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El eucalipto Ponciano - Alfaguara Infantil

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A la sombra de un árbol<br />

Pasé los primeros años de mi vida en un rancho:<br />

San Antonino. Cuando sopla el viento recuerdo sus<br />

casas bajas, el olor a humo, el canto de las aves, el<br />

paso de los labradores al atardecer; pero sobre todo<br />

evoco a <strong>Ponciano</strong>. Así llamábamos al <strong>eucalipto</strong><br />

sembrado muy cerca de la casa que mi padre construyó<br />

para nosotros.<br />

Como todas las de San Antonino, mi casa<br />

era de adobe y estaba recubierta de cal. En las<br />

mañanas claras o en las noches de luna brillaba<br />

como si fuera de plata. Tenía dos habitaciones con<br />

ventanas hacia el sur. La idea de orientarlas en esa<br />

dirección fue de mi madre: necesitaba aprovechar<br />

al máximo la luz del sol porque en el rancho no<br />

había electricidad.


12<br />

Comíamos en la cocina, en una mesa de pino<br />

junto al brasero. <strong>El</strong> baño estaba aparte, en medio<br />

de una nopalera. De una penca a otra, las arañas<br />

incansables urdían su maravilloso tejido.<br />

En derredor de la casa había una cerca hecha<br />

con piedras redondas y tersas. Para nosotros eran<br />

objetos mágicos porque aun durante el verano se<br />

mantenían frescas y también porque al golpearlas<br />

unas con otras producían un sonido muy bello.<br />

San Antonino estaba en una planicie árida.<br />

En febrero loco y marzo otro poco nos divertíamos<br />

organizando competencias entre los remolinos<br />

y nuestros papalotes. Eran de papel de<br />

China, hilaza, palillos y engrudo. Los fabricábamos<br />

durante las primeras semanas del año, cuando<br />

el frío invernal nos obligaba a permanecer en<br />

la casa. En cuanto el clima mejoraba salíamos a<br />

volar nuestros papalotes. Después del juego quedábamos<br />

polvorientos y fatigados; sin embargo,<br />

por las noches salíamos para ver un espectáculo<br />

estimulante y prometedor: el paso del tren.<br />

Corría por las faldas de las montañas lejanas<br />

y sólo alcanzábamos a distinguir una hilera de<br />

luces diminutas. Con eso, y con la descripción<br />

que mi padre nos había hecho del ferrocarril, a<br />

mis hermanos y a mí nos bastaba para imaginar


13<br />

que viajábamos sentados en las bancas de la tercera<br />

clase, llena de bultos y animales, desde gallinas<br />

y guajolotes hasta chivas y borregos.


La canción de las hojas<br />

A pesar de nuestras carencias, la vida en el<br />

rancho era muy agradable y divertida. A cambio<br />

de no tener cuentos ni juguetes, poseíamos algo<br />

maravilloso: un <strong>eucalipto</strong>. Empezamos a llamarlo<br />

<strong>Ponciano</strong> la tarde en que regresábamos de una<br />

boda en el rancho vecino.<br />

Mi hermano Juan iba delante, levantando piedritas<br />

y lanzándolas con su resortera. De pronto se<br />

detuvo, señaló hacia nuestro <strong>eucalipto</strong> y preguntó<br />

qué edad tendría el árbol. Mi padre le respondió:<br />

—Medida en calendarios, ¡quién sabe! Por<br />

la forma curva de sus hojas, se ve que es muy<br />

antiguo.<br />

Mi hermana Martirio quiso saber qué significaba<br />

eso de antiguo y mi mamá se lo explicó:<br />

—Que carga muchísimos años y merece respeto,<br />

como todos los ancianos.

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