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-Está muy lejos -respondió Waziri- y yo tengo ya demasiados años, pero si esperas a<br />
que termine la estación de las lluvias y el caudal de los ríos haya descendido cogeré<br />
unos cuantos guerreros y te acompañaré.<br />
Tarzán tuvo que conformarse con esa promesa, aunque desde luego le habría gustado<br />
emprender la marcha al día siguiente... Era impaciente como un chiquillo. En realidad,<br />
Tarzán de los Monos no era otra cosa que un niño; era un hombre primitivo, que viene a<br />
ser lo mismo.<br />
Al día siguiente, sin embargo, regresó del sur a la aldea una patrulla, que informó<br />
haber avistado una gran manada de elefantes a unos kilómetros de distancia. Desde lo<br />
alto de los árboles tuvieron una estupenda panorámica de aquel rebaño, formado, según<br />
dijeron, por numerosos machos, con gran número de hembras y de ejemplares jóvenes.<br />
Los adultos podían<br />
proporcionar una cantidad de marfil que merecía la pena recoger.<br />
Los preparativos para la gran cacería ocuparon el resto de la jornada y parte de la<br />
noche. Se revisaron los venablos, se cargaron las aljabas, se tensaron o cambiaron las<br />
cuerdas de los arcos; todo mientras el brujo de la tribu iba de un grupo de guerreros a<br />
otro, dispensando encantamientos y distribuyendo amuletos destinados a preservar de<br />
todo daño a quien lo llevara y a otorgar buena suerte en la cacería que se iba a<br />
emprender por la mañana.<br />
Los cazadores salieron al alba. Cincuenta guerreros negros, de cuerpo lustroso y ágil.<br />
En medio de ellos, juncal y dinámico como un joven dios de la selva, marchaba Tarzán<br />
de los Monos, cuya bronceada piel contrastaba curiosamente con el tono ébano de la de<br />
sus compañeros. Salvo por el color, era uno más de ellos. Llevaba las mismas armas y<br />
adornos, hablaba su mismo lenguaje, reía y bromeaba con ellos y había saltado y<br />
vociferado igual que los demás durante la danza que se ejecutó antes de partir de la<br />
aldea. Era a todos los efectos y fines un salvaje entre salvajes. No, no se lo preguntó a sí<br />
mismo, pero ni por asomo hubiera reconocido que se identificaba más con aquellos<br />
indígenas y con su modo de vida que con los amigos parisienses cuyas costumbres<br />
había conseguido imitar a la perfección en los escasos meses que convivió con ellos.<br />
Los imitó como un mono.<br />
Una sonrisa divertida asomó a sus labios al imaginarse la cara que pondría el<br />
inmaculado D'Arnot si por algún medio fantástico pudiese ver a Tarzán en aquel<br />
momento. Pobre Paul, que se enorgullecía de su obra: haber erradicado de su amigo<br />
todo vestigio de salvajismo.<br />
«¡Qué poco he tardado en caer!», pensó Tarzán. Pero en el fondo no consideraba que<br />
aquello fuese una caída..., más bien sentía lástima por aquellas pobres criaturas de París,<br />
encerradas como prisioneros en sus estúpidas prendas de vestir, vigiladas continuamente<br />
por la policía a lo largo de toda su vida, condenadas a no poder hacer nada que no fuese<br />
completamente artificial y aburrido.<br />
Dos horas de marcha les llevaron a las proximidades del lugar donde el día anterior se<br />
localizó a los elefantes. A partir de allí avanzaron en el mayor silencio, a la búsqueda<br />
del rastro de los grandes proboscidios. Al final encontraron una senda bien marcada, por<br />
la que pocas horas antes había pasado el rebaño. Continuaron en fila india durante cosa<br />
de media hora. Fue Tarzán el primero que alzó la mano para indicar que la presa andaba<br />
cerca: su sensitivo olfato le acababa de advertir que los elefantes no se encontraban muy<br />
lejos por delante de ellos.<br />
Los negros se mostraron escépticos cuando les explicó cómo lo sabía.<br />
-Acompañadme -dijo Tarzán- y lo comprobaremos.<br />
Ágil como una ardilla saltó a la rama de un árbol y trepó con ligereza a la copa. Le<br />
siguió uno de los negros, más despacio y con más cuidado. Cuando el indígena llegó a