Lejos del nido
Lejos del nido Lejos del nido
* Lejos del nido —Y si se muere, quién la pelea? —Y… qué cree usted Luisa, saldremos bien? —Con la ayuda de Dios. —Pues… disponga mi general, que este sumiso soldado, con morral a la espalda y arma al brazo, viene dispuesto a cumplir sus órdenes. —A mi vez, le pregunto, dijo Luisa puesta en jarras: cómo la pone? —Como quiera. —Pero, qué piensa usted de todo esto? —Llevarme a Andrea. —eso por supuesto, pero, a qué punto? —esto es lo que no sé; allá a donde nos arrastre el destino. —A su casa? —No, Luisa, por lo pronto he pensado llevarla a la finca de un amigo mío, Daniel a quien usted debe conocer y allí dejarla en compañía de la esposa de su mayordomo que es una señora inmejorable. —Pero... niño…vea. —sí, Luisa, ya sé en qué piensa y qué me quiere decir y no se atreve. Pues yo sí me atrevo a decirle lo que pienso. —Luisa: Juro por el Dios que nos oye, que Andrea será mi esposa por sobre toda consideración social y de familia; y mientras esto suceda, la respetaré, la veneraré, la honraré. Mi nombre y mi mano serán de ella desde hoy mismo. —Basta, don Luciano me confío en su palabra, y en nombre de Andrea y alguna o algunas otras personas que quizás la lloran como perdida para siempre, le doy las gracias. La niña vendrá mañana y aquí acabaremos de arreglar todo con ella; pero no se irán sino por la noche, pues de día rondan los Quiramas por todo esto, y es preciso que ellos no se enteren del modo como va a desaparecer Andrea. Así pues, le recomiendo encierro en este cuarto, hasta que... san Juan agache el dado. Y, adiós: muy por la mañana le llamaré. —Con ella? —Natural. Por ahora a dormir y que Dios lo acompañe. A dormir?, ¡dianches!, que Luciano pasó la noche en desvelo, con la cabeza hecha un volcán y el alma llena de impaciencia, por el deseo de ver a Andrea. Así fue que muy de mañana ya estaba en pie, aguardando con ansiedad, a ver si, por fin al santo aquél se le doblaba el índice. * 170
* Juan José Botero entretenido se hallaba, el encerrado, leyendo en una citolegia en que daba sus lecciones Luisa a sus hijos, a falta de otra cosa en qué distraerse, cuando él lee. “Los bueyes mugen, tiran de los carros y aran la tierra”. Y oye una voz como del cielo que grita: —Buenos días, mana Luisa! La citolegia se fué al suelo, con bueyes, mugidos, carros y todo el lector se quedó de una pieza. —entre, mi hija, dijo la interpelada. —Qué hay por esta casa?, volvió Andrea, quien era la del saludo. —Todo lo mismo, le contestó Luisa. —Basilio volvió? —Vino anoche. —Y, qué dijo?, buenas o malas noticias? —sí viene? —No demora. —¡santa María!, y yo de esta figura! —Qué le hace, Andrea, entre. Vamos a la sala que tengo muchas cositas qué contarle. Andrea entró a aquel aposento siguiendo a Luisa, y al llevar la vista al cuarto donde estaba el pájaro encerrado, dió un ligero grito, volviendo unos pasos hacia atrás, turbadísima y tratando de esconderse tras la viuda. Luciano, poco menos desconcertado que ella, se dirigió a darle la mano, diciéndole: —Buenos días, Andrea. —¡Don Luciano! ¡por Dios!... buenos días… dispense... yo no, sabía que usted había llegado. —No me aguardaban, pues? —Aguardarlo... sí... cómo nó, señor… pero... ya ve... yo, así, tan mechuda... me acababa de levantar y no tuve tiempo de nada, con la impaciencia… con el deseo... pues, no, con la prisa de… ver si aquí se habían levantado. Luciano, ya recobrado, le dijo: —Andrea, le suplico que deje sus penas y sus cortedades conmigo. Hoy no estamos para ceremonias. Vea como me le presento en este pelaje de peón * 171
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<strong>Lejos</strong> <strong>del</strong> <strong>nido</strong><br />
—Y si se muere, quién la pelea?<br />
—Y… qué cree usted Luisa, saldremos bien?<br />
—Con la ayuda de Dios.<br />
—Pues… disponga mi general, que este sumiso soldado, con morral a la<br />
espalda y arma al brazo, viene dispuesto a cumplir sus órdenes.<br />
—A mi vez, le pregunto, dijo Luisa puesta en jarras: cómo la pone?<br />
—Como quiera.<br />
—Pero, qué piensa usted de todo esto?<br />
—Llevarme a Andrea.<br />
—eso por supuesto, pero, a qué punto?<br />
—esto es lo que no sé; allá a donde nos arrastre el destino.<br />
—A su casa?<br />
—No, Luisa, por lo pronto he pensado llevarla a la finca de un amigo mío,<br />
Daniel a quien usted debe conocer y allí dejarla en compañía de la esposa de su<br />
mayordomo que es una señora inmejorable.<br />
—Pero... niño…vea.<br />
—sí, Luisa, ya sé en qué piensa y qué me quiere decir y no se atreve. Pues<br />
yo sí me atrevo a decirle lo que pienso.<br />
—Luisa: Juro por el Dios que nos oye, que Andrea será mi esposa por<br />
sobre toda consideración social y de familia; y mientras esto suceda, la respetaré,<br />
la veneraré, la honraré. Mi nombre y mi mano serán de ella desde<br />
hoy mismo.<br />
—Basta, don Luciano me confío en su palabra, y en nombre de Andrea y<br />
alguna o algunas otras personas que quizás la lloran como perdida para siempre,<br />
le doy las gracias. La niña vendrá mañana y aquí acabaremos de arreglar todo<br />
con ella; pero no se irán sino por la noche, pues de día rondan los Quiramas por<br />
todo esto, y es preciso que ellos no se enteren <strong>del</strong> modo como va a desaparecer<br />
Andrea. Así pues, le recomiendo encierro en este cuarto, hasta que... san Juan<br />
agache el dado. Y, adiós: muy por la mañana le llamaré.<br />
—Con ella?<br />
—Natural. Por ahora a dormir y que Dios lo acompañe.<br />
A dormir?, ¡dianches!, que Luciano pasó la noche en desvelo, con la cabeza<br />
hecha un volcán y el alma llena de impaciencia, por el deseo de ver a Andrea.<br />
Así fue que muy de mañana ya estaba en pie, aguardando con ansiedad, a ver<br />
si, por fin al santo aquél se le doblaba el índice.<br />
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