Lejos del nido
Lejos del nido Lejos del nido
* Lejos del nido cada uno, a contar del siniestro de “el Canelón del Drago” en adelante, Luciano en tono dulce pero con alguna impaciencia, viendo que nada nuevo le decían: —Ahora sí, habló, ¿qué es ese mundo de cosas que tienen para contarme. —Pues.... don Luciano, dijo Luisa, esas son cuentas de la niña; ella le explicará todo a usted. —No, señora, contestó Andrea, colorada esta vez como una flor de curubo, a usted le toca. esquivando aquello, sin duda, por temor de que Luciano lo tomara a jactancia en ella. —¡Hombre!, exclamó éste; y, es la cosa tan grave que no se atreven a tratarla, después de las confidencias que nos acabamos de hacer?, miedo me da. —Pues.... no deja de serlo, volvió Luisa un tanto picada, y ya que Andrea no lo dice, oiga usted mi don caballero: —Por supuesto que ya sabrá la muerte de mi comadre Romana, cómo tuvo lugar ésta y lo que hubo en ella. —Qué murió, sé, pero nada más. —Y ¿no le han dicho algo de lo que declaró al morir? —Nó, nada, contestó Luciano poniéndose en pié interesado ya en esta conversación. —Pues... don Luciano, ahora si puede usted llegarse a Andrea sin recelo ni cuidado, tratarla de igual a igual, y sin ningún escrúpulo cumplir la promesa hecha al pié de este altar. —¡Ah! y ¿qué fué pues? —Que ella tiene sus padres. —¿Vivos? —No se sabe, pero blancos sí, y... ricos. —A ver cuenten, cuenten ligero. Luisa le refirió todo lo ocurrido en la confesión de Romana y cuando concluyó, Luciano, que escuchaba con suma atención lo relatado, volvió donde Andrea y le dijo: —Celebro esto amiga mía y si cuando a usted se tenía por la nieta de unos indios, le ofrecí mi amor y mi mano de esposo, no viendo en usted más nobleza que la de su alma; y si entonces le prometí ver por usted en todo lo que estuviese de mi parte, hoy le repito el mismo ofrecimiento, para lo cual tengo aquí en Luisa un alíado, como creo que ella lo tiene en mí. * 212
* Juan José Botero —Gracias, don Luciano... —Permítame… —¡Ah!, si, dijo Andrea con viveza, gracias Luciano, yo siempre lo presentía que era digna de usted. —Gracias, siguió ésta, irguiéndose orgullosa, pero sin petulancia, dando a conocer en esta contestación su origen alto y claro, y aquel temple anunciado un día por Camila a su hermano, creciéndose cada vez más, y sacando un juego desconocido hasta entonces, prosiguiendo así: —el hombre que con tanto valor y desinterés expone la vida y juega su posición, por salvar a una ignorada y huérfana niña, sin esperar, al fin de la jornada, más recompensa quizás que la satisfacción de haber practicado una buena olra, o bien la de recibir en pago la mano de aquella niña, rompiendo, con esto, los sagrados lazos de familia, ese hombre merece un premio mayor que la mano de… de la ignorada huérfana.... más aún, de la noble y vanidosa señorita, si así queda al fin este juguete de la suerte, que hasta hoy ha caminado a oscuras, de precipicio en precipicio, de despeñadero en despeñadero, andando por un tortuoso camino, sin conocido rumbo, a riesgo de haber caído una y mil veces… —Luciano, mi prometido, mi protector, siguió la niña, jadeante y emocionada; Luisa, hermana mía, madre mía, mi ángel de la guarda: admiración les causará a ustedes, oírme hablar así de un modo tan ajeno a mi condición de huérfana y desamparada campesina, cuando hasta a mí misma me la causa... Pero algo me anima; algo siento aquí.... aquí dentro de este pecho... algo que me inspira tan inusitada expresión y me infunde valor, diciéndome que ha terminado mi martirio; que ya puedo alzar la voz sin recelo de un daño futuro; porque la niña perdida se ha salvado; porque la extraviada viajera, que por una oscura senda caminaba, no ha tropezado; porque la infortunada avecita que tan lejos del nido andaba, aun conserva puros sus amorosos arrullos, ni estas mejillas han sido encendidas siquiera, una sola vez, por el bochorno de una mala acción; porque para ella, sí, para el ave errante, quizás no esté lejos el día de retornar a su amoroso nido; ¿hay algo imposible para Dios? ¡Ah! qué grabadas han quedado en mi memoria estas palabras que un día, el día que dejaba para siempre la triste morada de mi niñez, le oí pronunciar a usted hermana mía, como una venturosa profecía… * 213
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<strong>Lejos</strong> <strong>del</strong> <strong>nido</strong><br />
cada uno, a contar <strong>del</strong> siniestro de “el Canelón <strong>del</strong> Drago” en a<strong>del</strong>ante, Luciano<br />
en tono dulce pero con alguna impaciencia, viendo que nada nuevo le decían:<br />
—Ahora sí, habló, ¿qué es ese mundo de cosas que tienen para contarme.<br />
—Pues.... don Luciano, dijo Luisa, esas son cuentas de la niña; ella le explicará<br />
todo a usted.<br />
—No, señora, contestó Andrea, colorada esta vez como una flor de curubo,<br />
a usted le toca.<br />
esquivando aquello, sin duda, por temor de que Luciano lo tomara a jactancia<br />
en ella.<br />
—¡Hombre!, exclamó éste; y, es la cosa tan grave que no se atreven a tratarla,<br />
después de las confidencias que nos acabamos de hacer?, miedo me da.<br />
—Pues.... no deja de serlo, volvió Luisa un tanto picada, y ya que Andrea<br />
no lo dice, oiga usted mi don caballero:<br />
—Por supuesto que ya sabrá la muerte de mi comadre Romana, cómo tuvo<br />
lugar ésta y lo que hubo en ella.<br />
—Qué murió, sé, pero nada más.<br />
—Y ¿no le han dicho algo de lo que declaró al morir?<br />
—Nó, nada, contestó Luciano poniéndose en pié interesado ya en esta<br />
conversación.<br />
—Pues... don Luciano, ahora si puede usted llegarse a Andrea sin recelo<br />
ni cuidado, tratarla de igual a igual, y sin ningún escrúpulo cumplir la promesa<br />
hecha al pié de este altar.<br />
—¡Ah! y ¿qué fué pues?<br />
—Que ella tiene sus padres.<br />
—¿Vivos?<br />
—No se sabe, pero blancos sí, y... ricos.<br />
—A ver cuenten, cuenten ligero.<br />
Luisa le refirió todo lo ocurrido en la confesión de Romana y cuando<br />
concluyó, Luciano, que escuchaba con suma atención lo relatado, volvió donde<br />
Andrea y le dijo:<br />
—Celebro esto amiga mía y si cuando a usted se tenía por la nieta de unos<br />
indios, le ofrecí mi amor y mi mano de esposo, no viendo en usted más nobleza<br />
que la de su alma; y si entonces le prometí ver por usted en todo lo que estuviese<br />
de mi parte, hoy le repito el mismo ofrecimiento, para lo cual tengo aquí en<br />
Luisa un alíado, como creo que ella lo tiene en mí.<br />
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