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Juan José Botero<br />
suceso: unas veces llevando la mirada sobre el rígido cadáver de la que acababa<br />
de dejar casi en descubierto un gran secreto, y otras sobre la niña que<br />
pocos días antes se había confesado en la iglesia de “san Antonio”.<br />
A la muerte de Romana se siguió en la casa de “el Arenal” el rezo de ordenanza<br />
y el velorio por la noche, al cual asistieron muchos vecinos, los que, al<br />
llegar y saber de la confesión de la difunta, se llenaban de pánico y de admiración<br />
al mismo tiempo, acercándose a Andrea y mirándola con tal respeto, que<br />
a excepción de Luisa, ninguna otra persona se atrevió a dirigirle la palabra en<br />
aquella noche.<br />
Andrea, sentada en un rincón de la casucha, ensimismada y absorta en<br />
sus pensamientos, repasaba en la memoria la historia de su vida, y unas veces<br />
lloraba de dolor, pensando en lo que por ella habrían sufrido sus padres, y otras<br />
de felicidad, sabiendo ya a punto fijo que su origen no era el que se le había<br />
atribuído hasta entonces, sino otro: el que ella había presentido como bueno, y<br />
que por eso, de ahí en a<strong>del</strong>ante no tendría por qué avergonzarse <strong>del</strong>ante de la<br />
familia de Luciano.<br />
Ahora sí que había crecido el amor en aquella criatura; sí que conocía que<br />
aumentaba el interés por Luciano; el deseo de verle de nuevo. Ya que le podía<br />
mirar cara a cara, de frente, hablándole como a su igual.<br />
Ahora sí podía dejar de darle aquel Don que tanto molestaba al amado de<br />
su corazón y decirle a secas: ¡Luciano, Luciano mío!…<br />
exclamaba Andrea para sí, y volviendo a otros pensares:<br />
¿Tendré hogar?…padres?…hermanos?...<br />
¿Quiénes son?.... dónde están?...<br />
¿No me habrán olvidado?...<br />
Y lo peor, sin un amigo, sin un confidente de sus ansias, de sus martirios,<br />
de sus dolores, de sus dudas, de sus alegrías, de sus sueños, de sus esperanzas…<br />
en fin, de tanto, tanto como le bullía aquella noche en su acalorada cabecita.<br />
Al amanecer, rendida Andrea por el sueño, sentada, que no recostada siquiera<br />
en aquella camita de gruesos palos que ya conocemos, se dormitó, y en medio<br />
<strong>del</strong> castísimo sueño de la inocencia, vió a Luciano a su lado; pero no huyendo<br />
de ella, como en otra ocasión, por no darle el saludo. Y vió a la hermosa mujer<br />
de siempre que le abría los brazos, y a los blancos y rubios niños que le llamaban<br />
con aquel nombre tan lindo. ¡Ay!<br />
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