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Lejos del nido

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Juan José Botero<br />

y nueve; el siglo de las luces, como se dice, o la luz de los siglos, como se nos<br />

antoja decirlo.<br />

Como a los runrunes aquellos en casa de Antonio, en Bogotá, se les dió forma<br />

de verdad; ya este caballero, con su familia, se encontraba viviendo en Antioquia<br />

y en su pueblo natal, pues aunque él poseía riquezas con que llevar en la Capital<br />

una vida de comodidades y de lujo, su esposa, que cuantas más conveniencias<br />

tenía para vivir vida de ricos, más sufría, haciendo memorias a cada paso de<br />

su inolvidable hija perdida, Matilde, decíamos, se ahogaba con aquella vida,<br />

se asfixiaba en medio <strong>del</strong> lujo y quería volver a su pueblo, a su casita hermosa,<br />

testigo en otro tiempo de su perdida felicidad, a entregarse allí al dolor y a los<br />

recuerdos y porque, además, ella como madre no perdía la esperanza de volver<br />

a ver a su filomena; pensaba, y muy bien pensado, que por allá tan retirados de<br />

su tierra, qué noticia podía conseguir <strong>del</strong> paradero de su hija?, y, qué diligencias<br />

podrían practicarse con el fin de hallarla?<br />

Qué hermoso es el sentimiento materno: cuando los demás de aquella familia,<br />

si no habían olvidado a filomena, al menos no pensaban ya en que pudiera<br />

encontrarse algún día, Matilde cada vez que amanecía aguardaba la vuelta de<br />

su niña; cada mañana creía verla entrar a la casa, hermosa, fresca y regocijada,<br />

saludando con voz de cielo:<br />

—Buenos días, mamá…<br />

Dijimos que la familia de Antonio estaba ya de vuelta y por consiguiente<br />

constituído el hogar de nuevo: aquel hogar que tanto cariño y respeto inspiraba<br />

a todo el vecindario; aquel santuario de la caridad cristiana, a donde no entraba<br />

algún necesitado, que no saliera harto y al cual jamás llegara alma dolorida que<br />

no se despidiera consolada.<br />

en los primeros días <strong>del</strong> regreso, y así como en otro tiempo le sucediera<br />

a Antonio, Rosa y Jaime no dejaron de extrañar el cambio; sus relaciones de<br />

colegio; sus preceptores a quienes quisieron tanto y de los cuales recibieron<br />

pruebas de deferencia; el teatro, a donde asistían con su padre, porque Matilde<br />

nunca los acompañó a pasatiempo alguno; los paseos a la sabana, al Tequendama...<br />

y sobre todo, aquellas veladas de las familias que formaban por en tonces<br />

la Colonia antioqueña, veladas encantadoras en donde se bailaba, se cantaba, se<br />

agotaban juegos de prendas, improvisaban teatros caseros... en fin, tantos halagos<br />

que tíene nuestra Capital de la República, para cuantos la visitan y más aún<br />

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