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Juan José Botero<br />
entrete<strong>nido</strong> se hallaba, el encerrado, leyendo en una citolegia en que<br />
daba sus lecciones Luisa a sus hijos, a falta de otra cosa en qué distraerse,<br />
cuando él lee.<br />
“Los bueyes mugen, tiran de los carros y aran la tierra”.<br />
Y oye una voz como <strong>del</strong> cielo que grita:<br />
—Buenos días, mana Luisa!<br />
La citolegia se fué al suelo, con bueyes, mugidos, carros y todo el lector se<br />
quedó de una pieza.<br />
—entre, mi hija, dijo la interpelada.<br />
—Qué hay por esta casa?, volvió Andrea, quien era la <strong>del</strong> saludo.<br />
—Todo lo mismo, le contestó Luisa.<br />
—Basilio volvió?<br />
—Vino anoche.<br />
—Y, qué dijo?, buenas o malas noticias?<br />
—sí viene?<br />
—No demora.<br />
—¡santa María!, y yo de esta figura!<br />
—Qué le hace, Andrea, entre. Vamos a la sala que tengo muchas cositas<br />
qué contarle.<br />
Andrea entró a aquel aposento siguiendo a Luisa, y al llevar la vista al cuarto<br />
donde estaba el pájaro encerrado, dió un ligero grito, volviendo unos pasos hacia<br />
atrás, turbadísima y tratando de esconderse tras la viuda.<br />
Luciano, poco menos desconcertado que ella, se dirigió a darle la mano,<br />
diciéndole:<br />
—Buenos días, Andrea.<br />
—¡Don Luciano! ¡por Dios!... buenos días… dispense... yo no, sabía que<br />
usted había llegado.<br />
—No me aguardaban, pues?<br />
—Aguardarlo... sí... cómo nó, señor… pero... ya ve... yo, así, tan mechuda...<br />
me acababa de levantar y no tuve tiempo de nada, con la impaciencia… con el<br />
deseo... pues, no, con la prisa de… ver si aquí se habían levantado.<br />
Luciano, ya recobrado, le dijo:<br />
—Andrea, le suplico que deje sus penas y sus cortedades conmigo. Hoy<br />
no estamos para ceremonias. Vea como me le presento en este pelaje de peón<br />
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