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Juan José Botero<br />
y los rayos menudeaban. el huracán bramaba. Los truenos retumbaban por<br />
aquellas hondas cañadas y cuajados montes, semejando los fieros rugidos de<br />
un monstruo.<br />
Los indios con su aspecto diabólico, eran iluminados por la luz de los relámpagos,<br />
formando un notable contraste, sus caras de réprobos, con la dulce y<br />
angelical de la niña que en brazos llevaban.<br />
¡Pobre filomena, tan tierna y <strong>del</strong>icada!<br />
¿Qué iba a ser de ella sin las tiernas caricias de sus padres y la compañía de<br />
sus hermanos?...<br />
ella, al fin, sin darse cuenta de lo que le pasaba, por su corta edad, con el<br />
maltrato <strong>del</strong> camino y desvanecida con el sereno de la noche, cayó en una especie<br />
de sopor, parecido al sueño, mientras los indios tomaban mas aliento y huían<br />
con la presa a todo andar.<br />
Así, que, cuando las primeras claridades <strong>del</strong> día vinieron a alumbrar la vía<br />
que seguían aquellos malvados, se avecinaban a la gran hoya que forma el río<br />
“Arma”, y allí, conocedores de algunas sendas de poco uso, dejaron el camino<br />
real y esquivando el ser vistos, anduvieron hasta llegar a “el Arenal”, paraje<br />
donde tenían su habitación...<br />
Pero volvamos a la hacienda de “san Pablo”.<br />
¡Qué de pesquisas para averiguar el paradero de filomena; la realidad de<br />
tan misterioso suceso!<br />
Y, ¡qué de lágrimas!, qué de desaliento!, ¡qué de postración de la madre que<br />
iba perdiendo la esperanza de recuperar a la hija!<br />
¡Pobre Matilde!<br />
Con las sombras que vinieron a oscurecer el cielo de aquella tarde sin nubes,<br />
quedó también oscuro y nublado, para siempre, el cielo de su felicidad!<br />
¡Pobre esposa!<br />
Difícil, muy difícil seria describir los padecimientos que tuvo aquella noche,<br />
cuando lamentando la ausencia de su esposo, cansada dé llorar y de llamar a la<br />
hija, se dejó caer moribunda, casi desmayada sobre una silla: mustio y de sencajado<br />
el semblante, pálida, llorosa y extraviada la mirada, denotando algo así<br />
como el principio de la locura. A nadie contestaba si le interrogaban; sus dientes<br />
de marfil se chocaban; en sus labios se notaba un ligero temblor, dando ésto<br />
paso, de vez en cuando, a una sonrisa de mortal amargura, más desgarradora<br />
aún que el mismo llanto.<br />
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