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de cara, con una flecha que le atravesaba el corazón y sobresalía unos treinta<br />
centímetros de su pecho negro.<br />
Tarzán dedicó entonces su atención a las cincuenta mujeres y niños encadenados unos<br />
a otros por el cuello en una larga hilera de esclavos. Como no disponía de tiempo para<br />
abrir los viejos candados, el hombre-mono les dijo que le siguieran tal como estaban y,<br />
tras recoger el rifle y la canana del centinela muerto, condujo al ahora feliz conjunto de<br />
ex prisioneros a través del portón y hacia la selva, en la que entraron por el otro extremo<br />
del claro.<br />
Fue una marcha ardua y lenta, porque formar parte de una cadena de esclavos era algo<br />
nuevo para aquellos seres y se retrasaban mucho: tropezaban cada dos por tres y en cada<br />
uno de los muchos traspiés arrastraban a los demás y todos iban a dar con<br />
sus huesos en el suelo. Por si fuera poco, Tarzán se vio obligado a dar un amplio<br />
rodeo para evitar que los sorprendieran los saqueadores, que muy bien podían volver.<br />
Los disparos intermitentes le guiaban respecto a la dirección que debía tomar y le<br />
indicaban que la horda árabe seguía acosando de cerca a los huidos habitantes del<br />
poblado. Estaba seguro, no obstante, de que si éstos obedecían sus consejos, pocas<br />
serían las bajas, aparte las que sufriesen los merodeadores.<br />
Al anochecer, el tiroteo había cesado por completo y Tarzán comprendió que los<br />
árabes estaban de vuelta en la aldea. Apenas pudo reprimir una sonrisa de triunfo al<br />
pensar en la cólera que se apoderaría de ellos al descubrir que habían matado al<br />
centinela y se habían llevado los prisioneros. A Tarzán le hubiera encantado haber<br />
podido llevarse también una parte del marfil almacenado en la aldea, con el simple<br />
objeto de aumentar el furor de los árabes, pero no ignoraba que tal distracción tampoco<br />
era necesaria, puesto que contaba ya con un plan bien trazado que iba a impedir a los<br />
árabes, de manera efectiva, marcharse de aquellas tierras con un solo colmillo de<br />
elefante. Y habría sido una crueldad superflua cargar a aquellas pobres mujeres y niños,<br />
tan abrumados ya, con el peso adicional del marfil.<br />
Era pasada la medianoche cuando Tarzán, con su lenta caravana, se aproximaba al<br />
punto donde yacían los elefantes. Le guió mucho antes de llegar la enorme hoguera que<br />
los indígenas habían encendido en el centro de una apresuradamente improvisada boma,<br />
en parte para calentarse y en parte para ahuyentar a cualquier león que pudiese rondar<br />
por las proximidades.<br />
. Antes de entrar en el campamento, Tarzán avisó en voz alta de que quienes se<br />
acercaban eran amigos. Los negros que se encontraban dentro del recinto de la boina<br />
manifestaron una gran alegría en cuanto la claridad que difundía la hoguera iluminó a<br />
los integrantes de la larga fila de parientes y amigos encadenados. Habían abandonado<br />
toda esperanza de volverlos a ver con vida, como también dieron por muerto a Tarzán,<br />
de modo que los negros, felices y contentos, se hubieran pasado toda la noche<br />
despiertos celebrando el regreso de sus compañeros y dándose un festín de carne de<br />
elefante, de no ser porque Tarzán insistió en que debían dormir cuanto pudieran, para<br />
estar descansados cuando llegase la hora de cumplir la tarea que les aguardaba al día<br />
siguiente.<br />
De cualquier modo, conciliar el sueño no era fácil, porque las mujeres que habían<br />
perdido al marido o a los hijos en la batalla y la matanza de la jornada no cesaban de<br />
llorar, gemir y chillar, lo que presagiaba una noche endemoniada. Pero Tarzán logró<br />
finalmente acallarlas, con el argumento de que sus lamentaciones atraerían a los árabes<br />
hacia aquel lugar y éstos, los árabes, los matarían a todos.