos, fuesen menos guarangos de lo que eran. Los peones no fueron<br />

menos guarangos de lo que eran, y yo no me sorprendí de la inocencia taimada<br />

de los peones, porque me preparaba para el sacerdocio o, quizá, porque fui<br />

campeón de los cien metros llanos en una ruidosa competencia interprovincial.


Los peones me llamaron Rubio. Y eso tampoco me sorprendió. Ahora, ellos y<br />

sus hijos miran mi sotana y no sonríen como sonreían, astutos, baja el ala de los<br />

sombreros, cuando me decían Rubio. Ahora, ellos y sus hijos, serios, con los ojos<br />

bajos, me llaman padre Federico.<br />

Y cuando Mariann me invita a su casa, y me mira, parado bajo las luces<br />

del living, enfundado en la larga sotana cubierta de polvo, y dice que me ponga<br />

cómodo, que me sirva una copa, y que le cuente de mi trabajo, su voz es la voz<br />

que recuerdo. Y cuando me sirvo una copa, Mariann entra al baño, envuelta en<br />

una bata, y abre la ducha, y su voz no muy alta, ni fría ni cálida, me dice que ya<br />

sale, que le prepare un trago, que ella me escucha.<br />

Pero la última vez que vino a la iglesia no fue igual a las otras veces.<br />

Habló, la última vez que vino a la iglesia, sentada ahí, frente al púlpito, sin<br />

mirarme. Y le importó que yo estuviera allí. Y yo eso lo sé. Y lo supe esa noche<br />

por su voz, que conocí antes de que a ningún paisano se le ocurriese que Rubio<br />

era un apodo fiel, un apodo exacto, para un muchacho sin recuerdos.<br />

Mariann dijo, esa noche, que en el país donde ella nació sus abuelos eran<br />

dueños de una casa con habitaciones para los abuelos, para los hijos y los nietos<br />

que vendrían, para los invitados, para la lectura, para el salón de música y las<br />

charlas amigables e instructivas, y para la servidumbre.<br />

La casa, dijo Mariann, esa noche, tenía un sótano. Que conoció la madre de<br />

Mariann. Y, después, Mariann. Mariann dijo, esa noche, que sus abuelos<br />

descendieron al sótano cuando se proclamó la República, y Bela Kun se apoderó<br />

del gobierno, y hombres vestidos con largos capotes, que llevaban largos fusiles<br />

en las manos y colgados de los hombros, recorrían las ciudades y las aldeas, las<br />

caras absortas como si, al recorrer las ciudades y las aldeas, los largos fusiles en<br />

las manos y colgados de los hombros, montados en autos y camiones<br />

descubiertos, se miraran y no se reconocieran. Y comían, para consolarse,<br />

goulash, en fuentones grasosos, salvo Bela Kun, que hablaba un francés terso y,<br />

también, efusivo, y usaba anteojos.<br />

Los abuelos, dijo Mariann, esa noche, en la oscuridad de la iglesia, la voz<br />

ni alta ni fría ni cálida, se llevaron a la madre de Mariann, que era una niña, al<br />

sótano. Y se quedaron en el sótano, los abuelos y la que sería la madre de<br />

Mariann, hasta que Bela Kun huyó a Rusia para su eterna maldición. Los<br />

abuelos de Mariann, y la niña que sería la madre de Mariann, retornaron a sus<br />

habitaciones, en la casa, y en la casa se volvió a escuchar la música de Liszt y de<br />

Franz Lehar; y el almirante Miklos Horthy de Magybania era regente de la<br />

monarquía, y los partidarios de Bela Kun, que huyó a Rusia para su eterna<br />

perdición, que habían recorrido ciudades y aldeas en autos y camiones<br />

descubiertos, las caras absortas, creyéndose los dueños de la rotación de la<br />

87


tierra, los largos fusiles en las manos y colgados de los hombros, fueron<br />

acuchillados, y se les arrancaron los ojos, y se los empaló, como en los buenos y<br />

viejos tiempos, para que aprendieran, antes de expirar, que esas llanuras, que<br />

pisó Atila, y que ese país, que San Esteban consagró a Cristo, nunca les<br />

pertenecerían. Y las fotografías de los destripados se pegaron en paredes de<br />

ciudades y aldeas, para que la memoria de los crímenes de los destripados no se<br />

perdiera.<br />

Mariann dijo, esa noche, que ella era muy joven, pero un poco más joven<br />

que Ernst. Dijo que los bolcheviques regresaron, y arrancaron las fotografías<br />

(para la eterna perdición de los bolcheviques), y destrozaron al ejército nazi en<br />

las afueras de Budapest, y que Ernst, que pudo escapar al cerco de los rojos,<br />

miraba, horas y horas, caer la lluvia sobre la llanura, de pie frente a una de las<br />

ventanas de la casa de los abuelos de Mariann. Y Mariann dijo que ella, de<br />

espaldas a Ernst, le pidió que bajaran al sótano, y que ésa fue una declaración<br />

de amor. Y Mariann no se rió cuando dijo que ésa fue una declaración de amor.<br />

Y Mariann se levantó el vestido, y le mostró, a Ernst, sus piernas desnudas, y su<br />

sexo, y el vello dorado que lo cubría, y el vientre y los pechos vírgenes. Ernst<br />

era un junker, y se supone que un junker estima más su honor que las<br />

desnudeces de una Julieta devastada por el frío, las pasiones de la adolescencia<br />

y el terror que le infundía la reaparición de los empalados.<br />

Ernst se voló los sesos de un balazo, dijo Mariann, la voz no muy alta, ni<br />

fría, ni cálida, pero con algo en la voz que no era conmiseración, que no era<br />

pena, y que impregnó esa voz que dijo que Ernst se voló los sesos de un balazo,<br />

de pie, y ante una ventana y una llanura oscurecidas por la lluvia.<br />

Istvan, que bajaba, por las noches, al sótano, y le llevaba pan y queso y<br />

frutas, le avisó que los mongoles ocuparían la casa; y que los mongoles<br />

acostumbraban violar a las hembras, fueran mujeres o bestias. La República,<br />

dijo Istvan, igualó a los mongoles con los seres humanos.<br />

En la choza de Istvan, nació Verónika. Y Mariann supo, en la choza de<br />

Istvan, que Matías Rakosi, un hombrecito panzón, de cara redonda y pómulos<br />

de tártaro, a quien no se acuchilló ni se empaló ni se le arrancaron los ojos<br />

cuando se lo debió empalar y acuchillar y arrancar los ojos, como en los buenos<br />

y viejos tiempos, era el dueño del poder. Mariann cruzó la frontera con<br />

Verónika, que era menos que una niña, y con Istvan.<br />

Mariann no soportó Francia: sus porteras, dijo, son sucias; sus músicos<br />

tocan en el Metro, y son negros; y sus campesinos son más sórdidos que los de<br />

Zola en La tierra.<br />

Mariann, en la Argentina, compró tierras, animales, casas, dólares,<br />

acciones y francos suizos. Y un sótano espacioso y seco.<br />

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Y compró, dijo Mariann, esa noche, la voz como si se interrogara sobre sus<br />

determinaciones, a Eduardo Campbell, el refinado descendiente de un soldado<br />

irlandés que llegó a Buenos Aires, en 1806 o 1807, con las tropas británicas. Pero<br />

las tropas británicas, dirigidas por generales majestuosos y aficionados al<br />

alcohol, fueron vencidas y humilladas en las calles de Buenos Aires. Y<br />

Campbell, a quien los criollos le perdonaron la vida, no regresó a Inglaterra, y<br />

tampoco a Dublín, una ciudad de poetas furiosos y de herejes y de borrachos e<br />

hipócritas, y se dedicó al contrabando y a cultivar la amistad del general José<br />

Artigas. Alimentó a los famélicos seguidores del jefe oriental e hizo fortuna.<br />

Eduardo Campbell se encargó de la ingrávida tarea de dilapidar lo que quedaba<br />

de ella. Y, naturalmente, Eduardo Campbell se ofertó a Mariann. Y Mariann lo<br />

compró.<br />

Verónika tiene los ojos de Ernst, dijo Mariann, esa noche, la voz no muy<br />

alta ni fría ni cálida. Verónika dice que lo suyo es suyo, pese a que Ernst amaba<br />

las lilas.<br />

Y Verónika dijo que Eduardo Campbell, con su pelo rojo, su cuerpo de<br />

niño bien y sus modales de caballero rioplatense, era suyo. Eduardo Campbell,<br />

que aún es un niño bien, supuso que podía engañar a Verónika como Pedro<br />

Campbell engañó a las vivanderas y administradores del general Artigas.<br />

Campbell, dijo Mariann, viajaba con frecuencia a Montevideo. Por<br />

negocios, se excusaba Campbell, una sonrisa en la boca que pedía comprensión<br />

para sus preocupaciones empresariales. Verónika se obstinó en acompañarlo:<br />

los negocios de él, el tiempo de él, y él mismo, eran suyos, dijo Verónika, con el<br />

balbuceo vehemente de la niña que se ofrece, antes que las otras, para lo que la<br />

maestra disponga. Eduardo Campbell confió que la suerte, el destino o como se<br />

llamara su habilidad de jugador lo librarían de ese acoso abominable. Campbell<br />

no logró disuadir a Verónika y, durante algún tiempo, se dijo, tal vez atónito,<br />

tal vez desesperado, que la noche de los sueños perversos parece no tener fin,<br />

pero que el día llega y uno regresa al sereno goce de la vida.<br />

Exhibió, entretanto, en los campos de Mariann, sus dotes de hombre<br />

ducho en la faena rural. Informado, también, y gaucho, pese a la elegancia de<br />

sus ademanes, que aún no perdió, y a una sonrisa que supo cautivar a una que<br />

otra tonta en uno que otro salón porteño, y que se abstuvo de lucir entre<br />

paisanos que calzaban máscaras enfáticas y no largaban palabras al voleo.<br />

Lo que sucedió, no mucho más tarde que Verónika se entregara, con una<br />

torpeza frenética, a los hábitos de la esposa previsible, pero todavía nimbada<br />

por los resplandores del noviazgo, Mariann pudo adivinarlo con tanta<br />

puntualidad como si lo leyese en un libro. Y el resto, las páginas que rehusó leer<br />

porque las previó reiterativas o menos ominosas de lo que esperaba, se lo contó<br />

89


un Campbell trastornado, llorón, sin una gota de ese coraje que hizo la fama de<br />

los cuchilleros porteños.<br />

Y lo que Campbell contó, y Mariann adivinó o leyó, yo lo escuché en la<br />

iglesia, de la boca de Mariann, y su voz, en la oscuridad de la iglesia, no fue fría<br />

ni cálida ni muy alta. Y no hubo nada, en su voz, y en lo que escuché de su voz,<br />

esa noche, que no pudiese digerir el estómago de un sacerdote. Y el mío.<br />

Yo escuché que Campbell, que nunca descendió a un sótano, que nunca<br />

cobró un favor, y que nunca vio crucificar a hombres por manadas de pequeños<br />

propietarios, pequeños comerciantes, equitativos partidarios del orden y<br />

encantadores bailarines de czardas, sólo advirtió que las atenciones de Verónika<br />

hacia él se multiplicaban, abrumadoras y empalagosas como los mimos de una<br />

niña consentida.<br />

Escuché que un mediodía, Campbell, sincero y entusiasta, exaltó las<br />

virtudes de uno de los platos del almuerzo. Verónika, halagada, forzándose<br />

para no tragar las palabras, comenzó a susurrar. Atribuyó el mérito del plato a<br />

Ofelia, la hija o la hermana o la nieta de uno de los puesteros de Mariann, a la<br />

carne de Ofelia, a la carne que Ofelia le proporcionó como una ofrenda.<br />

Campbell detuvo, en el aire, la copa que se llevaba a los labios, y con una<br />

voz que pretendía ser ligera y firme y festiva, le pidió a Verónika que aclarara<br />

eso que dijo. Campbell agregó, sonriente y retórico, la voz gruesa, como si<br />

dibujase al hacendado barrigón, inescrutable y tortuoso que sería, que el vino<br />

de la costa y ese sol del campo uruguayo impiden, a veces, comprender las<br />

cosas más simples de la vida.<br />

Verónika, la cabeza caída sobre un hombro, se ruborizó, y con la lengua<br />

trabada, susurró que Campbell repitiera que ella era y nunca dejaría de ser su<br />

primer y único y verdadero amor. Campbell cumplió el pedido con el fervor<br />

que uno pone para cantar el Himno Nacional. Verónika cerró los ojos y se<br />

desabrochó la parte alta del vestido, y se abanicó los pechos con un diario, y<br />

expelió, la boca entreabierta, un veloz chorro de palabras por el que Campbell<br />

vino a saber, tal vez, que comió, en ese almuerzo, y otros almuerzos, y otras<br />

cenas, las partes más tiernas de la carne que le sobraba a una chinita de mierda.<br />

Y Verónika, que tiene los ojos de Ernst, se tomó los pechos desnudos con las<br />

manos, y los alzó, y los acercó a la cara de un Campbell que aún sonreía a la luz<br />

del verano.<br />

Campbell miró a Verónika, miró la cara arrebatada de Verónika, miró los<br />

ojos cerrados de Verónika, y la boca entreabierta de Verónika, que no cesaba de<br />

susurrar, y los gordos y desnudos y rosados pechos de Verónika, sostenidos por<br />

las manos de Verónika, casi sobre su cara, y se pasó lentamente las manos por el<br />

vientre y los muslos, y se dijo, calmo, que él era él, y que ése era un mediodía de<br />

90


verano, y que el calor de ese mediodía era inhumano. Y se miró tomar el vino<br />

que quedaba en su copa, y cuando dejó la copa en la mesa, Verónika abrió los<br />

ojos, y en ellos había un destello de ira salvaje, y Campbell escuchó el susurro<br />

de Verónika en la tarde de sol, desierta, silenciosa, chupá. Chupalas.<br />

La siesta cayó sobre ese mundo aún inmóvil, aún desconocido y<br />

desamparado, y que olía a incendio y quietud. Campbell despertó, desnudo, en<br />

una penumbra viscosa, y vio cerca de su boca las lechosas tetas de Verónika, y<br />

la escuchó roncar, y se vio a sí mismo deslizarse de la cama y penetrar en la<br />

penumbra y correr, correr, correr hasta que encontró a Mariann. Y Campbell, el<br />

cuerpo fino y esbelto, desnudo, tembloroso, afiebrado, prolongó el relato de los<br />

dichos incoherentes de Verónika con el relato de su conocida aversión por las<br />

chinitas de dientes cariados e inteligencia de mosquitos, y por la grosería de<br />

algunas recetas de la cocina de Europa Central.<br />

Fue entonces que Campbell preguntó, la boca inflamada en los pies de<br />

Mariann, cómo podía retornar al goce sereno de la vida. Mariann no le contestó.<br />

Mariann no contesta preguntas teológicas.<br />

Sí: quizá esa noche, distinta a otras noches, Mariann habló de trueques y<br />

revanchas. Habló, sin apelar a la metáfora o la elipsis, de negocios, con esa voz<br />

que conocí antes que mis recuerdos, y que se esparció en la iglesia a oscuras y<br />

vacía.<br />

Y, como en otras noches, la vi irse, muy tarde en la noche, y pensé, esa<br />

noche u otra, o lo pensé desde que alguien, en un pasado remoto, me llamó<br />

Rubio, que Dios aprobará el destino que Mariann imponga a sus inversiones.<br />

91


El perro del hogar<br />

92<br />

A Guillermo Saavedra<br />

Sé que nos mudamos a esa casa de la calle Bolivia, y que allí, en esa casa<br />

de la calle Bolivia, a la que se entraba si uno subía dos escalones gruesos y<br />

anchos, vivían Ernesto y Carmen. Cuando yo volvía de la escuela, y mamá me<br />

daba el almuerzo y se iba a trabajar a la fábrica de caramelos, y yo hacía los<br />

deberes, y era invierno, Ernesto me llamaba y, en su cocina, escuchábamos, en<br />

radio del Pueblo o en radio Argentina, a Gardel, Magaldi, a Caggiano, el<br />

payador, a Mercedes Simone, y el aviso, dicho con voz clara y acentuada en las<br />

vocales, de que no nos perdiéramos un nuevo capítulo de Miguel Strogoff, el<br />

correo secreto del zar, con la compañía de Olga Casares Pearson y Angel Walk. Y<br />

Ernesto me guiñaba un ojo, y yo me sentía como abrigado en esa cocina, en la<br />

que Ernesto nos cebaba mate a mí y a su mujer, Carmen, y le tiraba, de a ratos,<br />

pedazos de salame a Titina, una perra bull-dog que nos miraba, sentada sobre<br />

sus patas traseras, los ojos brillantes como las mejores de mis bolitas, y de la que<br />

Ernesto y Carmen eran dueños.<br />

Ernesto, que era un hombre alto y flaco y fuerte, y que usaba gorra,<br />

trabajaba con su mujer, Carmen, en la empresa Particulares, de cigarrillos, de<br />

seis de la mañana a dos de la tarde. Papá dijo, una de las pocas tardes que llegó<br />

temprano a casa, que Ernesto era un obrero organizado. Y después dijo que se<br />

podía confiar en Ernesto y Carmen.<br />

A veces venían, de a dos o de a tres, los compañeros de papá, y discutían,<br />

en nuestra cocina, su actividad en el movimiento sindical, y papá, de pronto,<br />

preguntaba, sin mirar a nadie, por Guido Fioravanti, que estuvo al frente de la<br />

huelga más prolongada de los albañiles que se conozca hasta el día de hoy, y a<br />

quien el gobierno del general Justo deportó a Italia y Mussolini encerró en la<br />

isla de Lipari. Pedro Chiarante se removía, incómodo, en su silla, y contestaba,<br />

con una voz áspera, que no tenían noticias de Guido Fioravanti, y decía carajo,<br />

y tomaban vino, y después, si se quedaban, si la reunión se prolongaba, mamá,<br />

que había vuelto de la fábrica de caramelos, les servía sopa y unas albóndigas<br />

chatas de carne y cebolla picada que asaba en el fogón de la cocina, sobre una<br />

parrilla de mango largo y acanalado.


Pero muchas tardes, yo llevaba mis lápices de dibujo y mis cuadernos y mi<br />

libro de lectura y mi lapicera de pluma cucharita y el frasco de tinta a la cocina<br />

de Ernesto y Carmen, y en la cocina de Ernesto y Carmen hacía mis deberes, y<br />

tomaba mate con ellos, y Ernesto me enseñaba a jugar a la escoba de quince, al<br />

tute cabrero, al truco, y me invitaba a cenar. Y Ernesto se servía vino en unos<br />

vasos altos, de color rosado oscuro, de vidrio grueso, y con flores u hojas de<br />

árboles talladas en el vidrio grueso y rosado oscuro. Y Ernesto le regalaba<br />

cigarrillos a papá, y papá, que era sastre, le arreglaba los pantalones a Ernesto o<br />

una pollera a Carmen, y ellos decían que papá tenía una mano de primera.<br />

Yo iba a una escuela con chicos que dormían y comían en la escuela, que<br />

eran pupilos, hijos de policías muertos o algo así. El presidente de la<br />

cooperadora era el comisario Amleto Donadío, y las maestras, a las que<br />

llamábamos señorita, escribían sus cartas en papel de hilo y con monograma.<br />

Papá asistía a la ceremonia de fin de año, a la entrega de premios a los mejores<br />

alumnos, con un traje palm-beach y un rancho en la cabeza. Y sonreía, el rancho<br />

en la mano, y un cigarrillo entre los dedos de la otra, cuando el comisario<br />

Amleto Donadío me entregaba la Historia de Carlomagno o El Quijote, en papel<br />

biblia, porque yo era el mejor alumno de cuarto o quinto grado, y había izado la<br />

bandera, antes de entrar a clase, muchos días del año.<br />

Papá decía que el gobierno podía acusarlo de lo que se le antojara, menos<br />

de que un rojo no impulsara a su hijo a estudiar y conocer. Papá, además de<br />

rojo, era, tal vez, sarmientino, o lo que fuera que se pareciese a eso. En casa<br />

regía un principio: si la policía allanaba la pieza que mamá alquilaba a su<br />

nombre, debíamos salvar, antes que nada, los papeles y los libros de papá.<br />

Debíamos ganar tiempo, insistía papá, si nos allanaban la pieza; demorar a la<br />

policía en la puerta de calle, y esconder los libros en el techo de la casa, o<br />

dárselos a Ernesto y Carmen para que los guardaran donde se les ocurriese, o<br />

ponerlos bajo la tutela de Titina, en la cucha de Titina, que podía ser feroz y<br />

salvaje con los extraños.<br />

Y yo, que era buen alumno, ya me había peleado con Pérez en el baño de<br />

la escuela. Pérez también era buen alumno, y su papá era conductor de tranvía,<br />

y su mamá atendía un almacén, y Pérez me superaba en matemáticas y<br />

gimnasia, y no le importaba que yo fuese mejor que él en lectura y composición.<br />

Y sé que una mañana exploté: que salimos al primer recreo, y que le dije vamos<br />

al baño. Me miró, perplejo: su despotismo sobre mí venía de lejos. Quizá de<br />

primero superior y de tercer grado. Segundo grado lo cursé en otra escuela:<br />

tuvimos que mudarnos al barrio de Villa Crespo, a una casa de la calle Tres<br />

Arroyos, porque arrestaron a papá a la salida de una asamblea, y ni Rodolfo<br />

Aráoz Alfaro pudo evitar que se pasara quince días en un calabozo del<br />

93


Departamento de Policía.<br />

Sé que yo tenía miedo a la pelea, a la violencia física. Sé que durante esos<br />

dos años aguanté, como pude, que Pérez, que era un muchachito que las<br />

señoritas distinguían por su apostura, me manchara, con tinta, algún cuaderno;<br />

me gritara, a la hora de tomar el vaso de leche, judío cabezón; me pusiera el pie,<br />

para que me fuese de cara al suelo, cuando salíamos de la escuela.<br />

Llegamos juntos al baño, y Pérez se quitó lentamente el guardapolvo, y yo<br />

tiré el mío al piso, y la sonrisa maligna, que prometía castigo a mi rebelión,<br />

desapareció de su cara al írmele encima, y golpearlo, a ciegas, sin parar, sin<br />

darle tiempo a armar su guardia, y retroceder, tomar aire, planear el ataque que<br />

cancelaría la estupefacción que le produjo mi estallido. Los otros chicos del<br />

grado aullaban como locos endemoniados, y yo pegaba y pegaba, y él, Pérez,<br />

dejó de defenderse, acaso convencido de la justicia de mi causa, y de que nada<br />

podía aplacar mi furia, y que su despotismo sobre mí llegaba a su fin. Tocaron<br />

la campana, y el griterío de los locos endemoniados impidió que la<br />

escucháramos, y nosotros, los que peleábamos, y el coro aullante de locos<br />

endemoniados, no volvimos al grado, y yo abrí los ojos, y vi a Pérez de espaldas<br />

contra una pared, los brazos bajos, y Pérez lloraba, no por temor a mi furia ni<br />

por los golpes que le propiné, sino por otra cosa, y yo le pregunté, jadeante, si<br />

quería que siguiéramos, y él movió la cabeza, de un lado a otro, y yo levanté mi<br />

guardapolvo del piso, y nadie le había puesto el pie encima. La señorita<br />

McCormick, que era nuestra maestra de cuarto o quinto grado, entró al baño,<br />

nos miró a Pérez y a mí, y a los otros chicos, silenciosos, los cuerpos de los otros<br />

chicos como flojos, como entregados a la consideración de algo que los<br />

involucraba, pero que ignoraban qué era. Y la señorita McCormick dijo que se<br />

sentía avergonzada, que esa pelea de indios y compadritos de sus dos mejores<br />

alumnos era lo último que ella podía imaginar, y que marcháramos a la<br />

dirección, a explicarle al señor director lo sucedido, y que los demás retornaran,<br />

más rápido que ligero, al aula.<br />

Y yo, entonces, que ya me había peleado con Pérez, y que tomaba vino en<br />

vasos altos, de vidrio tallado, salí a la calle, una de las tardes de ese invierno,<br />

con bolitas en los bolsillos del pantalón, y bolones con vetas azules y rojas. Y<br />

monedas que me dieron papá y mi abuelo y Ernesto para que comprase, como<br />

otras tardes de ese invierno, el Tit-Bits, y maníes, y El Tony. Salí a la calle y me<br />

senté en uno de los escalones de entrada a la casa, con Titina a mi lado, que me<br />

pasaba la lengua por la cara, y mamá estaba en la fábrica de caramelos, y papá<br />

en el Sindicato, y Ernesto y Carmen en Particulares, por una changa de seis<br />

horas que ya duraba un mes.<br />

Hacía frío, y era de noche, y el manisero no pasaba, y llegaron Otto y<br />

94


Paragüita, y Otto dijo que por qué no jugábamos a las bolitas. Yo dije que no se<br />

veía nada, y Paragüita dijo que jugáramos a la picada. Pusimos tres bolitas cada<br />

uno, en una línea horizontal, en el escalón más alto de la casa, y paralela a una<br />

de las paredes que hacía marco a la puerta, y cada uno sacó de sus bolsillos el<br />

bolón de la suerte. Por turno, lanzamos el bolón de la suerte contra la pared. El<br />

rebote del bolón contra la pared debía arrasar con las bolitas propias y las de los<br />

adversarios.<br />

Jugamos hasta que nos dolieron los ojos: la luz de la calle no alcanzaba a<br />

iluminar el escalón de la casa. Ganó Paragüita, y se guardó nuestras bolitas en<br />

sus bolsillos, y nos miró. Otto y yo no pronunciamos una sola palabra de<br />

objeción. Paragüita se llamaba José, y quien le dijera Paragüita, así fuese Luis<br />

Ángel Firpo, despertaba al asesino que Paragüita velaba detrás de gruñidos<br />

monosilábicos y obstinados silencios. José escuchaba el apodo —sus orejas eran<br />

como toldos, y caídas como las de los perros viejos—, y se lanzaba sobre el que<br />

lo dijo, la mano cerrada sobre un madero, un cuchillo, un hierro, una piedra, la<br />

manija de una olla con agua hirviendo. José tenía, ese invierno, once o doce<br />

años, y dos hermanas mayores que él, a las que no dejaba asomar a la puerta de<br />

calle, y una mamá que era gorda como las gordas del circo, y un papá cloaquero<br />

y callado, y que, decían, se bañaba todas las noches de la semana. Y usaba<br />

gorra, pero la del papá de José era de cuero. El papá de Otto era aviador, y era<br />

lo único que se sabía, en la cuadra, del papá de Otto. Y de la mamá de Otto se<br />

sabía que, cuando el papá de Otto volaba, volvía a su casa en las primeras horas<br />

de la madrugada. Otto aseguraba que su mamá cuidaba a unos viejos de<br />

mierda, que se descomponían de noche.<br />

Otto nos preguntó, a José y a mí, si teníamos plata. Le dije cuánta plata<br />

tenía: las monedas para pagar el Tit-Bits y El Tony, y comprar un cucurucho de<br />

maníes. José desenrolló un peso y, señalándome con la cabeza, musitó que<br />

pagaba por mí. Otto dijo que creía que alcanzaba. Supuse que ese<br />

entendimiento entre Otto y José, que me excluía, ponía en riesgo lo que gané en<br />

la pelea con Pérez. Me levanté y abrí la puerta de calle. Otto me dijo que<br />

esperara, que no me fuera, y sonrió como vi sonreír a Douglas Fairbanks<br />

cuando, en el papel de El Zorro, desenvaina su espada e infunde desesperación<br />

y terror a los arteros enemigos de la ley, y dijo que yo sabía para qué alcanzaba.<br />

Y cruzó la calle, y vimos agrandarse una luz pálida en la vereda de enfrente. Le<br />

pedí a José que me dijese qué era lo que yo debía saber. José me dijo que<br />

mandara a Titina para adentro, y me dijo que, si no sabía para qué alcanzaba la<br />

plata, me enteraría apenas volviera Otto. Y que, si enterado no quería, podía<br />

mirar. Y que si no quería mirar... José alzó los hombros, y se calló. Y el susurro<br />

de esa noche fue el discurso más largo que le escuché nunca a José. Otto volvió<br />

95


y dijo que fuéramos, que la plata alcanzaba.<br />

Enfrente, justo enfrente de la casa que habitábamos Ernesto y Carmen y<br />

Titina, y papá, mamá y yo, vivían dos hermanos. Él era un muchacho guapo y<br />

cortés, y ella, que tenía una mueca en la boca como las que dibuja el asco, salía,<br />

por las tardes, apoyada en el brazo del muchacho guapo y cortés, y usaba un<br />

bastón de metal, porque, de chica, la parálisis infantil le dejó dura la pierna<br />

derecha. La mamá de los dos hermanos llevó a la muchacha a Europa, para que<br />

la vieran los médicos de Europa, y los médicos de Europa, que la vieron, y que<br />

consumieron la fortuna de mamá, le dijeron a la mamá de la muchacha que la<br />

pierna derecha de la muchacha recobraría, de a poco, su movilidad, con<br />

ejercicios, baños termales y paciencia. Y la mamá, sonriente y bella, que se<br />

atribuía la condición de viuda, y que visitaba, una vez por semana, a los dos<br />

muchachos, y que pagaba a una sirvienta vieja para que los atendiera, y a una<br />

profesora para que les enseñara inglés y francés, se ocupaba de la crianza de<br />

vacunos de raza, profesión hereditaria que, como leí muchos años después en<br />

los diarios centenarios de Buenos Aires, permite vestirse de gauchos a los<br />

miembros de los Centros Tradicionalistas, y desfilar, vestidos de gauchos,<br />

detrás de los animales premiados en las exposiciones de la Sociedad Rural.<br />

Otto, José y yo entramos, entonces, al garage de la casa en la que vivían los<br />

dos hermanos, arrastrándonos por debajo de la cortina del garage, levantada<br />

unos veinte o treinta centímetros de los mosaicos de la vereda. Fui el último en<br />

entrar al garage. Primero, entró Otto y después, José. El hermano de la<br />

muchacha, que era guapo y cortés, bajó la cortina del garage y encendió una<br />

lámpara que colgaba del techo. En el centro del garage había un Ford negro y<br />

cuadrado, con una de las puertas traseras abierta. Pasamos, primero Otto,<br />

después José, después yo, por el lado opuesto de la puerta trasera y abierta del<br />

Ford negro y cuadrado, y vimos a la muchacha, vestida con una enagua,<br />

reclinada sobre una colchoneta, en el ángulo que formaban la puerta que<br />

comunicaba el garage con el resto de la casa y una pared larga y pintada de<br />

azul. Cerca de la colchoneta, vi las velas encendidas de una estufa a querosén.<br />

La muchacha no tenía más de quince años. Otto le entregó el dinero al<br />

muchacho guapo y cortés, y el muchacho guapo y cortés contó las monedas de<br />

Otto y las mías, y el peso de José, y asintió, y Otto, que ya no tenía la sonrisa de<br />

El Zorro en la cara, se bajó los tiradores, y se desabrochó el pantalón, y el<br />

pantalón, corto, se le deslizó por las piernas, y se bajó el calzoncillo, que era<br />

lunares rojos y blancos, y el vello de los muslos de Otto era rubio, y Otto<br />

tropezó, enredado en el pantalón y el calzoncillo, y cayó, de rodillas, sobre la<br />

colchoneta. Y la muchacha dijo vamos, apurate.<br />

El muchacho guapo y cortés entró al Ford negro y cuadrado por la puerta<br />

96


trasera y abierta, y miró cómo Otto obedecía el llamado de su hermana, y José y<br />

yo, parados junto al paragolpes delantero del Ford negro y cuadrado, vimos<br />

cómo Otto, las piernas atrapadas por el pantalón y el calzoncillo, se estiraba<br />

sobre el cuerpo de la muchacha.<br />

El muchacho guapo y cortés encendió los faros del auto, y blanqueó la<br />

pared azul, y José pasó frente a los faros encendidos, desnudo de la cintura para<br />

abajo, y la muchacha, casi enseguida, le gritó al hermano que le sacara de<br />

encima a José, que al idiota este, gritó la hermana, le vino un ataque de<br />

epilepsia, y se mueve como un perro rabioso, y, por Dios, que se lo sacara de<br />

encima. El hermano de la muchacha bajó del Ford, y guapo y cortés, y en<br />

silencio, llevó a José, que temblaba, hasta la pared azul, blanqueada por los<br />

faros encendidos del coche, y lo puso de cara a la pared.<br />

Sé que subí a la colchoneta, y que me miré entre las piernas, y que algo,<br />

delgado y amarillo, fosforecía entre mis piernas, y que la muchacha me enlazó<br />

por la cintura, con sus brazos, y que, al rato, sentí como si de un aro de hierro,<br />

sujeto a lo que fosforecía entre mis piernas, tiraran hacia abajo. Y lo que sentí<br />

era indecible. Pero la muchacha dijo andate.<br />

Retrocedí hasta la cortina del garage, y Otto y José no estaban en el garage,<br />

y el muchacho guapo y cortés ayudó a su hermana a subir al asiento trasero del<br />

Ford negro y cuadrado. Me deslicé debajo del paragolpes trasero del Ford negro<br />

y cuadrado, y me quedé quieto, la cabeza apoyada en un brazo, mi cabeza y mi<br />

brazo debajo del paragolpes trasero del auto, debajo del roce rápido y ansioso<br />

de dos cuerpos en el asiento trasero del auto, debajo de los gemidos y las risitas<br />

y la respiración de dos cuerpos que se movían, muy juntos, en el asiento trasero<br />

del auto.<br />

Me dormí, la cabeza sobre el brazo, debajo del paragolpes trasero del Ford<br />

negro y oscuro, con un sueño ligero, como un perro que cuida el hogar.<br />

97


Tránsitos<br />

98<br />

Para Natalia Duval<br />

Piense a un porteño en París.<br />

Viene de Buenos Aires, puerto —dicen— cuya celebridad se funda en que<br />

eructa las obvias odas de embajadores de Nicaragua, cónsules de Chile, tardías<br />

ninfas montevideanas y plagiarios de otras tumultuosas latitudes. Entonces,<br />

piense en un albanés, delgado y alto, casi calvo, que en un atardecer de otoño<br />

ofrece dibujarles el perfil a las muchachas que recorren el boulevard Saint-<br />

Michel, o la facha a los caballeros que pasean por los Campos Elíseos. Los<br />

acorrala con salvaje osadía; les escupe un feroz, oscuro resentimiento; murmura<br />

un francés descuidado (que sobresalta a los compatriotas de Mallarmé); les<br />

regala caras trazadas a carbonilla en las que remotas premoniciones cavan<br />

sombras, alargan rasgos, torturan pómulos y ojos.<br />

Dicen, también, que los porteños son amantes fogosos y sombríos; y que se<br />

desayunan con enormes trozos de carne asada y leche fresca. Y manteca.<br />

¿Exageraciones? Bien: París es París. Que se cuiden los bolsillos. Y el alma, si la tienen.<br />

Yo digo que, en mi pueblo, los hombres son altos y duros; las montañas, una<br />

niebla espesa y azul y fría; la guerra, una vieja gimnasia; el honor y la muerte,<br />

sinónimos.<br />

Las putas griegas llegan, puntualmente, los martes de la primera y tercera semana<br />

del mes. El pope, para la absolución del necesario pecado, los jueves.<br />

Ellas se marchan de madrugada; nuestras mujeres, cubiertas sus caras con chales<br />

negros, escupen a su paso, en la nieve. Los hombres tomamos café en las camas que<br />

calentaron sus cuerpos: los labios de las griegas tienen gusto a sal.<br />

Las dibujé, saben, en hojas Waterman. Bocas, pechos, ombligos, los muslos<br />

campesinos. Las dibujé con tres piernas, o echadas como La Maja y un cigarro que<br />

humea en la boca grande y desdentada, o con uno de los nuestros montándola, a lo<br />

torero. Mis amigos, sentados alrededor del fuego, las piernas cruzadas sobre las raídas<br />

alfombras, palparon la textura rugosa del papel con la misma atención y delicadeza con<br />

que palpaban las tetas de las putas griegas. Y dijeron: Tirana. No más que eso dijeron<br />

mis amigos. Son generosos los hombres de Sintari.<br />

Yo había cumplido veinticuatro años. En 1936, llegué a París. Bracque, Matisse,


Picasso. Fue hace mucho, mucho tiempo.<br />

De pie frente a una lápida de mármol negro, leo: Jordán Misja. 1911-1942.<br />

El hombre que me atiende, dice:<br />

—Nos esperan en Kruia.<br />

Miro las troneras semiderruidas del castillo de Skandeberg; los largos<br />

esqueletos de sus soldados; la nieve en las montañas; la sangre y la muerte y los<br />

alaridos de la interminable pelea desvanecidos en el polvo de papeles frágiles y<br />

amarillentos.<br />

El hombre que me atiende dice que estuvo en Moscú; leyó, dice, los<br />

archivos de Marx. Leyó, dice, que Marx escribió, con su letra casi microscópica,<br />

que sobre las piedras de Kruia, la obstinada locura de un puñado de ilirios<br />

salvó el destino de la civilización europea: el perverso furor del imperio<br />

otomano, escribió Marx, se extinguió en estos desfiladeros, ante estas murallas.<br />

Sonrío, muevo la cabeza, acaso musito que el ocaso de Bizancio, la caída<br />

de la Bastilla, los sonetos dominicales de Borges, la derrota de Firpo a manos de<br />

un Dempsey por quien apostaron los mafiosos, y otros azares aun más atroces<br />

ocurrieron porque la fastuosa espada de Skandeberg resplandeció invicta, un<br />

cuarto de siglo, entre las cimas de un abrupto paisaje llamado Albania.<br />

—No le entiendo —dice el hombre que me acompaña.<br />

—Tomemos algo caliente —digo yo.<br />

La nieve cae, blanda, en la calle que se empina hasta los torreones<br />

cubiertos por un musgo oscuro y viscoso. Entramos a un bar de techo y mesas<br />

bajas y maderas lustradas, y ventanas pequeñas. En un hogar de piedra, crujen<br />

leños encendidos. Las lenguas de fuego, que suben de los leños encendidos, son<br />

similares, pienso, a las que alumbraron (o embellecieron) la fugacidad<br />

aceitunada de los perfiles griegos en los lechos de Sintari, que mi amigo Jordán<br />

dibujó con un laconismo desprovisto de nostalgia.<br />

Viví tres años en París. No recuerdo un solo día de sol. No fue una fiesta para mí.<br />

No smoking, please. Fasten seat belt.<br />

Las azafatas sonríen; los aduaneros sonríen; los policías sonríen; el<br />

caballero pulcro y afeitado que embarcó en Lisboa y se entretuvo con Becket ou<br />

L’honneur de Dïeu, sonríe; la máscara que uso sonríe. Y Tierra de nadie sobre mis<br />

99


odillas. Y París, claro.<br />

Cerca de la terminal de ómnibus, alquilo una pieza de hotel, con desayuno<br />

y sin baño privado. Cuarenta francos por día, mesié.<br />

Una rubia alta, sólida, que tartajea un español elemental, recibe mi valija,<br />

hojea morosamente el pasaporte de tapas duras que le tendí. Se detiene en la<br />

fotografía: alza la vista, me observa, sonríe. Bienvenido a L’Etoile d’Or, mesié.<br />

Ella sube conmigo en el ascensor. Huele a colonia, a jabón perfumado, a<br />

sudor. A hembra de piel curtida. Es un olor que asocio al de una jaula de leones.<br />

En el país que fundó la democracia, esa efusividad de la imaginación está<br />

permitida.<br />

Reviso el pasaporte. La máscara nació el 22 de noviembre de 1938. Y viajó,<br />

para mi gusto, con una frecuencia que me aterra. Las luces del centro no me<br />

atraen: los cafés de Villa Crespo suelen ser acogedores y, algunos, propician la<br />

meditación y la utopía.<br />

¿Argentino? La miro. Ojos grises, labios carnosos, húmedos y<br />

entreabiertos. Argentino. ¿Gaúcho? Argentino, por ahora.<br />

Tercer piso, pieza quince. Ventana a la calle. Algo que se parece a una<br />

alfombra, dos sillas, mesa, una cama matrimonial. Toallas, pileta, bidet.<br />

Usted me necesita, dice la mujer que habla español, toca timbre. Enterado.<br />

Cierra lentamente la puerta del cuarto. Alcanzo a ver sus zapatillas blancas, las<br />

pantorrillas desnudas, las rodillas que asoman debajo del delantal, el comienzo<br />

de los muslos. ¿No gaúcho?, murmura la mujer que habla español, antes de<br />

cerrar la puerta. No, todavía no, le digo. Usted necesita de mí, toca timbre,<br />

sonríe la mujer que habla español.<br />

Enterado. Toco timbre. Enciendo un cigarrillo. Espero.<br />

Conozco eso, dice Jordán. Los hoteles de mala muerte; el frío; el español alucinante<br />

de los porteños; el aire monacal de las parisinas, sus anteojos, sus perfiles duros, sus<br />

miradas que piden suplicio.<br />

Si me preguntan qué espero, quizá responda todo. Quizá no. Todo es una palabra<br />

demasiado ambigua. Soy un albanés del norte; y, por lo que sé, alto, flaco y casi calvo.<br />

Compro queso en la Avenue Victor Hugo. Y vino. Pido café en<br />

L’Argentine. Fumo Chester. Atiendo a los ritos consentidos al turista solitario y<br />

a quien no le atrae, probablemente, la belleza. Camino.<br />

Conozco eso, dice Jordán.<br />

100


Duermo. Es decir: la máscara come queso, fuma, camina, duerme, deja<br />

morir su tiempo.<br />

Anochece. Vuelvo al hotel. Me tiro, vestido, en la cama. Escucho las voces<br />

de unas suecas viejas que retornan de sus exploraciones por París, las cámaras<br />

fotográficas colgadas de los hombros, los ojos líquidos, las mejillas enjutas y<br />

arrugadas.<br />

La alemana está frente a mí. Me agradan los mezclados, dice la mujer que<br />

habla español. Lamento decepcionarla: no soy mestizo (o mulato, para ponerme<br />

a tono: en París son devotos del tropicalismo). La alemana me mira. Llegué aquí<br />

en el cuarenta y cinco; mi hombre era petainista. ¿Usted habla del mariscal<br />

Pétain?, le pregunto, tirado en la cama, mirándola, el cigarrillo que humea entre<br />

mis labios. Sí, dice la mujer que, parada al pie de la cama, suda. ¿Ese señor con<br />

cara de abuelo rural?, pregunto, tirado en la cama, mirándome la punta de los<br />

zapatos. Sí, sonríe la mujer que habla español. No me gustan los abuelos<br />

rurales, confieso, las manos debajo de la nuca. Mi hombre desapareció, suspira<br />

la alemana. ¿Usted se llama Ema?, le pregunto a la mujer que un petainista<br />

abandonó. No, dice la mujer sin hombre. ¿Naná? No. ¿Cómo se llama usted?<br />

Justine, dice la alemana. Gotas de sudor sobre el labio superior de Justine.<br />

Introduce una mano, que arde, debajo de mi camisa. Mezclado, murmura.<br />

Insisto, con algún pesar: nací en Villa Crespo. Su cara pende sobre la mía.<br />

Oscila. Se acerca. Capas geológicas de cold cream, perfumes, succiones en el<br />

cuello de la alemana, en el nacimiento de los pechos, muescas de lenguas de<br />

hierro. Detengo, con mi mano, la enloquecida fuga de sus dedos. Digo: Prefiero<br />

el nombre de Albertine. Ella me sonríe, una rodilla en la colcha de la cama.<br />

¿Albertine?, repite, la sonrisa congelada en los labios carnosos y húmedos.<br />

Digo: Cementerio de Père Lachaise. ¿Père Lachaise?, repite, la alemana, con<br />

algún estupor. No toqué el timbre. La mujer que habla español suda. Huelo su<br />

sudor. Me agradan a mí los mezclados, proclama Justine, arrebatada de un<br />

poblado bávaro por un hijo de la Francia eterna y de un milico con cara de<br />

abuelo rural. Digo: Lo sé. Pero no toqué timbre.<br />

Par nécessité d’HYGIÈNE GÉNÉRALE<br />

nous vous prions de vous<br />

abstenir de Fumer dans le<br />

SERVICE MÉDICAL.<br />

LA DIRECTION GÉNÉRALE<br />

CERTIFICATS INTERNATIONAUX DE<br />

VACCINATION<br />

101


oyorduí, no alcol, no van, ¿uí?<br />

¿Qué soy, además de un turista que dice haber nacido en Villa Crespo?<br />

Les digo que no hubo sol en esos tres años.<br />

Esto es distinto: oscuridad noche y día. Y el olor de mi orina. Ya no me tocan.<br />

Cuando los fascistas abren la puerta, extiendo las manos. Las veo peladas, rojas: las<br />

huellas frías del fuego.<br />

Recojo el plato de sopa; escucho el paso de sus botas que se alejan por el corredor.<br />

Quise ir a España: había gente nuestra en las brigadas internacionales.<br />

Estudiaron mis documentos. No es posible, dijeron. FRONT POPULAIRE.<br />

Si certifica che il signore Jordán Misja, nato a Sintari (Albania) il 18 gennaio<br />

1911 é regolarmente iscritto e frequenta il secondo anno di Pittura di questi R.<br />

Accademia di Belle Arti, per il corrente anno scolastico 1939-40.<br />

Firenze 6 marzo 1940<br />

Accademia di Belle Arti e R. Liceo Artístico — Firenze<br />

Era primavera: los camisas negras se paseaban por las calles de Florencia. El sol<br />

brillaba en los mangos de los puñales que les colgaban de la cintura. Yo mordía sus<br />

aceitunas, tomaba su vino, miraba sus risas, sus dientes blancos. Pensaba en el día que<br />

verteríamos su sangre, en el día que su sangre vertida lavara todas nuestras derrotas.<br />

En Florencia vivió Leonardo. Dibujó caras de burócratas, codiciosas, mezquinas,<br />

crueles. Yo las encontraba en los bares, en las plazas, en los desfiles. Esas caras gritaban<br />

DUCE DUCE DUCE.<br />

Mil quinientos siervos trabajaron en la construcción del castillo de<br />

Gjirokastra, dice el hombre que me acompaña. Cañones de bronce, celdas de<br />

piedra en las que gotea la humedad, pasadizos. Abajo, donde se amansa el<br />

viento, tejas oscurecidas por la lluvia, techos que trepan hacia la montaña.<br />

Lord Byron escribió un poema al castillo de Gjirokastra, dice el hombre<br />

que me acompaña.<br />

Inevitable, digo yo.<br />

102


Lo llamó un navío de piedra, con ochenta y seis bocas de fuego, encallado<br />

en la piedra, dice el hombre que me acompaña. Cantó a las mujeres que se<br />

arrojaban de las murallas de la fortaleza al vacío, para preservar su castidad de<br />

los ultrajes de la horda turca.<br />

Los fuegos sacros del romanticismo, la virginidad como uno de los<br />

nombres del patriotismo, la belleza como ideal estético: carga del hombre<br />

blanco y solo, dijo Kipling, si Kipling dijo eso. Acaso fue Fierro, después de<br />

achurar al Negro.<br />

Se siente mal, pregunta el hombre que me acompaña.<br />

Almorcemos, digo yo.<br />

Subimos en auto, hasta las primeras estribaciones del Dajti. La nieve es<br />

una aureola opaca en su pico; y cruje sordamente bajo la suela de nuestros<br />

zapatos. Abedules. Ovejas. Olivos. Viejas vestidas de negro. Pavese.<br />

Entramos a un refugio de piedra y vidrio. Tomemos una copa, dice el<br />

hombre que me acompaña. Nos sentamos a una mesa, en una sala larga y fría.<br />

En la radio con forma de cúpula, posada sobre el mostrador, suena un vals<br />

vienés.<br />

Soldados con las cabezas rapadas, capotes toscos y verdosos, y botas de<br />

mujiks rusos, alzan sus vasos y cruzan brindis con nosotros. Pedimos una<br />

segunda botella de raki.<br />

El hombre que me acompaña habla de sus viajes: Moscú, Tokio, Bruselas,<br />

Londres, Roma.<br />

Brindemos por Julio Verne, digo yo.<br />

El hombre que me acompaña se ríe. Oh, tuve suerte.<br />

Brindemos por la suerte, en la que no creo.<br />

Estoy vivo gracias a mi abuela.<br />

Brindemos por las abuelas.<br />

Por ellas, dice el hombre que me acompaña. Los soldados nos miran beber.<br />

Llenan sus vasos y los alzan, y alzan sus birretes, y aplauden. El raki no necesita<br />

traductores.<br />

Nos sirven porotos, cebolla de verdeo, papas y carne frita. Y un pan<br />

moreno y esponjoso. Vaciamos la segunda botella de raki.<br />

Mi padre era agente de correos, dice el hombre que me acompaña.<br />

Interceptaba los mensajes telegráficos de los fascistas y caminaba ochenta<br />

kilómetros, en la nieve, para entregarlos a un camarada. Nunca vio la cara del<br />

camarada que los recibía. Lo descubrieron. Pudo escapar. Usted sabe: los<br />

italianos no mataban a los chicos y a las mujeres; prendían fuego a las casas. Y<br />

cuando se retiraban, envueltos en el humo del incendio, tosían: Scusi.<br />

Los nazis eran otra cosa. Entraron a mi aldea, revisaron escrupulosamente<br />

103


cada casa —usted sabe: Prusia es una escuela de disciplina mental— y<br />

dispararon sus metralletas. Hirieron a la abuela en las rodillas; ella cayó sobre<br />

mí y me salvó la vida. Yo tenía nueve meses. Hoy, treinta y dos años.<br />

Brindemos por las abuelas, esas madres por delegación.<br />

Brindemos por las deudas que no se pagan nunca, dice el hombre que me<br />

acompaña.<br />

Salud, y levanto mi vaso. Y, ahora, brindemos por las deudas que no se<br />

cobran nunca.<br />

Nos levantamos de la mesa; las piernas me responden: el raki fue tolerante<br />

conmigo.<br />

En el auto que nos lleva a Tirana, escucho que el hombre que me<br />

acompaña dice que su doctorado en letras lo obtuvo con una tesis acerca de los<br />

cuentos de Hemingway. De la estructura de sus diálogos. Recuerde que mi<br />

padre sabía mucho de teléfonos, ríe el hombre que me acompaña.<br />

Okey, respondo. Quizá me caiga bien una dieta de yogur.<br />

Siete días, sin interrupción, recorrí ese barrio, cuidándome de no pasar, dos veces,<br />

por la misma calle; cambiándome de ropa; con anteojos o sin ellos; por la tarde; por la<br />

noche; en las primeras horas de la mañana; a veces, en compañía de una muchacha.<br />

Probablemente, la mayor parte de ustedes conoce el barrio y mi descripción les<br />

parecerá ociosa. Pero es muy poco lo que hago aquí: el tiempo es una oscuridad tibia e<br />

infinita que se deshace como un puñado de arena cuando abren la puerta de la celda para<br />

alcanzarme la comida. Después, sus botas golpean en el piso de piedra del corredor.<br />

Después, escucho gritos. Y gemidos, también.<br />

El barrio es de gente pobre; y las calles son estrechas, circulares, laberínticas; y las<br />

casas, de tejas rojas y paredes de ladrillos. Desde cualquier patio interior, se alcanza a<br />

ver el minarete de la mezquita que se levanta en la plaza central de la ciudad. Las<br />

mujeres, saben, recogían los últimos caquis maduros.<br />

Llovía en Tirana. Una lluvia de otoño, espesa y fría. Yo regresaba a mi pieza y me<br />

sacaba los zapatos, colgaba el impermeable, me sentaba en la cama. Anotaba en papel de<br />

cigarrillos lo que era importante, abría los postigos, encendía la lámpara, calentaba el<br />

café. Les hablo, ahora, de mi pieza: tres metros por tres. Y yo la recorría de la puerta a la<br />

cama (pensé que tendría que cambiar la cama de lugar: si llegaban los fascistas, me<br />

matarían antes de que pudiese alcanzar la pistola, que siempre dejaba bajo la almohada<br />

al volver de mis exploraciones —permítanme que las llame así— por el barrio. Es que<br />

caminaba despacio, como un enfermo, para retener en mi memoria aquello que pudiese<br />

sernos útil en cualquier circunstancia). La cama, les digo; la mesa con el hornillo donde<br />

calentaba el café; la cafetera; un pedazo de pan; mis zapatos embarrados, ahí, en el piso<br />

104


de tablas blancas y lavadas; el impermeable que goteaba; la pistola bajo la almohada; mis<br />

cuadros y una reproducción de LA RONDE DE NUIT. La lluvia caía, gris e<br />

interminable, en la calle; y yo movía los dedos de los pies en las medias húmedas, y<br />

tomaba café. No sé por qué les cuento esto, pero quiero que lo sepan.<br />

Examiné la reproducción largo rato. Blanco. Negro. Sombras. Espadas. Bigotes.<br />

Esas barbas, el asombro en unos ojos y la falta de curiosidad en otros, las caras color<br />

harina. Ustedes entienden: yo me sentía en paz. La casa que elegí era buena, la mejor<br />

que nunca hayamos usado; el arma estaba a dos pasos de mi mano; y Rembrandt hablaba<br />

para mí, un albanés del norte. Denle un nombre a todo eso. Y acierten: las palabras son<br />

opacas. O dicen aquello que no se lee o desaparecen.<br />

La reproducción me la regaló un argentino. Lo encontré en la embajada de la<br />

República española, por 1937, en París. El argentino bailó un tango; y yo, una danza<br />

guerrera, de las nuestras. Me invitó a tomar una copa, me contó algunas fábulas de su<br />

increíble país y, de pronto, gritó: “Esperame”. Se levantó, cruzó la calle, la tarde helada,<br />

y compró la reproducción. “Me llamo Raúl González Tuñón”, dijo el argentino. “Y voy<br />

a Madrid, con Vittorio Codovilla... ¿Lo conocés?” “¿Quién es?”, pregunté, mirando mi<br />

copa vacía. “Tomate otro trago”, invitó el hombre de pelo aplastado. “Quién es”, volví a<br />

preguntar. El alcohol me daba sueño; y en la embajada apenas si alcancé a pellizcar un<br />

par de galletitas saladas. “Codovilla”, dijo el argentino, abriendo los brazos y echándose<br />

a reír. Me resultó imposible seguir el curso de su pensamiento. Los argentinos, en<br />

compañía, son brillantes; chisporrotean como un buen champán. Él no dejaba de repetir:<br />

“Lo destinaron al servicio de ambulancias”. Me quedé mudo, con la cara, supongo, de<br />

un perfecto idiota, sin comprender el sentido de su maldita risa. Pero allí estaba el<br />

tanguero, que me pagaba las copas, que recitaba a Villon, y que se largaba a reír, como<br />

un loco, cuando mencionaba el servicio de ambulancias.<br />

Voy a morir: no es fácil decirlo.<br />

Me curan en silencio. Las pomadas resbalan sobre mis brazos, cara, hombros. Los<br />

guardianes bajan la vista; la perplejidad les come los labios. Pero, bruscamente, como si<br />

salieran de un sueño, me empujan, me golpean. Para ellos, Jordán Misja es un animal<br />

desconocido. Les está vedado, para siempre, descubrir la fauna a la que pertenezco. Son<br />

fascistas: ustedes entienden.<br />

La cosa es que llovía. Noviembre, y en Tirana. A. se sentó en un extremo de la<br />

mesa.<br />

Todo bien, preguntó A.<br />

Todo bien, contesté.<br />

Los camaradas removieron sus papeles, se echaron atrás en las sillas, y esperaron.<br />

Hablé bajo y despacio, para que no se les escapara una sola palabra. Y sentí frío. Alguien<br />

acercó unos carbones a la estufa; alguien me acercó un vaso de raki y yo lo alcé por<br />

encima de mi cabeza, y dije salud. Y A., antes de vaciar el suyo, por la victoria.<br />

105


En la calle, les informé, tenemos gente que vigila.<br />

Saben para qué están, preguntó M. Ustedes conocen a M.: fue, de los nuestros,<br />

uno de los pocos que combatieron en España.<br />

Saben matar, dije.<br />

Tenemos gente, dije, en las casas que dan a la salida y a la entrada de la calle. Y<br />

frente a la QUESTURA... En cuanto a la casa: si los fascistas alcanzan el patio, los<br />

haremos pedazos. Contamos con dos ametralladoras y una caja de granadas... En cuanto<br />

a la retirada: salten por esa pared y corran hasta aquel galpón. De ahí en diez minutos,<br />

los sacarán del barrio.<br />

Pongámonos a trabajar, dijo A.<br />

Recorro la casa; subo al primer piso; me detengo frente a las vitrinas que<br />

guardan las anotaciones de los que cayeron en combate (y que la policía de la<br />

Questura recogió prolijamente). Miro sus sacos, sus bufandas y sobretodos<br />

rasgados, hace treinta años, por las balas de la Sigurezza, sus fotos, sus<br />

silenciosos relojes. Contemplo esas caras, la seca geometría de esas mandíbulas,<br />

esas cabezas de huesos duros y carnes magras, beduinas, calabresas,<br />

peninsulares. Y a A., solo en otra foto, el sombrero de ala ancha en la mano,<br />

elegante aún, que evoca vagamente —¿por el impermeable?, ¿por los ojos?, ¿por<br />

los labios que envejecen, pálidos y crueles?— al Sam Spade de Bogart en El<br />

halcón maltés.<br />

SI DESEA PAZ PARA SU FAMILIA,<br />

SEGURIDAD Y EL BIEN DEL PAÍS<br />

¡COLABORE!<br />

HABLE, NO TEMA A LOS DEMONIOS<br />

DE LA NOCHE<br />

106<br />

Oberkommando<br />

El hombre entró a la celda. Revisó mis manos y mi cuello, y muy lenta y<br />

claramente dejó caer, en mi oído, las palabras intraducibles que, ustedes saben, sólo a<br />

unos pocos les fueron confiadas. Después, el hombre que entró a la celda dijo que se<br />

llamaba Antonio. Y luego: Vendré por la noche, a buscar sus papeles. ¿Desea algo?<br />

¿Qué desea un combatiente condenado a muerte? ¿El milagro imposible? ¿La<br />

libertad? ¿Palpar con los ojos la luz de la victoria? ¿Las tetas de una griega? Le pedí<br />

cerveza.<br />

El hombre de los cristales gruesos se volvió hacia los guardias parados en la puerta


de la celda y dijo, en voz alta:<br />

—Está curado.<br />

—De aquí, de Korcha, salieron cinco mil hombres para las brigadas<br />

partisanas —me dice Mihalach—. Jordán estuvo con nosotros, dos meses: enero<br />

y febrero del 42. No teníamos mantas ni borceguíes. Veinticinco grados bajo<br />

cero. Odiábamos al frío tanto como a los fascistas... ¿Más café?<br />

—Sí.<br />

—Entonces, más tocino y más huevos. ¿Te gusta el Tokai?<br />

—Me gusta.<br />

Mihalach vacía, sin apuro, su copa de Tokai de cada mañana. Mihalach es<br />

alto y ágil y más gordo de lo que se podía esperar de alguien que fue alumno<br />

del liceo francés de Korcha. Mihalach se pasa la lengua por los labios y vuelve a<br />

llenar su copa. Mira el vino dorado en su copa y suspira:<br />

—Este es un país que le arrebatamos al sentido común... ¿Nos<br />

entendemos?<br />

—Sí.<br />

—Que entiendas qué es el sentido común me alegra. ¿Puedo preguntarte<br />

qué haces aquí?<br />

—No.<br />

—Yo tomo una copa de Tokai en el desayuno. Una sola, porteño. Hoy,<br />

dos. ¿Funcionó tu ducha?<br />

—Funcionó. Y usé un jabón marca Venus. Y escuché, por radio Tirana,<br />

czardas húngaras.<br />

—Quizá nieve —musita Mihalach, de cara a la ventana.<br />

—Se te enfría el café, Mihalach.<br />

Hay, aseguran los estadísticos, diez mil argentinos en París. Unos<br />

descifran el destino. Otros leen, solidarios, a Cortázar. Otros planean sus<br />

vacaciones en Italia. O en Rumania, por Ovidio. Otros coleccionan paquetes de<br />

yerba. Otros descubren, en facultades de provincia, las aporías y la<br />

hermenéutica que proliferan en El Aleph. Pulen sus coartadas; y van en coche al<br />

muere. Y en este invierno (y en el anterior, y en los que vendrán) se desplazan<br />

en la niebla y en la lluvia para escuchar, como los adictos a un rito secreto, una<br />

voz que les aprieta el corazón: la de Gardel. Además, los espectros copulan.<br />

Visito a un italiano. Por afinidad latina. Rue Cujas, sexto piso.<br />

Sonno Vani, piacere. Discúlpame que me presente así, pero hoy salgo para<br />

Roma. Me acaban de nombrar profesor de sociología. Por vida, mi querido...<br />

¿Una copa? ¿Pronuncio bien el castellano? ¿Como los personajes de Onetti? Qué<br />

107


me dices... ¿Conoces a Sara? Una mujer comme il faut... Por vida: no es para<br />

reírse. Si pasas por Italia, búscame. Puedo lograr que coloques reportajes,<br />

artículos, en Paese Sera... Sírvete, sírvete, querido: Sara es hospitalaria,<br />

¿comprendes? Vamos a lo de Cecilia, una muchacha formidable. Se separó de<br />

Sigal... No te pregunto nada. Nos vemos en Aerolíneas, bene?<br />

Me levanto el cuello del impermeable. Verano en Buenos Aires, enero en<br />

París: eso es todo. Arco de Triunfo. Barreras. Un escuadrón de coraceros —<br />

caballos blancos y grises, cascos dorados, penachos— escolta un auto negro. Las<br />

banderas restallan sobre la calle húmeda, sobre caras fofas y laxas, sobre el<br />

pulcro galope de la antigua gloria, sobre piedras funerarias.<br />

Vani me habló de vos. El departamento es un desastre: la muchacha se<br />

enfermó... Nene, el señor es amigo de mami. Me tiene loca este chico, creéme. Se<br />

vuelve histérico cuando recibo un amigo... Pasá a las ocho y media y te presento<br />

a Claude. Es fantástico. Tiene un perro ovejero; no paga los impuestos. El nene<br />

duerme a esa hora.<br />

Hombres no faltaban; faltaban balas, dice Mihalach. A los nazis no los<br />

fusilen, dispuso Mehmet. Mátenlos a cuchillo. Y a los colaboracionistas.<br />

Fui alumno de francés en el liceo de Korcha, dice Mihalach. Tenía 19 años<br />

en 1941; Jordán, 30. Caminábamos en la nieve sin borceguíes, sin mantas.<br />

Aprendimos a usar el cuchillo, a carnearlos. Pero antes de entrar en combate,<br />

nos besábamos en las mejillas, a la vieja usanza.<br />

Marx definió el imperio otomano como el más grande estado feudal y<br />

militar que jamás se haya conocido. Y elogió a los albaneses por haber salvado a<br />

la civilización europea; porque contribuimos a que no se detuviera el avance de<br />

la burguesía. Y Venecia, esa ciudad fenicia, estaba detrás de los turcos, los<br />

financiaba con su oro. Nosotros, aquella noche de noviembre, en la casa que<br />

eligió Jordán, cantamos, mirándonos a los ojos, joven guardia, joven guardia / no<br />

le des paz ni cuartel / paz ni cuartel. Y dijimos: muerte a Venecia. ¿Crees que<br />

cumplimos?<br />

Yo también miro caer la nieve. Digo:<br />

—El yogur, Mihalach, calma los escozores del corazón.<br />

Volví a Tirana en marzo del 42. Con Branko Cadia y Perlat Rexhepi instalamos la<br />

imprenta clandestina más grande y potente de que se tenga memoria en la historia de<br />

Albania. No presumo: estoy muy lejos de pedirle clemencia a la eternidad. Branko y<br />

108


Perlat eligieron la casa; no tenían más de veinte años. Me gustaron: hablaban lo<br />

necesario. Perlat era un buen carpintero; y Branko parecía carecer de nervios.<br />

El 21 de junio tuvimos una larga reunión. Recuerdo que comenzó a las ocho de la<br />

noche. Hacía calor. Yo bajé al patio y regresé con unas botellas de cerveza que puse a<br />

enfriar en un pozo de agua. Cadia dio cuenta de la formación de cinco grupos de<br />

combate. Recuerdo que Cadia se marchó, que quemamos algunas anotaciones, que la<br />

cerveza estaba tibia.<br />

Perlat y yo nos dormimos vestidos. Aún era de noche cuando Branko, que había<br />

regresado, me despertó. Shefjet, dijo. Perlat preguntó si no había más cerveza. Recuerdo,<br />

no sé por qué, que tenía unas manos grandes, de dedos aplanados. Le dije que no. Agua,<br />

entonces, dijo Perlat.<br />

Están rodeados, gritaron los fascistas. Creí, por un segundo, que yo era un señor a<br />

quien su mujer le calza las pantuflas para que lea, cómodo, ese grito, en su sillón<br />

favorito: la policía, los fascistas, da lo mismo, siempre son redundantes. Branko disparó<br />

una ráfaga de ametralladora. Luego amaneció; y luego salió el sol. Branko fue el primero<br />

en caer. Perlat me acercó un paquete de cigarrillos. Quedan dos, dijo.<br />

Ahora o después, pregunté.<br />

Perlat sonrió. Ahora, Jordán. Ahora. Traen aviones.<br />

Mataron a Perlat, después del mediodía. La casa comenzó a arder: arrojaban, desde<br />

el aire, bombas incendiarias. El fuego me alcanzó. Durante unos instantes no sentí<br />

nada; con algún asombro contemplé una víbora roja que subía por mis brazos, mis<br />

piernas, el vientre.<br />

Las armas se me cayeron de las manos. Corrí hasta el pozo de agua. Eso es lo que<br />

recuerdo.<br />

VIVE FLINS SOCHAUX 68<br />

BATTIPAGLIA — CÓRDOBA 69<br />

le combat continue<br />

Trabajé, becado, en Kaiser-Renault. Gente magnifica, ¿se dice así? Bien:<br />

magnífica. Estuve en los talleres de montaje. ¿Leche o vino? Vino: bien... Te<br />

presento a Denise: le gusta el mate... ¿Estás cómodo? ¿Fumas? Bien... Me agradó<br />

Córdoba. Es una ciudad, ¿cómo se dice?... ¿Necesitas un lugar para dormir? No<br />

tenemos comodidades, pero Denise y yo... ¿No? ¿Estás seguro? Bien.<br />

El hombre que dijo llamarse Antonio viene a buscar los papeles.<br />

Busquen a Shefjet: nos delató.<br />

109


Tardamos seis meses en dar con Shefjet, atestigua Mihalach.<br />

Toco, con la punta de los dedos, las camas en las que yacieron Perlat y<br />

Branko, sus escasas ropas, sus armas oxidadas. Descifro los volantes que se<br />

imprimían en un mimeógrafo abominable. Repaso las paredes cribadas a<br />

balazos; me siento en la mecedora que perteneció a Jordán.<br />

Los padres de la patria, los que iban a salvar el país, nos llamaban<br />

chiquilines descarriados. Chiquilines, Branko y Perlat. La edad promedio de los<br />

combatientes, en 1942, iba de 17 a 22 años. Sobre esa casa pasaron treinta años.<br />

Sobre nosotros, también.<br />

Hoy, tenemos canas, várices, diabetes, presión arterial, taquicardia, dice<br />

Mihalach, que ya no ríe, que se mira las manos apoyadas en las rodillas,<br />

sentado a la mesa, la copa de vino vacía. Subimos, adolescentes, a las montañas;<br />

cantábamos al porvenir, no a la muerte, no a la derrota. Te voy a decir algo —<br />

Mihalach, pensativo, levanta un dedo—: los poetas mienten. La muerte no es<br />

Juana de Arco, a caballo, hermosa y blanca. La muerte es sucia. Huele a pozo<br />

negro y a la orina de los buitres. A eso. Y a eso dimos la cara. Y cuando<br />

bajamos, victoriosos, de aquellas piedras —¿las ves?—, la gordura,<br />

sigilosamente, casi sin que nos diéramos cuenta, nos desfiguró. Qué tristeza,<br />

argentino.<br />

Ahorcaron a Jordán, dice el hombre que me acompaña. El 23 de julio de<br />

1942. Por la noche. En la plaza central.<br />

Pero ya unas horas antes de ese éxito defensivo —comenta Heinz Schröter,<br />

relator oficial del VI Ejército del III Reich—, el espíritu de resistencia en Stalingrado<br />

parecía brotar literalmente de la tierra. En las pocas fábricas que aún quedaban en pie se<br />

desplegaba una actividad febril para soldar los últimos tanques, la población iniciaba los<br />

arsenales, se pertrechaba a quien era capaz de manejar un arma. Navegantes del Volga,<br />

marinos obreros de las fábricas de armamentos, adolescentes, todos respondían a la señal<br />

de alarma proclamando la inminencia del peligro, a los alaridos de las sirenas de las<br />

fábricas y a las exhortaciones de carteles murales y llamamientos radiales. Los<br />

trabajadores acudían por millares a los puntos de concentración, donde se les entregaban<br />

armas y se los despachaba sin demora al frente Norte.<br />

110


En un parque cercano al Instituto de Química dejo de ser el otro. Recobro<br />

mis papeles, mi fecha de nacimiento, mi edad, mi nombre: las legalidades de un<br />

accidente.<br />

Contemplo mi cara en el pasaporte del otro, que una mujer borra<br />

lentamente. La mujer, sin levantar la cabeza, dice que el papel de la fotografía es<br />

excelente, y que, por eso, es fácil cambiar una cara por otra. Dice que, recobrada<br />

mi identidad, pasee por Zurich. Dice que, en Zurich, cada cual atiende su juego.<br />

Zurigo piace per cosi dire a tutti: a James Joyce piaceva qui il vino, a Goethe il<br />

paesaggio, a Lenin il buon funzionamento della Biblioteca centrale, a Benedetto Croce<br />

l’Ospitalitá, a Paul Valéry, la libertà della conversazione, a Wagner la bella signora<br />

Wesendock ed a Rilke il sapone. Pare proprio che il nostro ambiente sia molto ispiratore,<br />

specialmente per i non zurighesi. Quello che hanno scritto in questa città, Einstein,<br />

Jung, Le Corbusier e il sunominato Lenin, ha fatto gran chiasso altrove.<br />

Gli zurighesi, però, considerano tutti i loro ospiti con la modesima riservata<br />

simpatía. Non abbiamo corone di alloro per i geni, né patiboli per gli “eretici”. Ognuno<br />

puo costruirsi in pace il proprio paradiso.<br />

Mihalach vuelve a la ventana, mira la nieve que cae sobre los árboles<br />

negros, enciende un cigarrillo y murmura, de espaldas a mí:<br />

—Quien escribe vive en estado de insensatez. Quien hace la revolución,<br />

también.<br />

Digo, porteño, que los hombres que vencieron en Valmy cambiaron el<br />

mundo. Digo, argentino, que ningún libro —ni la Odisea, ni la Biblia, ni el<br />

Quijote, ni el Qué hacer— evitó Auschwitz.<br />

Antonio dijo no sufrirá. Relájese. El cuerpo flojo. Eso me recomendó Antonio.<br />

Gracias, COMPAGNO Antonio. Dígales que quiero patear la silla o lo que sea que<br />

pongan bajo mis pies.<br />

Pide, dice Antonio al jefe de la guardia, patear la silla o lo que sea que se ponga<br />

bajo sus pies.<br />

SCUSI, dice el jefe de la guardia. NON CAPISCO.<br />

No comprende, dice Antonio y me sonríe.<br />

Por favor, explíqueles. Sea paciente y explíqueles.<br />

En Zurich todo es inmaculadamente limpio. Y ordenado. No se grita en<br />

111


Zurich, no se gesticula; los relojes no atrasan ni adelantan. No se tiran los<br />

puchos a la calle. El agua de los canales es verdosa, clara, y se distingue el fondo<br />

de piedra. Los patos se deslizan por el agua con una arrogancia imperturbable.<br />

Las muchachas que le sirven cerveza a uno susurran danke, o algo así, y no<br />

molestan, y son rápidas, exactas para dar el vuelto, proporcionar una<br />

información, atender los pedidos. Y sonríen, discretas, rubias, lechosas,<br />

eficientes. Y si uno, por hábito, por esas analogías extravagantes en las que<br />

incurre el recuerdo de lecturas apresuradas, evoca a Mrs. Bloom —por cuyas<br />

venas, está escrito, corría sangre judía, irlandesa y española—, termina por creer<br />

que lo sirven vírgenes algo excedidas de peso. Pero cualquiera de los dos —yo,<br />

que supe, de boca de un viejo tejedor, cuánto se paga por una apuesta y cuánto<br />

por un silencio, y el otro (¿el otro?), que transita con una cara prestada— que<br />

introduzca un par de francos en una máquina tragamonedas, de ésas que se<br />

repiten, cada cuadra, por la Militar Strasse, puede adquirir un paquete de Kent<br />

o un librito cuyo título fascinaría al marido de Mrs. Bloom: 268 formas distintas<br />

de hacer el amor.<br />

Terminaron por aceptar que patee lo que sea pongan debajo de mis pies. ¿No es<br />

bueno eso?<br />

Miro los dibujos de Jordán, expuestos en una vitrina de vidrio. Son pocos:<br />

caras de bebés mofletudos, de chicos desnudos y sonrientes, de abuelas<br />

desdentadas y pícaras. Miro la fotografía de su ejecución, que un oficial de<br />

Mussolini depositó en los archivos de la Sigurezza. Tres postes, un travesaño,<br />

una silla. Jordán, de pie en un tablado, alto y flaco, con una soga al cuello,<br />

desprovisto de papeles identificatorios, casi calvo, afeitado, sin un cigarrillo en<br />

la boca, tiene las manos atadas a la espalda.<br />

Adiós y hasta pronto, Jordán.<br />

112


113<br />

La lenta velocidad del coraje


La lenta velocidad del coraje<br />

Tomás abrió los ojos, cansado. Sonia estaba sentada, recto el busto, en el<br />

borde de la cama. Tomás, tapado por una colcha vieja y grisácea, encogidas las<br />

piernas bajo una sábana áspera y la colcha vieja y grisácea, miró la luz que<br />

dejaba filtrar el vidrio de la ventana. Aún ardía la lámpara que encendían, por<br />

la noche, en el frente de la casa, poco antes de acostarse. Pero las pequeñas hojas<br />

del árbol que rozaban el vidrio de la ventana ya no eran doradas.<br />

De noche, cuando Sonia le daba la espalda, y las plantas suaves de sus pies<br />

le recorrían las piernas, y sus caderas anchas y elásticas, le acercaban una<br />

calidez que lo turbaba, él cruzaba los brazos bajo la nuca, y contemplaba, por el<br />

vidrio de la ventana, el silencio y la paz de la noche, y cómo la luz de la lámpara<br />

que acababan de encender encima de la puerta de la casa, doraba las pequeñas,<br />

ovaladas hojas del árbol que, de día, recobraban los intensos verdes del verano.<br />

Tomás, quieto en la cama, estiradas las piernas, el corazón en calma,<br />

anhelaba, por un largo, desolado instante, que la noche no terminara, que el<br />

silencio y la paz de la noche no se extinguieran.<br />

De a poco, imperceptiblemente, la ansiedad lacerante del ruego<br />

comenzaba a ceder, y él, quizá, sonreía en la oscuridad y la tibieza del<br />

dormitorio y la noche.<br />

Con la sonrisa, olvidada, quizá, en sus labios, Tomás giraba su cuerpo, con<br />

lentitud, con rigidez, hacia la oscura curva que separaba las nalgas de su mujer,<br />

ésa que ella le permitía acariciar con los dedos, si él untaba los dedos con una<br />

crema recomendada para rectal thermometers, enemas, and douches.<br />

Tomás escuchaba, el corazón latiéndole sordamente en las venas, la noche<br />

como un espejo opaco e infinito e incesante, un chasquido de succión, allá abajo,<br />

bajo el peso leve de la sábana y la colcha vieja y grisácea, inaudible el chasquido<br />

de succión para nadie que no fuese él, que no podía llorar.<br />

Pero, ahora, los ojos abiertos, escuchó a Sonia que, sentada en el borde de<br />

la cama, decía, con una voz que era irrefutable y, también, imperiosa, que el<br />

parquero se le había insolentado; y decía, la voz modelada por una vaga, difusa<br />

e irrefutable exigencia, que ella solicitó al parquero que renovase el agua de la<br />

pileta de natación, y que el parquero le contestó que lo haría cuando lo creyese<br />

114


conveniente. Y que ella insistió, pese al desplante del parquero: ¿no pagaron,<br />

acaso, el alquiler de la casa a un italiano mentiroso y basto y, a su modo, astuto,<br />

un plus por el mantenimiento del parque, de la casa, de la pileta de natación,<br />

del césped, de los árboles, y de las flores? ¿Se suponía que uno debía aceptar, en<br />

silencio, las zafadurías de un mocoso que no guardaba el debido respeto?<br />

Sonia acarició las mejillas de Tomás —mano tibia deslizándose por áspera<br />

barba del hombre que yace boca arriba, los ojos abiertos—, y pidió, a Tomás,<br />

que la disculpase por despertarlo, pero era fastidioso tropezar con tanto<br />

guarango suelto. Y Sonia le besó los párpados, y salió al parque, y montó en<br />

una bicicleta, que se incluyó en el alquiler de la casaquinta y sus comodidades.<br />

Tomás, de pie contra la ventana del dormitorio, miró pedalear a Sonia, los<br />

muslos compactos moviéndose arriba y abajo en el lustroso asiento de la<br />

bicicleta, y la bolsa de las compras colgando del manubrio de la bicicleta.<br />

Tomás se cepilló los dientes, se afeitó, se lavó la cara, y lo que pensaba,<br />

fuera lo que fuese, refluyó.<br />

Tomás entró en la cocina, y vio la taza vacía de Sonia, en la mesa de la<br />

vasta y silenciosa cocina, y débiles manchas de la pintura de los labios de Sonia<br />

en los bordes de la taza. Se sirvió café, en la taza de Sonia, de un termo ancho y<br />

de color rojo. Mordisqueó una tostada, y enjuagó la taza.<br />

En la sala de estar, se hundió en un sillón de cuero. Miró sus pies, las<br />

ojotas que calzaban sus pies, y miró sus piernas flacas y sus rodillas huesudas, y<br />

la profusión de venas violáceas, breves, que se esparcían por la escasa carne de<br />

sus muslos.<br />

Vio que el hogar de la chimenea estaba limpio de cenizas, que las piedras<br />

del hogar estaban ennegrecidas por el fuego, y que había cinco o seis rollizos de<br />

leña apilados al pie del hogar de la chimenea. Vio una fotografía de Aldo<br />

Salvitti, el propietario de la casaquinta, con su madre calabresa sentada en el<br />

suelo, vestida de negro, gorda, la boca entreabierta como si jadease; y dos críos<br />

de Salvitti, uno a cada lado de la abuela calabresa, las caras retorcidas por<br />

muecas de monos idiotizados. Y vio a la mujer de Salvitti, flaca, lisa, sin pechos,<br />

y de cabello pajizo, alejada del grupo familiar, casi fuera de foco. Los cuchillos<br />

yacían en la repisa del hogar de la chimenea.<br />

Tomás empuñó los cuchillos: uno era un cuchillo de carnicero, de hoja<br />

ancha y mango de madera negra; el otro, una daga de mango de hueso y hoja<br />

curva y brillante, que le regaló un cliente de su estudio de abogado.<br />

Los cuchillos estaban afilados. Y eran suyos. Él los afilaba, en la mesada<br />

del quincho, a la hora de preparar el asado.<br />

Mojaba, con unas gotas de agua, la piedra de afilar, a la hora del asado, y<br />

pasaba el filo de los cuchillos por la superficie de la piedra de afilar,<br />

115


ectangular, gris oscura, con movimientos lentos y precisos. Y era bueno y<br />

paciente para eso. Y era bueno y paciente en la preparación del fuego; y era<br />

cuidadoso en la limpieza de la parrilla, la distribución de los trozos de carbón,<br />

del papel necesario para encender el fuego, y de las cortas ramas secas, finas y<br />

quebradizas, que recogía en el parque de la casaquinta, y que ardían con un<br />

ruido breve y como lejano. Salaba y aderezaba la carne, con tiempo, y la cubría<br />

con una servilleta, blanca y angosta. Y contemplaba, en mañanas de lluvia o de<br />

sol, el esplendor de las lenguas del fuego, azuladas, amarillentas, que lamían los<br />

hierros de la parrilla. Y eso era bueno para él, que era bueno y paciente para<br />

elegir el tamaño de los carbones, y limpiar los ajíes morrones, rojos y verdes, y<br />

asarlos junto a la carne salada y jugosa. Y servir carne y ajíes morrones, ya<br />

asados, en el punto exacto de su sabor. Y esa muda ceremonia le proporcionaba<br />

una serenidad que nada ni nadie era capaz de darle.<br />

Tomás volvió a sentarse en el sillón de cuero de la sala de estar, un<br />

cuchillo en cada mano, las manos cerradas en las empuñaduras de los cuchillos.<br />

Y miró las hojas de los cuchillos. Y las miró.<br />

No quiso responder a los interrogantes que levantaban las hojas pálidas de<br />

esos cuchillos. ¿Hablaban del abogado inteligente, y hasta culto, cuyos trabajos<br />

fueron mencionados en alguna memoria judicial por su fuerza argumental y la<br />

elegancia y causticidad de su escritura? ¿Le diría eso al joven y hermoso<br />

parquero, el muchacho alto que vestía bermudas deshilachadas y una camisa<br />

sin mangas sobre los músculos perfectos del torso?<br />

¿Le diría que él se consideraba un hombre maduro y comprensivo y sin<br />

ilusiones, y que veneró a una mujer que, sin quejas, supo costearle la carrera<br />

universitaria, y fue la más exquisita, atenta y sutil confidente que hombre<br />

alguno haya tenido jamás?<br />

¿Le diría que esa mujer, esa mujer que fue su madre, tuvo la inigualable<br />

generosidad de morir cuando él se casó con Sonia?<br />

¿Le diría que la pena y el duelo por esa muerte, que fue el último tributo<br />

que su madre rindió a una crianza y a una relación devotas, sin reproches<br />

mezquinos, proseguirían en él mientras él viviera?<br />

¿Diría eso con una voz reflexiva, fatigada, sabia, como si no tuviera a ese<br />

muchacho alto e impasible a su lado?<br />

¿Detendría el muchacho de músculos lisos y alargados y bermudas<br />

deshilachadas sus grandes zancadas, y la máquina de cortar césped, que llevaba<br />

de una punta a otra del parque de la casaquinta, y reconocería, como<br />

deslumbrado, el sombrío valor de las palabras que él cuchicheaba en el silencio<br />

de la sala de estar, los labios sellados, en una mañana de sol?<br />

¿Desaparecería de la cara del muchacho de bermudas deshilachadas —<br />

116


tocado por la comprensión de las palabras que él emitiría en un tono de<br />

evocación— esa impasibilidad arrogante?<br />

¿Iluminaría los ojos del muchacho alto y hermoso el amor desgarrado de<br />

Tomás a su madre?<br />

Tomás, sentado en el sillón de cuero de la sala de estar, hundió el filo de la<br />

daga de mango de hueso en la carne del pulgar de su mano izquierda. El filo<br />

cortó. Tomás exhaló un silbido de dolor. Llevó el pulgar a su boca, y chupó la<br />

sangre que brotaba, rápida y roja. Tomás se puso de pie. Abrió las piernas. El<br />

filo de los cuchillos, que sus manos empuñaban, apuntaba hacia el techo de la<br />

sala de estar.<br />

Tomás miró su cuerpo. Y se despreció. El muchacho alto y hermoso e<br />

impasible no entendería que un hombre flaco y sin músculos, y a quien la<br />

violencia le aplanaba las tripas y reducía a una callada mansedumbre, arrojase<br />

sobre él palabras y pausas y silencios forjados por esa obscenidad que nace con<br />

uno, y que se llama miedo.<br />

Pero Sonia, esa mañana, le contó con una voz cargada de vagas exigencias<br />

que Tomás debía develar y satisfacer, que el joven y alto parquero se le había<br />

insolentado. Y se lo decía a él, que sólo buscaba que ella aprobase, gozosa, cómo<br />

él develaba y satisfacía sus exigencias, sus vagas e insaciables exigencias.<br />

Tomás Bruck se sentaba, esos días de verano, a la puerta de su casa, con<br />

un diario sobre las rodillas. Se sentaba y esperaba.<br />

Cuando el sol cubría los verdes del parque, Tomás prendía los fuegos del<br />

asado, y afilaba los cuchillos, y los carbones no demoraban en ser brasas, y<br />

Sonia nadaba en la pileta, la malla negra, enteriza, marcándole las suaves<br />

curvas de los pechos y del vientre.<br />

Tomás la miraba nadar, lenta, de cara al cielo, los ojos cerrados. ¿Era esa<br />

mujer, que cortaba el agua azul de la pileta, ajena al mundo, la misma que,<br />

algunas noches, reptaba sobre él, en la cama del dormitorio, y aplicaba labios y<br />

lengua sobre las tetillas de él, y él, complacido con la tortura, suplicaba que la<br />

tortura no terminase, que ella no apartara labios y lengua y saliva ácida de sus<br />

tetillas, y ella, entonces, le apretaba el pene, y él gritaba a la noche, y ella,<br />

distante, labios, lengua, saliva ácida aplicados a su piel, musitaba que él no se<br />

moviera, que ella no había terminado, y que se diera vuelta, que ella lo<br />

montaría.<br />

Tomás quedaba boca abajo en la cama, y ella hacía lo suyo, y Tomás<br />

117


ezaba O good Lord, en el idioma de sus padres.<br />

Una mañana, el joven y alto muchacho de las bermudas deshilachadas<br />

cruzó, a grandes zancadas, el parque de la quinta, abrió la puerta del cuartucho<br />

en el que se guardaba la máquina de cortar césped, la sacó del cuartucho y la<br />

puso en marcha.<br />

Tomás, sentado bajo el alero de la casa, un diario sobre las rodillas, esperó.<br />

El cable, que trasmitía energía eléctrica a la máquina de cortar césped, se<br />

extendió hasta detrás del frente de la casa. Tomás saltó hacia adelante y<br />

desenchufó el cable, y volvió a sentarse.<br />

El joven parquero caminó, impasible, hasta la pieza en la que se guardaba<br />

la máquina de cortar césped. Y Tomás, que empuñaba los dos cuchillos, los filos<br />

dirigidos hacia el cielo, plantó los talones de sus pies en el umbral del cuartucho<br />

en el que se guardaba la máquina de cortar césped, y le dijo al muchacho que<br />

vestía bermudas deshilachadas que girase de cara a la pared, y que escuchara,<br />

quieto, sin moverse, lo que iba a decirle.<br />

El muchacho se propuso, tal vez, obedecer la orden que le impartió<br />

Tomás, un hombre al que vio flaco, y menudo, y con la boca entreabierta. El<br />

muchacho trató, quebrado su ensimismamiento, de ganar tiempo, tal vez, y<br />

organizar las complicidades que se le pedían.<br />

El muchacho, al iniciar el giro para darle la espalda al hombre flaco y<br />

menudo, tropezó con un desnivel del piso de ese estrecho cubículo, o con un<br />

listón de madera que, a la altura de su cuello, servía para sostener una parva de<br />

zapatillas que olían a goma podrida, bidones vacíos de gas oil y herramientas<br />

enmohecidas.<br />

Tomás, cuya cara invadía el espanto, sospechó que el muchacho se le<br />

venía encima y procuró detenerlo, y movió los brazos hacia adelante. Los<br />

cuchillos centellearon en la mañana de verano.<br />

118


Eso es lo que vale<br />

En noches como ésta, me consuela la dulce palabra alemana.<br />

En noches como ésta, Donven y Margareta, y yo, cenábamos tarde en el<br />

comedor de la hostería. Nos gustaba el comedor: paredes, techo y piso de<br />

madera encerada. Mesas y sillas de madera clara. Y un fuego vivo en el hogar<br />

de la chimenea.<br />

Sus llamas, que se reflejaban en los gruesos troncos que sostenían el techo,<br />

eran nuestra única luz.<br />

Comíamos mucho. Aún éramos jóvenes, y no necesitábamos que los<br />

médicos nos instasen a la frugalidad, y nos infundiesen terror a los trastornos<br />

de nuestro hígado, nuestro corazón, al color de la orina y a la dureza pétrea de<br />

la caca.<br />

Cuando terminábamos la cena, cuando Donven no reprimía sus eructos, y<br />

se golpeaba suavemente la panza, los ojos cerrados en la cara de gato que se<br />

relame, saciado, los bigotes, y se desabrochaba los dos primeros botones del<br />

pantalón, y Margareta lo contemplaba, fascinada, como si nunca lo hubiera<br />

visto aflojarse el cinturón, y masajearse el ombligo por encima de la camisa, yo<br />

desarrimaba las sillas y la mesa, llevaba los platos vacíos a la cocina, y le gritaba<br />

a Herr Stange que se pusiera al maldito piano, y se ganase la noche.<br />

Herr Stange se sentaba al maldito piano, y los cuatro nos dedicábamos a<br />

entonar melancólicas canciones marineras, que los nuestros trajeron de<br />

Hamburgo y de Bremen, y de los otros y vastos puertos de la patria. Y<br />

avanzada la noche, nos dedicábamos a juegos menos fortuitos que entonar<br />

melancólicas canciones marineras.<br />

La nieve cae sobre la tierra desnuda.<br />

Yo enterré a Donven y a Margareta.<br />

En noches como ésta, cuando camino, sola, el piso encerado de la hostería,<br />

tráiganme una cerveza espumosa y helada.<br />

119


Donven compraba camisetas a un peso cada una. Las compraba a chinos,<br />

controles de aduana, baqueanos, que cruzaban la Cordillera una vez por mes,<br />

que subían desde Tierra del Fuego, que atravesaban los vientos y los desiertos<br />

de la Patagonia —el viento, el desierto, la ensimismada piedra patagónica les<br />

borraban el habla y los envejecían—, y él, Donven, y nosotras, Margareta y yo,<br />

las vendíamos a quince pesos por cristiano, fuese mapuche, criollo, flaco, gordo,<br />

viejo o un infeliz recién nacido.<br />

Compramos, con la diferencia, tierra. No mucha. Pero tierra. ¿De qué se<br />

puede ser dueño, en este país, sino de tierra?<br />

Estudiamos planos y fotografías, y nos dijimos que los chilenos del sur,<br />

educados por los nuestros en la disciplina y el respeto a los que deben mandar y<br />

saben pagar, construirían, ellos y sus mujeres, silenciosos y puntuales, el<br />

modelo de hostería que elegimos en noches de alcohol, de sumas y restas, de<br />

consultas minuciosas y feroces a los depósitos bancarios, de preguntarnos,<br />

mirándonos como asesinos recelosos uno del otro, qué nos ocurriría si la<br />

inversión, a la que nos íbamos a exponer, fracasaba. En esas noches, y hablo<br />

para mí en la dulce lengua alemana, Margareta aulló como una perra<br />

enloquecida, azotada por la ira y los desolados insultos de Donven.<br />

Y faltó poco para que incendiáramos, procaces y furiosos, la cabaña que<br />

alquilamos por un año, y cuyo arriendo pagamos por adelantado, temerosos de<br />

contraer más deudas que las imprescindibles.<br />

Inexplicablemente, no para mí, inexplicablemente para Donven y para<br />

Margareta, sobrevino, en una de esas noches, la calma. Una calma como letal.<br />

Una calma que desasosegó a Donven y a Margareta por largo tiempo.<br />

En pocos minutos, resolvimos los detalles de la operación, y en una<br />

semana comenzó a levantarse la hostería.<br />

Sed activos, prudentes y honorables<br />

El Cielo bendecirá vuestros esfuerzos<br />

A los colonos de Frutillar<br />

Marzo de 1856<br />

Familias de empresarios, prudentes en el gasto, rentistas que<br />

incursionaban en las salas del casino de Llao-Llao, jubilados, señoras teñidas en<br />

busca de una aventura que nunca consumarían, nuevos ricos que por mera<br />

sensatez, o intuición, o porque medían y frenaban los gastos de sus parientes,<br />

preferían la serenidad de la montaña al estrépito de las playas del Atlántico,<br />

120


comenzaron a poblar las habitaciones y el comedor de la hostería. También<br />

unos pocos nombres de la vieja burguesía, la que civilizó a este país. También,<br />

calmos, los nietos de los alemanes que sobrevivieron al fuego, a la bayoneta, al<br />

odio mortal de los rusos de Stalin. A veces, cuando llegaban la tarde y los<br />

vientos fríos de la Cordillera, borrachos de cerveza y de coñac, cantaban,<br />

todavía incrédulos, el fracaso abominable del Hitler que soñó y veló por todos<br />

ellos, y de la Prusia de las hausfrau y del honor. Cantaban a los cuernos que les<br />

colgaban sus mujeres de tetas mantecosas, a sus salarios de gerentes de nada, de<br />

comerciantes de nada. A su gordura irremediable.<br />

Evocaban, en la letra nostálgica de sus abuelos, cómo brillaba, en el centro<br />

de Moscú, la cúpula de San Basilio, que ellos, sus abuelos, obcecados y fútiles,<br />

creyeron que alcanzarían a tocar con las manos quemadas por la nieve.<br />

Y estaban los hijos de los guerreros de Vietnam, rubios como la saliva de<br />

la Virgen, altos y con anteojos, afables y suaves, hasta que el whisky destapaba<br />

las viejas tumbas.<br />

El conde von Reisenghoff nos enseñó los giros verbales, las posturas del<br />

cuerpo, la distancia revestida de paciencia, el golpe de ojo, la determinación que<br />

se utilizan en los hoteles exclusivos de París, de Boston, de Londres, de Nueva<br />

York. Nos enseñó a cocinar, y el orden de los cubiertos y de las copas en la<br />

mesa. Nos enseñó las fórmulas de las salsas agridulces chinas que se servían en<br />

Cantón y en Shangai, mientras duraron los viejos buenos tiempos, a los<br />

banqueros ingleses y a la diezmada nobleza zarista. El conde von Reisenghoff<br />

nos sugirió cursos de perfeccionamiento en los Estados Unidos y en Francia.<br />

Viajamos a Estados Unidos y a Francia, y aprendimos inglés y francés, y nos<br />

perfeccionamos en la alta cocina y en el arte de satisfacer los caprichos de ricos<br />

y poderosos.<br />

Quitamos, por lógica pura, del frente de la hostería, a nuestro regreso de<br />

esos viajes que nos cambiaron la ropa y el uso de la lengua y de las manos, y de<br />

la mirada, un cartel en el que se leía Kafee und kuchen.<br />

El conde von Reisenghoff persistió en la más miserable de las pobrezas,<br />

pero supo cargar, airoso y displicente, su monóculo negro. Un día, una noche,<br />

una madrugada, desapareció del cubículo que habitó, por años, desde poco<br />

después de la conquista de Berlín por las legiones tártaras.<br />

¿Quién me heredará?<br />

121


Margareta era alta y caderuda, como yo, y tenía unos dientes de caballo<br />

sano y joven, y labios finos, una larga línea extrañamente cruel en una cara a la<br />

que, para esos días, no le sobraba un gramo de grasa.<br />

Pero Margareta se arrastraba por el piso del comedor, cuando Donven se<br />

golpeaba los muslos con las palmas de las manos, y chasqueaba la lengua, y<br />

Margareta terminaba de desabrochar los botones de la bragueta de Donven.<br />

Margareta tomaba, en sus manos, el miembro tumefacto y nervioso de Donven,<br />

y lo hundía en su boca, y Donven cerraba sus manos sobre el pelo crespo de<br />

Margareta, y movía la cabeza de Margareta para atrás y para adelante, para<br />

atrás y para adelante.<br />

Donven decía, la voz como un susurro:<br />

—Vamos, Ilse, coraje.<br />

Entonces, los tres, subíamos al dormitorio de Donven y Margareta, y<br />

Donven se enancaba en Margareta. La volteaba, cruzada en la cama, la cara<br />

hundida en la colcha, una almohada debajo del vientre, los pies de Margareta<br />

rozando el piso alfombrado, y le abría las caderas, y la penetraba con su<br />

miembro tumefacto y rígido.<br />

Y Donven, la cara roja de sangre y cerveza, le ordenaba a Margareta, la<br />

lengua pastosa de Donven pegada al oído de Margareta, que no hablara y que<br />

no gimiera, que no interrumpiera con sus ayes, sus gemidos, sus estertores, las<br />

fugas de placer que le deparaba la cabalgata.<br />

Cuando él se aquietaba, y abandonaba a Margareta como un bulto informe<br />

y jadeante, se volvía hacia mí, y decía:<br />

—Es tu turno, Ilse... Vamos, Ilse... Ilse, no hagas que te lo pida otra vez...<br />

Y Donven se golpeaba los muslos, como si llamara a una perra. Yo lo<br />

montaba. Él abajo, siempre. Y cuando yo lo montaba, Donven comenzaba a<br />

suplicar que lo dejase respirar, que retirara mi culo de su cara. Donven quedaba<br />

exhausto, tirado en el suelo del dormitorio, los ojos apagados, cuando yo<br />

retiraba mis caderas de su cara. Yo, de espaldas a su cara me sentaba sobre su<br />

panza, y galopaba sobre su panza, dump y dump y dump.<br />

Margareta me miraba, sentada en la alfombra, a los pies de Donven, los<br />

dientes de caballo al aire. Yo le sonreía a Margareta. Y las dos le escuchábamos<br />

bufar:<br />

—Ilse, coraje.<br />

Mi cama olía a pan y a pasto. Y Margareta llegaba a ella en la oscuridad de<br />

la noche —Donven vendía ganado del otro lado de la Cordillera—, tiritando, y<br />

se hundía debajo de las frazadas.<br />

122


Margareta me abrazaba, debajo de las frazadas, en la cama que olía a pan<br />

y a pasto, y me contaba, la voz seca, a qué se sometía, con Donven de jinete.<br />

—Son sus fantasías —suspiraba Margareta, poniendo entre nosotras el<br />

lenguaje adquirido en las lecciones que le pagamos al conde von Reisenghoff.<br />

Y Margareta me mostraba, la voz como la de una vieja bruja, manchas<br />

violáceas en sus muslos, en su espalda, en sus pechos.<br />

Yo le acariciaba la frente y el pelo, y escuchaba. Pero una noche dije:<br />

—Margareta...<br />

No dije más que su nombre. No dije más que el nombre que le asignaron<br />

en su bautizo. No hubo compasión en mí, cuando dije su nombre, en la noche.<br />

No hubo la fatiga de quien ha escuchado, demasiadas veces, la misma historia.<br />

Me negué a compartir sus suplicios. Margareta, pensé, cuando ella se acostaba<br />

con Donven, quizá los necesitaba... ¿Es verdad que no quise saber qué<br />

necesitaba Margareta?<br />

Margareta encogió las piernas, y se acurrucó junto a mí, y me besó las<br />

tetas.<br />

Dije su nombre, y, cuando dije su nombre, hubo un llamado.<br />

Las dos olíamos a pan y a pasto.<br />

Era el fin de un otoño cuando Martín Keppes alquiló una habitación en la<br />

hostería.<br />

Martín Keppes era alto, era delgado, era lejano. Donven lo respetaba:<br />

podría decir que le temía. Extraño, el temor de Donven.<br />

Horas y horas, en las tardes grises de aquel invierno, Martín Keppes<br />

miraba la Cordillera nevada. Preguntaba por los bosques de cipreses, por los<br />

abetos, por los álamos, los ñires y los maitenes y los coihues. Preguntaba por los<br />

lagos. Preguntaba por los mapuches.<br />

Donven le hablaba de la pesca en los lagos, de sinuosos botes deslizándose<br />

por la pulida superficie de los lagos, y el humeante café en los botes que se<br />

deslizaban por la oscura, pulida superficie de los lagos, el mundo en ninguna<br />

parte.<br />

Martín Keppes asentía Ia... Ia..., los ojos clavados en Donven, la voz como<br />

somnolienta, y con algo de asombro, como si lo que acababa de escuchar<br />

hubiese estado oculto en su memoria.<br />

Martín Keppes se perdía por los senderos de montaña, sin guía, en<br />

mañanas sin sol, y volvía, con su mochila vacía, por la noche, cuando en el<br />

hogar de la chimenea ardían leños redondos y largos.<br />

Martín Keppes traía, de esas interminables excursiones, una mirada clara,<br />

123


la piel de los pómulos pegada a los huesos de la cara filosa y pequeña, una<br />

barba rubia.<br />

Martín Keppes bebía como pocos hombres que yo haya conocido. Pero<br />

nunca le vaciló el paso, la lucidez de lo poco que decía. Martín Keppes nunca<br />

habló de nada que le importase a alguien.<br />

Martín Keppes y yo tomábamos té, a su regreso de la montaña. Martín<br />

Keppes no se quitaba los borceguíes, ni el saco de piel de oveja, ni se acercaba,<br />

como otros, al fuego del hogar. Recogía, en una de las bandejas del mostrador,<br />

el servicio de té, y se sentaba a una mesa, cerca de la ventana que daba a la<br />

piedra de la Cordillera. Tomábamos el té en tazas azules y finas, con pastores y<br />

molinos en su loza. Las confituras olían a horno.<br />

Una madrugada de julio fui hasta su cuarto. Fui a buscar a Martín Keppes,<br />

quienquiera que fuese Martín Keppes. No había nadie en el cuarto que Martín<br />

Keppes ocupó en los meses del frío y de la nieve.<br />

Donven alzó los ojos de los números encolumnados en una larga hoja de<br />

papel, de remitos y comprobantes de depósitos, cuidadosamente apilados a un<br />

costado de la mesa, y nos dijo, en voz baja, perpleja, que éramos dueños de un<br />

millón de dólares...<br />

Había terminado para nosotros —para él, para Margareta, para mí— el<br />

tiempo de preparar dulce de frambuesa en ollas de cobre, y envasar el dulce en<br />

frascos de vidrio, y vender el dulce a turistas que venían de Buenos Aires, de<br />

Rosario, de Temuco, de California, de Londres. A hombres de ciencia, que<br />

parecían sensatos padres de familia. A suicidas fatigados que venían de Europa<br />

a gastar sus últimas monedas de oro.<br />

Los nuestros llegaron aquí, cuando aquí, y en el sur de Chile, sólo había<br />

animales, viento y árboles, e indios borrachos.<br />

Llegaron con un mandato: trabajar duro. Crecer. Educar a los hijos en el<br />

cuidado de la sangre alemana.<br />

No ser más los pobres de la gleba, a los que exaltó la poesía de los<br />

réprobos y de los malditos.<br />

Donven se levantó de la mesa, llenó una jarra con cerveza, y no habló<br />

hasta dejar vacía la jarra. Y cuando habló, dijo:<br />

—Un millón de dólares...<br />

Donven parecía un pobre de la gleba que contempla extasiado, trémulo,<br />

un milagro, y desea ansioso regresar a su choza, y balbucear, incoherente, la<br />

124


historia de cómo Dios le había palmeado la espalda.<br />

Yo ya no revolvería frambuesas en ollas de cobre. Para eso estaban las<br />

obedientes y silenciosas chilenas del sur.<br />

Yo ya no cargaría, sobre mis espaldas, bolsas de harina o de papas. Para<br />

eso estaban los obedientes y silenciosos chilenos del sur.<br />

Yo montaba a chilenos del sur, obedientes y silenciosos.<br />

Miré a Margareta. Margareta me miró, aterrada. Margareta había<br />

escuchado mi llamado.<br />

Dije cómo vi a Martín Keppes. Dije su nombre. Herr Stange sacó un papel<br />

ajado de uno de los bolsillos de su camisa, lo desplegó sobre la mesa a la que se<br />

sentaba, en el comedor, cuando el comedor y la cocina quedaban limpios y<br />

preparados para el servicio y el trabajo del día siguiente, y me pidió que lo<br />

mirara con atención.<br />

Miré un recorte de diario, que Herr Stange alisó con sus manos, y<br />

desplegó sobre la mesa. Miré hombres, mujeres, jóvenes que reían y saludaban,<br />

banderas rojas y pancartas en alto, a hombres gordos y uniformados de pie en<br />

una tribuna.<br />

Herr Stange me señaló a uno de los uniformados, el último a la izquierda<br />

de la foto. Y dijo que ése era Martín Keppes. Dijo que Martín Keppes estuvo en<br />

España, y que fue oficial del batallón Thaelmann. Dijo, Herr Stange, que la<br />

policía secreta alemana, las SS, la Gestapo, lo buscaron, hora tras hora, por el III<br />

Reich, por Francia, por Holanda, y por donde se supusiera que se lo podía<br />

encontrar, y que nunca dieron con él.<br />

Escapaba un minuto, dos o tres, antes de que su guarida, previamente<br />

cercada, fuese registrada y devastada por las fuerzas de seguridad, dijo Herr<br />

Stange.<br />

Martín Keppes descarrilaba trenes que llevaban tanques al frente oriental.<br />

Martín Keppes alentaba el sabotaje en las fábricas de armas y municiones.<br />

Martín Keppes, se presumía, redactaba volantes que predecían catástrofes para<br />

los ejércitos nazis a las puertas de Leningrado, de Viazma, de Kursk, y a orillas<br />

del Dnieper, y de otros ríos de la estepa rusa.<br />

Martín Keppes escribía a las viudas, a las madres, a los hijos de los<br />

soldados muertos en batalla. Y a las amantes y las esposas de los soldados que<br />

iban a morir despedazados por el hierro de los cañones bolcheviques.<br />

Martín Keppes es ése, el último a la izquierda de la fotografía. Ese con<br />

anteojos, dijo Herr Stange.<br />

Yo miré, en la fotografía, a un hombre alto, gordo, con anteojos, que no<br />

125


sonreía. Pregunté:<br />

—¿Quién es usted, Herr Stange?<br />

Herr Stange se encogió de hombros, y guardó, en uno de los bolsillos de<br />

su camisa, la fotografía.<br />

Margareta y yo matamos a Donven.<br />

Margareta deseaba escuchar cómo Donven golpeaba sus muslos con las<br />

palmas de las manos. Deseaba acercar su nariz al maloliente pantalón de<br />

Donven. Deseaba que el enmantecado miembro de Donven le recorriera el<br />

cuerpo.<br />

A las dos nos resecaba la boca escuchar cómo caían las palmas de las<br />

manos de Donven sobre sus muslos. Las dos nos sentábamos, cada una a su<br />

tiempo, sobre la panza de Donven, y movíamos las ancas, una vez arriba, otra<br />

vez abajo, y una vez arriba, y otra vez abajo.<br />

Donven arañaba el piso alfombrado, y soltaba ronquidos de agónico. Y<br />

nosotras, una vez arriba, y otra vez abajo.<br />

La panza de Donven perdía brillo, tensión, y nosotras nos poníamos de<br />

pie, y mirábamos a Donven, tirado en la alfombra; mirábamos los soquetes de<br />

lana de Donven, que vestían los friolentos pies de Donven; mirábamos su<br />

camisa, enrollada hasta el cuello, y lo mirábamos respirar como un animal<br />

perseguido.<br />

No fue fácil matar a Donven.<br />

Ahora, le dije a Margareta, somos nosotras las que decidimos cuándo,<br />

cómo y a quién llevamos a la cama. Y el que sea pagará lo que dispongamos<br />

que pague.<br />

Margareta me miró como si yo fuese una desconocida que le anuncia el fin<br />

del mundo.<br />

Tengo sirvientes. Riegan mi lengua con miel de ulmo. Valgo, ahora, un<br />

millón de dólares.<br />

126


Un asesino de Cristo<br />

Crecí entre rápidas mudanzas de un inquilinato a otro, y repentinas<br />

apariciones de un médico alto, probablemente encorvado, y de anteojos, que me<br />

palpaba el pecho con unos dedos largos y fríos, y me limpiaba, de la frente y el<br />

cuerpo, el sudor de la fiebre, y me miraba como si yo fuese algo que ponía a<br />

prueba su ilimitada paciencia y su cansancio.<br />

Ese hombre alto y encorvado abría su maletín y dejaba caer, en manos de<br />

mamá, dos, tres frascos con tabletas o jarabes espesos, y susurraba unas pocas<br />

palabras, y después, incrédulo y acongojado, se levantaba el cuello del<br />

sobretodo, y salía a la noche.<br />

Nos mudábamos, mamá, papá y yo, y los ajados muebles que les<br />

regalaron los compañeros del sindicato el mediodía que mamá y papá se fueron<br />

a vivir juntos. Los sindicatos, en opinión de inefables voceros de la ley, eran<br />

cuevas de anarquistas, rojos y extranjeros errantes y desagradecidos y,<br />

entonces, con ominosa regularidad, se sucedían las irrupciones de hombres<br />

altos y morochos, de sombreros negros de ala gacha, en casas de vastos patios y<br />

parras viejas y retorcidas, y galerías de zinc, que Buenos Aires demolió, procaz<br />

y despiadada.<br />

Yo, un chico con la salud recuperada o convaleciente de una enfermedad<br />

sin diagnóstico puntual, parado en el umbral de la pieza que alquilábamos en<br />

una de esas casas de habitaciones pródigas en murmullos y secretos de cópula,<br />

asistía al experto trabajo de una manada policial.<br />

Hablaba poco, la manada, y hablaba para sí, críptica, desganada,<br />

perentoria. Levantaba colchones, revolvía sábanas y frazadas, deshacía pilas<br />

breves de ropa planchada, abría cajones, paseaba la luz de sus linternas por los<br />

elásticos de las camas, golpeaba las paredes, y se llevaba, a unos Ford negros y<br />

cuadrados, una docena de libros y dos o tres periódicos arrugados, la<br />

revolución quizá, en letras negras y desparejas, y se iba, la manada, hacia la<br />

noche y hacia el frío.<br />

Pero cuando llegaba el verano, mamá volvía a inscribirme en la lista de los<br />

chicos que, por la gracia y la benevolencia de señoras perfumadas y católicas,<br />

conocería el mar.<br />

127


Digo que descubrimos el mar, nosotros, hijos de obreros, de policías<br />

muertos, de presidiarios.<br />

Hubo un tren que llevó nuestras tumultuosas expectativas a las arenas<br />

chispeantes de una playa, y a un edificio de grandes ventanas, dormitorios de<br />

techos altos, y comedores con pisos de baldosas negras y blancas, y chimeneas<br />

de ladrillo.<br />

Hubo fotos, y en las fotos el agua lisa de las orillas del mar, y el mar, y el<br />

baño matutino en el mar que ahogaba nuestros gritos de placer y de miedo, los<br />

fingidos alardes de coraje de cara a la espuma alta de las olas.<br />

Enseguida, otro baño bajo las duchas del edificio de grandes ventanas, y<br />

risas estridentes, histéricas, burlonas, bajo el agua helada de las duchas, y<br />

manoseos repentinos y humillantes de los más fuertes a los más indefensos, a<br />

los chicos que temían defenderse.<br />

Cerca del mediodía, el almuerzo. El ruido de bocas llenas que masticaban,<br />

hambrientas, de eructos, de tripas insaciables, de algún llanto, de algún vómito.<br />

Escribí cartas mentirosas: inocentes, quiero decir. Cartas a mamá (que<br />

suponían a papá). Escribí qué comíamos. Y cuánto. Porque yo sabía que querida<br />

mamá comía conmigo. Sabía que ella movía los labios, apretando un labio contra<br />

otro, y los movía, apretados los labios como si masticara. Y, luego, querida mamá<br />

se levantaba de la mesa, doblaba el papel de la carta desde donde yo le daba de<br />

comer, y lo guardaba en el bolsillo de la pollera, cerca de las calideces del<br />

vientre y, de pie, asentía en la quieta nada de la noche.<br />

Yo le hablaba, a mamá, del mar.<br />

Las señoras católicas y perfumadas, algunas de las cuales tenían por<br />

costumbre marchitarse bellamente, disponían de más dinero y de más tiempo<br />

que otras señoras con mucho menos tiempo y dinero para obras que dieran<br />

placer a Dios. Reabrían, entonces, las señoras católicas y perfumadas, la colonia<br />

de vacaciones.<br />

Querida mamá no era católica y se perfumaba el primero de mayo, el día de<br />

mi cumpleaños y el 31 de diciembre. Pero era tenaz. Obtuvo, para mí, una plaza<br />

en las profusas listas de hijos de obreros, de policías muertos, de pobres y<br />

presidiarios que volverían al mar y hablarían, en sus cartas, que olían a sopa, a<br />

leche, a puré y blanda carne de vaca, de cómo es el mar.<br />

Y estaban ahí las celadoras, rudas, provincianas, que consolaban a los<br />

chicos que pedían por sus casas en una tarde de lluvia, y que jugaban con<br />

nosotros, hijos de obreros, de policías muertos, de presidiarios, de pobres.<br />

Y estuvieron, ahí, de pronto, las monjas. Eran, dijeron las monjas,<br />

128


exaltadas o con un murmullo cándido, las servidoras de Dios en la tierra.<br />

No nos miraban, las monjas. Caminaban, entre nosotros, con sus largos<br />

hábitos negros, con sus caras sin sangre; parcas e increíbles, para mí, como la<br />

muerte y el milagro.<br />

De noche, cuando nos acostábamos en las camas de sábanas limpias y<br />

crujientes; cuando el mar, allá afuera, decía algo en una lengua que nunca<br />

aprenderíamos a traducir; cuando las celadoras volvían a sus casas, las monjas,<br />

con llaves que les colgaban de la cintura, con voces cascadas o susurrantes,<br />

ordenaban rezar el Padrenuestro.<br />

De rodillas en camas superpuestas, el dormitorio apenas iluminado, los<br />

chicos recitaban la oración que habían memorizado, serios, turbados, tal vez, o<br />

sumidos, tal vez, en el misterio que las palabras del rezo invocaba.<br />

Una de las monjas, que caminaba entre las largas hileras de camas<br />

superpuestas, me miró, tendido en la mía, las manos sobre las sábanas, los<br />

labios quietos, y el rezo de los otros que ondulaba, gangoseante, en la sala<br />

apenas iluminada.<br />

Algo dijo, la monja, en alguna noche, y el rezo finalizó, como si en esa sala<br />

no hubiera nadie. Los otros bajaron de sus camas, silenciosos y puros como<br />

nunca lo fueron, y la monja, una pesada sombra muda, salió del dormitorio.<br />

Los otros rodearon mi cama, y ninguno de los otros habló, las caras rígidas<br />

y jóvenes bajo las luces tenues de la sala.<br />

No sé cuánto tiempo estuvieron, así, inmóviles, como si esperaran una<br />

señal. Y no sé si la hubo, pero, en un solo impulso, saltaron a la cama en la que<br />

yo asistía, sin lágrimas, al fin de mi infancia.<br />

Sé que golpeé algún pómulo, algún labio ensalivado. Sé que caí de cara a<br />

un colchón, con brazos, cuerpos, aullidos, que me golpeaban, de cara a un<br />

colchón. Sé que me izaron hasta la cama de arriba, la mía, y me ataron,<br />

desnudo, a los barrotes de la cama de arriba.<br />

Después, los otros, los más fuertes y los más débiles, estuvieron allí,<br />

sombras flacas sobre el piso del dormitorio, mirándome, desnudo, atado a los<br />

barrotes de la cama de arriba.<br />

La monja, la que habló a los otros, volvió a entrar a la sala, y caminó bajo<br />

las luces tenues de la sala, y no se detuvo frente al muchacho de diez años,<br />

atado, desnudo, a los barrotes de una cama, y al que le corría, por los muslos,<br />

un hilo de sangre, grueso y amarronado.<br />

Y la monja dijo, con una voz baja y tranquila, y sin detener su paso frente<br />

al muchacho atado a los barrotes de una cama.<br />

—Tápenle las vergüenzas a ese asesino de Cristo.<br />

129


Tres tazas de té<br />

Mi abuelo alquilaba un pequeño departamento de dos piezas en la calle<br />

Parral, cuando Parral era ancha y de tierra. En una de las piezas dormían mis<br />

tíos Físhale y Meier; en la otra, el abuelo. Yo, los fines de semana, dormía en la<br />

pieza de mi abuelo. Me desvestía, y me acostaba en su cama. Mi abuelo apagaba<br />

la luz de la pieza, se sentaba en una silla y encendía un cigarrillo. Al rato, me<br />

preguntaba si estaba despierto. Yo le contestaba que sí, que estaba despierto,<br />

que no tenía sueño. Entonces, el abuelo desenvolvía la crónica de un pogrom<br />

inacabable. Petliura, Jmelnitzky, los cosacos, tal vez Taras Bulba, brotaban de la<br />

helada oscuridad del invierno con sables, con antorchas, con blasfemias.<br />

(Demoré años y algunas lecturas para advertir que el abuelo omitía la<br />

cronología de los vertiginosos exterminios. Indistintamente, las turbas<br />

borrachas de vodka saqueaban y acuchillaban a los judíos, incendiaban sus<br />

casas y sus sinagogas, violaban a sus mujeres y a sus hijas, en 1918, en 1670, en<br />

1890. Los siglos y el nombre de los jefes de las hordas; el crepitar de las llamas;<br />

el estrépito de los vidrios rotos; los relinchos salvajes de las bestias que<br />

montaban los degolladores; las procesiones que llevaban, envueltos en finos<br />

paños de lino, el pan y la sal de la súplica y la misericordia, se sucedían,<br />

despiadados, en el relato del abuelo. La abominación ocurría anoche —y yo olí,<br />

en un amanecer desolado y silencioso, el hedor de la sangre vertida y de los<br />

excrementos del pánico— o había estallado, quizá, en un pasado remoto. Pero el<br />

escenario permanecía ajeno a la inasibilidad del tiempo: el terco arrabal de una<br />

minúscula ciudad ucraniana, la infinita llanura, la oscuridad, el invierno.)<br />

El abuelo, a veces, me hablaba de sus viajes a la frontera polaca, y de cómo<br />

la atravesaba furtivamente; de cómo intercambiaba, en una choza hospitalaria,<br />

tabaco por carne, tabaco por pan, tabaco por huevos. Petliura o Jmelnitzky o los<br />

cosacos, o, tal vez, Taras Bulba, se batían en los frentes de la primera guerra<br />

mundial.<br />

Recuerdo, en estos días, una historia que el abuelo trajo de uno de sus<br />

peregrinajes a la frontera polaca, y que me contó en una noche de sábado,<br />

porteña e irrepetible. La escribo, pero, estoy seguro, las degradaciones que le<br />

impuso el olvido, las lecturas en que, todavía, incurro, y mi memoria, la<br />

130


empobrecen.<br />

Como se sabe, los polacos son propensos a la demencia y a la rebeldía. O,<br />

si se prefiere, sus rebeliones son insensatas y desesperadas. Para ser polacos<br />

tienen que ser locos. El buen Dios, a quien los polacos aman en sus horas de<br />

embriaguez, no deja de ponerlos a prueba. Eso lo supo el padre de Casimiro<br />

Bajuch, miembro de una organización patriótica y clandestina, cuando la policía<br />

del zar lo detuvo. Creyó que no resistiría, a bordo del desvencijado tren que se<br />

dirigía a San Petesburgo, los golpes metódicos de sus interrogadores, la<br />

pedantería soez de sus insultos, los salivazos que le descargaban entre risotadas<br />

licenciosas e indecentes. Acaso, escribió el padre de Casimiro Bajuch a la mujer<br />

que amaba, la Virgen medió para que no capitulara. También su alma, exhausta<br />

pero obstinada.<br />

El padre de Casimiro Bajuch pasó tres años en un lóbrego calabozo de la<br />

fortaleza Pedro y Pablo. Un juez de la autocracia zarista, cumplidos los tres<br />

años de prisión, ordenó que se desterrara al padre de Casimiro Bajuch a una<br />

perdida aldea de los Urales. La vida, en la inhóspita aldea, era sórdida y<br />

monótona: se prestaba a la obscenidad y el extravío. La madre de Casimiro<br />

Bajuch murió al dar a luz a Casimiro Bajuch. No la mató el alumbramiento del<br />

niño sino la pena, convencida como estaba de que no volvería a ver las luces de<br />

Varsovia, sus calles y sus plazas. El padre de Casimiro Bajuch, destrozada su<br />

alma —si es que el Señor se acordó de concederles alma a los polacos—, huyó a<br />

Francia, con el pequeño Casimiro Bajuch pegado a su corazón.<br />

Dos hermanos del padre de Casimiro Bajuch siguieron sus pasos: súbditos<br />

probos, temían, no obstante, las represalias policiales. Ellos, en Francia, se<br />

hicieron cargo del niño. El padre de Casimiro Bajuch regresó a una patria<br />

penitente y descarriada, a una Polonia irreal, y cayó abatido en una escaramuza<br />

sin importancia con soldados del Dueño de Todas las Rusias.<br />

Quiero creer que el abuelo me dijo, en este punto, que la historia perdía<br />

intensidad dramática, y que, quizá, las informaciones posteriores a la muerte<br />

del padre de Casimiro Bajuch no fueran tan precisas como esos tiempos exigían.<br />

Eso no asombró a mi abuelo, cosa que hoy, cuando supongo su lacónico<br />

comentario, está lejos de extrañarme. Por las siguientes razones, obvias, si se<br />

quiere: a) un judío se asombra en el escenario de un teatro; b) un judío que<br />

sobrevivió al pogrom —si se asombra— es un fenómeno excluido de la<br />

naturaleza humana; c) la conducta del hombre —aun la de un polaco— es hija<br />

de sus actos, salvo que se pruebe lo contrario.<br />

Así las cosas, los tíos de Casimiro Bajuch se contrajeron al cuidado del<br />

131


niño. El niño creció sano y hermoso. Los tíos —laboriosos, tenaces y honestos—<br />

le proporcionaron una esmerada educación. Lograron, tras considerables y<br />

fatigosas gestiones, cuyos detalles sería impropio enumerar, que Francia se<br />

convirtiese en la tierra natal de su sobrino y, por consiguiente, Casimiro Bajuch<br />

pasó a llamarse Henri Beaumont.<br />

Henri Beaumont ingresó, poco antes de cumplir quince años, a una de las<br />

academias militares más prestigiosas del continente europeo, que tenía (tiene,<br />

todavía) su sede en París. Alumno brillante, egresó, el primero de su<br />

promoción, con el grado de subteniente. Visitaba asiduamente a sus tíos —<br />

ancianos ya—, hacia los que guardaba una singular devoción, vistiendo el<br />

uniforme de oficial del ejército de Napoleón III. El kepí (mi abuelo contempló,<br />

atento, una borrosa fotografía del joven militar en la choza polaca que servía de<br />

zona franca para el intercambio de alimentos de subsistencia) no ocultaba una<br />

frente despejada y unos ojos bondadosos. También observó un incipiente bigote<br />

y una boca de amante cortés e impulsivo. Y mi abuelo dijo que, cuando tíos y<br />

sobrino se encontraban, los tíos calentaban un bruñido samovar, y los tres<br />

hombres bebían un té fuerte y aromático.<br />

La guerra franco-prusiana interrumpió las prolongadas tertulias. Henri<br />

Beaumont se batió como bueno en defensa de su patria, pero el valor que<br />

demostró en los campos de batalla, y que le deparó sucesivos ascensos, no<br />

impidió la victoria de los hunos. Militar disciplinado, no se preguntó por los<br />

motivos de la derrota, ni por qué una nefasta República, hundida en el caos y el<br />

espanto, reemplazó los esplendores del Imperio.<br />

El sobrino reanudó las visitas a sus tíos. Éstos, atribulados, vieron llorar al<br />

capitán Henri Beaumont la derrota de Francia y las severas condiciones de paz<br />

que le dictó Bismarck; vieron cómo se le enfriaba la taza de té; se vieron, a sí<br />

mismos, llenar dos hojas de papel con signos opacos e inexpresivos, y doblar las<br />

hojas de papel e introducirlas en un sobre, y remitir el abultado sobre a lejanos<br />

parientes que residían en Polonia. Aturdidos, pretendieron transmitir en<br />

palabras la magnitud de la tragedia que los desasosegaba.<br />

La insurrección de los parisinos contra las autoridades legalmente<br />

constituidas —o una parte de los parisinos: sanglants imbéciles, según la<br />

calificación de Gustave Flaubert, un escritor que detestaba la aprobación<br />

pública— encontró, en el capitán Henri Beaumont, a un soldado dispuesto a<br />

preservar el orden, sea cual fuere el precio que, por tal causa, se debiera pagar.<br />

En consecuencia, marchó a Versailles, ciudad en la que sesionaba el gobierno<br />

legitimado por las fuerzas vivas de la Nación. Los tíos, solitarios y desvelados,<br />

no dejaron que se enfriara el samovar.<br />

El superior inmediato del capitán Henri Beaumont, coronel Guy Le<br />

132


Boudec, tenía 35 años y era oriundo del Languedoc. Un periodista de la época,<br />

cuya prosa erudita y fluida deslumbraba a sus lectores, alabó en él al guerrier<br />

intrépide et soldat de profession, puritano y arrojado como el caballero de Durero.<br />

El periodista no se privó de una línea de efecto: S’il tue, et même le plus possible,<br />

c’est par “moralisme”. La nota, que suscitó una oleada de entusiasmo en las<br />

damas, se cerraba con una frase escandalosa: el coronel Le Boudec —a quien el<br />

Emperador confirió la Legión de Honor por sus hazañas en África y México—<br />

era de una inteligencia inquietante.<br />

El capitán Henri Beaumont logró quebrar, en el cementerio del Père<br />

Lachaise, donde se libró el combate final contra la insurrección, la rígida<br />

distancia que el coronel Le Boudec dibujó entre su silueta de meridional austero<br />

y las de sus subordinados. La lucha fue feroz y mortal, y Beaumont se precipitó<br />

a ella con un coraje que dejó estupefactos a amigos y enemigos. (Años después,<br />

Beaumont intentó explicarse: la audacia y la valentía irracionales de los<br />

insurgentes lo enceguecieron; morían sin que una sola queja asomara a sus<br />

labios. Uno de los cabecillas del levantamiento, Delescluze, alto y flaco y<br />

canoso, trepó a una barricada, y erguido sobre ella esperó serenamente a que lo<br />

fusilaran. Eso era inhumano, y enfureció a Beaumont.)<br />

Aplastados los últimos focos de resistencia, Le Boudec estrechó entre sus<br />

brazos al capitán Henri Beaumont y le ofreció, presumiblemente emocionado,<br />

su amistad, porque en la voz del coronel vibró comme un drapeau son accent<br />

languedocien. (La acotación pertenece al periodista de prosa erudita y elegante<br />

que asistió al conmovedor episodio.)<br />

Un soldado, la respiración entrecortada, silenció las expresiones de mutua<br />

admiración: les avisó que habían localizado, a pocas cuadras del cementerio, un<br />

nido de agitadores extranjeros.<br />

Excitados y jadeantes, Le Boudec y Beaumont, al frente de sus hombres,<br />

atravesaron velozmente calles nocturnas y desiertas. Luego, subieron, a los<br />

tropezones, una angosta escalera, irrumpieron en una pieza iluminada y<br />

sorprendieron a dos individuos, sentados a una mesa, que emitían sonidos<br />

guturales e ininteligibles. Al coronel le bastó escucharlos; le bastó que le<br />

presentaran papeles cubiertos de trazos que, a primera vista, revelaban un<br />

lenguaje codificado, para afirmarse en la exactitud de sus conjeturas: la<br />

bancarrota de Francia obedecía a la acción satánica de elementos e ideas<br />

extranacionales. Sin vacilar, dispuso que ejecutaran a los dos conspiradores.<br />

Estos fueron arrojados escaleras abajo y el capitán Henri Beaumont, revólver en<br />

mano, dio cumplimiento a la orden.<br />

Tres tazas de té y un samovar bruñido humearon, en la habitación<br />

devastada, hasta las primeras claridades del día.<br />

133


Cómplices<br />

I<br />

Era mediodía cuando me llamaron. Les hice una seña al petiso y a<br />

Francisco. Los telares retumbaban.<br />

—¿Qué pasa? —me preguntó el petiso, la cara negra de furia. El petiso me<br />

llegaba al cuello; y ese mediodía tenía la cara negra de furia. Le puse una mano<br />

en la espalda. Sudaba. Hacía calor, y el otoño parecía haberse equivocado de<br />

puerta.<br />

—Nos esperan en la gerencia —dije—. Pará los telares.<br />

—No los paro un carajo —dijo el petiso, casi sin mover los labios.<br />

—Paralos —grité—. Sos miembro de la interna: paralos.<br />

Francisco, sonriente y premonitorio, dijo, sin alzar la voz:<br />

—¿Qué mierda nos toca tragar hoy?<br />

Respiré hondo, miré a Francisco detener sus telares, y me callé.<br />

A Francisco, con la figura de un atildado villano de Hollywood, nada le<br />

inquietaba. La vida, para él, consistía en un solo e incesante episodio: los<br />

minutos, las horas, los días que una mujer demoraba en abrírsele de piernas,<br />

seducida por sus tenaces lisonjas.<br />

Cruzamos el patio y Francisco murmuró que el tiempo estaba loco. Yo no<br />

le contesté y el petiso encendió un cigarrillo. Abrí la puerta de la gerencia y<br />

entramos a una sala fresca y amplia.<br />

En una alta pared, el reloj de la gerencia marcaba las doce y diez, y al<br />

petiso le temblaban las aletas de la nariz. Siempre se ponía así, con esa cara<br />

negra de furia, cuando pisaba la amplia sala de la gerencia. Era un buen tejedor,<br />

el mejor que conocí, y no le gustaba parar sus telares.<br />

Nos acodamos sobre un largo mostrador. El gerente y Chiche se acercaron<br />

a nosotros. Chiche era el hijo del patrón, un chico de diecisiete o dieciocho años,<br />

que vestía pantalones entallados y lucía una pulsera de metal en la muñeca<br />

izquierda. No recuerdo que tuviese granos en la cara, y era rubio, y su cara era<br />

pequeña y, a mi pesar, bella. Las devanadoras aseguraban que el entusiasmo de<br />

Chiche por la natación y el remo lo llevaría lejos.<br />

—Muchachos —dijo el gerente—, ustedes saben que la empresa estudia<br />

bajar los costos laborales. Y una de las primeras conclusiones del estudio es<br />

134


ésta: el despido de Farías.<br />

Existen palabras inmodificables, rituales, para los pésames, para las<br />

sentencias de la justicia, para avisarnos que el destino existe. Las acabábamos<br />

de escuchar: eran pocas y puntuales en el pródigo léxico de los castigos. El<br />

petiso abrió los labios como si se ahogara, y un aliento fétido salió de su boca.<br />

Yo clavé los ojos en las manchas de tinta, secas, que abundaban en el centro del<br />

mostrador.<br />

—La empresa prometió cambiarlo de telares —dijo Francisco—; ponerle<br />

trabajo liso. Tiene quince años de trabajo en la fábrica.<br />

—No prometimos nada de eso —murmuró, apenas, el gerente—. No lo<br />

prometimos, Francisco. Dijimos: vamos a estudiar la situación. Y la estudiamos.<br />

Y los quince años de antigüedad de Farías pesaron en la determinación de la<br />

empresa. Pero la empresa no es una institución de beneficencia.<br />

El petiso se desbocó y tartamudeó y, si yo conocía algo al petiso, supe que<br />

el petiso tenía ganas de matar a alguien. Los empleados dejaron de teclear, de<br />

revisar papeles y libros, y nos miraron. Les divertía escuchar el balbuceo del<br />

petiso.<br />

Pregunté, con una bola de plomo golpeándome las tripas, si le pagarían la<br />

indemnización a Farías.<br />

—Lo único que falta —Chiche movió los brazos como si remase a bordo<br />

de cualquier cosa que flotara, y la pulsera de metal tintineó en su muñeca<br />

izquierda—. Con las fallas que le anotamos, hay motivos para echarlo diez<br />

veces...<br />

Eso era Chiche: un joven vikingo que sólo abandona el remo para hacer el<br />

amor. Empecé a caminar hacia la puerta; el gerente, a mis espaldas, dijo:<br />

—Les pido que se pongan en nuestro lugar.<br />

—Un poco difícil, ¿no? —le contestó el petiso con una voz extraña en él:<br />

baja la voz, y lenta, y fría.<br />

El gerente se rió, con la risa de los 31 de diciembre:<br />

—Muchachos, muchachos..., no es para tanto.<br />

Afuera estaba el sol, el tiempo cambiado, el mediodía, el galope de los<br />

telares. Francisco contó las lajas de cemento del patio, y preguntó:<br />

—¿Nosotros no tenemos normas, como la empresa?<br />

—Tenemos —dije.<br />

—Menos mal... —dijo Francisco—. ¿Cuáles son?<br />

—Tenemos una sola norma —y el sol me golpeaba los ojos—. Aguantar.<br />

Aguantar hasta que reventemos.<br />

No pensé, ni poco ni mucho, en las palabras que le largué a Francisco. El<br />

cielo era azul y hacía más calor en ese día de otoño que en cualquier otro día<br />

135


que pudiese recordar. De la sala de telares salía un vapor blanco, y un olor a<br />

sudor, kerosene y piezas terminadas, y aceite y motores en marcha: el olor de<br />

tejedores cansados que miran el reloj y esperan que termine su turno. Y uno de<br />

esos tejedores era Demetrio Farías.<br />

—Aguantar, ¿eh? —y de la boca del petiso saltaron como limaduras de<br />

hierro—. ¿Eso le vamos a decir a Demetrio?<br />

A mí los ojos me dolían, pero no era por el sol.<br />

—No le vamos a decir nada. ¿O acaso creen que él no sabe de qué se habló<br />

ahí adentro?<br />

—Sos el secretario de la comisión interna —dijo Francisco como si, de<br />

pronto, recordase el nombre de una medicación, pero sin depositar ninguna<br />

esperanza en sus efectos.<br />

—No soy Dios, por si eso te dice algo.<br />

—Ah —saltó el petiso—. No sos Dios... ¿Qué sos, entonces?<br />

Me dolían los ojos, pero no era por el sol de ese mediodía de otoño.<br />

Francisco dio unos pasos alrededor mío, y después se acuclilló en algún lugar<br />

del patio, a la sombra, y me miró, y lo que yo pensé de su mirada no me gustó.<br />

—Bueno —suspiró el petiso—, eso que no sos Dios ya te lo escuché. Pero,<br />

todavía, sos el secretario de la comisión interna.<br />

—Sí, ¿eh? ¿Todavía lo soy? Muchas gracias por el aviso... El otro día —<br />

creo que se acuerdan, ¿no?—, el patrón nos citó en su oficina. Ahora mandamos<br />

nosotros, dijo. Vos lo escuchaste, petiso. Y vos, Francisco. Ahora mandamos<br />

nosotros... Secretario de la comisión interna: ¿qué es, hoy, un secretario de<br />

comisión interna? Díganmelo, si lo saben.<br />

El petiso abrió la boca, pero yo fui más rápido que su odio.<br />

—Cerrá ese pozo de mierda —y yo no pronuncié esas palabras: la que<br />

expelió ese silbido de víbora fue mi garganta.<br />

Mientras el agua de las duchas caía, tibia, sobre nuestros cuerpos, conté a<br />

los tejedores del turno de la mañana lo que cualquiera que entra a trabajar a una<br />

fábrica conoce —sea hombre o mujer—, sin necesidad de que nadie le revele la<br />

vigencia de una ley que trae escrita en la memoria.<br />

—¿Pero lo echan en serio? —preguntó Rodolfo, pasándose los dedos<br />

nudosos por el pelo oscuro y crespo. Rodolfo, alto, flaco, ágil, y novio vitalicio,<br />

tenía mi edad, veintiocho años.<br />

—Creo que esta vez es en serio —y me envolví la toalla en la cintura.<br />

Francisco, con ese tono meloso de voz que, decían los conocedores,<br />

enloquecía a las mujeres maduras y opulentas, preguntó:<br />

136


—¿Por qué no les pedimos que lo pongan de sereno?<br />

—¿Sos loco vos? —gritó el petiso, que se acostaba con putas, y no con<br />

mujeres cautivadas por el terciopelo de una lengua—. ¿Agarraría cualquiera de<br />

nosotros de sereno? Yo no agarraría; Francisco, ¿agarrarías?, Rodolfo,<br />

¿agarrarías? Arturo no agarraría. Y Demetrio, que es un viejo, no agarraría<br />

porque todavía le sobran huevos.<br />

—Hay que ir al Ministerio —murmuró Rodolfo, algo melancólico para la<br />

hora que era.<br />

—Paremos —dije yo.<br />

—¿Parar? —preguntó Francisco, el cuerpo esbelto brillándole en la<br />

penumbra del vestuario, la voz que venía de ningún lado—. ¿Parar? —repitió<br />

Francisco, la voz de un cirujano a quien le proponen extirpar el cáncer de un<br />

muerto.<br />

—Seguí —dije, viéndome, otro, en una de esas playas exclusivas del<br />

Caribe, que anuncian en Clarín y La Nación, acompañado de una rubia de<br />

película, que me abanicaba y me servía un vaso de whisky helado.<br />

El petiso esperó, los otros esperaron, yo esperé, y Francisco dijo, como si<br />

nos acariciara, hasta mañana.<br />

Llegué a casa, y Lucía me besó, y el olor del chico que le crecía en la panza<br />

—o lo que fuese que le crecía ahí— era como una nube que la envolvía.<br />

—¿Pasa algo? —preguntó.<br />

—Nada. Comamos.<br />

Comimos, callados. Lucía me llenó el vaso con vino. Toqué la botella:<br />

estaba helada. Se dice que no se debe poner el vino al frío, que el frío echa a<br />

perder el vino, cuando el vino no es blanco, pero, a mí, el vino tinto me gusta<br />

frío.<br />

Lucía se paró:<br />

—Vení.<br />

Lucía me tomó de la mano y me llevó al dormitorio. Intentó consolarme.<br />

Y, además, preservar de lo que bramaba en mí, al vino, a esas paredes, a esa<br />

palpitación en su vientre. Me dije, solo, en alguna otra tarde de otoño, que las<br />

mujeres aciertan con el nombre de lo que viene, antes de que lo que viene se<br />

identifique.<br />

II<br />

137


Encendió la luz de la pieza y miró, quieto y en calma, la cama tendida, la<br />

gruesa colcha verde, sin una sola arruga, sobre la cama de plaza y media; la<br />

mesa, redonda, en el centro de la pieza, y su tapa oscura y desnuda que brillaba<br />

bajo la luz de la lámpara; las dos sillas con respaldo de esterilla, una frente a la<br />

otra, arrimadas a la mesa; el armario, donde guardaba su ropa, apoyado contra<br />

una de las paredes blancas de la pieza. Miró el reloj, sobre la tapa oscura y<br />

brillosa de la mesa, y pensó que debía darle cuerda.<br />

Sintió como entumecidos los dedos de las manos, y se masajeó las manos<br />

durante un rato. Se desabrochó el saco de cuero y lo colgó del respaldo de una<br />

de las sillas. Se sentó en la silla desocupada, de cara a la esfera del reloj, y<br />

prendió un cigarrillo.<br />

No pensó que mañana el colectivo atravesará San Martín sin él; que<br />

mañana el colectivo cruzará la General Paz Fanacal Tienda El Hogar Compre<br />

terrenos Gran Oportunidad Gran con un Demetrio de veintisiete años o, aún, un<br />

Demetrio de treinta y siete años, pero no con un Demetrio prescindible para eso<br />

que el mundo de las oportunidades llama futuro.<br />

Entretuvo la tarde en un boliche, sentado a una mesa, tomó ginebra y café,<br />

y contempló a la gente desvanecerse y reaparecer en la niebla, y se preguntó,<br />

cuando se encendieron las luces de la calle: “¿Qué es lo que buscan?”.<br />

Caminaban despacio, las camisas pegadas a las espaldas sudorosas, por<br />

las veredas de tierra. Había olor a carne asada; y la llama amarillenta del sol<br />

crujía en las ramas y las hojas de los árboles.<br />

—Después de esto, vamos a tomarnos una cerveza —dijo Luján.<br />

—¿Tenés plata? —preguntó Demetrio.<br />

—Tengo. Ayer Kot me tiró unos pesos.<br />

Un tipo curioso, Luján, pensó Demetrio. Con dos perfiles: el derecho, de<br />

viejo; y el izquierdo, joven y limpio. Y Demetrio se interrogó, más de una vez,<br />

acerca de cuál de los dos perfiles hablaba por Luján.<br />

Iban a romperle el culo a un carnero: eso dijo Luján, y Demetrio no le miró<br />

la cara. Uno se sentía bien al lado de Luján, porque Luján, con sus dos perfiles,<br />

sabía escuchar, pero Demetrio, que tenía veintisiete años, en ese verano de 1935,<br />

en ese mediodía ardiente y desierto, no podía imaginar el gusto de la cerveza<br />

después de que le rompieran el culo a un carnero hijo de puta. No, no podía<br />

imaginar el gusto de la cerveza ni de lo que comieran con la cerveza que<br />

pedirían, pero Luján le aseguró que, romperle el culo a un hijo de puta, da más<br />

sed y más hambre que ninguna otra cosa que él conociese.<br />

Un hombre que los esperaba, en una de las esquinas de esa calle de tierra,<br />

138


les dijo que el taller donde se carnerea queda ahí, a mitad de cuadra, y que el<br />

guacho que labura, compañeros, se llama Simón, y es un pendejo de mierda.<br />

Oyeron el ruido de los telares, y Demetrio bajó los ojos, y le pareció que<br />

sus alpargatas estaban pegadas a la vereda de tierra, y se dijo que llevaban tres<br />

meses de huelga, y que los días y el verano eran interminables, y, también, las<br />

noches, y que ellos recibían los pocos centavos que el sindicato distribuía, un<br />

día sí y un día no, para que ellos supieran, flacos y hambrientos, que el<br />

sindicato les pertenecía. Y él, Demetrio, que lo sabía, sabía que ahí, a mitad de<br />

cuadra, un pendejo de mierda, parado entre dos Ruti, los hacía andar hasta que<br />

se le acalambraban los brazos, y se reía, por lo bajo, de los hombres y de las<br />

mujeres que se aguantaban tres meses sin trabajar para que los patrones<br />

aceptasen las míseras cláusulas de un convenio, discutido y aprobado en<br />

asambleas incrédulas y ruidosas.<br />

Simón era un tipo de baja estatura, brazos gordos y cabello color cobre, y<br />

con cara de pendejo. Y la cara de pendejo fue un pedazo de grasa fría y<br />

cenicienta y enferma al verlos entrar al taller, y Demetrio pensó que nada era<br />

mejor que estar del lado de Luján, y tener veintisiete años, y aguantar lo que el<br />

sindicato dijera que había que aguantar, y no llamarse Simón.<br />

—Carnero..., turro... —Luján insultó al pendejo como si se condoliera de<br />

algo, pero, en su cara, el perfil de viejo era una sola línea, blanca y rugosa.<br />

Demetrio hundió su cortaplumas en uno de los rollos de satén, y el calor que<br />

bajaba del techo de zinc lo hizo sudar como nunca sudó en ese verano, y lo<br />

asaltó un deseo frenético de tomar cerveza helada, y olvidar a esa basura, a la<br />

que Luján cacheteaba, y olvidarse de él, de sus dudas, y de las certezas de<br />

Luján.<br />

Enceguecido por el sudor, Demetrio escuchó a Luján la próxima vez no te<br />

voy a dejar un hueso sano, ¿entendés?, y se limpió el sudor de la cara, y alzó los<br />

ojos: Simón sangraba por la boca, y movía los brazos para atajar los golpes que,<br />

con la mano abierta, le descargaba Luján en la cara y en las orejas no quiero verte<br />

más por acá, ¿entendés?, y las bofetadas de Luján eran disparadas con una exacta<br />

crueldad, y había marcas rojas y blancas en la cara del pendejo si te llego a<br />

agarrar carnereando otra vez te vas a despedir del oficio, ¿entendés?, y Demetrio<br />

apartó los ojos de las manos de Luján, y de la cara de Simón, porque lo que vio<br />

lo dejó sin aire, y porque Luján nunca prometía lo que no fuera a cumplir.<br />

Demetrio suspiró, cansado: no se preguntó si un canalla aprende la fatal<br />

precariedad de ciertas impunidades, pero a Luján le sobraban agallas para<br />

zamarrear a un tipo hasta que el tipo aprendiese —o clamara, en nombre de su<br />

madre, que había aprendido— que las impunidades no son eternas. Luján dijo,<br />

una y otra vez, a lo largo de esos tres meses de agonía, sin que sus palabras<br />

139


sonasen gozosas o perversas, que era útil y eficaz enseñar que el carneraje se<br />

paga, aunque esa enseñanza no apresurara nada, aunque esa enseñanza no los<br />

acercara a nada.<br />

Salieron del galpón y caminaron en silencio, como dos desconocidos, unas<br />

pocas cuadras. Entraron a un bar, y Luján pidió, para los dos, salchichas<br />

saltadas con huevo, y una botella de cerveza, la más fría que hubiese en la<br />

heladera del bar.<br />

III<br />

Me levanté sobre Lucía con una cosa seca entre los muslos, y deposité en<br />

ella palabras que no se escriben. Y mis manos, que la recorrieron, que<br />

reconocieron lo que nos separaría, buscaron, en la oscuridad que las envolvía, el<br />

nombre de la guerra, no el del olvido.<br />

IV<br />

El reloj sonó a las cuatro, como lo hizo más veces de las que Demetrio<br />

podía recordar. Demetrio se sentó en la cama y, después, apagó el despertador,<br />

prendió la luz y, adormilado todavía, tomó los pantalones que colgaban de una<br />

silla. Después, ya despierto, los soltó, apagó la luz, se acostó, e intentó dormir.<br />

Cuando se plantó en la calle, las nueve en el frío sol de la mañana, tenía<br />

hambre. Entró a un boliche, y pidió café y un sándwich de jamón y queso.<br />

Otro Demetrio, menos prescindible que él, hubiera sospechado de esa<br />

libertad que nadie le disputaba, de la que era dueño y a la cual nadie ni nada<br />

ponía límites. Descubrió itinerarios para las horas que se aproximaban.<br />

Descubrió el centro de la ciudad y las tardes del centro, que parecen generosas<br />

con su propio tiempo. Descubrió un bodegón en el sur de la ciudad y sus cenas<br />

abundantes para hombres solos y callados. Descubrió hembras que lo hastiaron<br />

con su locuacidad o su indiferencia.<br />

Los hombres arrastraron sus alpargatas hasta los repliegues del fuelle,<br />

encendieron cigarrillos y, silenciosos en esa noche de primavera, clavaron sus<br />

ojos en las manos del tano Ruggero. El tango, en el bandoneón que empuñaba el<br />

tano Ruggero, fue un humo untuoso que se les metió en el cuerpo y les devolvió<br />

140


el habla, el uso de una lengua accesible a los sobreentendidos, y sigilosa,<br />

taimada, indolente.<br />

Parral era una calle de tierra y casas largas y aplastadas, zanjones y<br />

potreros sonoros y cercos de ladrillos rojizos. Y que, cuando enmudecían las<br />

máquinas de coser de los sastres judíos, tenía, también, esas noches de<br />

primavera.<br />

Y Luján dijo:<br />

—Me voy, Demetrio. Mejor nos despedimos aquí.<br />

—¿Te vas? —Demetrio miró el perfil derecho y el perfil izquierdo de<br />

Luján: Luján no bromeaba.<br />

—Me voy —dijo Luján, lejos, los dos, del tango que evocaba, en el<br />

bandoneón del tano Ruggero, a mujer amansada en un sábado de bailongo y<br />

palabras que se parodiaban a sí mismas—. Luis Carlos Prestes larga la<br />

revolución.<br />

—Entremos a tomar una cerveza —dijo Demetrio, la voz ahogada.<br />

—Bueno —aceptó Luján—, pero convido yo.<br />

V<br />

Un viento helado me dio en la cara cuando bajé del ómnibus. Eran las<br />

cinco de la tarde, y las luces de las calles estaban encendidas. Dos cuadras me<br />

separaban del local del sindicato.<br />

Hace más de un año, hablé con Blas para que intercediera, ante la<br />

empresa, por Demetrio. Fue la primera vez que pedí por Demetrio.<br />

Blas estuvo, con nosotros, dos años en la fábrica; como cualquiera de<br />

nosotros, se aguantó sus ocho horas parado entre dos telares Ruti, hasta que lo<br />

nombraron tesorero del sindicato. Blas engordó. Eso es lo que hizo Blas en el<br />

cargo para el que lo designaron, y para el que fue elegido en una votación a la<br />

que concurrieron sus amigos, los acomodados y los alcahuetes. Engordó y se<br />

compró un taxi y, enseguida, otro, y otro. Y ningún tejedor, que yo conozca, fue<br />

tan ingenuo que supuso que la repentina prosperidad de Blas se debió a que<br />

figuraba en el testamento de una tía rica y sin descendencia.<br />

—Sí, sí —me dijo Blas, que estuvo, con nosotros y Demetrio, dos años en la<br />

fábrica, al pie de un par de telares Ruti— no te aflijas. Le doy un golpe de<br />

teléfono a Weldman y asunto arreglado.<br />

Blas, de inmediato, como si me trasmitiera una preocupación que lo<br />

abrumaba dijo:<br />

141


—La cosa está brava: lo quieren voltear al General... Hasta un tipo<br />

tranquilo como vos, si se largan contra el General, no se podrá ir al mazo.<br />

Me enteré de que soy un tipo tranquilo, y revelaciones como ésas no<br />

ocurren todos los días, y agradecido, le dije a Blas:<br />

—Vos arreglá lo de Demetrio.<br />

—Sí, hombre: un golpe de teléfono y listo.<br />

Blas, si usó el teléfono, fue para llamados menos negociables que ése. Una<br />

mañana nos avisaron que la aviación militar bombardeaba Plaza de Mayo. Nos<br />

reunimos en el patio de la fábrica, perplejos ante el silencio de los telares, ante<br />

nuestro propio silencio. El petiso me golpeó en la espalda:<br />

—Hablá. Deciles..., deciles... qué sé yo... Mierda...<br />

Me encogí de hombros; las palabras, algunas veces, son un sonido, una<br />

ondulación que se desvanece en el aire del día. Y ésa era una de esas veces. El<br />

patrón abrió la puerta de la gerencia, y se quedó allí, a cinco metros de nosotros,<br />

en la puerta de la gerencia, mirándonos.<br />

Movió, el patrón, sin ruido, un escarbadientes entre sus labios pálidos, los<br />

pulgares de las manos en las sisas del chaleco; y en su cara arrugada,<br />

consumida, pudimos leer, tan claramente como en un cartel luminoso, jodan<br />

ahora.<br />

Demetrio, que no miró a nadie, dijo:<br />

—Vamos al sindicato.<br />

—Vamos —dije yo, y empecé a caminar hacia la salida de la fábrica.<br />

Grupos de cuatro o cinco hombres se incorporaron al nuestro. También ellos<br />

habían medido la figura de un señor en cuya cara se leía jodan ahora, un señor<br />

que los escuchó parar los telares, las canilleras, las devanadoras, que los vio<br />

juntar coraje y largarse a la calle, a cielo abierto, a lo que fuese.<br />

Llegamos al sindicato. La puerta estaba cerrada. Miramos por las<br />

ventanas, En el jol del local, alcanzamos a ver el busto de bronce de la esposa<br />

del General, y fotografías del General a caballo; del General en el balcón de la<br />

Casa Rosada, en camisa, los brazos levantados en ve; del General, la cara como<br />

de otro, delante del ataúd de su esposa. Escuché, a mis espaldas, puteadas,<br />

preguntas rencorosas, mortificaciones: me reí.<br />

Ahora sé que yo, un hombre tranquilo, fui al sindicato en busca de aquello<br />

que les borrara de la cara, a los dueños de los telares, la serena luminosidad de<br />

se les terminó el dulce, y obtener, con eso, que Demetrio siguiera junto a nosotros,<br />

y pocas cosas más, muy pocas, que uno levanta o hereda a lo largo de su vida.<br />

El petiso gritó:<br />

—Está claro, ¿no? A comer y a dormir la siesta. La Argentina es una tierra<br />

bendecida por Dios.<br />

142


Subí a un camión. Vi gente en las azoteas, con los ojos en el fondo de una<br />

calle desde donde les llegaba el sordo estruendo de explosiones y aullidos de<br />

sirenas. Unos policías, con gestos ceremoniosos y voces suaves, increíbles, nos<br />

invitaron a bajar del camión. El gobierno controla la situación, dijo un oficial.<br />

Váyanse a casa, muchachos, que la familia debe estar intranquila. Atento, el oficial. Y<br />

hasta desolado por las congojas de la familia de uno. Volvimos a casa. Y hubo<br />

quien, por nosotros, como siempre, enterró a los muertos.<br />

Y Blas y los que eran como él volvieron al sindicato, una máscara como de<br />

mucamos prudentes y reservados sobre las caras ablandadas por el miedo y el<br />

estupor. Pensaron en lo que eran: propietarios de taxis y fiambrerías e<br />

intendencias y cuentas corrientes y depósitos en dólares, y no tipos atados ocho<br />

horas a un par de telares ajenos, condenados a escuchar jodan ahora. Jodan: el<br />

comisario, por las dudas, hace veinte años que es amigo mío.<br />

Blas engordó, pero yo fui, esa tarde de invierno, al sindicato, para pedir<br />

por Demetrio, porque no sabía hacer otra cosa por un hombre al que evitaba<br />

sancionar con la palabra viejo.<br />

Me atendió el asesor de la intervención militar en el sindicato. Yo conocía,<br />

no sé de dónde, a ese fulano: acaso lo vi en una de esas revistas que abundan en<br />

los consultorios de los dentistas. Fotografiado, quiero decir: delgadito,<br />

sonriente, de cara a la cámara, una copa en la mano, y la infaltable teñida y<br />

escotada a su lado.<br />

Intenté explicarle qué me llevó hasta ahí. Apelé a una gramática lenta y<br />

cauta, parroquial. El delgadito se impacientó.<br />

—Al grano, mi amigo —dijo—. Este señor no produce en la medida de lo<br />

necesario, y sirve de excusa para promover conflictos. O tramarlos.<br />

—No es una excusa —murmuré, respetuoso, sin apretar los dientes, sin<br />

forzar las distancias que ese sex symbol de la ley y el orden consideraba como<br />

preexistentes entre él y yo.<br />

—Lo es, mi amigo, lo es —sonrió el delgadito, pese a la ausencia de la<br />

teñida y escotada—. Nuestro pobre país fue, hasta hoy, el escenario de una<br />

indecente novela realista: de un lado, los buenos; del otro, los malos. Eso se<br />

terminó, felizmente.<br />

El asesor me palmeó el hombro, sin dejar de sonreír, de oler a tipo<br />

educado, de ésos que nacieron para enseñarnos buenas costumbres, y me llevó<br />

hasta la puerta de su oficina.<br />

—Le aconsejo, cordialmente, que deje el asunto como está —y el<br />

fotografiado me benefició con una espléndida sonrisa Kolynos—. La<br />

democracia nos exige trabajo intenso y sacrificios. Por lo demás, la ley ampara a<br />

todos los argentinos, sin privilegiarlos por su cuna.<br />

143


Me reí: los tipos como yo no gritan ni lloran. Se ríen cuando se ríen.<br />

—¿Decía, mi amigo? —preguntó el asesor de la intervención militar, algo<br />

preocupado, como si, turbado, hubiese descubierto que yo era portador de una<br />

enfermedad contagiosa.<br />

—No dije nada, señor... En verdad, señor, no tengo nada que decirle —y<br />

me di vuelta, y me olvidé de la olvidable fotografía.<br />

Al salir del local del sindicato, tropecé con Blas. De él no me olvidé, y<br />

tampoco ahora, cuando contemplo su barriga y su sonrisa astuta, aporteñada,<br />

en la pantalla del televisor. Y miré, en el televisor, a un hombre sensato en su<br />

casa, una casa que se tasó en 350.000 dólares. Y siempre argentino, Blas. Y<br />

patriota. Argentino y patriota.<br />

Lo paré a Blas, entonces, a dos pasos de la puerta del sindicato:<br />

—¿Y, Blas?<br />

—Vení, vení...<br />

Blas me tomó de un brazo y, después de mirar a un lado y a otro de la<br />

calle, acercó su boca a mi oído:<br />

—Nos preparamos, hermano, para la vuelta del General.<br />

—¿Vos, Blas? ¿Vos? ¿Vos y quiénes más?... Blas: ¿cuándo van a dejar de<br />

cagarnos la vida?<br />

—Pará, pará...<br />

Al otro día, en el vestuario de la fábrica, pocos minutos antes de las cinco<br />

de la mañana, di cuenta de mi excursión turística por el sindicato.<br />

El petiso gimió. Y en el silencio que se levantó en el vestuario, en el frío de<br />

esa mañana, el petiso volvió a gemir. Gimió como un animal. Nos quedamos<br />

allí, las manos en los bolsillos de los pantalones y overols de trabajo, y nadie lo<br />

miró.<br />

Demetrio consiguió la changa a las diez de la mañana. Se levantó a las<br />

nueve, desayunó, y bajó del colectivo después de cruzar los límites de la ciudad.<br />

A las once y veinte paró uno de los telares: se le habían roto más de treinta<br />

hilos. Escuchó el lento fluir de la sangre en los dedos, y escuchó al patrón del<br />

taller deje todo como está no lo necesito.<br />

Viejo, dé parte de enfermo.<br />

Nunca me enfermé.<br />

Vaya al oculista, viejo: cuarenta y siete mil pasadas no es producción.<br />

144


Déjese de embromar, viejo, con antes. ¿Antes tenía aguinaldo y horas pagas por<br />

telar parado, y comisión interna?<br />

Hace quince años que trabajo en esta fábrica y no conocí otro patrón que<br />

Weldman. Fue patrón antes de que tu general se acordara de nosotros, y lo fue con tu<br />

general, y lo es después de tu general. Y si yo hablo como un loco, no hablés más<br />

conmigo.<br />

Se calienta, a veces, el viejo.<br />

Yo no le arreglo más fallas al viejo: pierdo producción, y él se deja basurear...<br />

Dale, petiso.<br />

Dale, un carajo. A Demetrio lo mean hasta los perros.<br />

Entré, a los trece, a la fábrica, de canillero. Y usted, Demetrio, me enseñó el oficio.<br />

Tardaron ocho años en darme dos telares.<br />

¿Qué tomás?<br />

Ginebra.<br />

Salud.<br />

Buscó cigarrillos en los bolsillos del saco de cuero: el paquete estaba vacío.<br />

Demetrio, a oscuras, se frotó la cara. Pensó que debía afeitarse. Prendió la luz.<br />

Le dio cuerda al reloj. Se sentó en una silla y apretó el caño del 32 contra su<br />

corazón.<br />

VI<br />

El petiso llevaba el impermeable puesto y la cara como de hielo. Y nos<br />

avisó de aquello que, en esa sala y a esa hora, no podía sorprendernos.<br />

Miré el reloj —cinco menos cuarto de la mañana: ¿por qué cinco menos<br />

cuarto de la mañana?—, paré los telares y me fui al vestuario, y prendí un<br />

cigarrillo.<br />

Ese día no trabajamos; ese día tomamos coñac en el velorio de Demetrio; y<br />

145


tomamos coñac por la noche y en la madrugada, y caminamos, uno detrás del<br />

otro, alrededor del cajón, y no dejamos, a nadie, tocarle la cara a Demetrio, y no<br />

paramos de tomar coñac hasta que los de la funeraria cerraron el cajón y lo<br />

metieron en una ambulancia.<br />

Nosotros subimos a unos coches alquilados, negros y largos y, en el<br />

cementerio, cuando bajaron el cajón a la fosa recién abierta, me dije que<br />

Demetrio no se mató. Me dije, mientras los terrones de tierra caían sobre la tapa<br />

del cajón, que nosotros, también, matamos a Demetrio.<br />

146


Tualé<br />

Dentro de pocas horas será noche y el año ha de<br />

terminar entre explosiones de petardos y espumantes, o<br />

bombas o quizá algo peor. Pero no será aquí donde<br />

estoy yo. A nadie le interesa si uno muere con tal que<br />

sea desconocido y esté lejos.<br />

Eugenio Montale<br />

Un día más termina para los sanos. Aquí, para los que no lo son, ¿qué?<br />

Voces, escasas, que se pierden en los corredores, sonidos de metales que se<br />

golpean entre sí, respiraciones que se apagan, toses. Un grito.<br />

Lavo el plato de la cena. Un muchacho alto y delgado seca, con un trapo,<br />

el suyo. Hace tres semanas que se internó aquí, en el Instituto, me dice. Miro su<br />

cara pequeña, sus pies blancos que calzan ojotas. Tiene una infección en los<br />

riñones, pero, asegura, se siente mejor. Hay un tono aterciopelado en su voz,<br />

como un chico que pide limosna.<br />

El hombre de la cama 31 se despierta (yo soy el 32). La botella de leche con<br />

que lo alimentan (un tubo de plástico va de la botella a su nariz) pierde. Bajo de<br />

mi cama y llamo a la enfermera. 31 le dice a la enfermera que desea “ir de<br />

cuerpo”. “Le traigo la chata”, le contesta la enfermera alta, delgada y joven.<br />

“¿No puedo ir al baño?”, pregunta 31. “Espere que consulte al doctor.” Sí, el<br />

doctor da permiso. 31 sonríe: le importa, todavía, ser pudoroso.<br />

A las seis de la mañana, el chasquido del lampazo. Estoy en una<br />

habitación de tres camas, separadas por cortinas blancas y viejas y de goma. Me<br />

toman la temperatura, el pulso, la presión. Se llevan el frasco en el que oriné.<br />

Me afeito, me lavo los dientes, me peino. Esto no es una cárcel ni un<br />

cuartel: sin embargo, por algunas de sus normas, el Instituto se les parece. De la<br />

cárcel se huye para ganar la libertad, no la muerte. Al cuartel se lo abandona y,<br />

en ese instante, sólo en ese instante, cuando uno recupera su identidad, se siente,<br />

por la carne, por los ojos y el paso, y en los huesos, el don espléndido de la<br />

juventud. Al Instituto (un hospital, para decirlo de una vez, pero menos<br />

laberíntico que los que uno conoce) se ingresa con el corazón encogido, no<br />

147


importa lo que diga la cara. Se cree en todo y, también, en nada, para no<br />

entregarse a lo que funciona entre sus paredes: una máquina que expele,<br />

incesante, vaticinios, anhelos, dolor. Y, también, explosiones de alegría.<br />

Medidas, ellas.<br />

Miro, por la ventana, el invierno que no termina.<br />

A 33, lo rodean tres médicos. Que tome agua le dicen. Que abra la boca.<br />

Más. Y le pinchan la lengua. “Tire la cabeza para mi lado... Levante los<br />

hombros... Bájelos... Otra vez.” Y 33 gruñe ga ga ga. Los médicos, sin mirarse,<br />

cruzan veloces comentarios, en esa jerga que infunde, aún, tanto mítico respeto<br />

y tanto terror entre los enfermos. Una médica joven palmea la espalda de 33:<br />

“Bueno, no lo torturamos más... Descanse”.<br />

Noche sin pesadillas. Llovió. Me despertó la lluvia. Antes me despertaba<br />

N. para que escuchase el ruido de la lluvia sobre los techos, sobre el asfalto de la<br />

calle.<br />

G., parco, me anuncia una pielografía y una cistoscopía para la próxima<br />

semana y, enseguida, examen de las placas por los radiólogos. “Y, de allí,<br />

partimos.”<br />

Salgo del Instituto. Régimen de libertad vigilada.<br />

“...la muerte que cura todos los dolores.” ¿Quién era Sarmiento cuando<br />

escribió esas palabras?<br />

A las once de la mañana comenzó la pielografía descendente. Terminó a<br />

las doce menos cuarto. Después tomé el buen café que me trajo N., y comí dos<br />

grandes rebanadas de paté que ella preparó.<br />

Mañana, la ecografía. N., me dice, mientras fumamos, mientras miro,<br />

desde el segundo piso del Instituto, uno de los mediodías de un invierno que no<br />

148


termina: “El cuerpo responde a ciertos estímulos y, por el tipo de respuesta, se<br />

sabe si tenés un tumor o no. O un cálculo. O lo que sea”. Como escriben los<br />

narradores norteamericanos de la serie negra: así de simple.<br />

Células cancerosas no organizadas: eso es lo que G. dice que tengo, algo<br />

menos parco, algo menos flemático que de costumbre. En la vejiga, me dijo,<br />

creo, pero ahora no lo recuerdo.<br />

La discusión que tuvimos, antes de que emitiera su diagnóstico, fue<br />

cualquier cosa, menos una conversación entre caballeros. G. se negó a<br />

informarme del resultado de un análisis seriado de orina. “Soy, si usted no se<br />

opone, el dueño de mi cuerpo”, dije. G. palideció, y se echó atrás en su silla, y<br />

me miró, y dijo, con la frialdad de un lord inglés irritado, lo que dijo, y dijo que<br />

era preciso que me internara.<br />

33, canoso, pintón, un bigote fino como una anchoa, me pide que anote un<br />

número de teléfono. “De mi hermana, ¿vio? Ella sufre del corazón, así que...” Le<br />

pregunto qué debo decirle a la hermana que sufre del corazón. Piensa. Abre la<br />

boca. Le miro la saliva pastosa en la lengua; las quemaduras en el cuello<br />

producidas por las aplicaciones de cobalto; las manos, acostumbradas al naipe y<br />

al cubilete de dados, que tiemblan sobre sus rodillas. “Dígale a mi hermana que<br />

quiero que venga mi señora... Que mi hermana no se asuste: es lo principal.”<br />

33 se aprieta las sienes con las manos que le tiemblan y susurra: “Tengo<br />

una neuralgia, ¿vio?”.<br />

Entra a la pieza una médica, renga y joven, que carga con un imposible<br />

peinado de trencitas y flequillos, y que sonríe, y que le dice a 33: “Quédese en la<br />

camita, vaya... Ahora le damos una inyeccioncita y se le pasa la molestia que<br />

tiene”. 33 se acuesta en la camita, y una enfermera le aplica la inyeccioncita<br />

recetada para que se le pase ‘la neuralgia, ¿vio?”. Corro la cortina vieja y blanca<br />

y de goma que separa la cama de 33 de la mía. “Tírese en la camita, viejo”, le<br />

aconsejo. 33 me sonríe: se pone de pie, se sube los pantalones y sale al pasillo.<br />

Dejo caer la cortina.<br />

¿Cómo se escribe no a mí? ¿Y quién escribe por qué a mí?<br />

Miro esas palabras que escribí. Escritas, no gritan.<br />

149


33 me pide que llame a los médicos, a la enfermera, a Dios. Yo llamo:<br />

vienen los médicos, las enfermeras de guardia, y Dios que, como se sabe, es<br />

criollo. ¿O es el Diablo quien cuidó que 33 tocase las orillas de la mañana, y<br />

pudiera, parado frente a un espejo, rasurarse las flojas canas que le crecieron en<br />

las flojas mejillas, durante una noche de ruegos abominables?<br />

La pielografía que me sacaron se acumula en una mesa adosada de la<br />

pared, junto a mi cama. Placas negras, grandes, medianas, rectangulares. Y, en<br />

ellas, mis riñones, mi columna vertebral, mi vejiga. Manchas grisáceas, puntos<br />

blancos. Lecturas en un mapa color humo.<br />

33 se me acerca, la cara negra, y murmura en mi oído: “No puedo tragar”.<br />

También yo le palmeo el hombro; también yo le sugiero que tome agua, que<br />

intente tragarla. Toma agua, traga, solloza. Llega la enfermera del turno tarde y<br />

nos mira. “¿Qué le pasa?”, pregunta a 33.<br />

Tarjeta para que N. entre al Instituto a cualquier hora: Razón del permiso:<br />

Citología exfoliativa positiva.<br />

Preguntar por qué a mí es preguntar por qué no al otro.<br />

Se acaba de ir R. Fuimos, hoy, los dos, algo más locuaces que cuando nos<br />

encontrábamos en un bar de una ciudad que se llama Buenos Aires, y<br />

hablábamos de cómo era jugar al ajedrez en un café de Córdoba, y de lo<br />

divertido que fue mientras duró, y de cómo narrar a Kant, o qué imagina un<br />

tipo, sentado en la caja de un camión de mudanzas que circula por las calles<br />

porteñas, y teclea, en una vieja Underwood, consignas de resistencia al poder<br />

de los torturadores, que nadie leerá. Hablábamos, si hablábamos, del tono de<br />

Onetti y, accidentalmente, de los tipos que uno desprecia, y cuya sola mención<br />

te ayuda a olvidar, por lo que dura un sorbo de whisky, las penas del mundo.<br />

R. me dejó La muerte de Virgilio, y se fue, las manos blancas y frías en los<br />

bolsillos de un sacón negro de marinero.<br />

Una mujer madura, opulenta, le pregunta a 31: “¿A vos nunca te dolió<br />

150


acá?”, y se señala un lugar del cuello, allí donde 31 cree que se origina la<br />

parálisis de su lengua. Él, con una voz rasposa, contesta: “No, nunca”. Ella,<br />

entonces, exclama: “¡Viste!”. 31 cabecea, va hasta la balanza que hay en el<br />

corredor, y que nadie usa, y se pesa. Mira a la mujer madura y opulenta como si<br />

la viese por primera vez, y le pregunta: “¿Bajé o no bajé de peso?”.<br />

Camina los pasillos un viejo de cara aindiada. Le preguntó a N., hace un<br />

rato, qué tenía yo. N. le contestó que, todavía, no había un diagnóstico<br />

definitivo sobre lo que fuese que yo podía tener, y que los médicos dudaban<br />

acerca de la naturaleza del mal, su gravedad y cómo y dónde ubicarlo. El viejo<br />

de cara aindiada pensó unos largos segundos y dijo: “Eso es bueno: la<br />

enfermedad no hizo casa”.<br />

Emerjo, como si un brazo lento y sin músculos me izara de un mar de<br />

aceite, y encuentro encendidas las luces de la habitación, y escucho sonidos que<br />

demoro en distinguir.<br />

El doctor S. G. y otros dos médicos jóvenes se mueven alrededor de la<br />

cama de 33. Descorro la cortina de goma vieja. 33 respira pesadamente. Su larga<br />

nariz, la cara, los bulbos quemados debajo de las orejas tienen un color terroso.<br />

33 gime: “Doctor, doctor, no me deje. (Las dos noches anteriores, 33 temió<br />

dormirse como si, indefenso en el sueño, algo, alguien, se lo llevara, en silencio, a<br />

ninguna parte. No apagó la lámpara instalada a la cabecera de su cama, hasta<br />

que no escuchó los ruidos de la mañana. Ayer, durmió una corta siesta. Pero,<br />

antes, su mujer, sentada en el borde de la cama, le prometió protegerlo de las<br />

perversidades de la vigilia. La mujer le acarició el pelo engominado, las<br />

deflagraciones del cobalto, los ojos que lagrimeaban, y 33 cerró los párpados.)<br />

El doctor S. G. es un hombre joven, bello, atrayente. “Vamos —le dice a<br />

33—, no te asustes que va todo bien... Mové el hombro derecho... Muy bien...<br />

Ahora, el izquierdo... Seguí con la mirada mi dedo... El dedo, te dije... Acostate...<br />

Levantá las piernas y estiralas y dejalas estiradas hasta que yo te avise... No, no,<br />

no me aflojés.”<br />

33 se queja: “Mi cabeza, doctor”. Y 33 hunde los dedos de sus manos en el<br />

pelo engominado. Los tres médicos no lo escuchan: intercambian frases veloces,<br />

cada vez más veloces y filosas, que horrorizan a 33, y que me llevan a suponer<br />

que él, 33, y 31, y yo) y los enfermos de la sala, y las enfermas del primer piso, y<br />

los enfermos y enfermas de este país, pertenecemos a una raza privada de<br />

inteligencia.<br />

151


Veo, en las caras de esos tres proletarios de la salud, un destello de<br />

felicidad. Palpan el cuello y los hombros de 33 y redescubren las patologías que<br />

aprendieron a diagnosticar (y combatir) en los libros, en los trabajos prácticos,<br />

en las clases magistrales.<br />

De pie, se miran, callados. Ha cesado su jerga veloz, y que fue cada vez<br />

más veloz. Se llevan a 33 a la sala de terapia intensiva. Lo sientan en una silla de<br />

ruedas y se lo llevan. De su cuerpo, desnudo y blancuzco, escapa un pútrido<br />

olor a caca.<br />

N. me dice, antes de irse: “¿Y si el análisis (el de orina seriada, el análisis<br />

que reveló la existencia de células cancerosas) fuera de otro?”.<br />

Desde ayer, al mediodía, estoy en casa. El doctor G. me dijo que lo vea el 2<br />

o 3 de agosto. Para entonces, se conocerán los resultados de la cistoscopía, de la<br />

pielografía, de la sangre que me sacaron, de la orina que derramé en frascos de<br />

vidrio rotulados.<br />

Cuando me despedía de la mujer de 33, ella se echó a llorar: “Yo lo sabía,<br />

Yo lo sabía... Entraba a casa y no lo podía mirar. Y él era tan bueno con los hijos.<br />

Y para todo se daba maña, viera... Escribía tan bien a máquina”.<br />

Ayer, acaso (¿acaso?), inadvertidamente, saqué de un estante de la<br />

biblioteca Una cuestión privada de Beppo Fenoglio. En el prólogo, tropecé con<br />

estas palabras: “Fenoglio, que participó en la resistencia antifascista italiana,<br />

murió de cáncer a los 41 años. Un año antes de su fallecimiento, enterado de<br />

que esa peste devoradora se había instalado en su cuerpo, le dijo a un amigo:<br />

‘Paciencia, hay que estar disponible’”.<br />

Dormí, anoche, como dicen que duermen las piedras.<br />

¿Hubiera sido bueno no despertar, no encontrarme con mi cara en el<br />

espejo, con la taza de café que humeaba en la mesa, con el olor de las<br />

medialunas que compré en la panadería, con las rojas tajadas de jamón crudo,<br />

en un plato, al alcance de mi mano?<br />

152


Anoche hicimos el amor, ¿Fue en otra vida que me acosté con N., que nos<br />

desnudamos, que trepé a sus muslos, que llené de saliva su ombligo?<br />

Escribo otra vida porque el tiempo, ahora, es ese reloj de bolsillo que<br />

heredé del viejo Pedro Milesi, al que no doy cuerda, yo, que odié siempre los<br />

relojes parados.<br />

Paciente: ¿el que sufre?<br />

Paciente: ¿el que padece, resignado? ¿El que se somete?<br />

Paciente: significante, damas y caballeros.<br />

Nunca fui paciente con el mundo que me tocó vivir. Ni lo soy.<br />

No voy a dedicarme, paciente, a la idiotizada contemplación de cómo el<br />

cáncer me disminuye, me reduce a algo que no vale ni una mirada de lástima.<br />

N. me lee, en Clarín o en La Nación, que un tal Gancedo, funcionario de<br />

criminales, declaró, en una reunión de la Unesco, que un millón y medio de<br />

argentinos emigraron del país de los ganados y las mieses, “por simples<br />

discrepancias políticas”. Y que no conocía, ni de nombre, a Rodolfo Walsh y<br />

Haroldo Conti, escritores.<br />

¿Pensó Walsh, cuando lo asesinaban, por qué a mí? ¿Pensó Haroldo Conti,<br />

cuando le quebraban, uno a uno, sus dulces huesos de cristiano, por qué a mí?<br />

Entramos, N. y yo, al consultorio de G. G., y sobre su escrito estaba el<br />

informe de los análisis, escarbamientos y otras humillaciones que conoció mi<br />

cuerpo. G. G. dice que es contradictorio.<br />

Con un tono de voz bajo, y aun suave, le pregunto a esa bata blanca que<br />

habla menos que poco, qué entiende por contradictorio. Algo parecido a una<br />

sonrisa se le arma en los labios. Bueno, responde, que todos los análisis —y los<br />

enumera puntualmente— dieron resultados negativos. Desdicen o niegan el<br />

análisis seriado de orina. Ahora, agrega, queda la tomografía... Lo único que<br />

pudimos advertir es una muesca en el riñón izquierdo, que, quizá se haya<br />

producido por la caída de algún cálculo.<br />

En la calle, N. me repite las palabras de G. Escucho a N., y recuerdo una<br />

línea de un poema de Borges. Me callo: ¿no es una frivolidad intelectual<br />

recordar un poema de Borges en la puerta de un instituto hospitalario?<br />

N. me dijo, por teléfono, que iba a buscar la tomografía. N. vuelve a<br />

llamar: salvo una imagen quística renal, no hay nada.<br />

Tres llamadas más de N. Me pidió que compre comida china. Me preguntó<br />

153


si estoy contento. Me preguntó si la quiero.<br />

G. vio la tomografía. Nada. Los exámenes: nada. Hay que extirpar el<br />

cálculo, dijo. Y no hay alta. Habrá otros Papanicolau, control imprescindible<br />

para saber el porqué de las células cancerosas.<br />

Un día de la semana que viene vuelvo a internarme.<br />

Soy el 4, en un box con dos tabiques de acrílico.<br />

Freud temía que su madre lo sobreviviera. Hombre inteligente, Freud.<br />

Informe de G.: mañana, a las 8.30 horas, me opera. Las ecografías y la<br />

última pielografía muestran algo en el riñón izquierdo. Ese algo no lo muestra la<br />

tomografía, debido, quizás, a los cortes largos... No pregunto, no lo asedio como<br />

otras veces. G. se esfuerza por ser cordial: voy a explorar el riñón, dice, como si<br />

la cosa careciese de importancia. Y logra sonreírme.<br />

Miro, un rato, por la ventana, el invierno de Buenos Aires, las ramas<br />

peladas de los árboles, las luces de la noche.<br />

N. me afeita la pelambre del pecho y de la pelvis. Me afeita la espalda y los<br />

pelos de las piernas. N. y yo nos miramos, de pie. Beso a N., lentamente, en la<br />

boca. Estoy desnudo.<br />

154


Un largo pasillo iluminado<br />

Leo Frankel vive en una vieja casa de la calle Cangallo, a pocas cuadras del<br />

Obelisco. Si uno abre la puerta de vidrios rajados, alta y estrecha, en la planta<br />

baja, y da tres pasos, encuentra una escalera que se alza en espiral, como una<br />

voluta de humo. O eso parece.<br />

Y si uno sube veinte escalones, sucios y gastados, desemboca en un largo<br />

pasillo. De día, una penumbra frágil e inmóvil cubre el largo pasillo. Cuando<br />

anochece, la lámpara, que cuelga de un techo alto y descascarado, disipa esa<br />

penumbra e ilumina cuatro o cinco puertas a medio cerrar. Pasás delante de<br />

ellas y escuchás palabras que se quiebran en el aire, risas, el rasguido vacilante<br />

de unas cuerdas de guitarra.<br />

La luz de la lámpara no llega al final del largo pasillo, pero sobre la<br />

madera cepillada de la última puerta brilla una pequeña chapa de cobre en la<br />

que se lee Frankel. Debajo de la chapa de cobre, tres palabras escritas con un<br />

lápiz de carpintero: No golpee. Entre.<br />

Fue lo que hice: abrí la puerta y entré a una pieza cuadrada, de techo bajo.<br />

Junto a la única ventana de la pieza, una mesa. A los costados de la mesa, un<br />

taburete y un sillón de mimbre. En la mesa, una cafetera de metal.<br />

Me gustan los sillones de mimbre: prefiero, sin embargo, los sillones<br />

hamaca, también prefiero a las mujeres rubias y, si es posible, malignas.<br />

De la pieza contigua, llegó la voz clara y lenta de Frankel. Me senté en el<br />

sillón de mimbre. Frankel enseña algo —simbología, relajación— a sus<br />

ocasionales alumnos. Tal vez, por lo que sé o por lo que, hace tiempo, me<br />

dijeron del hombre que hablaba, con lentitud y claridad, en la pieza contigua,<br />

enseña, a sus ocasionales alumnos, a ser pacientes.<br />

Al rato, salió de la pieza contigua un grupo de muchachos y muchachas.<br />

Miré las pantorrillas de las muchachas, cuando las muchachas pasaron frente a<br />

mí, con la serenidad de un tipo a quien el tiempo forzó a reconocer que su<br />

juventud fue —como escriben, aún, los poetas municipales— una fiebre<br />

pasajera. Miré las pantorrillas de las chicas, encendí un cigarrillo, y traté de<br />

imaginar qué pasaría si le pedía, a cualquiera de esas muchachas, que enroscara<br />

sus piernas en mi cuello.<br />

155


Frankel atravesó el angosto hueco que comunica la pieza en la que dicta —<br />

persuasivo, acaso; tenaz e incomprendido, seguramente— su lección de<br />

paciencia.<br />

—¿Café? —preguntó Frankel, y su cara, enjuta y tranquila, me sonrió.<br />

—Sí.<br />

—El café lo preparo mejor que Ruth. Es lo único que preparo mejor que<br />

Ruth —dijo Frankel, como si, todavía, se pudiera dudar de su afirmación.<br />

La luz cruda que venía de la pieza contigua resbaló en el cabello ralo y<br />

canoso de Frankel, en su saco grueso y oscuro, abotonado hasta el cuello.<br />

Frankel es flaco y, quizá, por eso, parece alto. Le ofrecí un cigarrillo.<br />

—No, gracias —dijo Frankel—. Hace mucho que no fumo... ¿Tenés frío?<br />

—No.<br />

—¿No?<br />

Le repetí que no se preocupara, y que, si llegaba a sentir frío, se lo diría.<br />

—Ruth —dijo Frankel— compró una estufa a querosén. No me puedo<br />

explicar cómo se la vendieron tan barata. Esa mujer debería dedicarse a los<br />

negocios: siempre se lo digo. Le digo: “Ruth, tu ojo no perdona”. Y ella se ríe.<br />

Nunca termino de entender de qué se ríe.<br />

Frankel se quedó pensativo. Frankel, por lo que conozco de él, se siente<br />

desvalido cuando no entiende algo. Si estuviera frente a un esquimal y no<br />

lograra descifrar su lenguaje, se vería sacudido por la misma perturbación que<br />

le produjo la risa de Ruth, cuando esa risa dijo algo que él no supo qué la<br />

originaba.<br />

—¿Cuanto hace que no nos vemos? —preguntó Frankel.<br />

Le dije cuánto hacía que no nos veíamos.<br />

—Desde el entierro de tu padre, ¿eh? —dijo Frankel, sorprendido.<br />

—Desde la tarde que lo cremaron —precisé.<br />

—Sí —asintió Frankel—. Desde esa tarde. Ahora, tomá el café, por favor.<br />

Tomé el café: era bueno, realmente, ese café. Y fuerte, y caliente. Frankel<br />

me pidió que lo tomara sin apuro. La gente apurada, dijo, siempre se atraganta.<br />

—¿Como te sentís? —preguntó Frankel, la cara de quien va a alguna parte.<br />

—Bien —le contesté, recostado en el sillón de mimbre. Pensé que su<br />

pregunta aludía a lo que recuperé de mí, después de abandonar el Instituto. Y<br />

no fui yo quien le contestó: contestó la memoria que mi cuerpo guarda de sus<br />

capitulaciones. Digo, entonces, que le contesté con un énfasis descreído; con la<br />

torpe, errática verborrea que paraliza la curiosidad de los otros.<br />

—¿Eso es todo? —preguntó Frankel, que iba hacia alguna parte, y que me<br />

devolvió, llena, mi taza de café.<br />

—Eso es todo —y sonreí—. Camino despacio, controlo la sal de mis<br />

156


comidas, vigilo el color de mi orina, cultivo manías.<br />

Deposité la taza vacía en la mesa, y me apoyé en los brazos del sillón para<br />

levantarme. Frankel, desde el lugar al que había llegado, me detuvo:<br />

—No te vayas: Ruth no puede tardar mucho más. Sé que le alegrará verte.<br />

Encendí otro cigarrillo y me recosté en el sillón de mimbre. Frankel dijo,<br />

desde el lugar al que había llegado, que lo visitó un individuo joven, un experto<br />

—dijo Frankel— en el arte de vender lo que vende. Me pidió que le contara las<br />

intimidades de un actor. Me pidió que le hablara de los secretos de la profesión.<br />

“Hábleme desde las orillas del teatro que no conoce la gloria. Hábleme de la<br />

privación y del hambre, si las hubo. Hábleme de la vejez de un actor de teatro.<br />

Y de cuándo, por qué y cómo se prostituye. Y del fracaso. Y del olvido. Dígame<br />

qué es el olvido para un actor de teatro.” No lo puse del otro lado de la puerta<br />

con su sonrisa de seductor de sirvientas provincianas, su perfume barato y su<br />

bigote mejicano: hablé para él. Tal vez me preguntes por qué no lo puse del otro<br />

lado de la puerta, y hablé para él. Tal vez no...<br />

Frankel exhaló un ahhh fatigado, y yo apagué el cigarrillo.<br />

—Fui el hijo de un hombre delicado y escéptico —dijo Frankel—, que<br />

sostenía que el respeto al prójimo se probaba en la calidad del desdén por la<br />

arrogancia de los trepadores... No, no lo puse en la puerta: le hablé. Él puso en<br />

marcha el grabador y yo hablé. Usted confía en las palabras, le dije. Él me<br />

contestó que confiaba en las palabras como un bebé en la dulzura de la leche<br />

materna. Entonces, le dije al grabador que los escritores exitosos y los actores<br />

improvisados creen en la palabra. El individuo de los bigotes mejicanos apagó<br />

el grabador y me mostró el impecable esmalte de sus dientes: mañana vuelvo.<br />

Volvió, encendió el grabador, y me pidió que hablara, que no olvidara nada<br />

importante. Hablé. Y cada palabra que dije era una mentira.<br />

Los hombres delicados y escépticos mienten porque no saben cerrar, a<br />

tiempo, las puertas de sus casas, dije, recostado en el sillón. La cara tranquila y<br />

enjuta de Frankel sonrió.<br />

Frankel, que aún sonreía, dijo, desde el lugar al que llegó, que no se<br />

mintieron Ruth, mi padre y él, y otros como Ruth, mi padre y él, para quienes la<br />

juventud no era una fiebre pasajera, cuando fundaron el grupo de teatro<br />

Spartakus. Frankel dijo que mi padre trajo a maquinistas, planchadores y<br />

costureras del gremio del vestido a la sala que alquilaron cerca del Mercado de<br />

Abasto, y que los maquinistas, planchadores y costureras trajeron a<br />

metalúrgicos, portuarios y gráficos y peones de los frigoríficos, y que todos se<br />

sentaban en los bancos de la sala que alquilaron cerca del Mercado de Abasto.<br />

¿Qué palpitaba en esos cuerpos silenciosos, qué universo emergía de la<br />

oscuridad, y en cada uno de esos cuerpos silenciosos, cuando Chejov sugería,<br />

157


en alguno de sus textos, la incierta crueldad de una repentina tala de árboles; o<br />

cuando se enumeraban, con voces estentóreas y trémulas, los pesares de Sacco y<br />

Vanzetti? ¿Qué de sí mismos encontraban en los personajes de Arlt, que<br />

gustaban de la expiación y de la perversidad; o en la agonía de los negros de<br />

Scottsboro? No lo sé, dijo Frankel, esa noche, la cara enjuta y tranquila y sin<br />

arrugas. El grupo de teatro era joven, el local en el que actuaba era húmedo, la<br />

comida del grupo era de pobres: eso es todo lo que sé, dijo Frankel, esa noche,<br />

la cara en paz y sin arrugas. Nos interesaba el cerebro de la gente, si eso te dice<br />

algo.<br />

Frankel contó, esa noche, que durante un ensayo, Yasha, a quien nadie<br />

conocía, subió al escenario y compuso un Hamlet que no era bello ni ágil ni<br />

dubitativo. El Hamlet de Yasha era un glotón que premeditó su glotonería (con<br />

lo cual indicaba que podía premeditar su ascetismo), más bien bajo, más bien<br />

gordo y repulsivo para una mirada desprevenida. El Hamlet de Yasha<br />

desplegaba sus dotes de actor en beneficio del Hamlet que aspiraba hacerse del<br />

poder, y que sabía que el poder exige, a los príncipes, disimulo, dádivas,<br />

promesas y crimen. El príncipe de Yasha usaba máscaras sensuales, inocentes,<br />

enfermas, corrompía y mataba.<br />

Después de ese ensayo, Frankel pensó que los hombres y las mujeres que<br />

asistían, los fines de semana, al local que el grupo alquiló cerca del Mercado de<br />

Abasto, se impusieron el Hamlet de Yasha como si evocasen, confusos y<br />

perplejos, jirones de un sueño que padecieron y que habían olvidado.<br />

Frankel me sirvió coñac y me preguntó si estaba cansado. Le dije que el<br />

coñac era excelente y que no estaba cansado. Frankel dijo, esa noche, que lo<br />

imposible se demora, y que esa demora dispersó a los hombres y mujeres que se<br />

sentaban en los bancos del local que alquilaron cerca del Mercado de Abasto, y<br />

también a Spartakus, y que explicar qué arrojó a una desesperada soledad a<br />

hombres como mi padre, y aburguesó a quienes optaron por lo posible, no era<br />

una cuestión que se pueda confiar a analistas, comunicadores sociales u otros<br />

alquimistas de las palabras.<br />

Escuché lo que dijo Frankel, y le pregunté, circunspecto, si lo de<br />

desesperada soledad no era una exageración. Un hombre que elige no ser<br />

burgués, dije, juega, la mayor parte de su vida y a lo largo de casi toda su vida,<br />

contra un cubilete de dados cargados. Lo demás —los infinitos nombres de la<br />

desesperación, el fracaso, la vejez, la soledad— es patrimonio de los escritores<br />

que aceptan los dictámenes del mercado. Persistí, sentado en el sillón de<br />

mimbre, en otras obstinaciones, en otros desamparos, hasta que se me secó la<br />

boca.<br />

Frankel alzó, lentamente, el brazo izquierdo y miró en su muñeca, la esfera<br />

158


negra del reloj. Luego, lentamente, bajó el brazo y, desde el lugar al que llegó,<br />

me llenó el vaso con coñac, y dijo que Ruth y él no sabían de Yasha por meses y<br />

años. En una hora cualquiera del día, Yasha empuja la puerta y se sienta en el<br />

sillón de mimbre. Ruth, que le reprocha que no les hubiera puesto una línea en<br />

meses y años, prepara las carnes, las papas, las pastas, el vino del almuerzo, de<br />

la cena, de las primeras horas de la madrugada. Yasha cuenta, con una voz<br />

neutra y rápida, que viajó al norte del país, y que una mujer le relató, con un<br />

fervor admirable, el argumento de la última novela de un autor progresista y<br />

tropical, mientras él se rebajaba a penetrarla. Tenía hambre, dice Yasha, y esa<br />

mujer que, cuando yo la montaba, se complacía en memorizar fragmentos de<br />

novelas de escritores que no temen revelar su adhesión a una izquierda<br />

comprensible y, por fin, civilizada, esa mujer, repito, me alimentó dos meses. Ni<br />

en la Edad Media, con guerras de treinta años y pestes y hambrunas, se vivía<br />

como vive Yasha, dice Ruth, sin mirar a Yasha.<br />

No les escribía; cuando empujaba la puerta, en una hora cualquiera del<br />

día, y se sentaba en el sillón de mimbre, callaba. Frankel le dijo a Yasha, en uno<br />

de sus regresos, que supo que lo golpearon, a la salida de una fábrica, hasta<br />

darlo por muerto. ¿Yasha quería probar la mano de los custodios una segunda<br />

vez?, preguntó Frankel. Yasha dijo que quiso confrontar sus caracterizaciones<br />

de burócratas y matones sindicales y simples obreros, los simples y sencillos<br />

obreros —la carne en disputa, digamos, dijo Yasha, con una sonrisa breve y<br />

cortés— con los modelos reales. Esa confrontación no le enseñó nada que no<br />

supiera, dijo Yasha. Y dijo que olvidaría esas caracterizaciones y lo que vio, y<br />

que ese olvido sería otra cosa. Dijo que intentaría explicarse. Dijo que conoció a<br />

una mujer que Borges amó o fingió amar hasta que olvidó que la amaba o que<br />

fingía que la amaba. Y Borges, que olvidó que amaba, o fingía amar a esa mujer,<br />

pulió, con ese olvido, una metáfora, que supuso perfecta, indemostrable y<br />

fugazmente perfecta; que supuso dulcísima y perversa. La mujer que Yasha<br />

conoció, y que Borges amó o fingió amar hasta que olvidó que la amaba o fingía<br />

amarla, le dijo a Yasha que Borges creía que esos olvidos constituyen el arte de<br />

narrar.<br />

Los artistas del sistema venden a Sófocles en ritmo de rock; yo escenifico<br />

las fórmulas de Einstein, dijo Yasha. Y sonrió. Y pidió que se aceptara esa<br />

sonrisa como avergonzada: nunca en treinta años de actuación, arriba o abajo<br />

del escenario, nadie le escuchó un discurso tan largo y tan, digamos, dijo Yasha,<br />

execrable.<br />

Frankel dijo, durante uno de los regresos de Yasha, que quienes<br />

consideraron que el nombre de Spartakus impregnaba una labor cultural, seria y<br />

digna, con las consignas anacrónicas de los años veinte, y cambiaron el nombre<br />

159


de Spartakus por otro más fácilmente legible, más fácilmente recordable y<br />

plural, importaron un director norteamericano que, por lo que le dijeron a<br />

Frankel, se mostró descontento e irritado con los actores que probó para el<br />

papel del Galileo de Brecht.<br />

Yasha, dijo Ruth.<br />

Yasha se abrochó el sacón que amortiguó la furia profesional de los<br />

custodios y, sin hablar, acompañó a Frankel y a Ruth hasta una sala con<br />

calefacción y butacas afelpadas. Frankel dijo que Yasha compuso un Galileo<br />

creíble. Simplemente eso: creíble. Creíble el Galileo que cede antes de que lo<br />

encadenen a la mesa de tormentos, y reniega de la audacia de sus hipótesis;<br />

creíble el Galileo hereje, que no abjura de sus investigaciones y de los<br />

desasosiegos que ellas proponen. Y Frankel, desde el lugar al que llegó, sonreía<br />

a algo, y la sonrisa era compasiva, y era, también, un fino trazo de escarcha que<br />

se desvanecía como tocado por el fuego.<br />

No habían terminado las cavilaciones del director norteamericano, y de<br />

quienes rebautizaron a Spartakus, acerca de los riesgos que afrontarían si<br />

contrataban a un tipo imprevisible como Yasha, cuando Yasha, dijo Frankel, se<br />

abrochaba el sacón, y volvía a irse.<br />

Ruth se prendió de mi brazo, dijo Frankel, y los dos seguimos a Yasha.<br />

Yasha caminaba con el paso de un hombre joven. Yasha cruzó una estación de<br />

ferrocarril. Ruth, dijo Frankel, llamó a Yasha. Yasha, callado, cruzó la estación<br />

de ferrocarril, como si la estación de ferrocarril, no fuese, de noche, un escenario<br />

desierto. Yasha, lejos de las frías luces de la estación de ferrocarril, se acostó en<br />

las vías del tren. Yasha, acostado en las vías del tren, tenía un cigarrillo en la<br />

boca. Frankel dijo que le encendió el cigarrillo, y le deseó una actuación como<br />

nunca antes se le conoció arriba o abajo de un escenario.<br />

Frankel apretó, con su brazo, el brazo de Ruth, y Ruth y Frankel<br />

caminaron hacia las frías luces de la estación. Frankel dijo que Ruth se soltó de<br />

su brazo y corrió hacia las vías del tren.<br />

Frankel mira las piernas de Ruth que corren hacia las vías del tren, y a<br />

Ruth que se arrodilla en las vías del tren, la cara de Ruth por encima de la brasa<br />

del cigarrillo que fuma Yasha. Frankel gira sobre sí mismo y abandona el<br />

escenario. Y eso, creo, es lo que mira Frankel desde el lugar al que llegó.<br />

Frankel volvió a servir coñac en nuestros vasos, y alzamos los vasos, y nos<br />

tomamos el coñac de nuestros vasos. Frankel me dijo que bajara despacio la<br />

escalera y que cuidara mi salud.<br />

Caminé, despacio, el largo pasillo iluminado por una lámpara que cuelga<br />

del techo, que cede a las grietas y la humedad. Frankel me dijo que a esa hora<br />

de la noche —la hora en que me despedí de Frankel— volvía Ruth. O un poco<br />

160


más tarde.<br />

161


En la mecedora<br />

El neurólogo dice esto: dos años atrás, me leyó las conclusiones del<br />

informe añadido a una polisomnografía nocturna a la que, le consta, me sometí<br />

desdeñoso y resignado.<br />

El neurólogo que se parece, demasiado, a un caballero inglés —algo así<br />

como un jugador de polo vestido, de los hombros a los tobillos, con una bata<br />

blanca, y rubio, atildado, de estatura y edad medianas y ojos fríos y claros—,<br />

me pregunta, no muy ansioso, como fatigado, si recuerdo algo de aquella<br />

lectura.<br />

Me alzo de hombros y miro sus ojos claros y fríos, su cabello rubio y el<br />

nudo irreprochable de su corbata, y su devoción por el Martín Fierro, de la que<br />

me hizo partícipe, en una lejana tarde de verano, cuando se abandonó,<br />

displicente e inescrutable, a la celebración de los silencios de la pampa.<br />

El neurólogo dice —y el tono de su voz es algo más fuerte que un<br />

susurro— que el informe elaborado a partir de esa polisomnografía nocturna (a<br />

la que me entregué, repite, dócil y abstraído), corresponde a una persona<br />

normal, salvo por una observación que él, el neurólogo, omitió mencionar en mi<br />

última visita, por razones obvias.<br />

Yo miro el humo del cigarrillo que sube, leve y lento, y blanquísimo, hacia<br />

una ventana por la que entra la luz de la tarde. ¿Es una luz de otoño? ¿Mansa?<br />

¿Dónde se refugió la luz del verano, mientras yo, por razones obvias, encendía<br />

un cigarrillo?<br />

El neurólogo dice, sin ningún énfasis, tal vez retraído: la observación que<br />

acompaña a la polisomnografía nocturna indica que yo, persona sana, vivo una<br />

tristeza profunda.<br />

¿Entiendo esa observación, incluida en el informe que acompaña a la<br />

polisomnografía nocturna?<br />

¿Es mansa la luz del otoño?<br />

¿Hacia dónde huyó la luz del verano?<br />

¿Le digo, al neurólogo, que lo que yo deba entender de la observación que<br />

aparece en el informe agregado a la polisomnografía nocturna ha dejado de<br />

importarme?<br />

162


¿Le digo que alguien escribió: la vejez, única enfermedad que me conozco,<br />

será breve, será cruel, será letal? ¿Y que escribió, también, que prefería olvidar<br />

las diez o doce imágenes que conservaba de su infancia?<br />

Enciendo otro cigarrillo.<br />

El neurólogo, las manos cruzadas sobre su escritorio, contempla el<br />

cenicero, y dice que no demore mi próxima visita, que vuelva cuando yo lo<br />

desee.<br />

Me pongo de pie, y le pregunto al neurólogo si hay alguna otra cosa que<br />

yo deba saber.<br />

El neurólogo que es, casi, un caballero inglés, sea lo que sea un caballero<br />

inglés, me abre la puerta de su consultorio.<br />

Cuando llego a casa, prendo la luz de una lámpara de pie, siento a Tristeza<br />

Profunda en la mecedora, y la mecedora se mueve de atrás para delante, lenta y<br />

en calma, y pasea a Tristeza Profunda por el silencio que ocupa la pieza de<br />

paredes pintadas a la cal.<br />

163


Con un esqueleto bajo el brazo<br />

Mi padre murió en la madrugada de un viernes de diciembre. Mi primo<br />

Rodolfo demoró, apenas, una hora en avisarme. Su voz, en el teléfono, tenía esa<br />

claridad expeditiva e irrecusable con la que los miembros de mi familia<br />

reemplazan la digresión, la metáfora, el recuerdo, y, muy a su pesar, sólo<br />

cuando lo imprevisible —no el pogrom, no el allanamiento policial, no la<br />

enfermedad— golpea a su puerta. “Tu vieja está bien”, dijo Rodolfo, como si yo<br />

pudiera suponer otra cosa. “Me la llevo a casa, ¿sí?”<br />

Mi excursión por una agencia de pompas fúnebres, el trámite para la<br />

instalación del velatorio, elección del féretro que recibiría el cuerpo de Reedson,<br />

y su posterior traslado al cementerio, exigieron que firmase, en un escenario de<br />

luces suaves, actas, recibos, compromisos, gangoseos, suntuosidades, y<br />

desfilara entre una doble fila de ataúdes brillosos, mientras escuchaba el elogio,<br />

a cargo de un anciano enjuto y atildado —creo que era un anciano, y que era<br />

enjuto y atildado— de la belleza implícita en lo sobrio y la hermosura<br />

abrumadora de lo barroco.<br />

Otra hora y media la consumí en el consultorio del médico de cabecera<br />

procurando que un tipo joven y algo distraído, instalado en una pieza oscura y<br />

pequeña, y rodeado de estatuillas de campesinas holandesas, juglares, perros de<br />

morros blanquecinos y otros deliciosos tributos a la estética de la buena gente,<br />

me firmara un certificado de defunción a nombre de quien fuera, en vida,<br />

Mauricio Reedson.<br />

A la una y media de la tarde del sábado, el cajón estaba en la sala del<br />

velatorio. La sala era fresca: de todos modos, me tranquilizó advertir,<br />

incrustada en lo alto de una pared, la grisácea estructura de un aparato de aire<br />

acondicionado.<br />

Reedson yacía en el cajón, pálidas las manos y la cara, y en calma por<br />

primera vez en mucho tiempo; y su cuerpo, que padeció las mortificaciones del<br />

silencio, era un manojo de piel y huesos. Miré su cara y sus manos y su cuerpo<br />

con una libertad que no me concedí en años y, después, encendí un cigarrillo. A<br />

Reedson también le gustaba fumar —fumaba rubios, rubios Arizona— pero<br />

cuando supo que sus enemigos lo acechaban, pegaban sus oídos en la puerta de<br />

164


la pieza que era el testimonio mudo de los desmoronamientos del presente, y<br />

ocupaban las escaleras y las azoteas cercanas, y le invadían el sueño, y lo<br />

atormentaban con tenazas llameantes; cuando los reconoció como los<br />

expropiadores de la esperanza que nutrió su bravía e indomable juventud, sin<br />

que él, con la lengua de los profetas, convocara a los desposeídos a reeditar la<br />

hazaña de David, se prohibió el tabaco y el vino. Y cuando se negó el tabaco y el<br />

vino, cuando optó por el silencio, la mirada acuosa y lejana de quien regresa de<br />

un mundo yermo y frío, borró de su pasado, y para siempre, al orfebre tenaz de<br />

la huelga de los albañiles, ese paro feroz que ajó la modorra parroquial de<br />

Buenos Aires en el verano de 1935, y al orador apasionado de las asambleas de<br />

su gremio en el salón Garibaldi, en el salón Unione e Benevolenza, en el cine<br />

Rívoli de Villa Crespo. Ni alcohol, ni humo, ni memoria. Vejez. Y la muerte que<br />

entra a su cama. Y él, que no grita, que sella su boca. Y él, que mira a la muerte,<br />

solo y en silencio.<br />

A veces, se meaba. Y otras, la fetidez de una caca oscura manchaba, bajo<br />

las frazadas, sus ropas, su pellejo quebradizo y amarillento, las sábanas que<br />

mamá le cambiaba día por medio, hablándole, contándole historias<br />

incoherentes, piadosas, tibias rememoraciones de sueños abolidos. Y Reedson,<br />

enroscado en las sábanas que hedían, respondía, abochornado: “Límpienme,<br />

por favor... Límpienme..., no fui yo..., no”.<br />

Mi madre, acompañada por su hermana, la madre de Rodolfo, llegó a las<br />

dos de la tarde al velatorio, y también se paró frente al ataúd. Lloró, y yo<br />

agradecí, no sé bien a qué o a quién (¿a la lucha de clases?, ¿al infierno, al cielo,<br />

al manso estupor de la ancianidad?), que no se entregara a esas escandalosas<br />

representaciones de las mujeres judías cuando de desconsuelos y penas<br />

irreparables se trata. Pensé que cincuenta años de convivencia con un hombre<br />

que osó decir no cuando sus camaradas decían sí, y los patrones decían sí, le<br />

sofocaron el recurso de esas catarsis teatrales que el exilio, el ghetto y el<br />

antisemitismo militante incorporaron al deslumbrante registro artístico de su<br />

raza.<br />

Mamá suspiró, cabeceó, se pasó un pañuelo por los ojos, y me dijo:<br />

—Que cierren el cajón. Papá nunca quiso que lo miraran cuando dormía...<br />

Papá decía que era parecido a su padre, que fue un hombre santo, y que lo<br />

martirizó, en nombre de Dios, nadie sabe cómo... ¿Te conté que papá fue hijo<br />

único, y que su padre, hombre santo si los hubo, concibió a papá cuando ya era<br />

un viejo, casi sin fuerzas para llegar a la cama?... ¿Sí? ¿Te lo conté? ¿Y te conté<br />

que el padre de papá le hacía recitar la Torá delante de los rabinos, y los<br />

doctores de la ley, en la gobernación de Lomza, y papá no se equivocaba ni en<br />

el tono, y los doctores de la ley, y los rabinos, para celebrar la erudición de<br />

165


papá, llenaban sus copas con vino ritual, y las alzaban en honor del abuelo que<br />

no conociste, y brindaban por su devoción, por su salud, y su vida al servicio<br />

del Libro?... ¿Te conté eso?<br />

—Me lo contaste, vieja. Y el viejo contó esa historia. Y se reía cuando la<br />

contaba, como si la contara por primera vez, y no fuese él quien la contaba.<br />

—Te conté eso, ¿eh? ¿Y vos estás seguro que papá la contó más de una<br />

vez? —preguntó mamá, asombrada, quizá, de las infidelidades de su recuerdo.<br />

—Me lo contaste, vieja —repetí, abstraído, fatigado, todavía paciente.<br />

—Si vos lo decís... —susurró mamá, recelosa—. Pero ¿por qué se reía?<br />

—Le regalaba un minuto de gimnasia al corazón, supongo.<br />

Mamá me tomó del brazo, y caminamos lentamente a lo largo de la sala<br />

fresca y en penumbras, y ella, en voz baja y sigilosa, me preguntó si ya me había<br />

contado que se acostaba, en la misma cama, con un despojo, y que las noches<br />

eran eternas, y que, acostada junto al despojo, ella escuchaba los nombres de<br />

fugitivos gloriosos, y escuchaba de grandes gestos traicionados, y escuchaba<br />

maldecir a los traidores.<br />

Hablaba, dijo mamá, la voz baja, serena, conspirativa, a multitudes<br />

desvalidas; las arengaba con su antigua voz de batalla; les mostraba, a los que<br />

eran como él, que la Revolución es posible; y les exigía que se emanciparan de<br />

la desesperación y del hastío, y que ingresaran en la escuela del odio si, en<br />

verdad, deseaban que la Revolución perdurase. Amanecía exhausto, dijo mamá,<br />

y pálido, y el cuerpo inmóvil, los ojos abiertos a la primera luz de la creación,<br />

que lo reinstalaba, mudo, en las expiaciones y el horror de la vida.<br />

Y mamá dijo, alzándose hasta mi oído, en la sala fresca y en penumbras,<br />

que hubo una noche en la que Reedson se impacientó, y decidió no propiciar<br />

esos viajes de una inmolación necesaria y obstinada y cruel a una realidad<br />

quieta y vacía, y a un tedio aséptico, y a la inevitable degradación de la carne.<br />

Entonces, sin apuro, lentamente, sonrió a su mujer, sonrió a la televisión, sonrió<br />

a la gente en la calle y, en la sombra pura de una madrugada, sonrió a la nada<br />

que comenzaba a enfriar su sonrisa.<br />

Mamá se soltó de mi brazo, y preguntó, sin aflicción, ensimismada:<br />

—¿Sabes qué Revolución era posible para él, que no es posible para los<br />

otros hombres?<br />

Poco a poco, llegaron los escasos amigos de Reedson. Besaron a mamá, me<br />

abrazaron, se refugiaron en los rincones más alejados de la sala. Fui de uno en<br />

uno: susurraban, ellos también, la diezmada letra de los pobres y oprimidos;<br />

removían papeles mohosos; exaltaban sus antiguos gritos de alegría y libertad y<br />

166


furia.<br />

Salí a la calle, y era de noche. Una tibieza húmeda me envolvió la cara<br />

como una toalla cargada de vapor maloliente. Entré al bar más cercano y pedí<br />

un porrón de cerveza. Llené el vaso y tomé la cerveza sin respirar. Terminé el<br />

primer porrón y pedí otro. La toalla que envolvía mi cara, y que se disolvía,<br />

floja, deshilachada, en el aire untuoso de la noche, olía a sobaco sin lavar.<br />

La cerveza del segundo porrón estaba helada, y tenía un como distante<br />

sabor amargo. Alcé el porrón: en la tapa de la mesa, el culo del porrón había<br />

dibujado un delgado círculo de sudor. Deposité el porrón en la mesa, y lo<br />

levanté: nuevo círculo. Repetí la operación varias veces: el verano, el mal aliento<br />

que no abandonaba mi boca, el desorden indescifrable de mi corazón, las<br />

infaltables preguntas que no tienen respuesta, legitimaban ese intento (idiota)<br />

de rehuir la lentitud de una ceremonia de frágiles evocaciones y de desventura.<br />

Volví a la sala del velatorio. Rodolfo dijo algo y yo di vuelta la cabeza.<br />

Allí, cerca de la puerta, estaba Elbio. Parecía un poco más pesado y un<br />

poco más alto que el muchacho que vi, por última vez, hacía ya veinticinco<br />

años. Quizá fuesen los bigotes. O la mirada. O algo que no recordé. Pero tenía el<br />

aspecto de un tipo próspero: se movía con esa brusca arrogancia de los que se<br />

saben inmunes a los desatinos de la Bolsa. Me acerqué a él.<br />

—¿Cómo estás? —me preguntó, y puso una mano grande, fuerte, cálida,<br />

sobre mi hombro.<br />

—Aguanto.<br />

—¿La vieja?<br />

—Mira para atrás. Suma las noches de cincuenta años que durmió con el<br />

mismo hombre, y se aterra. Y, ahora, descansa.<br />

Elbio alzó las cejas, murmuró carajo, y movió la cabeza. Yo encendí un<br />

cigarrillo.<br />

—Siempre tuve ganas de visitarlo a tu viejo —dijo Elbio que, en ese<br />

momento, pasaba, de una mano a la otra, las llaves de su auto.<br />

—¿Y?<br />

—No sé... Me dijeron que no hablaba con nadie.<br />

—Algo así.<br />

—Enfermedad podrida.<br />

—No fue la enfermedad.<br />

Elbio me miró como quien espera que se le haga una oferta.<br />

—¿Y qué fue?<br />

Me encogí de hombros. Dije:<br />

—Dudó... Dudó de la infalibilidad. Dudó antes que otros. Y eso, se sabe,<br />

es, casi siempre, mortal.<br />

167


No me odié por la fatuidad de mis palabras. Tampoco me odié por<br />

pronunciarlas. Odio mis impotencias.<br />

—¿De qué hablas? —preguntó Elbio, y en su pregunta escuché el chirrido<br />

seco de la irritación.<br />

—En los velorios se dicen los mejores chistes que nunca se hayan<br />

escuchado: éste es de los peores.<br />

—Dejó de creer, ¿eh? —dijo Elbio, sin escucharme.<br />

—Reedson nunca fue un creyente. Reedson era ateo. Un ateo puritano.<br />

Elbio miró, por encima de mi cabeza, el acondicionador de aire, la pintura<br />

de las paredes, un grupo de viejos, arracimados y en silencio. Supuse, blando<br />

como una diarrea, que esa mirada tasaba naipes jugados, tiempos,<br />

iluminaciones, apuestas.<br />

—Despedime de la vieja —dijo Elbio, la mirada que no ofrecía nada, ni<br />

siquiera a los diarreicos, y a los flojos del corazón como yo.<br />

Rodolfo se quedó conmigo esa noche de sábado. Mi tía, la madre de<br />

Rodolfo, se llevó a mamá. Los viejos amigos de Reedson se marcharon, afables,<br />

injuriados por la ausencia de una tribuna, y de banderas, y de herederos.<br />

Escarnecidos por lo que es.<br />

Fue a mediados de enero —un viernes, mi día franco en El Cronista—, y yo<br />

no tenía nada que hacer, salvo dejarme estar en el silencio de mi departamento,<br />

y aspirar, por la ventana abierta del comedor, la brisa húmeda que venía del río,<br />

y mirar el río, y la negra línea de paraísos que oculta el aeropuerto, y los veleros<br />

en el río, y el sol, amarillo, que lamía los últimos pisos de torres construidas al<br />

azar, y por el deseo de la más reciente generación de nuevos ricos, o prender la<br />

radio y prestar atención, unos segundos, a una música, a una voz, a sonidos. O<br />

sentarme en un sillón —un sillón viejo, con un buen respaldo alto y curvo,<br />

donde dormitan los anuncios de mi inminente vejez—, un vaso de whisky al<br />

alcance de mi mano, y abrir un Atlas y contemplar manchas, erupciones,<br />

cataclismos, y deslizar la yema de mis dedos por láminas tersas y opacas, por<br />

las orillas de tumultuosas arqueologías. Podría dedicarme, digo, a esos<br />

ejercicios vespertinos de fin de semana para mantener la cabeza libre, por unos<br />

silenciosos y fugaces instantes, de las previsibles decepciones que me visitarían<br />

apenas pusiera un pie en la calle. Podía, también, releer ese espeso fragmento<br />

de Santuario en el que Popeye se acerca a Temple Drake, y ella piensa o dice<br />

Algo me va a ocurrir, y la cara enjuta de Popeye tiene el color de la grasa cocida y<br />

fría, y babea, y Temple Drake, Algo me va a ocurrir.<br />

Aquella tarde, sin embargo, recogí la invitación que Elbio, abruptamente,<br />

168


dejó caer antes de irse del velatorio de Reedson. No me impulsó la curiosidad o<br />

una exhumación acongojada del pasado. Simplemente, quise interrumpir mis<br />

puntuales (melancólicas) aproximaciones a una de las variantes más ocultas y<br />

púdicas del ser nacional. Cuando bajé del colectivo, a cinco cuadras del taller de<br />

Elbio, elegí, por lo tanto, la vereda de la sombra.<br />

En el taller de Elbio había dos autos desarmados, cubiertas usadas,<br />

hierros, y una penumbra reparadora. Elbio me llevó a una pieza cuadrada en la<br />

que, me dijo, atendía a sus clientes. “Vos no lo sos”, aclaró, serio. Lo miré: no<br />

bromeaba.<br />

Tres sillas en la pieza cuadrada, unas carpetas polvorientas en unos<br />

estantes de madera, un camastro, y el escritorio, y una ventana que permitía<br />

una mirada completa sobre el taller. Además, una pileta, un calentador<br />

eléctrico, un ventilador de pie.<br />

Me senté. Elbio, que preparaba el mate, vestía un mameluco gastado y<br />

calzaba zapatillas de básquet.<br />

Algo, en su cuerpo macizo, me llevó, inevitablemente, como en una<br />

película sin lujos de sintaxis, a pensar en el muchacho que nos acompañó, una<br />

noche de invierno de 1954, a mí y a otros dos tipos, hasta las paredes de<br />

Klöckner, en las que pintamos, con alquitrán, consignas que aludían a las<br />

madres que parieron a los matones sindicales. Para decirlo todo: nos cuidaba las<br />

espaldas. Uno sentía que no se le encogían las tripas sabiéndolo ahí, tranquilo,<br />

atento, recostado en el tronco de un árbol, con la brasa del cigarrillo oculta entre<br />

sus grandes manos. Olvidamos la merecida fama que ganaron los puños de<br />

Elbio: era la presencia de Elbio lo que nos reconfortaba. Fue su ofrecimiento de<br />

acompañarnos en aquella expedición nocturna, que formuló con un laconismo<br />

memorable, el que disipó nuestros miedos (¿cómo llamarlos si no?), e insolentó<br />

las consignas que la brea fijó en las rugosas paredes de una de las más antiguas<br />

fábricas metalúrgicas de Buenos Aires.<br />

Por qué viniste, le pregunté cuando pusimos fin a la faena pictórica, y nos<br />

deshicimos del balde y de la brocha. Estábamos, solos, en el bar Gaona, en<br />

cuyas mesas de billar los tres hermanos Navarra —Ezequiel, Juan y Enrique—,<br />

simpáticos, y hasta casaderos, y tan olvidados por los arbitrarios fastos<br />

porteños, conquistaron una módica porción de eso que llaman gloria por la<br />

belleza, complejidad y elegancia de sus carambolas.<br />

Elbio, que también miró las mesas de billar y las pantallas verdes y<br />

cuadradas, como embudos, con sus lámparas apagadas, que pendían sobre las<br />

mesas de billar, me contestó que los metalúrgicos fueron al paro cagándose en<br />

los dirigentes, y en sus histéricos llamados a la calma, la disciplina y la fe en el<br />

General que dio a los trabajadores lo que nadie les dio nunca. ¿Y qué esperaba<br />

169


yo que hiciese él, que desde los doce años se movía entre tornos, matrices,<br />

grasa, capataces y alcahuetes?<br />

Elbio me cebó un mate, y dijo:<br />

—Lo de tu viejo, ¿te jodió?<br />

Supuse que Elbio me preguntaba por el costo del duelo, si es que hubo<br />

duelo y hubo costo. Me extravié, recuerdo, en un balbuceo tenaz; después moví<br />

los hombros; después me callé. Las cenizas de Reedson habían sido dispersadas<br />

en el agua, en el viento y en la tierra, y yo dedicaba mis fines de semana a<br />

morosas lecturas que olvidaba al momento de abandonarlas.<br />

Elbio se acordó de esas tardes de sábado, cuando el equipo de fútbol del<br />

barrio se trasladaba —ruidoso y desafiante— a unas canchas de tierra pelada y<br />

dura, en Villa Devoto, para enfrentar a adversarios vecinales. Esos encuentros<br />

se disputaban con una exasperación que no volvería a reconocer, siquiera, en<br />

los partidos de primera división. Reedson seguía esos juegos sabatinos con una<br />

curiosa atención. Y, bajo su gorra de obrero europeo, una paciente sonrisa le<br />

cambiaba la cara. Gozaba del espectáculo, de la pasión que exudaban los<br />

veintidós jugadores, de la astucia de alguna gambeta, de alguna picardía que<br />

llevaba risa a las bocas jadeantes y sedientas de defensores y delanteros y<br />

público.<br />

—Sí —dije yo—, esos partidos lo alegraban.<br />

—Difícil de entender, en un tipo como él, que esos partidos de mierda le<br />

gustaran.<br />

—No —dije yo.<br />

—¿No?<br />

—No.<br />

—¿Cambio la yerba?<br />

—Dejá: todavía aguanta.<br />

—Sí... ¿Te contaron?<br />

—¿Qué tenían que contarme?<br />

—Lo mío.<br />

—Algo.<br />

Elbio esperó que le confirmara sus presunciones: quienes proclamaban, en<br />

público, que estaban unidos a él por una amistad que se remontaba a la<br />

adolescencia, y más atrás aún, se entretenían, durante prolongadas tertulias de<br />

café, en repasarle las vísceras. Los iniciados tiraban a Elbio sobre un pedazo de<br />

mármol, y gordos, calvos, las canas manchándoles el pelo engominado y los<br />

bigotes, intercambiaban guiños, pronósticos, sobreentendidos; rememoraban,<br />

los compinches, las osadías cometidas en lo que se obstinaban en llamar,<br />

resignados y filantrópicos, tiempos mejores.<br />

170


Elbio miró mi sonrisa, abrió la canilla, llenó la pava con agua, enchufó el<br />

calentador, cambió la yerba del mate, y volvió a sentarse.<br />

—Me casé con la Lucre. Y soy un tipo que se enriqueció, y que tiene más<br />

plata de la que puede gastar —dijo Elbio, inclinándose hacia adelante, como<br />

agobiado, los brazos entre las piernas, mirándome.<br />

Insinuó, imaginé, que esos dos episodios —casarse con Lucrecia y<br />

convocar a una fortuna no expuesta a los azares de la economía de mercado—,<br />

se alimentaban recíprocamente: uno no sería posible sin el otro. Quizá su<br />

dicción fría, precisa, que se sostuvo, inalterable, durante las horas que<br />

estuvimos juntos, no fue más que la traducción de un texto que relaciona los<br />

dispersos componentes de una ecuación, la identidad de una fórmula accesible<br />

a unos pocos. No lo sé, aún hoy.<br />

Elbio dijo que se enriqueció, que es un tipo que tiene más plata de la que<br />

puede gastar. Y eso, enriquecerse, no es difícil en este país si los abuelos o los<br />

bisabuelos o los padres de los bisabuelos compraron tierras y vacas y ovejas en<br />

la esperanza de que sus descendientes enseñaran a una población incrédula y<br />

aguarangada, gustosa de la siesta, los beneficios de una vida sobria y de la<br />

propiedad privada ejercida sin menoscabo de la necesaria caridad y del más<br />

austero de los patriotismos. Elbio fue de los que aprendieron.<br />

Y sí, yo la conocía a Lucrecia. Como todos los que, con menos de<br />

veinticinco años, frecuentábamos el bar Gaona, o una casa de putas en Villa<br />

Crespo. Lucrecia salió del viejo Flores, un barrio de jardines descuidados y<br />

abundantes, vastos caserones en los que no entraba el sol, poblados por familias<br />

que exhiben, en sus genealogías, a guerreros de la Independencia o del<br />

arrasamiento del Paraguay.<br />

Se decía que Lucrecia era hija de un caudillo cuyo indisputable prestigio se<br />

fundó, tempranamente, en su excepcional habilidad en el manejo del revólver, y<br />

la generosidad de su bolsillo. Después, entre 1930 y la finalización de la<br />

segunda guerra mundial, una ciudad que crecía, desaforada e impertinente, y<br />

los gringos que se esparcieron por ella, propietarios de ínfimos boliches, y que<br />

doctoraban a sus hijos en la Universidad, lo acobardaron, lo empujaron a la<br />

decrepitud y a una penosa vejez.<br />

Un verano, como todos los veranos que precedieron a ése, hijos y nietos<br />

del caudillo, leídos y acomodados por el partido gobernante en lucrativas<br />

burocracias del Estado, disfrutaron sus vacaciones en Mar del Plata.<br />

Una tarde o una noche de ese verano que, en Flores, olía a sombra y tierra<br />

regada, el hombre que construyó su fama con gruesos fajos de billetes y coraje<br />

tumbó, sobre su cama de macho y criollo, a la muchacha contratada para todo<br />

servicio, y la muchacha, contratada para todo servicio en un miserable<br />

171


ancherío provinciano, cerró los ojos y gritó cuando el viejo, hambriento y<br />

torpe, entró en ella. El anciano se irguió sobre la muchacha, en su cama de<br />

macho y criollo, y miró, frío, su miembro que goteaba, y las tetas de la<br />

contratada para todo servicio, y le manoseó las tetas como si con ese manoseo,<br />

desprovisto de crueldad y de frenesí, agotase las exigencias de su cuerpo.<br />

Luego, enmudeció a la muchacha golpeándole la boca, duros los dedos de las<br />

manos que supieron de lances más riesgosos que ése.<br />

La familia se cuidó de condenar, en voz alta, el arrebato del patriarca; en<br />

cambio, gestionó que la muchacha contratada para todo servicio fuese alojada<br />

en un burdel del arrabal porteño, y que a la niña que parió la muchacha<br />

contratada para todo servicio, inscripta en las actas de bautizo con el nombre de<br />

Lucrecia y el incierto apellido de la madre, la criase una tía pobre y jubilada.<br />

Eso ocurrió cuando la niña abandonó los pañales y se sostuvo, sin ayuda, sobre<br />

sus piernas.<br />

A los doce años, Lucrecia servía en la casa de la viuda de un apellido<br />

conspicuo. La viuda carecía de fortuna; subsistía merced a una módica pensión<br />

que le entregó, a fines de diciembre de 1930, el general José Félix Uriburu en<br />

persona. (Quien fue marido de la viuda alcanzó a distribuir escarapelas patrias<br />

entre los participantes de la jubilosa parada que derrocó al presidente Hipólito<br />

Yrigoyen. Quien fue marido de la viuda contribuyó, con repentinos sustantivos,<br />

a la exaltada escritura del credo argentino del general Uriburu. Pero ni él ni<br />

nadie supo que el general Uriburu iba a morir, y ni siquiera en París. Y que<br />

antes, solo, sin amigos, víctima de la enfermedad y de sus admiraciones por las<br />

marcialidades mussolinianas, abandonaría el poder. Quien fue marido de la<br />

viuda murió, a su vez en brazos de una amante fortuita, en la casa de la amante<br />

fortuita, cuando la amante fortuita le dijo, desnuda, cálida, familiar, por cinco<br />

dólares, m’hijito, te hago lo que quiero. Por diez dólares, hacéme lo que vos quieras.)<br />

La tía pobre y jubilada —una dama, claro— era devota de algunos santos<br />

y, naturalmente, del rezo y la contrición. Se pasaba las horas en su dormitorio,<br />

una pieza de techo alto y muebles trabajados para una eternidad, entregada a la<br />

ingrata tarea de enseñarle a Lucrecia, una niña nacida en y marcada por el<br />

pecado, que los apetitos de la carne se reprimen con el ayuno y la mortificación<br />

del cuerpo. Por lo que Lucrecia recibía un considerable número de chancletazos<br />

en el trasero, o, en voz alta, rezaba, horas y horas, de rodillas en las espejeantes<br />

baldosas del dormitorio de la tía pobre, viuda, jubilada y cristiana, en alabanza<br />

de la abstinencia que purifica las almas y, también, de los escalofríos que la<br />

recorrían cuando el brazo seco de la tía viuda y cristiana dejaba caer en su culo<br />

que crecía, virgen y pétreo, la suela de la chancleta.<br />

Elbio ganaba su salario en Klöckner: los símbolos que enorgullecían al<br />

172


antiguo barrio de Flores —venerados por sonetistas prudentes—, le importaban<br />

un pito, para usar una expresión frecuentada por la lengua de los porteños.<br />

Pero esas verdosas marcas de expiación católica en las carnes prietas de<br />

Lucrecia le cortaban el habla, no las insinuaciones de la fantasía.<br />

De allí, del antiguo San José de Flores salió, entonces, Lucrecia. Y se le dio<br />

por visitar a una hermana de su madre, una mujer flaca y callada que vivía en<br />

una casa de patio con galería, parra e higuera, en la esquina de Artigas y<br />

Vírgenes. Alta sobre sus sandalias de taco largo y fino, llegaba Lucrecia a la casa<br />

de la tía. El pelo negro y lacio le caía, lustroso, perfumado, sobre los hombros.<br />

El vestido parecía haber nacido para ella: estaba allí, pegado a la piel de<br />

Lucrecia, y mostraba lo que Lucrecia deseaba mostrar. Y no había nada que<br />

Lucrecia y su vestido ocultasen, salvo las naturales cavidades húmedas y<br />

cálidas que, junto al continente de la mujer, desasosegaban a quienes se<br />

prometían domar esa anatomía que cuestionaba los más feroces desplantes de<br />

la hombría e incitaba al canibalismo.<br />

No me extrañó, sin embargo, que Lucrecia accediese, dócilmente, a casarse<br />

con Elbio. Una noche, Elbio me pidió que lo acompañara a la casa de la tía de<br />

Lucrecia. (Elbio me había escuchado una efusiva interpretación del momento<br />

político, no sé si nacional o internacional, o la suma de ambos. Me escuchó,<br />

Elbio, no con la pasión del neófito, sino con una atención cordial y descreída.<br />

Me callé, al rato, fatigado. Yo era, todavía, demasiado tierno; me cansaba,<br />

todavía, demasiado rápido. Pero aprendería. Y la cátedra del silencio sería mía.)<br />

Lo acompañé. Elbio respetó mis numerosos cansancios, y me ofreció sus<br />

cigarrillos. Doblamos la esquina del almacén: como en las mejores y peores<br />

películas de Hollywood, dos tipos manoteaban las resbaladizas, tentadoras<br />

curvas y lisuras de Lucrecia, arrinconada contra el muro pedregoso de un<br />

colegio privado. Esperá, dijo Elbio. Llegó hasta el grupo y, sin cambiar el tranco,<br />

deshizo a cachetazos a los dos tipos. Elbio tomó a Lucrecia de un codo y,<br />

cuando pasó a mi lado, dijo nos vemos.<br />

Tardamos veinticinco años en vernos. Tampoco me extrañó que Elbio se<br />

enriqueciera. Si la democracia es una suma de estadísticas; si la Argentina es,<br />

para muchos, un modelo de movilidad social, y cada medio siglo sus dueños la<br />

depuran de apátridas confesos, todo es como debe ser.<br />

—¿Sigo con el mate? —preguntó Elbio.<br />

—Por mí, no.<br />

—Voy a buscar cerveza —dijo Elbio.<br />

Yo tenía la camisa empapada de sudor; caminé unos pasos. La oficina<br />

estaba a oscuras: encendí la luz. Elbio volvió con dos botellas de cerveza y unos<br />

vasos de papel.<br />

173


—Sentate —dijo—. La cerveza, ¿te gusta?<br />

—Me gusta.<br />

Elbio sonrió, y se limpió, con el dorso de la mano, la espuma de la cerveza<br />

que le blanqueaba los labios. Y quizá habló, esa noche, de compra y venta de<br />

coches y repuestos. Y de coimas y sobornos fáciles. De aduaneros de mirada<br />

corta y bolsillo abierto. De un mercado ávido de chiches lujosos. Vino a<br />

decirme, creo, que aprovechó una oportunidad que no se repetiría, a la que<br />

aportó su competencia manual, su sangre fría y su intrepidez. Miré su boca que<br />

sonreía —y ya no importó si lo escuché hablar o no, esa noche—, y esa sonrisa<br />

le agrietó la cara. No fue bueno mirarle la cara, esa noche, y los ojos que tasaban<br />

lo que veían, y la barba de dos o tres días en la cara, y esa sombra que bajaba<br />

sobre sus labios. Pero la cerveza ayudó.<br />

Después, eso se sabe, Elbio compró departamentos, y los alquiló; compró<br />

una quinta para los fines de semana; compró un Mercedes Benz; compró un<br />

terreno —un poco más de un cuarto de manzana— y levantó una casa de dos<br />

pisos con demasiados mármoles y demasiados balcones, y encerró, en ella, a<br />

Lucrecia.<br />

Y Lucrecia no aceptó que Elbio empleara una mujer para la limpieza de la<br />

casa. Cuando Elbio llegaba a la casa —nueve o nueve y media de la noche—, la<br />

casa relucía como un cuartel minutos antes de la visita del presidente de la<br />

República.<br />

Lucrecia dio a luz un chico, y el médico que atendió el parto les dijo, a<br />

Elbio y a Lucrecia, que si intentaban tener otro, la señora se expondría a riesgos<br />

innecesarios. Cuando el chico cumplió dos años, adoptaron una nena. Fue lo<br />

que nos aconsejaron los pediatras, dijo Elbio, el vaso de cerveza, vacío, en una<br />

mano grande, poderosa y, todavía, temible. Y la sombra que cubría su boca se<br />

desvaneció, y lo que sea que esa sombra era, se refugió en sus ojos, como si esa<br />

sombra se resistiese a ser incluida en un prontuario doméstico y, tal vez,<br />

previsible.<br />

La nena —Rodolfo me anticipó que lo que yo pudiese escuchar acerca de<br />

la nena provenía de sus observaciones personales— dio pruebas, al cumplir los<br />

trece años, de una precocidad que alarmó a Lucrecia. A Lucrecia, comentó,<br />

parco, Rodolfo. Y, enseguida, agregó que Lucrecia dispuso que la muchacha se<br />

sometiera a incesantes y variados ejercicios espirituales, en los que el Bien debía<br />

resplandecer como una deidad inaccesible. Escenario: el cuarto de la muchacha.<br />

Hay quienes aseguran, dijo mi primo, que la muchacha escapó de su<br />

pieza, una tarde, en un descuido de Lucrecia, y corrió hasta la heladería de<br />

avenida San Martín y Linneo, abierta los trescientos sesenta y cinco días del<br />

año, donde se habría encontrado con un empleado de ferretería, cobarde y<br />

174


presuntuoso. Otras versiones sostienen que Lucrecia despertó de su siesta,<br />

imprevistamente, y descubrió al hijo y a la hija adoptiva, en el comedor de la<br />

casa, abrazados, las ropas revueltas, meneándose, jadeantes. Lucrecia arrastró a<br />

la muchacha hasta el baño, y nadie, excepto Lucrecia y la muchacha, sabe qué<br />

ocurrió allí. Pero los quejidos y el llanto de la muchacha se impusieron al<br />

discurrir del teleteatro de la tarde, a la vocinglería de los chiquitines que salían<br />

del colegio, y a la serena hermosura de la tarde otoñal. En este punto, el relato<br />

de Rodolfo giró hacia lo presumible: las discretísimas esposas de los amigos de<br />

Elbio vieron forcejear al hijo de Elbio, a Lucrecia y a su hija adoptiva, durante<br />

un par de minutos, apoyados en el parapeto de la azotea de la casa de dos pisos.<br />

Y vieron a Elbio bajar del Mercedes Benz, y entrar en la casa de dos pisos, y<br />

reaparecer, al rato, con una valija en la mano, y una sombra que bajaba sobre su<br />

cara impasible, acompañado por la chica, cuyos ojos estaban ocultos por unos<br />

grandes lentes negros de armazón dorada. Elbio y la chica se introdujeron en el<br />

Mercedes Benz, y el coche se puso en marcha a una velocidad de película. Todo<br />

ello, antes de que las contempladoras pudieran retornar, algo menos<br />

perturbadas de lo que estaban, a las fatalidades que descargaba el teleteatro de<br />

esa serena y bella tarde otoñal.<br />

Las conjeturas llegaron después del estupor. El estupor no fue breve, pero<br />

las conjeturas llegaron, inevitables. Una de ellas quiso que Elbio depositara a la<br />

muchacha en un convento de estricta clausura. Otra, ligeramente insidiosa,<br />

explicaba que Elbio, dueño de seis, ocho, diez departamentos —nadie acierta,<br />

hasta hoy, con la cifra exacta de las propiedades inmobiliarias de Elbio—, la<br />

instaló en un semipiso vacío, y que amuebló en tres horas. Además, Elbio<br />

contrató a una institutriz, obviamente alemana o inglesa, y una cocinera. Las<br />

visitas de Elbio al semipiso amueblado serían intempestivas y prolongadas,<br />

pero en horarios irreprochables. Y en presencia de la irreprochable institutriz<br />

alemana o inglesa.<br />

Tercer comentario de Rodolfo. El resto de los testimonios es obsceno y<br />

maligno. Y olvidable.<br />

El muchacho y Lucrecia me esperaban, como siempre, para cenar, dijo<br />

Elbio. La casa brillaba igual que el primer día que la ocupamos. Lucrecia, en la<br />

mesa, hablaba de las vecinas que encontraba en el mercado; de los alquileres<br />

que cobrábamos, que le parecían bajos; de alguna futura inversión. Yo la<br />

escuchaba y engullía un plato detrás del otro: Lucrecia es una buena cocinera, y<br />

el negocio consistía en no escucharla o escucharla a medias. El muchacho nos<br />

miraba, estoy seguro, con desprecio. Pero nunca abrió la boca para vomitármelo<br />

en la cara o sobre el mantel. Yo pago sus gustos.<br />

¿Sabés?: pensé en irme. Un rollo de dólares en el bolsillo y un pasaje a<br />

175


cualquier parte. Muchas veces lo pensé. Pienso en eso —nadie, en cualquier<br />

parte; nada delante— las noches que, por comer demasiado, tardo en<br />

dormirme. Pienso, a veces, en matar, que es como viajar a cualquier parte.<br />

Tomé la cerveza que quedaba en mi vaso: estaba tibia. A Elbio, el sudor le<br />

regaba la barba azulada, y sus ojos brillaban, inmóviles, verdes como la hiel. Se<br />

pasó las manos por la cara, se las limpió en el mameluco, apartó las botellas<br />

vacías, me pidió un cigarrillo.<br />

Apagá esa lámpara, murmuró, fatigado, de pronto, por lo que fuese: el<br />

calor del día, la cerveza tibia, una charla entre dos tipos que recién se<br />

conocieron en la sala de espera de un tren.<br />

Hará seis meses, dijo Elbio, apareció un chico por el taller: no tendría más<br />

de dieciocho años. Se llamaba Daniel. Dani. Así dijo que se llamaba. No<br />

recuerdo su apellido: Flores, Ortiz, Maldonado. No. López o Martínez. Si<br />

aceptaba que no le pagara la jubilación, obra social y otras mierdas, podía<br />

quedarse, le dije. Me sobra la plata: mantengo esta cueva sólo para<br />

entretenerme.<br />

Es una rueda: alguien te trae un auto para que se lo pongas al pelo —el<br />

secretario de un juez; los custodios del interventor en IMOS; el hijo de un<br />

brigadier, que es dueño de una flota de taxis—, y salta, sin que lo pidas, un<br />

asunto que te deja una bolsa de billetes. ¿No es lo mismo que viajar a cualquier<br />

parte?<br />

Dani se quedó. Le adelanté unos pesos. Dormía ahí, en ese camastro. A la<br />

semana, el local era un espejo. Y se daba maña para el trabajo, Dani... ¿Te<br />

enteraste que me metieron preso?<br />

—No.<br />

Lucrecia reparó que, de la masa de músculos, huesos y silencio que se<br />

sentaba a la mesa, emanaba una agilidad juvenil, una áspera mordacidad, una<br />

displicencia parecida a la alegría. Lucrecia se pintó de violeta y blanco aluminio<br />

los párpados; se halagó con anillos que llevaban engarzados símbolos egipcios;<br />

compró vestidos que suscitaron amargas rendiciones de cuentas entre los<br />

amigos de Elbio y sus esposas. Y concurrió a la cama con un salvajismo<br />

despiadado e insaciable.<br />

Elbio se recogió en una prolija cortesía; en un descaro misericordioso.<br />

Porque el histrionismo de Lucrecia desembocó en un fraseo litúrgico de versos<br />

tangueros, entonados a las horas más inusitadas del día o de la noche.<br />

Desafinaba, dijo Elbio. Pobrecita, cómo desafinaba.<br />

La policía detuvo a Elbio y a Dani, a bordo del Mercedes, un anochecer de<br />

invierno, en las cercanías del Parque Centenario. En la comisaría, los encerraron<br />

en calabozos separados. Horas más tarde, Elbio fue llamado a declarar.<br />

176


Asqueado por la mezquindad de las imputaciones, Elbio invocó un apellido que<br />

no podía pasar inadvertido para el oficial de guardia, a menos que fuese<br />

irremediablemente idiota, eventualidad que Elbio se negó a considerar.<br />

Elbio proporcionó, al oficial de guardia, el número de teléfono del apellido<br />

que invocó, y le exigió, al oficial de guardia, que lo marcara. El oficial de<br />

guardia miró su reloj y comprobó que eran las dos de la mañana; cambió de<br />

lugar, en su escritorio, dos o tres papeles, acercó y alejó de sí el teléfono y, por<br />

fin, llamó al comisario. El oficial de guardia musitó algunas palabras en el tubo<br />

del teléfono, cabeceó dos veces, y colgó.<br />

Llevaron a Elbio a la sala de espera, y Elbio se sentó en un banco, cerca de<br />

la estufa, y pidió a un agente que le trajera un termo de café y sándwiches. El<br />

agente miró al oficial de guardia; el oficial de guardia extrajo de los cordones de<br />

zapatos, reloj, pañuelo, anillo, cinturón, llaveros, bolígrafos, tarjetas de crédito,<br />

portadocumentos, que le fueron requisados a Elbio, tres billetes de diez pesos, y<br />

se los entregó al agente.<br />

El comisario llegó a las ocho de la mañana, escuchó el parte de novedades<br />

que le recitó el oficial de guardia, y ordenó que Elbio pasara a su oficina. El<br />

comisario parecía el campeón de todos los campeonatos imaginables de<br />

simpatía, cordialidad y tolerancia. El comisario era dueño de un idioma<br />

escogido, exento de prosaicos neologismos y significaciones peyorativas. La<br />

conversación fue extensa y penosa.<br />

Elbio, atónito, se vio como la presa inerme de fuerzas que pretenden<br />

socavar —eso es: socavar—, las bases morales de la familia, de su familia y, por<br />

extensión, de la familia argentina. Hubo, en compensación, fraternales<br />

palmadas en el hombro de Elbio, y comprensión, de hombre a hombre, para un<br />

desliz humano, tal vez.<br />

Elbio subió al Mercedes y, lentamente, como si al coche lo empujaran,<br />

volvió a su casa. Lucrecia, en bata, despeinada, preparaba el desayuno. Lo<br />

tomaron en silencio. Elbio dijo: Me voy a dormir. Lucrecia pidió: Hablá.<br />

Como en el teatro: ¿te das cuenta? Si el actor no habla, ¿qué es? Entonces,<br />

le dije: Me aburro.<br />

Lucrecia se tiró sobre Elbio: Pegame, gritó. Yo lo denuncié a ese maricón.<br />

Elbio le sujetó los brazos y dijo, frío: No, Lucre. Estoy fuera de forma.<br />

Las lluvias del invierno no les fueron propicias a los comulgantes del bar<br />

Gaona. Algunos padecieron fastidiosas anginas o bronquitis que anunciaban las<br />

aflicciones de la vejez; otros, descalabros financieros que atestiguaban, por lo<br />

menos, que la viveza porteña —ese mito que forjaron cronistas exaltados y<br />

pomposos— no cuenta a la hora de los balances en rojo. Acudieron, los<br />

enfermos, a Elbio. Y Elbio les negó el pan y la sal; les profetizó, soez y<br />

177


pendenciero, catástrofes más devastadoras de las que vivían y, con licencias<br />

lingüísticas que no se escuchan, siquiera, en los festivales de rock, los puso en la<br />

calle.<br />

Las ofensas inferidas por Elbio, a quienes llegaron en peregrinación a su<br />

casa en busca de ayuda para recobrar la salud, fueron analizadas en las mesas<br />

del bar Gaona. Un arrebato de furia lo tiene cualquiera, argumentaron aquellos<br />

que insistían en llamarse amigos de Elbio. Uno de estos días aparece por aquí, y<br />

nos pide disculpas. O no dice nada, y santas pascuas.<br />

Elbio no volvió a pisar el café Gaona. Pero la tibieza de un sábado de<br />

agosto congregó, en una de sus mesas, a convalecientes y desairados. Vaciaron<br />

pocillos de café y vasos de ginebra, y fumaron. Y reflexivos, dejaron constancia<br />

de dos hechos verificables: 1) Lucrecia había dejado de cantar. Nadie, desde la<br />

mañana que Elbio —hosco y barbudo— se reincorporó a la sociedad civil,<br />

escuchó, en los labios de Lucrecia, las rimas consagradas de Mano a mano, las<br />

estrofas reverenciales de El bulín de la calle Ayacucho, o las que narran las<br />

desdichas del macho fiel a quien una hembra casquivana, seducida por las<br />

cuantiosas luces del centro, le rehúsa su amor. 2) Elbio y Lucrecia se marchaban,<br />

los domingos, a primera hora de la mañana, con rumbo desconocido. Elbio<br />

cargaba, en el coche, cantidades envidiables de achuras, tiras de asado, plantas<br />

de lechuga y apio, cebollas blancas, frutas naturales y envasadas, y botellas de<br />

vino que, por número y calidad, descartaban, para los observadores, un goce<br />

platónico del feriado.<br />

Hubo quien sugirió prácticas aberrantes en la soledad de la quinta, que<br />

Elbio compró en la zona residencial de San Isidro. Hubo quien fue más lejos.<br />

Y quien fue más lejos puntualizó que Lucrecia, para cobrarse el agravio<br />

que implicó para ella —para cualquier mujer, si vamos a hablar claro— la<br />

relación Elbio-Dani, se asignó el papel de Yocasta y, al hijo, el de Edipo.<br />

Deslumbramiento y estupor generales en la mesa del bar Gaona, ocupada por<br />

jefes de familia, sensatos y maduros, que no se privaron de imaginar que esos<br />

nombres, disparados por la erudición de uno de ellos, insinuaban<br />

depravaciones, anormalidades poco frecuentes y, también, vergonzosas.<br />

Me permití comentar que hay un socialismo —el de los cretinos— que es<br />

inmune a la corruptibilidad del hombre o a su salud.<br />

Rodolfo dijo que podía reírme de los razonamientos de quienes se decían<br />

amigos de Elbio, pero no de datos proporcionados por aquellos que apenas lo<br />

conocían. Y, luego de una pausa, Rodolfo dijo que los domingos, antes de<br />

emigrar hacia San Isidro, el matrimonio Elbio-Lucrecia se detenía a orar en la<br />

iglesia de San José de Flores. Lucrecia usaba, para esas excursiones, unos<br />

grandes anteojos negros de armazón dorado.<br />

178


El calor era intolerable y, en un momento del intolerable crepúsculo, Elbio<br />

enmudeció. Encendimos cigarrillos y los fumamos en silencio.<br />

Los focos de los autos que pasaban por delante de la puerta del taller de<br />

Elbio encendían una luz turbia en una de las mejillas de Elbio, en las botellas de<br />

cerveza vacías, en el ventilador inexplicablemente inmóvil, en mis manos.<br />

—¿Quisiste decir que tu viejo se mató? —preguntó Elbio, poniéndose<br />

bruscamente de pie.<br />

—¿Dije eso?<br />

—Los hombres como tu viejo no tienen una segunda oportunidad —y<br />

Elbio sonrió, y una sombra le contraía la boca.<br />

—¿Querés que te cuente acerca de un tipo que no buscó una segunda<br />

oportunidad? —pregunté yo, mirándome las manos cruzadas por los brochazos<br />

lívidos que venían de la calle.<br />

—Se terminó la cerveza —dijo Elbio que sonreía, y en su sonrisa había<br />

cansancio, y desdén, y algo más.<br />

Hubo otro silencio que no vino a nosotros, ni cayó sobre nosotros. El<br />

silencio lo pusimos nosotros.<br />

Éramos, allí, y para siempre, dos extraños en un andén de ferrocarril.<br />

Salí a la noche con un descarnado y limpio esqueleto bajo el brazo, y volví<br />

a encontrar los árboles, el perfume, las piedras y las marcas de un mundo que<br />

supo robarnos la guerra para la que estábamos destinados.<br />

179


180<br />

Preguntas


Lento<br />

Esperó ese nombramiento, meses y años. Movió recomendaciones,<br />

memorizó las palabras necesarias, vadeó puertas con paciencia y discreción. Por<br />

meses y años. También tuvo náuseas.<br />

Dio clases particulares a chicos que jamás distinguirían la g de la j, la s de<br />

la z; a chicos que se aburrían en la escuela, a algún mocoso consentido que<br />

deseaba explorarle los interiores de la bombacha con el mismo aire codicioso y<br />

chambón que empleaba para manosear a la-muchacha-todo-servicio.<br />

Preparó, apresuradamente, una valija, y viajó horas y horas rumbo al<br />

destino que le asignaron. El paisaje cambió. El ómnibus se llenó de cáscaras de<br />

frutas, de olores rancios, y de mujeres bajas y de anchas caderas, ojos achinados<br />

y palabras escasas.<br />

Subió un cerro pedregoso, cubierto de matas salvajes y chatas. La escuela,<br />

en la cima del cerro, tenía techo de ladrillo y zinc. Tenía dos habitaciones con<br />

una cama cada una, una pequeña cocina, y tenía una sala con bancos y pupitres,<br />

y un pizarrón donde ella escribiría, probablemente, letras desarticuladas. No<br />

faltaba el retrato, en lo alto de una pared, del padre del aula inmortal.<br />

Respiró aire puro.<br />

Los chicos aprendían a unir consonantes y vocales, y armaban una<br />

palabra. Y, después, unidas consonantes y vocales, nombraban al paisaje, los<br />

árboles que les eran familiares, las chivas y los perros. Sumaban un número y<br />

otro número hasta sortear el error, para que, les decía ella, no los engañaran<br />

cuando les llegara la hora de cobrar un sueldo.<br />

Ella aprendió, a su vez, que los chicos crecían entre piedras, llanura,<br />

vientos y resignación, y que olvidarían los precarios trazos que escribieron en la<br />

pizarra y en el papel.<br />

Ella les calentaba algo de locro, algo de fideos, algo de leche en un hornillo<br />

a gas. Ella los miraba comer, voraces y silenciosos.<br />

Ella los despedía con un beso en la mejilla, y los chicos se encogían, tensos,<br />

como si los fueran a castigar.<br />

181


Ella los miraba bajar el cerro, camino de sus casas, en el crepúsculo de<br />

cada día.<br />

Ella conoció la fatalidad de algunos desamparos.<br />

Una mañana apareció, en la puerta de la escuela, una vieja. Traía, de la<br />

mano, a un muchacho. Dijo que el muchacho se llamaba Luciano. Dijo que<br />

debía tener como quince años. Y que era su nieto.<br />

La vieja tenía el cabello blanco y los ojos negros, y la palabra breve. Dijo<br />

que tenía una majada de corderos y una majada de chivas. Y que se podía<br />

arreglar sin el muchacho. Dijo que quería que Luciano aprendiera la letra de<br />

Dios. Dijo que su nieto era obediente y manso, pero que si ella, la maestra,<br />

consideraba que merecía algunos palmetazos, que se los diera nomás. Dijo que<br />

su rancho quedaba allá, detrás del horizonte, muy lejos detrás del horizonte, y<br />

que debía irse.<br />

Ella sentó a Luciano en el último banco de la sala. Le abrió un cuaderno<br />

sobre el pupitre, y le alcanzó un lápiz, y le preguntó si sabía escribir su nombre.<br />

Luciano, después de un rato, unos largos segundos, la miró con los ojos de su<br />

abuela, y movió la cabeza para un lado y para el otro.<br />

Así que, por las tardes, cuando los chicos bajaban el cerro, y volvían a sus<br />

casas, ella procuraba que Luciano aprendiera el abecedario.<br />

Ella le repetía que ésa era la a y ésa era la b. A veces, Luciano avanzaba en<br />

el conocimiento de la letra de Dios. A veces de pie frente a la pizarra, alto y de<br />

carnes magras, o con el cuaderno entre sus manos, se le borraba todo lo que<br />

había aprendido como si, suponía ella, un fogonazo mudo estallara en los ojos<br />

del muchacho, y pulverizara lo que su memoria había acumulado en noches y<br />

horas de paciente y fatigosa enseñanza.<br />

Ella suspiraba, apenas, y recorría, con él, mapas, ciudades, puertos,<br />

montañas, mares, islas de los mapas.<br />

Luego, ella se dejaba estar bajo la ducha. La ducha caliente le<br />

proporcionaba un placer como ninguna otra cosa que recordase.<br />

Una noche le dijo a Luciano que se bañara, que aprovechara, y rápido, del<br />

agua caliente que quedaba en el tanque. El muchacho no contestó. Ella se acercó<br />

a él y le desabrochó la camisa. Luciano la miró con los ojos de la abuela, y entró<br />

al baño.<br />

Ella se dijo que Luciano era muy torpe, y le preguntó, a través de la<br />

puerta, si el agua estaba caliente, ella escuchó caer el agua de la ducha, y esperó.<br />

182


Los fines de semana, Luciano se despedía, y tomaba el camino que llevaba<br />

al rancho de la abuela, allá, detrás del horizonte.<br />

Pero hubo un sábado que la nevada superó los ambiguos pronósticos del<br />

servicio meteorológico, que ella escuchaba por una radio a pilas.<br />

El muchacho dijo, lento, en voz baja, que se iba. Ella dijo que era un<br />

desatino bajar el cerro, y buscar la ruta que llevaba al rancho de la abuela, allá,<br />

detrás del horizonte. ¿Estaba él loco?<br />

Luciano miró, por la ventana, el viento feroz y la nieve que caía, y musitó<br />

que la abuela lo esperaba.<br />

Ella insistió: nadie, ni un baquiano, se arriesgaría a moverse con esa<br />

tormenta que, además, crecía por momentos.<br />

Luciano le preguntó si le permitiría ir a buscar leña, ahí afuera, bajo el<br />

alero de la escuela. Ella dijo que sí. Y se reprochó, tarde, que en el cambio de<br />

palabras con Luciano, su voz estuviera teñida, claramente, por la irritación.<br />

La escuela se entibió. Cenaron, y el muchacho levantó la mesa, y lavó los<br />

platos, y echó unos leños al hogar de la chimenea.<br />

Ella le dijo que se acostara. Él fue a su pieza, y ella escuchó cómo se<br />

desvestía. Ella prendió un cigarrillo, y pensó que debería escribir una carta.<br />

Pensó, también, que debería preguntarse a quién.<br />

Se sentó a la mesa, y volvió a revisar sus correcciones a las tareas que<br />

había encomendado a los chicos que aún subían el cerro, que aún no habían<br />

sido sustraídos de esa frecuentación olvidable que era la escuela.<br />

Leyó hojas y hojas; avivó el fuego de la lámpara; fumó otro cigarrillo.<br />

Ella, la cara envuelta en el humo del cigarrillo, escuchó, tal vez sin<br />

sorpresa, la lenta voz de Luciano que le llegaba desde el silencio y la oscuridad.<br />

Y la lenta voz de Luciano que le llegaba desde el silencio y la oscuridad decía<br />

que ella, la maestra, lo cogiera.<br />

183


Los hijos del Mesías<br />

Esa noche releí Islas en el Golfo; para ser más exacto: releí la larga<br />

conversación que, casi sin decaimientos, reúne a Thomas Hudson y Liliana La<br />

Honesta, en el café Floridita. Y creo recordar que un viento frío corría por las<br />

calles de La Habana, fenómeno climático que atrajo mi atención. No por<br />

demasiado tiempo: el tiempo, quizá, que yo demoré en decirme que La Habana<br />

es esa ciudad que Hemingway amó a las ocho de la mañana.<br />

Fue entonces que escuché cómo la lluvia golpeaba en los vidrios de las dos<br />

ventanas del comedor: la que da al río y la otra.<br />

Cerré el libro y lo dejé sobre mis rodillas, y me recosté en el sillón, y<br />

escuché la lluvia, y la escuché, y la escuché golpear en los vidrios de las dos<br />

ventanas del comedor, y en una ciudad que olía a carne asada y demolición, y<br />

pensé que era hora de que tomara una ginebra —Thomas Hudson, en su larga<br />

conversación con Liliana La Honesta, ya se había despachado, con un coraje<br />

tenaz y sin alardes, una docena de daiquiris en la barra del Floridita—, pero<br />

volví al sereno diálogo del pintor y la puta.<br />

Fue entonces, creo, que Natalia se levantó del diván, y pasó por encima de<br />

mi pierna derecha —pasó entre mi tobillo derecho, para hablar con propiedad,<br />

y la turbación de Hudson al confesar que, en sus años mozos, se acostó con tres<br />

muchachas a la vez—, y entró a la cocina.<br />

Luego, cuando finalizaba la sobria evocación de Hudson del acceso a la<br />

virilidad de un joven americano, borracho y de fortuna, Natalia salió de la<br />

cocina, abrió la puerta del departamento, y la cerró suavemente detrás de sí.<br />

Yo dejé la novela en el piso del departamento, al pie del sillón, y, a mi vez,<br />

entré a la cocina, y busqué la botella de ginebra, en un aparador, debajo de la<br />

pileta. Me serví medio vaso, y agregué dos cubitos de hielo al medio vaso de<br />

ginebra.<br />

Volví al comedor, el vaso de ginebra en una mano y los cubitos de hielo<br />

golpeando en las paredes del vaso, y miré, por una de las ventanas del<br />

comedor, la lluvia que cubría la noche de la ciudad y la calle vacía, allá, abajo, y<br />

el agua del río que avanzaba lentamente por la calle vacía, iluminada por<br />

escasos y débiles faroles de luz que se mecían de altas columnas de hierro.<br />

184


Tomé un trago de ginebra, me senté en el sillón, levanté del suelo el libro<br />

que, dicen, Hemingway guardó en una caja de hierro, y no alcanzó a corregir o<br />

reescribir o condenar al silencio perpetuo.<br />

Natalia abrió la puerta del departamento, y la cerró, y se acercó a mí, y yo<br />

le extendí el vaso, y ella tomó un sorbo de ginebra, y me preguntó en ese tono<br />

que usan las duquesas para dirigirse a su servidor favorito, si no escuché, en el<br />

tiempo que ella se ausentó, unos golpes extraños (entendí que quiso decir golpes<br />

que sólo escuchan oídos atentos), algo que caía por el pozo de aire, y golpeaba,<br />

a la altura del primer piso o, tal vez, de la planta baja, sobre una chapa de zinc<br />

que protege los motores que impulsan agua hacia un tanque que, en la azotea,<br />

sostenido por cuatro gruesos pilotes de cemento, abastece a la mitad del<br />

edificio.<br />

Retiré de las manos de Natalia el vaso de ginebra, lo vacié de un trago, y le<br />

contesté que no, que sólo imaginé, parado junto a la ventana, el ruido de la<br />

lluvia en la noche de la ciudad y sobre la calle vacía, allá, abajo, once pisos<br />

abajo.<br />

Natalia movió la cabeza —no es fácil enseñar lo que sea al servidor<br />

favorito—, y se sentó en el piso de la sala de estar, y me dijo que, después de<br />

levantarse del diván, entró a la cocina porque escuchó ruidos que no eran los de<br />

la lluvia, y que vio, por la ventana de la cocina, las caras de tres chicos —dos<br />

nenas y un varón—, asomadas al ventanuco del baño de un departamento del<br />

piso diez, y que los tres chicos, que tiraban juguetes por el ventanuco abierto<br />

del baño de un departamento del piso diez, se reían.<br />

Natalia dijo que les gritó que no tiraran los juguetes de plástico sobre la<br />

chapa que cubre los motores que impulsan agua hasta el tanque que, en la<br />

azotea, se apoya en cuatro pilotes de cemento. Natalia dijo que los chicos la<br />

miraron como si digiriesen, con lentitud, sus palabras, el tono persuasivo de sus<br />

palabras, su convicción pedagógica. Y que, cuando ella terminó de hablar, los<br />

chicos dejaron de mirarla, de prestarle atención, y volvieron a reír, y a tirar,<br />

excitados y veloces, otros juguetes de plástico por el ventanuco del baño, al<br />

pozo de aire.<br />

Natalia bajó al piso diez (Natalia, se sabe, emprende cruzadas que<br />

incomodan a los que aceptan el destino, cualquiera sea el nombre que se asigne<br />

al destino), y apretó el timbre del departamento que alquilaban los padres de<br />

los tres chicos rientes.<br />

Natalia dijo que apretó el timbre dos o tres veces, y que, cuando aún no<br />

había pensado en retirarse, se abrió la puerta del departamento, y la madre de<br />

los tres chicos rientes musitó un buenas noches lento y como espeso, y la cara de<br />

la madre de los tres chicos rientes era una cara absorta, la piel y los músculos de<br />

185


la cara estaban ahí, por encima de la cabeza de Natalia, inmóviles, sin nada<br />

detrás —ni sangre, ni dolor o estupefacción o vida que los alimentasen—, salvo<br />

el resplandor opaco de la luz del living del departamento que alquilaban, ella y<br />

su marido, en el piso diez.<br />

Y Natalia dijo que a la mujer joven, de cara absorta, le costó entender que<br />

Natalia creía peligroso que los chicos rientes estuviesen asomados al ventanuco<br />

del baño. Y la madre de los chicos, dijo Natalia, cuando pareció entender que<br />

era peligroso que los chicos se asomasen al ventanuco del baño, y que tiraran<br />

juguetes al pozo de aire, murmuró, con una sonrisa pálida, que la mujer no<br />

dedicó a Natalia, muchas gracias buenas noches señora, y cerró, suavemente, la<br />

puerta del departamento.<br />

Esa noche no insistí en la lectura de Islas en el Golfo, y Natalia se abstuvo de<br />

reprocharme que sólo prestara atención a los ruidos que puedo imaginar, y<br />

preparó unos fideos con aceite y ajo, nueces y albahaca, y yo llevé una botella<br />

de vino blanco a la mesa, y cenamos, y escuchamos, por la radio, las últimas<br />

noticias acerca de las naturales depravaciones de este país y de otros países.<br />

El padre de los chicos, cuando yo lo conocí, era un tipo alto, de la edad de<br />

su mujer, y tartamudo. También fue propietario de un local de arreglo de<br />

aparatos de televisión, en la galería que integra la casa de catorce pisos y<br />

ochenta y cuatro departamentos, uno de los cuales habitamos, en el piso once. Y<br />

al padre de los chicos, en una asamblea de consorcistas —que se realizó antes o<br />

después de una noche de lluvia en la que no concluí la relectura de Islas en el<br />

Golfo— le escuché decir que él era como un hijo pródigo de la casa en la que<br />

vivíamos, y que el edificio, ladrillo por ladrillo, era sano, porque él soltaba,<br />

periódicamente, descargas de salud y energía vital que fortalecían sus<br />

estructuras, entre las que, dijo, y lo dijo con una tartamudez apasionada y<br />

gangosa, nació, se crió y creció.<br />

Y cuando dijo que, si le concedían la administración del edificio en el que<br />

nació, se crió y creció, bajaría las expensas a niveles que no angustiasen a los<br />

señores consorcistas y a las distinguidas señoras consorcistas, la voz se le ahogó<br />

en la garganta, y los ojos le brillaron, y las lágrimas le brillaron en los ojos, y nos<br />

tendió los brazos como si derramase maná sobre el suelo que pisábamos.<br />

Las ancianas señoras jubiladas, pensionadas y, además, viudas maníacas,<br />

que blindaron las puertas de sus departamentos, y que añadieron trabas de<br />

hierro a las puertas que ordenaron blindar, lo aplaudieron, preguntándose,<br />

unas a otras, apoyadas, unas y otras, en bastones con puntas de goma y metal,<br />

qué esperaba el gobierno para sancionar una ley que penase con la castración y<br />

186


la muerte a violadores y asesinos de mujeres solas e indefensas, y aun niños.<br />

Un ex corredor de automóviles, rengo, que vive en un departamento del<br />

piso noveno, con la sola compañía de una perra salchicha, me retuvo en la<br />

vereda de la galería, al finalizar la asamblea del consorcio, y me comunicó, en<br />

un susurro que pretendió ser confidencial, que el padre de los chicos, unas<br />

semanas atrás, entró a la iglesia —el ex corredor de automóviles, rengo, señaló<br />

hacia algún lado, por encima de mi cabeza—, y desplazó, de un empujón, al<br />

sacerdote, y ocupó, en su lugar, el púlpito, y se golpeó el pecho, y proclamó el<br />

advenimiento de una nueva fe que, con paz, amor y salud, redimiría a la<br />

humanidad de sus terrores y enfermedades.<br />

Miré mis zapatos, y no había maná en mis zapatos. El ex corredor de<br />

automóviles, rengo, levantó a la perra salchicha del borde de la vereda, y la<br />

acunó en sus brazos, y la perra salchicha tosió y moqueó sobre uno de los<br />

brazos que la acunaban, y el ex corredor de automóviles, rengo, me preguntó,<br />

después de limpiar de su saco de corderoy azul las babas y los mocos de la<br />

perra salchicha, qué sabía yo de lo que ocurría en el local de la galería donde,<br />

hasta ese momento, se arreglaban televisores. Alcé los hombres y tapé mi labio<br />

superior con el inferior, y el ex corredor de automóviles, rengo, dijo que a él le<br />

pasaba lo mismo. Dijo, calmo, la voz impregnada como por una vaga y lejana<br />

desdicha, que él se limitaba a repetir, ante mí, y sólo para mí, la información<br />

que le transmitieron algunas personas discretas, pero, eso sí, muy honorables: el<br />

padre de los chicos, en su local de arreglos de aparatos de televisión, iniciaba a<br />

jovencitas de quince y dieciséis años en el culto de la nueva fe. Las acuesta en<br />

una hamaca paraguaya, musitó el ex corredor de automóviles, rengo, con la<br />

perra salchicha dormida en sus brazos, y me guiñó un ojo. Lentamente, me lo<br />

guiñó. Y las inicia en la nueva fe, repitió el corredor de automóviles, rengo, la<br />

voz ronca y, también, desventurada.<br />

El ex corredor de automóviles, rengo, y yo, nos miramos como se miran<br />

hombres que son dueños de sus silencios.<br />

Creo que mencioné la lectura inconclusa de una conversación en un bar de<br />

La Habana, y juguetes de plástico que caían por un pozo de aire. Y si dije eso,<br />

dije que hubo gritos de la madre de los chicos que tiraban juguetes de plástico a<br />

un pozo de aire, antes y después de una noche de lluvia, y del ruido de los<br />

juguetes de plástico que caían sobre una chapa de zinc. Y por esos gritos que<br />

subían y bajaban por el pozo de aire, repetidos por una voz infatigable y de<br />

estridencias metálicas, uno se enteraba de que la madre de los chicos estaba<br />

harta de recoger las porquerías que los chicos dejaban tiradas donde se les<br />

187


antojaba, y que si los chicos suponían que ella iba a pasarse la vida levantando<br />

lo que a ellos se le ocurriese desparramar por el suelo, bueno, que no la hicieran<br />

reír. Y cuando la mujer decía eso, a media mañana o al atardecer, uno<br />

escuchaba un largo grito veloz, que se desplegaba en el aire, furioso, como una<br />

bandera golpeada por el viento. Y, de pronto, bruscamente, el grito se cortaba. Y<br />

la voz alta, muy alta, de la mujer, proponía, para los chicos, castigos atroces. Y<br />

se escuchaba, en el departamento del piso diez, correr a los chicos. Pisadas<br />

leves, huidizas. Y jadeos. Y alguna exclamación, pedido, súplica. Y, después, las<br />

voces de los chicos, débiles, huecas, que imploraban nadie sabría qué. Después,<br />

nada.<br />

Y hubo murmullos, inesperados, del padre de los chicos, en silenciosas<br />

mañanas de domingo. Y los murmullos del padre de los chicos, que crecían en<br />

intensidad, como si afirmara su intensidad en los tropiezos de la lengua que los<br />

despedía, decían que si ellos, los chicos, eran justos, serían bellos como la luz, y<br />

que la justicia y la belleza eran dones de Dios. Y la gracia de Dios fluía de él<br />

hacia sus pequeños y amorosos hijos, para que ellos fuesen bellos, sanos y<br />

justos.<br />

En la trivial fatalidad de las cosas, hubo otras noches de otoño y de<br />

invierno, otras noches de lluvia, de cortes de luz y de calles inundadas. Y de<br />

frío, temor y vejez.<br />

Hubo noches de verano, y tardes de un sol cruel, y mujeres de largas<br />

piernas tostándose en las azoteas, inalcanzables. Hubo anuncios en los<br />

noticieros de la televisión, tan increíbles como la realidad.<br />

Y hubo un atardecer de sábado.<br />

Natalia tecleaba, en una máquina de escribir eléctrica, datos de un pasado<br />

reciente y desconocido. Y yo entré en la cocina, en busca de un trago de ginebra,<br />

y los chicos y yo nos miramos. Las caras de los chicos estaban asomadas al<br />

ventanuco del baño, de un departamento del piso diez. Las caras estaban<br />

quietas, y los ojos de vidrio, glaciales, no se movían en las caras quietas, como<br />

de idiotas, de los chicos.<br />

Miré esas caras de idiotas en las primeras sombras del anochecer. Y<br />

después encontré la botella de ginebra, un largo porrón de barro, y lo agité, y<br />

fue agradable escuchar el sonido del alcohol en el porrón de barro.<br />

Regresé a la luz del comedor, y Natalia aún tecleaba información para<br />

nada en la máquina de escribir eléctrica, y la calma del sábado propiciaba las<br />

gratificaciones del trago, de su sabor y de su calidez.<br />

188


La policía encontró muertos, acostados en la cama matrimonial y vestidos,<br />

a la madre y al padre de los chicos.<br />

La policía estimó que ése era un caso resuelto e informó al periodismo que<br />

los chicos, en sus algo balbuceantes declaraciones, insistían que tuvieron<br />

hambre en el anochecer del sábado, y que deseaban que se les encendiera el<br />

televisor.<br />

Que a esos efectos —dijo el vocero policial—, solicitaron a sus padres que<br />

los atendiesen. Que se pudo comprobar que éstos (los padres de los chicos)<br />

fumaban, en la cama, pero vestidos, unos cigarrillos de olor dulzón, y que,<br />

sumidos en un estado de somnolencia casi evidente, desoyeron los pedidos de<br />

los niños.<br />

Que los niños, hambrientos y con el aparato de televisión apagado, e<br />

impedidos de salir al pasillo del piso diez (la puerta del departamento estuvo<br />

cerrada con llave y cerrojo hasta que intervino la autoridad pertinente),<br />

decidieron jugar a las visitas.<br />

Que los niños dijeron —agregó el vocero policial— que eran papá, mamá<br />

y su hijito que recibían a las visitas, y les servían licores y hablaban, con las<br />

visitas, del tiempo, del invierno, de la lluvia, y de las dificultades que<br />

afrontaban los padres para educar a sus hijos.<br />

Que en sus papeles de mamá, papá, e hijito, invitaron a las visitas a<br />

compartir la cena del sábado. Que las visitas adujeron —señala el informe<br />

policial— que se les hacía tarde. Que habían dejado a sus propios niños al<br />

cuidado de la abuela, la mamá del papá. Y que la abuela era muy anciana.<br />

Que mamá, papá y su hijito prometieron, a las visitas, que no demorarían<br />

en sentarse a la mesa, y que, una vez sentados a la mesa, no se arrepentirían de<br />

haberse quedado a cenar esa noche de sábado.<br />

Que papá, mamá y su hijito abrieron las cuatro llaves de la cocina de gas.<br />

Y que, en lo que dura un parloteo vertiginoso y feliz, también se asomaron a la<br />

ventana del baño, y callaron, y silenciosos y ausentes, se dedicaron a mirar la<br />

lluvia que caía, fría y violenta, en el oscuro pozo de aire.<br />

189<br />

Buenos Aires, 25 de noviembre de 1990


La espera<br />

La mujer dice:<br />

—No hagas ruido, ¿querés?<br />

El hombre deja el diario sobre la mesa, y mira a la mujer, que se acostó<br />

vestida con un jean y un pullover azul, en la cama de una plaza, ahí, bajo la<br />

ventana que da al río.<br />

El hombre se pone de pie, en silencio, lentamente, y le vibran los muslos, y<br />

mira la luz que viene del río y, después, el cielo de la tarde que recién comienza<br />

y, después, el pelo de la mujer que se acostó en la cama de una plaza, vestida<br />

con un jean y un pullover azul, ajustado el pullover azul por el cinturón del<br />

jean.<br />

—Cuando te vayas, cerrá las persianas. Y prendé la estufa —dice la mujer<br />

que se acostó, los pies descalzos, vestida, y sin nada debajo del pullover azul,<br />

ajustado el pullover azul a las tetas todavía jóvenes, y que él sabe perfumadas, a<br />

los pezones erectos, a la levísima redondez del vientre.<br />

—Volvé a las cuatro —dice la mujer, los ojos cerrados, y la voz de ella<br />

suena fatigada de espaldas a la luz que viene del río y el cielo gris, de la tarde<br />

que recién comienza.<br />

El hombre, que miró el cuerpo encogido de la mujer bajo la frazada que lo<br />

cubre, sabe —eso también sabe— que la mujer, vestida con un pullover azul y<br />

un jean, espera, tensa, que él cierre las persianas del departamento, prenda la<br />

estufa, y se vaya, y no regrese hasta la hora que ella dijo que regrese; de cara a<br />

la pared, los ojos cerrados.<br />

El hombre, en silencio, prende la estufa, y cierra, una a una, las persianas<br />

de la ventana que da a la ancha avenida que corta la ciudad en dos y se interna<br />

largamente en la provincia, y cierra, también, las persianas de la ventana que da<br />

al río.<br />

Y el hombre, de pie en la tibia penumbra de la habitación, escucha cómo la<br />

vibración que le recorre los muslos sube a su pecho, y al cuello y, quizás, a los<br />

nervios de las manos. Y el hombre se pregunta —y ya no le importa la<br />

respuesta, ninguna respuesta— por la suavidad de la vibración, por su<br />

persistencia, y por qué ruega, desesperado, que no se extinga.<br />

190


El hombre, de pie en la penumbra de la habitación, cierra los ojos, y desea<br />

retener esa vibración suave y persistente que le eriza la piel del cuerpo, y,<br />

entonces, vuelve a cerrar los ojos, y desea que unas manos le acaricien las<br />

tetillas, el bajo vientre, la oscura, rala pelambre del bajo vientre, la lenta erección<br />

del miembro.<br />

El hombre, de espaldas a la mujer vestida y descalza y tensa, acostada en<br />

la cama de una plaza, y tapada con una frazada color té, abre la puerta del<br />

departamento en penumbras.<br />

El hombre que sale del departamento, y camina hacia la puerta del<br />

ascensor y, de pie en el pasillo mal iluminado, llama al ascensor, se obliga a<br />

recordar que, en algún tiempo que se le antoja remoto, quitó los zapatos y las<br />

medias de esos pies y de esas piernas tapados, ahora, por una frazada color té, y<br />

los besó, y una mujer miró, pies y piernas desnudos, ensimismada, cómo él le<br />

ofrecía, la cabeza gacha, la espalda doblada, ciego, y con el fervor de un<br />

disciplinante, la sal de sus desamparos.<br />

El hombre cruza la avenida, en la tarde que recién se inicia, y entra al bar.<br />

Se sienta a una mesa desde la que puede observar la puerta de metal oscuro y<br />

vidrio del edificio que abandonó hace, exactamente, tres minutos.<br />

El hombre pide café, y espera. Una muchacha le sirve el café que pidió y,<br />

cuando la muchacha se aleja con una sonrisa estereotipada en la cara pequeña,<br />

él le mira la grupa. Carnosa la grupa: abulta, la grupa, el pantalón negro que<br />

viste la muchacha, y que se estrecha en las pantorrillas y en la cintura.<br />

El hombre deja enfriar el café. El hombre se enfría. El hombre mira autos<br />

rojos, autos negros, autos azules que corren en las dos direcciones de la<br />

avenida. Hombres, mujeres, perros, en los autos rojos, negros y azules que<br />

corren en las dos direcciones de la avenida.<br />

El hombre mira el paño verde de una mesa de pool, y las luces que penden<br />

sobre el paño verde de la mesa de pool. Dos tipos jóvenes golpean, con sus<br />

largos tacos, uno después del otro, las bolas en la mesa de paño verde. No<br />

hablan entre sí: se miran golpear las bolas, y toman cerveza fría directamente de<br />

la boca de botellas frías y alargadas, color marrón, que recogen de una mesa<br />

pegada a la pared del fondo del local, y en la que brillan tres botellas vacías de<br />

cerveza, frías y alargadas, y de color marrón.<br />

El hombre pide otro café. Y espera. Mira la grupa de la muchacha que le<br />

sirvió el café. Mira la tarde que crece, melancólica, sobre los árboles desnudos,<br />

en la calle, y mira el brillo de los autos de vidrios polarizados que zumban en la<br />

avenida, cuando la luz de los semáforos les da paso, y mira la puerta de metal<br />

191


oscuro y vidrio del edificio en uno de cuyos pisos una mujer espera, en la<br />

penumbra de una habitación de persianas cerradas, que algo se cumpla.<br />

El hombre tomó, ya, tres cafés. El hombre mira el reloj, detrás de la barra.<br />

Paga los tres cafés, deja una propina para la muchacha de los pantalones negros<br />

y cintura estrecha, y sale del bar.<br />

El hombre cruza la avenida, abre la puerta del edificio en uno de cuyos<br />

pisos hay un departamento en penumbras, y espera el ascensor. El ascensor<br />

abre sus puertas, y él aprieta uno de sus últimos botones. El ascensor cierra sus<br />

puertas y comienza a subir, silencioso y suave. La vibración en los muslos del<br />

hombre se extinguió. El hombre tiene las manos frías.<br />

El departamento, como el hombre lo esperaba, está en penumbras. El<br />

hombre sabe que son más de las cuatro de la tarde. El hombre mira el jean y el<br />

pullover azul de la mujer tirados en el piso del comedor en penumbras, cerca de<br />

la cama de una plaza. El hombre mira el cabello de la mujer acostada en la cama<br />

de una plaza, bajo la ventana que da al río. El cabello de la mujer brilla en la<br />

penumbra de la pieza.<br />

El hombre se sienta en un sillón bajo, que mira a la cama de una plaza en<br />

la que una mujer desnuda duerme de cara a la pared, tapada por una frazada<br />

color té.<br />

El hombre se dice, como se dijo otras veces, que el silencio, la penumbra, y<br />

la tibieza de la habitación quizá le hagan cerrar los ojos, pero que debe esperar.<br />

192


Preguntas<br />

Al Sergio le faltan dos dientes, ahí, adelante, de los de abajo. A veces,<br />

cuando habla, le sale como un silbido.<br />

Y se le cayó el pelo, al Sergio. Parece un cura, de ésos de antes. Pero donde<br />

se le cayó el pelo, tiene la piel suave y rosada. Y de noche, cuando los chicos<br />

duermen, y el Lucio carga a una loquita en su moto, y la loquita acomoda su<br />

culo a espaldas del Lucio, y la loquita grita, espantada, porque el Lucio toma las<br />

curvas desiertas de la ruta nueve como si volara, yo, a esa hora, le toco, al<br />

Sergio, la piel suave y tibia de la cabeza, allí donde se le cayó el pelo, y el Sergio<br />

se calienta. Se le estremecen los hombros, en la oscuridad de la cama, y, ya<br />

despierto, se da vuelta hacia mí, y su camiseta de lana, y su calzoncillo largo<br />

huelen a sudor, y a orina, y a no sé qué otra cosa agria y crujiente, y su lengua<br />

murmura palabras de alabanza a lo que yo soy, para él, en esos minutos de<br />

prueba, mi putona guacha yegüita mi buena. Y suspira. Y yo escucho, mientras el<br />

Sergio se quita, a los manotones, la camiseta de lana y el calzoncillo largo, la<br />

respiración de las chicas en la otra pieza, y al Lucio que endereza su moto, la<br />

loquita pegada a su espalda, caliente, que le implora, al Lucio, que pare, que<br />

frene, por favor, que ella se hace pis encima.<br />

Y el Sergio se alza sobre mí, y yo, al Sergio que se alzó sobre mí, le toco lo<br />

que le cuelga entre las piernas, que es como un muñón, y el muñón lo tiene<br />

como de piedra, y le digo entre, y es una orden la que le doy, y el Sergio me<br />

entra con su muñón. Y cuando el Sergio entra en mí, soy yo la que tiemblo y<br />

acepto, y me rindo, gorda, blanda, sumisa.<br />

El Sergio tiene la mano pesada.<br />

Y es tan alto y tan fuerte como cuando lo conocí; como cuando venía a<br />

sentarse al otro lado de la mesa, y se quedaba mirándome, callado, alto y fuerte<br />

bajo la luz de la lámpara, y yo miraba, en la mesa de la cocina, junto a sus<br />

manos cerradas alrededor de una taza de café, la bolsa de carne y de huesos que<br />

él traía del frigorífico donde solía conseguir changas de matarife. Y yo no<br />

hablaba del Cony, que nos cagaba a puñetes a las chicas y a mí.<br />

193


Y yo hablaba, en el frío del invierno, y en el frío de las casas, de los cinco<br />

años que estuve presa, y a la espera de que me clavaran una inyección en las<br />

venas, y me tiraran al mar, desde un avión, como a otras, como a otros.<br />

Y él, el Sergio, estaba allí, al otro lado de la mesa, callado, la luz de la<br />

lámpara sobre su pelo rubio, y sus ganas de mí, y sobre la taza de café, vacía,<br />

que sostenía entre las manos, y sobre lo que yo decía de cinco años de cárcel, y<br />

de cómo llegabas a adivinar a quiénes se llevarían las mujeres que nos<br />

cuidaban, esas perras.<br />

Y yo, de pie, con un pullover gastado, y una tricota, creo, sobre las tetas<br />

frías y desnudas, le contaba al Sergio cómo resistíamos a las perras de uniforme,<br />

a las rejas, y a los que nos decían que ninguna de las que estábamos ahí merecía<br />

la vida, ni pisar una tierra que fundaron los soldados de Dios.<br />

Entonces, una noche de ese invierno, el Sergio se echó sobre mí, y su<br />

cuerpo, fuerte y duro, limpio de la sangre y la bosta de los animales que<br />

faenaba en el matadero o en el frigorífico, me arrastró a la cama, y el Sergio dijo,<br />

sus manos frías en mis tetas, ábrase, Cata, ábrase, que la entro. Y su risa, en la<br />

oscuridad y el silencio, era como una tos flemosa. Ábrase, que le voy a dar el gusto.<br />

Compré un taxi. Lo compré para que lo trabajen el Lucio y el Sergio, si al<br />

Sergio le vuelven las ganas de manejar. Pero puse el auto a mi nombre.<br />

No, si usted no es zonza, dijo el Sergio, y silbó entre los dientes que le<br />

faltan. Y rió como los viejos mañosos, o como cuando, en las noches que se echa<br />

sobre mí, consigue que yo le diga que es bueno para eso.<br />

Pasó que nos indemnizaron. Los milicos se fueron, o los ingleses los<br />

echaron, y hubo elecciones, y volvieron los políticos, y dictaron una ley que<br />

llamaron de resarcimiento económico por los años que esperamos que nos<br />

subieran a los aviones, y nos desaparecieran en las aguas.<br />

Y no va la Natalia, que subió setecientos kilómetros desde Buenos Aires<br />

para verme, y me pregunta si no leo los diarios; y dónde estaba que no me<br />

enteré de la ley que votaron los políticos; y si soy tan infeliz que voy a donarle<br />

al Estado los ochenta mil dólares que me corresponden por cinco años de cárcel.<br />

Y qué es lo que me pasa.<br />

Eso preguntó la Natalia, y se me quedó mirando, bajita como es, el cabello<br />

blanco brillándole bajo la luz floja de la cocina.<br />

Y la Natalia me llevó a un juzgado y a otro, y me dijo qué papeles debía<br />

firmar y qué papeles no, y qué documentos o testigos debía presentar en un<br />

juzgado y otro, y yo, que nunca creí que fuera a cobrar un peso, y que cobré los<br />

ochenta mil dólares al cabo de cinco o seis meses de idas y vueltas, me pregunté<br />

194


por qué la Natalia hizo lo que hizo por mí, y no sé, hoy, todavía, por qué la<br />

Natalia hizo lo que hizo por mí, cuando el gringo Masal, el negro Salguero, y el<br />

Cony quedaron fuera de la fábrica, y nadie, nadie te dice que quiere cambiar el<br />

mundo, y nadie grita, en las calles de Córdoba, Ni golpe ni elección: revolución.<br />

El Sergio dice que subirá al taxi a las cuatro de la tarde, y no soltará el<br />

volante hasta después de entrada la medianoche. Se siente libre, me dice, en el<br />

silencio frío de la ciudad, al mando del coche, y yo le adivino, en la risa gozosa<br />

que se le escapa por el hueco de los dientes que le faltan, las mujeres a las que<br />

les sube las polleras en el asiento trasero del taxi, y les mete mano entre las<br />

piernas, y en el agujero del culo, y les suelta, en la cara, el fétido aliento de la<br />

úlcera que le crece en la panza, y que lo va a llevar, para siempre, a una cama de<br />

hospital.<br />

¿Por qué sigo con él?<br />

¿Por qué no lo echo a la mierda?<br />

Yo miro para atrás. El Sergio no mira para atrás. Nadie mira para atrás.<br />

¿Miran para atrás el gringo Masal y el negro Salguero, y los otros, los que<br />

alzaron al gringo Masal y al negro Salguero, y al Cony, sobre sus hombros, para<br />

que hablaran al viento, a la ciudad cubierta por la bruma de la mañana, a esa<br />

trampa para ciegos que bautizaron con el nombre de futuro?<br />

Me dieron ochenta mil dólares por no convertirme en alimento de los<br />

peces: eso es verdad.<br />

Verdad son las várices a punto de explotar en mis piernas, y los zapatos<br />

que el Sergio dejó de usar, y que yo calzo porque hay que ahorrar desde la<br />

nada, y porque, a veces, no tengo ganas ni voluntad ni paciencia para<br />

comprarme, siquiera, un par de chinelas.<br />

Verdad es que el Sergio les pide a mis hijas que abran las piernas, y<br />

cuando ellas las abren, el Sergio, en cuatro patas, se mete debajo de la mesa, y<br />

mira y husmea lo que la Marta y la Lucy saben mostrarle, y dejan que él pase la<br />

lengua, como un cerdo, por sus partes saladas y oscuras.<br />

Verdad fue que yo me le tiré encima al Sergio, en uno de esos atardeceres<br />

grises, o una noche, y las chicas escaparon de la cocina, a los gritos, espantadas,<br />

con risas del Diablo en la boca, y que el Sergio me volteó de un cachetazo.<br />

No se levante de ahí, silbó el Sergio, en uno de esos atardeceres grises, o<br />

una noche, cuando los perros enloquecen, ladran, horas y horas, al vacío, a sí<br />

mismos, a los temblores de sus olfatos.<br />

Yo era un pendejo, Cata, cuando usted y otras locas como usted,<br />

incendiaron Córdoba. Y el pendejo que yo era la miró, Cata, y le miró los ojos, y<br />

195


perdió la cabeza por una de las señoras bellísimas que corrió a los milicos, e<br />

incendió Córdoba.<br />

Ahora, usted, Cata, es mi mujer, y usa mis zapatos, y eso es todo lo que<br />

tiene...<br />

196


Puertas<br />

Cuatro telares de seda, y el roñoso que me mira como si un eructo con<br />

gusto a huevo podrido le torciese la boca. El roñoso me golpea la espalda, y yo<br />

que lo freno, que no le dejo hablar. Paro los telares, prendo un cigarrillo, y<br />

decido que es mi turno de mirar. Allí, en su jeta, están los pagarés a levantar, el<br />

televisor en colores para la pieza de la nena, el reloj de oro, la camioneta, la<br />

úlcera galopante. Lo miro, y digo:<br />

—Hágame la cuenta.<br />

—Usted...<br />

—La cuenta —digo—. La cuenta. Rapidito.<br />

Tengo más de treinta años entre estos telares. Y sé cómo manejar a un<br />

roñoso. La cuenta, les digo a los roñosos, y los miro. La cuenta, rapidito. Ya. Y<br />

no es miedo lo que me pone blanca la piel de la cara.<br />

Salgo del boliche, y empujo la bicicleta, y después monto en la bicicleta y<br />

pedaleo, con mi cara sobre la bufanda, y la piel blanca de mi cara sobre la<br />

bufanda, y es octubre, y me pregunto: ¿los roñosos no se terminan nunca?...<br />

Siempre hubo roñosos, con las jetas contraídas por esos pinchazos en las tripas,<br />

que estiran el brazo, y te manosean el hombro, y te dicen pare los telares. Están<br />

ahí, y te miran los ojos que fallan, los dedos que ya no se mueven solos cuando<br />

hay que anudar un hilo, dos, diez, veinte, y encolar los nudos, y descoser y<br />

ajustar, y mirar los otros telares que quedaron parados, y vos, ahí, bajo la luz de<br />

los fluorescentes, vos que podés enseñarle del oficio más de lo que él aprenderá<br />

en toda su roñosa vida, no esperás que te manosee el hombro y, entonces, le<br />

decís, la cuenta. Rapidito.<br />

Cuando cobro la changa, pienso en Demetrio, que se metió un tiro en el<br />

pecho hace veinte años, cansado de pedalear, de sentir frío, de que le<br />

toquetearan el hombro, de soportar a los insoportables roñosos, de pelear<br />

contra el tiempo, contra sus innumerables miedos. Un hombre solo no es igual a<br />

otro hombre: por eso, recuerdo a Demetrio. No recuerdo su cara cuando les<br />

digo, a los roñosos, la cuenta, rapidito. Ya. Ni su cara, ni el color de sus ojos, ni su<br />

197


voz. Recuerdo su bufanda, lo frías que eran sus manos, esa manera de caminar.<br />

No, yo no soy Demetrio. Yo no soy Demetrio, que se sienta, todas las noches de<br />

su muerte, en una pieza de paredes blancas, bajo la luz amarilla de una<br />

lámpara, y empuña el fierro, y lo lleva hasta el corazón.<br />

Es octubre, y anochece, y cruzo la avenida San Martín, y ahí está la<br />

General Motors, y las luces se encienden porque anochece, y el viento de<br />

octubre trae un olor a lo que sea que crece a los costados de los caminos, allá<br />

donde no hay nadie.<br />

Nicolás dice:<br />

—Vamos a tomarnos una ginebra, Gregorio.<br />

Yo no pienso en nada, parado en la vereda de la General Motors, una<br />

mano en el manubrio de la bicicleta, y la otra en el bolsillo del pantalón, la paga<br />

de la changa en el bolsillo del pantalón, y la cara del roñoso, floja, en la paga de<br />

la changa que se calienta en el bolsillo del pantalón. Así son las cosas, Demetrio:<br />

están los que se matan y están los que aguantan. Y ni el balazo, Demetrio, ni el<br />

aguante prueban nada. Yo, de pie, estrujo, en el bolsillo, el miedo del roñoso, y<br />

es octubre, y alguien me invita a tomar ginebra, y nada, nada de lo que a uno le<br />

pasa se debe al puro azar.<br />

Anochece, sí, y sopla un viento frío, y Nicolás, que se me planta en la<br />

vereda de la General Motors, con esa cara de hombre que no llega tarde a sus<br />

citas, dice:<br />

—Vamos a tomar una ginebra, Gregorio.<br />

Nicolás elige una mesa pegada a la ventana del bar, y yo apoyo la<br />

bicicleta, despacio, contra la ventana del bar, y me tomo, despacio, la primera<br />

ginebra, y la paladeo, despacio, y la ginebra, despacio, me calienta el cuerpo. Y<br />

tenemos tiempo. Nicolás ordena al mozo que deje la botella de la Bols en la<br />

mesa, junto a los vasos.<br />

—¿Por dónde anduvo?<br />

—Por muchos lados. En uno de esos camiones que cargan lo que sea.<br />

Nicolás no cambió: alto, flaco, y esa cara.<br />

—¿Sabe lo que le dije a Elsa?... Nicolás se va sin avisar. Y cualquier día de<br />

éstos, vuelve. Y ella me sale con que no se fue por lo que vos pensás. Y yo que le<br />

digo que ése, por vos, está metido en algo.<br />

Nicolás sirve otra vuelta de ginebra, me ofrece un cigarrillo, y prende el<br />

suyo. Y me mira.<br />

—Elsa... ¿bien?<br />

—Vos la conocés —le contesto—. Fuerte como un caballo.<br />

—Sí —dice Nicolás.<br />

—Fuerte como un caballo —y largo una bocanada de humo, y aflojo las<br />

198


piernas, y me apoyo en el respaldo de la silla—. Pero cuando se empaca, no sé.<br />

—Sí —dice Nicolás, que me mira, y fuma.<br />

—Mejor no hablo de Elsa —le digo, las piernas flojas, apoyado en el<br />

respaldo de la silla, el trago de ginebra calentándome las encías.<br />

—Sí —dice Nicolás, que me mira, y tiene esa cara.<br />

—Vos estás metido en algo —le digo, otra vez.<br />

Nicolás se ríe. Y ahí me doy cuenta de que lo tuteo desde hace un rato. Es<br />

como me siento: la paga de la changa en el bolsillo, la bicicleta apoyada contra<br />

la ventana del bar, el calor de la ginebra en el cuerpo, los roñosos a mis<br />

espaldas, y yo sin miedo, plantándome un Particulares liviano entre los labios.<br />

Y el viento de octubre, allí, afuera, con un olor a caminos, y a silencios que uno<br />

nunca verá.<br />

—¿Vos creés? —pregunta él.<br />

—Se te nota —digo yo.<br />

—¿Se me nota?<br />

—La cara.<br />

No es malo el Particulares liviano. Y tampoco palpar el atado de cigarrillos<br />

en el bolsillo de la camisa. Antes yo fumaba Gavilán. O Tecla. Esas marcas<br />

desaparecieron. Pero el tabaco del Particulares liviano no es malo. Y no es malo<br />

meter la mano en el bolsillo de la camisa, porque tengo tiempo, y ofrecerle un<br />

cigarrillo a Nicolás.<br />

—¿Qué tiene mi cara? —pregunta él.<br />

—Se ve que andás en algo —digo yo.<br />

—Se me nota —dice él—. ¿Cómo se me nota?<br />

—Se te nota —digo yo.<br />

—Bueno —dice él.<br />

—Contá con el rancho —digo yo—. No está quemado.<br />

—¿Usar tu casa? —pregunta Nicolás, que vuelve a llenar los vasos, que<br />

alza el suyo, y que mira a través del vidrio grueso de su vaso.<br />

—Un tipo como vos debe estar metido en algo —le digo.<br />

Nicolás, que me mira, baja su vaso, y me sonríe, y pregunta:<br />

—¿Tenés otro cigarrillo?<br />

—Tengo... ¿No fumás mucho, vos?<br />

—Lo necesario —responde él, y achata el cigarrillo con los dedos.<br />

—¿Siempre hacés lo necesario? —y ahora soy yo el que sonríe.<br />

—No siempre —dice Nicolás, que enciende el cigarrillo achatado.<br />

—¿Vas a usar la pieza, entonces? —le pregunto.<br />

—La vamos a usar —contesta él.<br />

Nicolás no es de los que se achican. Yo lleno su vaso y el mío, y lo miro y,<br />

199


después, miro la bicicleta, el manubrio niquelado que brilla contra la ventana<br />

del bar y, de nuevo, su cara, bajo la luz de los fluorescentes del bar, la cara de<br />

un tipo que anda en algo, la cara de un tipo que no arruga.<br />

Fumás mucho, me dice Elsa, a veces. Espero, le contesto. Estoy seguro:<br />

Nicolás va a volver, y dirá lo que tenga que decir, y yo voy a escuchar lo que<br />

diga, y los dos, cuando él haya dicho lo que tenga que decir, sabremos por qué<br />

un hombre con su cara, pudo pensar que el otro, el que le escuchó decir lo que<br />

tuvo que decir, estaba terminado.<br />

Miro, recostado en el marco de la puerta de la cocina, el pedazo de tierra<br />

que se extiende desde los pilares de hierro que sostienen el techo de la galería<br />

hasta la medianera de ladrillos, ennegrecida por el humo de los asados, las<br />

lluvias, el sol.<br />

Elsa me dijo que sería bueno plantar lechugas en ese pedazo de tierra. La<br />

veo caminar sobre los terrones secos, y agacharse, y levantar un terrón y<br />

desmenuzarlo entre los dedos. Plantitas, eh, le contesto yo, que la miro caminar<br />

sobre ese pedazo de tierra seca, y agacharse y, al agacharse, el vestido se le<br />

ajusta al cuerpo, y le marca las tetas, y las nalgas. Agachada, recoge un terrón<br />

seco de tierra, y lo desmenuza entre los dedos. Lechugas. Tomates. Plantitas.<br />

Todavía aguanto, Elsa. Tocá aquí: hueso y músculo. Ni una gota de grasa. El<br />

reumatismo está lejos; la muerte, también. Tan lejos como quiero, muchacha.<br />

Sería bueno que no lo olvides. Eso es algo que les enseño a los roñosos, apenas<br />

eructan a mi espalda. No estoy terminado, y ella aprenderá a saberlo, antes de<br />

que yo se lo diga... Ayuno, limeta y tres vueltas de bragueta: ésa era la receta de<br />

Demetrio para conservar la juventud. Y en una sola noche la olvidó.<br />

Elsa camina sobre la tierra seca, y la oye crujir bajo sus zapatillas. Y Elsa<br />

dice plantitas. Y yo debería agarrarla del pelo, y refregarle la cara contra la<br />

tierra seca, y preguntarle, en voz baja, como a un enfermo grave, por qué no te<br />

fijás con quién estás hablando. No soy Demetrio, y no tengo el corazón cansado.<br />

Y vos, Elsa, no vas a olvidar lo que yo te enseñé.<br />

Le dije: vos andás en algo. ¿Cómo lo sabés?, me preguntó. La cara, le dije...<br />

¿Querés que te cuente, Nicolás, el asunto de los cuatro telares?... Un solo tejedor,<br />

dijeron los patrones, puede atender cuatro telares. No, les dije yo. Apenas podemos con<br />

dos. Son los tiempos, dijeron los patrones. Cuatro, y no se hable más.<br />

Me dejaron solo. Cagones. Bastaba mirarles las caras: supe, enseguida,<br />

200


quién iba a aflojar y quién no. Ése aflojaba por las hipotecas de la casita, el otro<br />

por las enfermedades de la madre, el otro por el año que le faltaba para<br />

jubilarse. Y los que querían pelear, y me escuchaban putear, tenían los<br />

pantalones llenos de caca. Y no viene Nicolás, y me dice: no deje de hablar con<br />

la gente. Y también me dice. Hay que tener paciencia, Gregorio. Y, entonces,<br />

exploto: y cómo hago yo para aguantar cuatro telares. Y él, Nicolás, viene, y me<br />

dice: usted comprende. Me callo y, al rato, le pregunto: ¿se acuerda de Pukach,<br />

un polaquito flaco, rubio él? Bueno. Fue uno de los que aguantó. Ahora vende<br />

cuchillos, encendedores, linternas. Tengo dos pibes, dice Pukach. Comen como<br />

limas nuevas. Mi mujer dice que el televisor les da hambre, dice Pukach. Puede<br />

que mi mujer tenga razón, dice Pukach, pero yo vendo cuchillos, linternas,<br />

encendedores. Y mi mujer me pregunta: ¿por qué no hablás? ¿Por qué no me<br />

mirás? ¿Por qué, siempre, estás callado?<br />

Nicolás llenó nuestros vasos con ginebra y, muy despacio, dijo salud.<br />

—¿No salís hoy? —me pregunta Elsa.<br />

—No —le contesto.<br />

—¿Te sentís mal?<br />

—No.<br />

—¿Te vas a quedar todo el día en casa? —y plantita parece fastidiada.<br />

—Puede —digo, y la miro moverse en la cocina, erguida sobre sus piernas<br />

largas, sólidas y desnudas, y miro su cuerpo compacto y limpio y, en algún<br />

momento, porque tengo tiempo, miro esos ojos secos que le brillan en la cara,<br />

pero que no escuchan.<br />

—Ya no se puede comprar nada —murmura plantita.<br />

—Me encontré con Nicolás —digo como un tipo que desea mantener una<br />

conversación en términos razonables.<br />

Elsa desparrama el contenido de la bolsa de mercado sobre la mesa de la<br />

cocina.<br />

—Mirá lo que traje con la plata que me diste.<br />

—Me encontré con Nicolás —digo, sin impacientarme.<br />

—Nicolás —me hace eco Elsa, las manos en lo que desparramó sobre la<br />

mesa de la cocina.<br />

—Va a venir uno de estos días.<br />

—No va a venir —dice Elsa.<br />

—Va a venir: se lo vi en la cara.<br />

—No va a venir.<br />

—Va a venir. Anda en algo. Y cuenta conmigo.<br />

201


—¿Y vos le creíste?<br />

—¿Por qué no?... Le vi la cara.<br />

—¿Sí?<br />

—Hacé un café, ¿querés?<br />

Salgo al patio, y miro la tierra listada de amarillo por el sol de octubre. En<br />

algún costado del mundo, hay una playa. Y pinos. Un bosque de pinos, y ramas<br />

secas y pasos furtivos.<br />

Nunca estuve en una playa o en un bosque, pero escucho, por las noches,<br />

esos pasos leves sobre las ramas secas, y escucho el crujido de las ramas secas y,<br />

por las tardes, paseo, solo, por la playa, y las olas son altas y siniestras, y rugen<br />

contra un cielo que no conoció el sol. Pero nadie escribirá que tiemblo y siento<br />

escalofríos.<br />

Vuelvo a la cocina, echo un poco de azúcar en la taza de café, y revuelvo el<br />

azúcar. Quiero contarle a Elsa, que caminé por esa playa y ese bosque, solo, una<br />

larga tarde que no desaparece de mis ojos.<br />

—Le ofrecí la pieza a Nicolás —le digo a Elsa—. ¿Y sabés qué me contestó?<br />

—Terminala —grita Elsa—. No va a venir. No va a venir. Metételo en la<br />

cabeza.<br />

Ésa es otra de las cosas que no soporto: que me griten. Plantita no se<br />

imagina, todavía, lo mucho que debe aprender.<br />

—Va a venir —digo, en calma, y levanto la taza, y tomo el café, tibio.<br />

Elsa pasa a mi lado, y respira como si se ahogara, y se para en el pedazo<br />

de tierra seca, al sol. Y desde allí, habla, la voz como ronca:<br />

—Alquilá esa pieza de porquería.<br />

Me acerco a la puerta de la cocina, y le miro los ojos, secos, que brillan, y<br />

que tampoco tiemblan.<br />

Elsa, como si leyese una línea en un idioma desconocido, dice:<br />

—Nicolás se acostó conmigo.<br />

Prendo un cigarrillo, y miro mi mano, la mano que sostiene el cigarrillo.<br />

¿Quién es la mujer que murmura esas palabras, parada sobre un pedazo de<br />

tierra seca? ¿Es Elsa? ¿Y quién le dio, a esas palabras, ese orden, y las dictó?<br />

Dejo la taza de café, vacía, en la mesa de la cocina, y vuelvo a mirarla:<br />

—Y vos te acostaste con él.<br />

—Yo me acosté con él —suspira Elsa, los ojos cerrados, compacta y como<br />

ausente bajo el sol de octubre, la cara lavada y blanca bajo el sol de octubre.<br />

Me pongo la campera, y empujo la bicicleta hacia la calle. Elsa, a mis<br />

espaldas, grita:<br />

—¿Te vas?<br />

—Me voy —le contesto, de espaldas a ella.<br />

202


—¿Dónde vas? —y Elsa, parada sobre la tierra seca, bajo el sol de octubre,<br />

jadea.<br />

—Voy a buscar una changa —digo, y no alzo la voz, mis manos en el<br />

manubrio niquelado de la bicicleta.<br />

Abro la puerta de calle, y miro para atrás, y Elsa está allí, parada sobre un<br />

pedazo de tierra seca, los ojos abiertos, y mueve los labios, secos en la cara<br />

lavada. Y es a esa Elsa, que está allí, bajo el sol de octubre, a la que borro de mis<br />

ojos, despacio, al cerrar, despacio, la puerta de calle. O a la que divido en dos, al<br />

detener el lento impulso de la puerta. Y Elsa, parada sobre la tierra seca, bajo el<br />

sol de octubre, puede quedar, también, borrada de mis ojos, si cierro, del todo,<br />

la puerta. O puedo verla entera si abro, del todo, la puerta. Son como<br />

fotografías. Como evocaciones.<br />

203


Apetitos<br />

El hombre bajó del ómnibus, y se levantó el cuello del impermeable.<br />

Acomodó, sobre uno de sus hombros, la correa de la caja de cuero en la que<br />

guardaba una máquina fotográfica, y se largó a caminar. El pueblo —dos o tres<br />

cuadras de casas bajas, pintadas de un blanco sucio, y techos de tejas o de<br />

chapas de zinc, y árboles flacos, jóvenes y sin hojas, que se erguían al borde de<br />

las veredas— parecía vacío a esa hora de la tarde. Las puertas de las casas<br />

estaban cerradas. Y persianas de color verde claro o gris ocultaban las ventanas<br />

de las casas.<br />

El hombre entró a una panadería y saludó a la mujer, parada del otro lado<br />

del mostrador, y la mujer contestó el saludo con una voz ronca y baja. El<br />

hombre pasó sus manos por las mangas del impermeable y por la tapa de la caja<br />

que guardaba la máquina fotográfica. Después, se secó las manos con un<br />

pañuelo, y dijo que la lluvia iba a durar.<br />

El hombre preguntó si la mujer no dormía la siesta, como se acostumbra<br />

en pueblos como ése. La mujer se encogió de hombros. El hombre pidió<br />

medialunas. Cuántas, preguntó la mujer. Dos, y el hombre sonrió a la mujer. La<br />

mujer preguntó si se las envolvía. El hombre se volvió hacia la calle: la lluvia,<br />

silenciosa y veloz, mojaba los árboles flacos y las estrechas veredas. El hombre<br />

giró la cabeza y vio la cura de la mujer, blanca contra la penumbra del local, y<br />

preguntó si no le serviría una taza de café. La mujer dijo, con una voz apenas<br />

audible, que esperara, y le dio la espalda, y apartó unas cortinas de tiras de<br />

plástico, y él escuchó los pasos de la mujer que se alejaban.<br />

El hombre esperó, el cuerpo flojo, la cabeza en blanco, a que la mujer<br />

regresara. Unos minutos más tarde, la mujer reapareció con una taza humeante,<br />

un platillo y una azucarera en las manos. El hombre preguntó cuánto debía. La<br />

mujer dijo cuánto debía. El hombre pagó. La luz que venía de la calle se<br />

oscureció, y los dos escucharon crecer y estallar el trueno en la calle desierta y<br />

oscurecida.<br />

La mujer abrió un cajón y guardó el billete que el hombre dejó sobre el<br />

mostrador, y le dio unas monedas de vuelto, y dijo que era hora de cerrar el<br />

negocio. El hombre dijo que se iba. La mujer preguntó si conocía a alguien en el<br />

204


pueblo. El hombre sonrió y dijo que no, que bajó en ese pueblo sin saber por<br />

qué, y que siempre hacía lo mismo: bajar en cualquier parada de ómnibus sin<br />

saber por qué. La mujer, con la voz ronca y áspera, dijo que con la lluvia se<br />

beneficiaría el campo. El hombre no contestó. La mujer dijo que el café se había<br />

enfriado. El hombre dijo que ella no debía preocuparse.<br />

Pasó un camión por la calle, y sus ruedas esparcieron agua y barro sobre la<br />

vereda, y el hombre dijo que el camión era un Daimler-Benz, y que la palabra<br />

Daimler le gustaba. Y que, también, le gustaba la palabra Amsterdam. Dijo que<br />

Amsterdam sonaba como si uno bajase, a los saltos, una escalera. La mujer le dijo<br />

que, si se iba, la lluvia lo empaparía de arriba abajo. El hombre dijo que le daba<br />

lo mismo; que volvería a la estación de ómnibus y subiría al primer coche que<br />

llegase. La mujer cerró la puerta del negocio.<br />

En la cocina, el hombre depositó, con cuidado, el estuche de cuero que<br />

guardaba la cámara fotográfica sobre la tapa de la mesa, y se desabrochó el<br />

impermeable. La mujer le preguntó qué deseaba comer. El hombre volvió a<br />

sonreír: dijo que no era pretencioso. La mujer le dijo que se sentara, que no<br />

podía ver a nadie parado en la cocina que no fuera ella. Él se sentó. Ella<br />

encendió el horno de la cocina a gas. De un estante bajó una botella de ginebra y<br />

dos vasos, y los dejó en la mesa, cerca de las manos del hombre. El hombre<br />

sirvió ginebra en los dos vasos. La mujer abrió la heladera, sacó un pedazo de<br />

carne y, rápidamente, lo saló, lo mechó con ajo y perejil picados, lo cubrió de<br />

orégano, lo regó con vino blanco y, en una asadera, introdujo la carne en el<br />

horno. El hombre pensó que la mujer no tenía nada de excepcional, salvo las<br />

piernas y la voz. El hombre pensó que, quizá, debería examinar a la mujer más<br />

atentamente. La mujer, en silencio, preparó, en un bol, una ensalada de lechuga,<br />

tomate y cebolla.<br />

El hombre tomó un trago, y la mujer, que se sentó frente a él, otro. El<br />

hombre señaló la caja de cuero que guardaba la cámara fotográfica y dijo que le<br />

gustaría fotografiarla. La mujer dijo, con su voz lenta, ronca y áspera, que ella<br />

era un mamarracho. El hombre sonrió: dijo que fotografiaba mujeres desnudas.<br />

La mujer pidió que no le fotografiara la cara.<br />

En el dormitorio, la mujer se desnudó, y murmuró que tenía frío. El<br />

hombre le contestó que hacía frío, que el viento venía del sur —y los dos<br />

escucharon la lluvia en el techo de la casa y en la calle a oscuras—, y que<br />

terminaría antes de que ella se diera cuenta. La mujer se frotó los brazos, El<br />

hombre le dijo a la mujer cómo debía posar, cuándo agacharse y mostrar sus<br />

muslos abiertos, de espaldas a la cámara, cuándo con zapatos de taco alto y<br />

medias negras —¿tenía ella zapatos de taco alto y medias negras?—, y cuándo<br />

con un cigarrillo encendido entre los labios y los pechos en alto, sostenidos por<br />

205


las manos.<br />

Los dos escucharon el repiqueteante chasquido que emitía la cámara<br />

fotográfica y, en algún momento, el hombre dijo que había terminado. La mujer<br />

se echó una frazada sobre el cuerpo, y mujer y hombre volvieron a la cocina.<br />

La mujer sacó la carne del horno, y el hombre dijo que olía bien. Y cortó<br />

dos gruesas lonjas de carne, y enjuagó los vasos que usaron para tomar ginebra,<br />

y sirvió vino en los vasos enjuagados. La mujer le preguntó al hombre qué haría<br />

con las fotos. El hombre contestó que las vendería. La mujer preguntó por el<br />

precio de las fotos. El hombre dijo que las fotos se vendían al precio de lo que<br />

las fotos mostraban. La mujer pensó un rato. La mujer dijo, después de pensar<br />

un rato, que, para ella, esa relación era un misterio.<br />

El hombre se levantó, apagó el horno, dijo que la carne era tierna y jugosa,<br />

y que se serviría otro pedazo. ¿Comería ella otra porción? ¿O ensalada? La<br />

mujer le pidió un cigarrillo. El hombre abrió un paquete de cigarrillos, y ella<br />

tomó uno, y él se lo encendió.<br />

La mujer preguntó cuántas fotos vendía. El hombre dijo que las necesarias<br />

para vivir. La mujer preguntó, la boca llena de humo, qué hacía la gente con las<br />

fotos. El hombre limpió el plato con una rebanada de pan, masticó, y dijo que<br />

saber eso no era asunto suyo. Que su negocio era vender fotos. Que si la gente<br />

buscaba esas fotos, y compraba esas fotos, y no fotos de campos, de animales,<br />

montañas, lagos o mares, él le vendía esas fotos.<br />

El hombre miró, con atención, el plato que había limpiado con una<br />

rebanada de pan, y encendió un cigarrillo. El hombre largó una bocanada de<br />

humo, y dijo que, a los quince años, cuando la fotografía era —y ella podía<br />

creerle— su única pasión, supo que la gente bendice a los que la ayudan a<br />

olvidar. Dijo que cuando él cumpliera sesenta, en el año 2000, y vendiera<br />

fotografías como ésas para no pedir limosna, ocurriría lo mismo: la gente las<br />

compraría para lo que fuese que quisiera imaginar. ¿No le parecía a ella que él<br />

había hablado más de la cuenta?<br />

El hombre se durmió antes de que la mujer apagara la luz. Ella, junto al<br />

cuerpo de él, en la cama, escuchó la lluvia que caía, incesante, sobre el techo de<br />

la casa. Y ella, antes de apagar la luz, contempló, durante largo tiempo, al<br />

hombre que dormía, con la perfecta quietud de un chico sano y naturalmente<br />

crédulo.<br />

206


Visa para ningún lado<br />

A mediados de 1970, a un año escaso de que poesías, ensayos, crónicas,<br />

evocaciones y otros épicos esfuerzos entretuvieran a amenos y, también,<br />

apasionados lectores (y oyentes) en algo que se denominó el cordobazo, Enrique<br />

Mercado se compró un Fiat 600. Y, de inmediato, se casó con Margarita<br />

Stephens, a quien su padre llamaba Miss Margaret.<br />

Enrique Mercado nació en Córdoba; Miss Margaret tuvo la misma<br />

ocurrencia. Pero los datos censales no registraron que Miss Margaret, mientras<br />

vivió, fue una mujer de movimientos suaves, casi etéreos, de voz suave y paso<br />

silencioso, y cuyas invitaciones a lo que fuere nadie osaba rechazar.<br />

Miss Margaret sabía sonreír. De modo que Mercado dijo que en los tres<br />

últimos años trabajó hasta el agotamiento para pagar, comprendidos los<br />

intereses, el estudio de abogado que su padre le ayudó a adquirir en el centro<br />

de la capital cordobesa.<br />

Y dijo que sí cuando Miss Margaret preguntó por qué Mercado, satisfecha<br />

la deuda moral que tenía con su padre, no se tomaba, junto con ella y su<br />

hermana Jenny, unas vacaciones.<br />

Y cuando Miss Margaret insinuó, con una sonrisa de porcelana, que las<br />

vacaciones, que iban a ser breves, podían implicar un viaje por la vieja y<br />

siempre inexplorada Europa, Mercado también dijo que sí.<br />

El padre de Miss Margaret y Miss Jenny declaró, con énfasis, que pocas<br />

veces en su vida escuchó una propuesta tan atinada como la de Miss Margaret,<br />

y que ése era un momento tan oportuno para viajar y descansar y conocer<br />

mundo como no recordaba otro igual.<br />

El padre de Miss Margaret y Miss Jenny dijo que la Argentina estaba<br />

enferma y empeñada en destruirse, y que nada era tan bueno como alejarse del<br />

maldito infierno al que se precipitaba el maldito país. Y dijo que escribiría a sus<br />

amigos de la RAF para que les gestionasen la radicación en Gran Bretaña, y que<br />

no le discutieran esa idea porque era la mejor que tuvo en mucho más tiempo<br />

del que le agradaría admitir. Y les adelantó, a sus hijas, una porción poco<br />

significativa de la herencia que recibirían cuando él muriera. (Asegúrense, mis<br />

niñas, que yo esté muerto y bien muerto, dijo el padre de Miss Margaret y Miss<br />

207


Jenny a Miss Margaret y Miss Jenny, en voz baja y temblorosa, y los ojos que no<br />

miraban nada. Y lo dijo una sola vez antes de morir.)<br />

Mercado no se opuso a las bulas —inapelables, ellas— de su suegro, y de<br />

su esposa. Él conocía un lugar en las sierras adonde no llegaban los diarios ni el<br />

eco de las bombas que estallaban en las ciudades argentinas, ni las<br />

tortuosidades de la política, y donde el descanso era, de hecho, un hábito<br />

lugareño. Inclusive, se podía pescar.<br />

Mercado prefirió, también y como siempre, no engañarse: aceptar los<br />

juicios de su mujer (que, probablemente, eran los del padre de su mujer)<br />

suponía el recurso más saludable, al que podía echar mano, para eludir<br />

situaciones que los exponían —a Miss Margaret, por cierto, y sin asomo de<br />

duda— a penosas sesiones de análisis, a confesiones vergonzosas y a<br />

humillaciones instintivamente deseadas.<br />

Mercado odiaba esas situaciones, esos climas, y el tono irritantemente<br />

formal que recorría su diálogo con Miss Margaret. Odiaba que se le contrajeran<br />

los intestinos, y odiaba esa náusea que subía a su boca, y odiaba los silencios<br />

que sobrevenían a esas situaciones, que él vivía envenenado por una furia<br />

silenciosa, y odiaba el recuerdo de lo que pensaba durante esos silencios.<br />

Mercado se abstuvo, entonces, de preguntar por qué Miss Jenny debía<br />

acompañarlos en su viaje de descanso.<br />

Miss Jenny dormía con los anteojos puestos. Una de las patillas de los<br />

anteojos estaba envuelta en una cinta engomada, y seca, y si se la observaba con<br />

atención, grisácea. Y los jeans y las sandalias que calzaba resistían, por la<br />

tenacidad de su propia naturaleza, la suciedad que los cubría.<br />

El pelo rubio de Miss Jenny, cuando no se lo teñía con una desprolijidad<br />

salvaje, era bonito, lacio y suave. Y era bonito su trasero: invitaba a acariciarlo<br />

como se acaricia una manzana antes del primer mordisco. Con esa premura.<br />

Miss Jenny estudiaba algo en Letras, y discutía, frenética, en dos o tres<br />

bares de Córdoba, con los admiradores de Wittgenstein. Gozaba, además, de la<br />

brusca amistad de pintores que abjuraban del caballete, y que solían distribuir<br />

porquerías en telas esparcidas por los pisos de sus cuchitriles desnudos.<br />

En la fiesta de casamiento de Miss Margaret, Miss Jenny, borracha de<br />

cerveza y whisky, profirió, en voz alta, preguntas irreparables.<br />

Los tres, en el Fiat 600, atravesaron Francia por rutas cuidadas y<br />

señalizadas con esmero —de acrecentar ese prestigio se ocupan, incansables,<br />

208


gobiernos y alcaldes conservadores y socialistas—, y dormían en bosques<br />

antiguos, venerables y rumorosos.<br />

Levantaban, en horas del crepúsculo, una gran carpa de colores rojo y<br />

blanco, y hablaban de la belleza de las iglesias, de las comidas que servían en<br />

las hosterías que frecuentaron, de la poca curiosidad que despertaba, en sus<br />

ocasionales interlocutores, el hecho de que fuesen argentinos. Hablaban de la<br />

patria lejana, rica y desventurada.<br />

Y Miss Jenny se comportaba como una persona normal, y aún más.<br />

Una tarde, dejaron atrás una casa amplia, de techo rojo, a dos aguas, y un<br />

cerco de alambre sostenido por postes rectos y duros. Miss Margaret observó<br />

que casa y cerco debían conformar una granja, y que a ella le agradaría tomar<br />

leche fresca. Mercado arrimó el coche a la banquina, y Miss Margaret se alejó<br />

con una jarra colgándole de los dedos de la mano derecha. Dijo que volvería<br />

pronto. Y que el aire era puro.<br />

Mercado reclinó su asiento, y cerró los ojos. Miss Jenny pasó al asiento<br />

delantero, y le preguntó si dormía. Mercado contestó que no. Que,<br />

simplemente, procuraba descansar. ¿Miss Jenny sabía manejar? Debería saber,<br />

¿no?, murmuró ella con una voz acongojada. Sí, dijo él, y cerró los ojos.<br />

Miss Jenny puso una de sus manos en la entrepierna de Mercado. Y éste,<br />

como si hubiera recibido una descarga eléctrica, enderezó su asiento. Miss<br />

Jenny volvió a reclinárselo. Mercado abrió los ojos: Miss Jenny miraba hacia<br />

adelante. Mercado miró, también, los árboles negros y altos, y las débiles<br />

sombras del anochecer. Miss Jenny le desabrochó la camisa, y depositó, en el<br />

pecho desnudo de Mercado, sus anteojos.<br />

Miss Jenny suspiró, y le bajó, despacio, a Mercado, el cierre del pantalón.<br />

Miss Jenny introdujo una mano por el cierre abierto del pantalón de Mercado. Y<br />

apretó. Y volvió a apretar.<br />

Sí, dijo Mercado, la voz como opaca, como ausente.<br />

Miss Margaret volvió con la jarra llena de leche, y dictaminó que los<br />

campesinos celtas son recios y graves. Mercado calló: no le interesaban la<br />

geografía, los estudios antropológicos, las etnias, ni su mujer. A decir verdad, y<br />

Mercado, a veces, se lo decía, nunca le interesaron.<br />

Bajaron la carpa del techo del coche, y la armaron en un claro del bosque.<br />

Encendieron fuego, y tomaron leche, y abrieron una lata de carne, y comieron la<br />

carne de la lata, y comieron queso y pan.<br />

209


Miss Jenny sonrió, cariñosa, a su hermana, hasta que se fueron a acostar.<br />

Miss Margaret agregó unos leños al fuego, y regaló un pálido mohín a su<br />

hermana. Y otro a Mercado. Ecuánime, Miss Margaret, como una papisa.<br />

A los viajeros, esa noche, como las anteriores, y, algunas pocas que<br />

estaban por llegar, no los separó nada, salvo las bolsas de dormir, y un metro de<br />

distancia entre bolsa y bolsa.<br />

Viajaron, tal vez, hacia el norte.<br />

Las rutas eran estrechas, rectas y despejadas. Y pudieron admirar tierras<br />

prolijamente cultivadas, animales pacíficos, molinos de aspas blancas, ojos de<br />

agua, pequeñas ciudades de piedra cuya posesión, les informó un folleto<br />

redactado en inglés, disputaron barones feudales, a hierro y sangre, cientos de<br />

años atrás.<br />

Discutieron, amables y soñadores, acerca de la formación de las<br />

nacionalidades, de la construcción de los idiomas, de los mitos raciales, como si<br />

esos temas les interesaran.<br />

Mercado y Miss Jenny se miraban a la cara. Y sonreían. Y se desvelaban<br />

por complacer a Miss Margaret, que solía gorjear.<br />

Llegaron a un país del que se decía que era el más culto de Europa central,<br />

y sucesivamente colonizado por príncipes medievales y prusianos, y vuelto a<br />

emparchar como si se cosiese un retazo de tela a otro retazo de tela, sin que<br />

importaran la calidad y el tejido que se añadía o se quitaba.<br />

Ese país cuidaba, por entonces, su pasado, y no mostraba preocupación<br />

por su futuro. Sus deportistas halagaban el orgullo nacional —nada propenso,<br />

por lo demás, a la exaltación de los ambiguos valores del patriotismo—, al salir<br />

victoriosos en campeonatos de natación, en históricas e inhumanas maratones,<br />

y en imaginativas partidas de ajedrez.<br />

Acamparon, otra vez, en el claro de un bosque —los bosques, se sabe,<br />

siempre tienen claros—, a pocos kilómetros de una ciudad pequeña y silenciosa.<br />

En esa ciudad, pequeña y silenciosa, el funcionario que atendía la oficina<br />

gubernamental de turismo, un hombre delgado, no muy alto, de inquietos ojos<br />

azules, y dueño de una sonrisa perpetua, se llamaba Vaclav.<br />

Para asombro de Miss Jenny y de Mercado, el así llamado Vaclav hablaba<br />

un castellano sonoro y algo gutural. Vaclav dijo que había leído poemas de<br />

Juana de Ibarbourou.<br />

A Miss Margaret le resultó lógico y comprensible que Vaclav se expresase,<br />

sin pedantería y sin tropiezos afligentes, llanamente, pero con énfasis, en<br />

numerosos idiomas, incluido el español. Miss Margaret dijo que Vaclav era una<br />

persona simpática, de trato respetuoso y deferente. Mercado se sobresaltó, no<br />

supo por qué, cuando escuchó el elogioso susurro de Miss Margaret.<br />

210


Mercado comunicó a Vaclav que viajarían hasta la capital del Estado, y<br />

que volverían en el mismo día, al anochecer. Vaclav les selló unos papeles por<br />

la carpa que dejaban a su cuidado en el claro del bosque, y, además, les<br />

recomendó que no los perdieran. Los ladrones, les advirtió Vaclav, habían sido<br />

exterminados sin piedad, salvo algunos de ellos, <strong>escogidos</strong>, que fueron<br />

enviados a escuelas de readaptación para que los readaptadores no quedaran<br />

desocupados. Él se haría cargo de la carpa, de todos modos: ellos, los<br />

argentinos, y Miss Margaret en particular, le hacían recordar otros tiempos, en<br />

los que imperaban los buenos modales y la belleza, y cada cual aceptaba su<br />

lugar en el mundo.<br />

Miss Margaret se ruborizó. Levemente, se ruborizó, Miss Margaret.<br />

Vaclav les previno, también, con una voz grave que los sorprendió, que la<br />

República no soporta la pérdida de ningún papel, por insignificante que fuese,<br />

que perturbe su normal funcionamiento.<br />

Los papeles emitidos por la República no deben sufrir la indignidad del<br />

olvido o de la pérdida, sin excepciones, y en ningún caso.<br />

Sin papeles, dijo Vaclav, que volvió a exhibir su sonrisa candorosa e<br />

intermitente, hombres como yo no existirían.<br />

En la capital del Estado, compraron alimentos envasados, postales, un<br />

hornillo a gas, recuerdos inútiles. Recorrieron, absortos, un cementerio de<br />

lápidas ensimismadas y breves, que cargaban inscripciones borrosas y retratos<br />

de damas mofletudas, hombres de labios carnosos y miradas sombrías, y niños<br />

con anteojos y moños al cuello.<br />

Cuando regresaron al claro del bosque, Vaclav supo enfatizar las<br />

comodidades de la carpa. Ellos, extrañamente fatigados por la visita al<br />

cementerio, le agradecieron que la hubiese cuidado, fuera de su horario de<br />

trabajo. Y lo invitaron a compartir cerveza y salchichón.<br />

Tomaron cerveza y comieron salchichón con pan negro, y escucharon las<br />

voces del bosque. Vaclav saludó a Mercado y a Miss Jenny con una sonrisa en<br />

los ojos, mientras repetía disposiciones vigentes en toda la República, y que la<br />

República no había considerado necesario revocar y sustituir.<br />

Y Vaclav se demoró en Miss Margaret. Con una galantería en desuso, le<br />

besó ambas manos.<br />

Los labios de Vaclav, se dijo Miss Margaret, están secos y afiebrados. Y lo<br />

que pensó Miss Margaret, en sólo unos pocos instantes, después de decirse lo<br />

que se dijo, la dejó sin respiración.<br />

Al día siguiente, con un ímpetu adolescente, recogieron hongos en el<br />

211


osque, y se prepararon una sopa espesa de arvejas, y abundaron en la cerveza<br />

y el salchichón.<br />

Miss Jenny preguntó a su hermana, Miss Margaret, si prefería el invierno o<br />

el verano. Miss Margaret se llevó las manos al pecho, allí donde su corazón se<br />

detuvo por algo que ella pensó, y que nadie sabría, y dijo, suavemente, que<br />

amaba las calideces del verano. Y dijo que estaba cansada, muy cansada, y que,<br />

quizás, había tomado demasiada cerveza.<br />

Mercado y Miss Jenny se introdujeron, vestidos, en sus bolsas de dormir.<br />

Miss Margaret caminó hacia la suya, alta y lenta e imperativa, y posiblemente<br />

hermosa a la luz del fuego. Así la vieron, esa noche, Miss Jenny y Mercado.<br />

Miss Margaret dijo, ya dentro de su bolsa de dormir, que Vaclav le contó<br />

la historia de San Wenceslao, patrono de Bohemia, Hungría y Polonia. Dijo,<br />

Miss Margaret, que el padre de Wenceslao fue Vladislao, príncipe cristiano. Y<br />

que la madre de Wenceslao fue Dragueira, mujer pagana y ambiciosa que<br />

anhelaba el trono para su hijo Boleslao. Una historia muy triste, dijo Miss<br />

Margaret con una voz que era como de sueño... Ah, agregó, casi inaudible, Miss<br />

Margaret: Vaclav preguntó si le venderíamos la carpa.<br />

Mercado vio decrecer la lengua del fuego, vio la oscuridad, vio el silencio.<br />

Una mano descendió lentamente sobre su boca. Otra mano forcejeó con el<br />

cierre del bolso de dormir. Miss Jenny estaba sin anteojos. Parecía una mujer<br />

asustada.<br />

No se cuidaron. No les importó si bufaban, si exhalaban ronquidos, si<br />

gemían, si sus ropas y la bolsa de dormir, y las hojas secas del bosque chillaban<br />

en la noche.<br />

¿Dirían que la urgencia de conocerse anulaba las precauciones que habían<br />

imaginado? ¿Que era el deseo acumulado en largas tardes de té y masas secas,<br />

aburridas, tediosas, insoportables las largas tardes de té y masas? ¿Que la<br />

intensidad, los estertores, la ferocidad del encuentro equivalían al riesgo en el<br />

que ni siquiera pensaron?<br />

No les importó, tampoco, la luz del día. O eso creyeron.<br />

Mercado y Miss Jenny emergieron de la bolsa de dormir, torpes y<br />

cansados. Miss Jenny era Miss Jenny: había recobrado sus anteojos.<br />

Mercado dijo que Miss Margaret estaba muerta.<br />

Miss Jenny preguntó, trémula, lo que ambos sabían.<br />

Sí, dijo, seco, Mercado.<br />

Se sentaron a un metro de distancia de la bolsa de dormir de Miss<br />

Margaret.<br />

La mañana era de invierno, gris y fría.<br />

Mercado pensó en Vaclav sellándoles papeles de autopsia, sellándoles<br />

212


papeles que pedían instrucciones a la capital del Estado, sellándoles papeles de<br />

confinamiento temporario en... Ellos eran argentinos.<br />

Miss Jenny se quitó los anteojos y lo miró.<br />

Enrollaron el cuerpo de Miss Margaret en la carpa y ataron la carpa al<br />

techo del Fiat 600. Y, después, Mercado se sentó al volante del coche, y Miss<br />

Jenny se sentó a su lado, con los anteojos puestos, y se lanzaron en busca de la<br />

frontera.<br />

Una vez más, rutas cuidadas y señalizadas y, a los flancos de las rutas<br />

cuidadas y señalizadas, casas de madera antiguas y bellas, niños rubios y que<br />

no gritaban, animales listos para ser presentados a una exposición, y surcos<br />

como trazados por una regla.<br />

Miss Jenny le preguntó a Mercado si quería comer un sándwich.<br />

Mercado dijo que no.<br />

Miss Jenny le preguntó a Mercado si deseaba tomar una gaseosa.<br />

Mercado dijo que no.<br />

Miss Jenny siguió mordiéndose las uñas.<br />

Se detuvieron, por fin, en una estación de servicio. Cargaron nafta.<br />

Mercado parecía exhausto. Miss Jenny dijo que ella tomaría un café. Mercado<br />

dijo que sí, que él también.<br />

Tomaron café, y volvieron al Fiat 600. En el coche, quizá, dormitaron.<br />

Mercado miró su reloj y codeó a Miss Jenny.<br />

—¿Sí? —preguntó Miss Jenny.<br />

—Seguimos viaje —dijo Mercado.<br />

Cuando vieron las primeras líneas de la madrugada, estaban cerca de la<br />

frontera.<br />

Prepará los documentos, dijo Mercado sin mirar a Miss Jenny.<br />

Sí, dijo Miss Jenny.<br />

Había tres coches antes que el Fiat de ellos. La revisación del papelerío<br />

devastó la comprensión del mundo que hayan tenido Mercado y Miss Jenny.<br />

Cuando les llegó el turno, un oficial alto, robusto, rubio, les dio los buenos<br />

días en inglés.<br />

Revisó, con alguna negligencia, las valijas y los bolsos de Mercado y Miss<br />

Jenny, y le dijo okey a Mercado. Un empleado les selló los pasaportes.<br />

Mercado, entonces, tentó al destino:<br />

¿No revisa la carpa?—y Mercado señaló el techo del Fiat 600.<br />

213


Y lo que sea que se llama destino dibujó, silencioso, un nombre en los<br />

labios que Mercado apretó uno contra otro. Porque el oficial alto, robusto,<br />

rubio, que hablaba inglés, miró el techo del coche y, sonriente, preguntó:<br />

¿Qué carpa?<br />

214


El corrector<br />

Ella y yo trabajábamos en una editorial de capitales europeos, y que se<br />

preciaba de haber publicado la primera Biblia que usaron los jesuitas en tierras<br />

de México.<br />

A la hora del almuerzo, ella y yo nos quedábamos solos. Los otros<br />

correctores, la cartógrafa (¿era una sola?), las tipeadoras, las mujeres de dedos<br />

velocísimos de la oficina de cobranzas, las secretarias de los gerentes, salían a<br />

ocupar sus mesas en los bodegones que abundaban por los alrededores de la<br />

empresa y, sentados, pedían ensaladas ligeras y Coca-Cola.<br />

Ella, a esa hora, extraía, de su bolso, revistas en las que aparecían figuras<br />

ululantes con nombres que, probablemente, castigaban algo más que mi<br />

ignorancia de hombre cercano a las edades de la vejez.<br />

Ella, a esa hora, escupía, en una caja de cartón depositada al pie de su<br />

escritorio, un chicle que masticó durante toda la mañana y suplantaba el chicle<br />

por un sándwich triple de miga, jamón cocido y queso.<br />

También cruzaba las piernas y un zapato se balanceaba en la punta del pie<br />

de la pierna cruzada sobre la otra.<br />

Ese viernes, ella llevaba puesto un walkman.<br />

Yo no miré su cara en el mediodía de ese viernes de un julio huérfano de<br />

alegría: miré un fino hilo de metal que brillaba un poco más arriba de la leve<br />

tapa de su cabeza, y después miré su cabeza, y miré su largo y lacio pelo rubio.<br />

Dejé de suprimir gerundios aborrecibles en el original de una novela que<br />

llevaba vendidos quince mil ejemplares de su primera edición, antes de que la<br />

novela y los gerundios que sobrevivirían a las infecundas expurgaciones de la<br />

corrección se publicaran, y cuyo autor, la cotización más alta de la narrativa<br />

nacional, es un hombre que ama el vino y el boxeo, y aprecia las bromas<br />

inteligentes, y caminé hasta el escritorio de ella. Y cuando llegué hasta el<br />

escritorio de ella, miré, por encima de la cabeza de ella, y de la corta antena de<br />

su walkman, el cielo de ese mediodía de viernes. Miré, por las anchas ventanas<br />

de la sala vacía y silenciosa, el cielo gris, y algún techo desolado, y unas sábanas<br />

215


puestas a secar que batían el aire frío y violento.<br />

Me agaché, y agachado, me arrastré debajo de su escritorio, y allí, en una<br />

tibieza polvorienta, hincado, le acaricié el empeine del pie, el talón y los dedos<br />

del pie, por encima de la seda negra de la media. Ese ablandamiento de una<br />

elasticidad tensa y fría duró lo que ella quiso que durase.<br />

La calcé y, después, me puse de pie, y frente a ella, le pregunté, en voz<br />

baja, si la había molestado.<br />

Ella me miró. Y sus labios, empastados con manteca y queso de máquina,<br />

me prometieron un invierno interminable.<br />

—Hacelo otra vez —dijo, y le brillaron los dientes empastados, ellos<br />

también, todavía, con miga, manteca y queso de máquina.<br />

216


La pequeña enfermera del Privado<br />

El hombre se deslizó por el duro colchón de la cama en la que yacía,<br />

cubierta por una sábana y una frazada negra. Había silencio en el Privado, y<br />

había oscuridad en el Privado, y estaba ese olor que emanaba de las piedras, de<br />

los vidrios, de los hierros, de las carnes, de los ropajes que albergan esas<br />

fortalezas ungidas para curar y para morir.<br />

El hombre volvió a leer, en el vidrio granulado de la puerta de esa pieza<br />

en la que lo habían recluido, G 7 G 8 Terapia Intensiva.<br />

Caminó, despacio, rengueando, hacia las luces que allá, en el fondo de una<br />

sala que desaparecía con la claridad de la mañana, iluminaban un vasto,<br />

irregular escenario. En divanes y sofás, buscaban descansar o fingían que<br />

descansaban, médicos de guardia, médicos residentes, enfermeros y<br />

enfermeras, camilleros, y otros miembros del árbol genealógico de los<br />

ahuyentadores de la muerte, tal vez hartos de los pacientes que debían atender,<br />

y, tal vez, de la interminable queja humana, de los reverenciales pedidos de<br />

socorro (y cura inmediata) de caras deformadas por el tiempo, por la ansiedad,<br />

por la pobreza. Y, también, por la pérdida de la ilusión —de una vez y para<br />

siempre—, que, creían, era un castigo de Dios, y que sólo finalizaría cuando Él<br />

despertara, complacido, de una de sus siestas, breves pero eternas.<br />

Las baldosas del piso de la sala estaban frías. Eso supo el hombre que<br />

caminaba, lento, hacia las luces del escenario.<br />

El hombre que bajó de la cama, y odiaba el frío, se encaminaba hacia la<br />

iluminación helada de un escenario vasto e irregular, poblado de divanes y<br />

sofás, y cuerpos fatigados y maltrechos, vestidos con guardapolvos blancos y<br />

verdes. El hombre que había gritado treinta y cinco minutos, intermitentemente,<br />

enfermera... enfermera... enfermera, sin que la enfermera, o quien fuese, lo oyera o,<br />

se decía el hombre, y tragaba una saliva espesa cuando se lo decía, la enfermera<br />

se negaba a responder a su llamado. Él gritaba enfermera..., señorita, por favor...<br />

enfermera, la chata, necesito la chata.<br />

Y el hombre que necesitaba la chata, sólo veía el escenario irregular, los<br />

precarios divanes, y los cuerpos, como muñecos con los resortes cortados, de<br />

residentes, médicos de guardia, médicos sustitutos, médicos, sobre los precarios<br />

217


divanes. Y enfermeros. Y enfermeras.<br />

Algunos de esos tipos, algunas de esas mujeres, que fingían dormir, como<br />

mecanos rotos, bajo la luz de las dicroicas, habían puesto en manos de su mujer<br />

un papel que, en la parte de arriba, y con grandes letras, permitía saber que el<br />

hombre estaba en el Centro Médico Privado, y que se hacía entrega de las<br />

siguientes pertenencias del Sr. Arturo Reedson:<br />

1 par de zapatos negros<br />

1 pantalón<br />

1 pañuelo<br />

1 cortaplumas<br />

1 encendedor<br />

1 cinturón negro<br />

1 reloj pulsera<br />

Firmaron el papel la mujer de Arturo Reedson, y un tal Ovejero por parte<br />

del Privado.<br />

(El papel, y su uso, encendieron, en el hombre, el recuerdo de la cárcel de<br />

Villa Devoto, cuando ingresó a ella, y cuando recobró la libertad.)<br />

El hombre logró esconder un block de papel y una birome, cuando las<br />

mujeres de Mantenimiento, a las 6.00 de la mañana, con baldes, desinfectantes<br />

varios, agua, jabón en polvo, trapos de piso, cepillos iniciaban la limpieza de la<br />

sala, durmieran o no los pacientes. Algunos de ellos, al llegar la noche,<br />

confesaban a sus compañeros más cercanos, con una turbación que devastaba<br />

sus almas, que deseaban ser jóvenes, y caminar por las calles, solos, con un<br />

pullover de cuello alto, y un pantalón oscuro, y no pensar en otra cosa que en<br />

un encuentro, sin palabras, con una mujer hermosa, al cabo de esa exploración<br />

nocturna de la ciudad, hostigada por los vientos fríos del invierno.<br />

El hombre había escrito, con una letra pequeña e inclinada hacia la<br />

derecha, tres breves páginas del block.<br />

Servicio de Emergencias me lleva a guardia de Centro Médico Privado. 16/7.<br />

20.30 horas.<br />

•Causa ingreso a guardia de Centro Médico Privado: descenso número (o<br />

cantidad) glóbulos rojos, e irregularidades en electrocardiograma (dolor precordial).<br />

•Hasta las cuatro de la mañana, sábado 17, se me efectuaron estudios, en guardia<br />

externa, que incluyeron Rx, laboratorio, sonda nasogástrica y electrocardiogramas<br />

varios.<br />

218


•Información en Intensiva con hipótesis de hemorragia gástrica e isquemia<br />

coronaria.<br />

•En cuarenta y ocho horas, dos endoscopías, ecocardiografía, ecografías<br />

abdominales, tomografía computada, y, además, propusieron cateterismo y colonografía<br />

que Natalia y yo rechazamos.<br />

•La mayoría de esas prácticas se realizaron sin mi consentimiento o el de Natalia,<br />

que estuvo en el Privado durante todos los horarios de visita, horarios que, supongo, los<br />

médicos podían haber aprovechado para informarle acerca de sus canónicos menoscabos<br />

a mi cuerpo.<br />

•Sábado 17y domingo 18 fui visitado, a pedido de Natalia, por un catedrático de<br />

Clínica Médica, que opinó que se me debía dar de alta apenas se estabilizaran<br />

hematocritos, presión arterial y funcionamiento cardíaco.<br />

•Ese mismo curso de acción recomendaron el médico que suelo visitar cuando las<br />

sombras de la vejez, y las declinaciones de mi cuerpo abren las puertas a la enfermedad,<br />

a los medicamentos, a la evocación de una irrecuperable juventud, y el cardiólogo del<br />

Privado, conversación telefónica mediante.<br />

•Sin embargo, en cuanto se ausentó Natalia, lunes 19, me llevaron, sin<br />

prevenirme, a una sala fría y angulosa donde, dijeron, me efectuarían una segunda<br />

endoscopía, una ecocardiografía, dos ecografías abdominales y una tomografía<br />

computada.<br />

Pasó, el hombre, algo crispado, por todas esas ominosidades (si es<br />

políticamente correcto llamarlas así), y lo devolvieron, horas después, a su cama,<br />

dócil y cansado.<br />

Tal vez se durmió. Tal vez olvidó dónde estaba. Tal vez olvidó el vidrio<br />

granulado de la puerta, y que en las grandes letras negras que cubrían el ancho<br />

del vidrio granulado de la puerta, se leía Centro Médico Privado, y, abajo, 6 y 7.<br />

Tal vez, pensó el hombre, era 7. ¿O era 6? Tal vez siempre fue un número. Un<br />

número que come, un número que anhela no saber que la inmortalidad,<br />

probablemente, sea el más efusivo, cuantioso, lacerante, de los sueños humanos,<br />

un número que tiene una laxa, frágil noción de que, alguna noche o una tarde<br />

lluviosa, montó un cuerpo tibio que se quejaba, que le clavaba los dedos en la<br />

espalda, que le eludía los labios.<br />

Tal vez recordó a su abuelo, a ese hombre de gorra, y sin dientes, barba<br />

canosa de dos o tres días, que, en la oscuridad de la pieza que alquilaba en un<br />

barrio de obreros, vendedores de frutas y gallinas, y anchos garages de<br />

ómnibus amarillos, le hablaba, a él, un chico acostado en la cama del anciano,<br />

de valles y ríos estrechos y de aguas puras y claras; le hablaba de un mundo no<br />

219


poblado por el hombre, y donde el aire corría como un espejo que se despliega,<br />

y donde no existía el pecado.<br />

Él, el chico, miraba, en la oscuridad de la pieza, la brasa del cigarrillo que<br />

había encendido su abuelo, y que trazaba, roja, un arco desde los labios del<br />

hombre viejo hasta la mano que sostenía el tabaco envuelto en un papel tosco,<br />

armados, tabaco y papel, en una tira breve y cilíndrica, que se renovaría<br />

siempre, y que siempre despediría humo y olor... ¿olor a qué?, se preguntó el<br />

chico, mucho antes de ser un número en una sala de reclusión.<br />

Se despertó. Silencio en el Privado. Silencio y oscuridad. Lejos, en el<br />

escenario, sobre el escenario, la luz corta y brillosa de las dicroicas, y las<br />

dicroicas como granos fosforescentes adheridos al techo del escenario.<br />

El hombre contempló, largo rato, los divanes, los sofás, las figuras<br />

tendidas en los divanes y en los sofás, y la presión en la panza creció, y,<br />

entonces, el hombre se deslizó, lentamente, de la cama al suelo. Las baldosas del<br />

piso estaban heladas.<br />

Caminó, rengueando, sólo cubierto por la bata blanca que le dejaba la<br />

espalda al descubierto, hacia las luces cortas y brillosas que pendían sobre<br />

divanes y sofás. Se dijo, el hombre, que hubo otra noche, y una oscuridad y<br />

unas luces idénticas a éstas, y que, si se lo proponía, podía atrapar entre sus<br />

manos.<br />

La panza, y también la vejiga, que rebosaba de pis. Iba en busca de una<br />

chata, pero convendría, pensó el hombre, que le dieran, también, un papagayo. Y<br />

estaba, además, harto de gritar enfermera señorita enfermera, y que el tiempo<br />

permaneciera, allí, frente a él, yéndose o sumándose o disolviéndose en sí<br />

mismo. El hombre murmuró idiota. Sólo los idiotas piensan en el tiempo cuando<br />

los acosa un par de necesidades simples, básicas e impostergables.<br />

Nunca supo por qué no vio el bulto que le cayó encima, que lo empujó, en<br />

silencio, hacia su cama, y que murmuraba palabras que él no entendía, pero que<br />

eran imperativas, como ajadas por la frecuentación de su uso, como<br />

estertorosas.<br />

Él cayó sobre la cama, sentado.<br />

—Acuéstese —dijo el bulto, que vestía de verde, y que no olía a nada, y<br />

que le estiró las piernas a lo largo de la sábana arrugada que cubría el colchón.<br />

Después, con una rapidez que dejó absorto al hombre que fue en busca de<br />

una chata y un papagayo, le enfundó las manos, hasta los codos, en unos tubos de<br />

220


tela de los que colgaban largas tiras de la misma y áspera tela, y con esas tiras le<br />

ató las manos, una a cada lado de la cama.<br />

El hombre, atadas las manos a los barrotes del elástico, y todavía perplejo<br />

ante su propia mudez, ante su nada de nada, sintió, en la piel de los muslos, la<br />

calidez del pis que derramaba su vejiga.<br />

El hombre, atado a los barrotes del elástico, miró las luces cortas y<br />

brillosas de las dicroicas. Y cerró los ojos. Y, obviamente, lloró.<br />

221


Este libro se terminó de imprimir<br />

en el mes de noviembre de 2000<br />

en Impresiones Sud América,<br />

<strong>Andrés</strong> Ferreyra 3767/69,<br />

(1437) Buenos Aires, Argentina.<br />

222

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