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<strong>Lejos</strong> <strong>del</strong> <strong>nido</strong><br />
Y Matilde?<br />
Con el recuerdo cada vez más vivo de su hija perdida; más atormentada<br />
el alma, día por día, y con el pensamiento, siempre fijo, en aquella lejana<br />
y horrible tarde de “san Pablo”; con aquel profundo vacío que no había<br />
sido a llenarlo, ni el amor de su esposo, ni las caricias de Rosa y Jaime, ni<br />
mucho menos las comodidades que da la riqueza, y el ruido ostentoso de<br />
una sociedad tan halagadora como la bogotana, para gentes de la posición<br />
y ventajosa fortuna de ellos.<br />
Lo único que en Matilde mitigaba un poco aquel su eterno dolor, era lo de<br />
siempre: el ejercicio de la santa caridad y las fervorosas plegarias, por la perdida<br />
hija…<br />
Los indios, Mateo y Romana, si bien es cierto que pocas o ningunas caricias<br />
tenían para Andrea, con la fianza, que tanto respetaban, no volvieron a intentar<br />
siquiera en darle aquel malo y grosero trato de otros días; pero sucedía, eso sí,<br />
que en lugar de atraerla y tenerla a su lado, como que trataban de apartarla, de<br />
desprenderse de ella, como de una incómoda pesadilla, de tal suerte que la niña<br />
casi vivía de continuo en “Los Alticos” y al lado de Luisa, a quien consideraba<br />
como madre; aprovechándose de esto para recibir las lecciones de ella, es decir,<br />
lo que en lectura, escritura, costura y religión había aprendido la viuda, al lado<br />
de la noble familia donde sirvió ña Tomasa en sus mocedades y donde levantó<br />
y se formó la oficiosa maestra…<br />
el tiempo así corría.<br />
Y para Andrea apuntaban ya las primeras claridades de una castísima<br />
adolescencia.<br />
Y con su instinto de mujer de tan fina calidad, de tan limpio linaje, columbraba<br />
su valer, conjeturaba su situación con rara facultad intelectual, con<br />
maravilloso instinto, y hacía esfuerzos por educarse, adivinando la mayor parte<br />
de los toques sociales, que sólo consiguen otras personas a fuerza de codearse<br />
mucho, con lo que se llama el gran mundo.<br />
Pero siempre, la niña humilde, resignada: la modesta criatura que miraba<br />
correr los días, sin el petulante orgullo de quien se oye a todas horas ensalzar<br />
por su hermosura; pero también, sin degradar o rebajar su persona, por muy en<br />
inferior escala que se mirase.<br />
Así que, aquellas preferencias por parte <strong>del</strong> indio isidoro, el hijo de Celedonio<br />
Quirama, obsequios que de día en día aumentaba como las visitas a “el<br />
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