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seguía igual que cuando lo dejó, dos años atrás: la mesa, la cama y la cuna que había<br />

construido su padre, la estantería y los armarios, que llevaban allí más de veintitrés<br />

años.<br />

Satisfecha la vista, el estómago empezó a reclamar su atención: los pinchazos del<br />

hambre le sugirieron la conveniencia de buscar alimentos urgentemente. En la cabaña<br />

no había nada comestible, ni siquiera arma alguna, pero vio colgada en la pared una de<br />

sus viejas cuerdas de hierba. Estaba muy gastada y tiempo atrás se rompió varias veces,<br />

por lo que la había desechado para valerse de otra mejor. Le hubiera gustado disponer<br />

de un cuchillo. Bueno, o mucho se equivocaba o antes de que se hubiera ocultado el sol<br />

dispondría de un venablo, de un arco y de algunas flechas... De agenciarse todo eso se<br />

encargaría la cuerda y, entretanto, se procuraría algo que echarse al coleto. Enrolló la<br />

cuerda cuidadosamente, se la echó al hombro, salió y cerró la puerta.<br />

La selva empezaba a pocos pasos de la cabaña. Tarzán se hundió en la espesura,<br />

precavido y silencioso, transformado de nuevo en un animal salvaje a la caza de comida.<br />

Anduvo un trecho por el suelo, pero al no descubrir señales que le indicasen la<br />

proximidad de piezas que pudieran suministrarle carne, decidió subir a la enramada de<br />

los árboles. En cuanto empezó a desplazarse por las alturas, a saltar vertiginosamente de<br />

rama en rama, volvió a inundar su espíritu la antigua alegría de vivir. Remordimientos,<br />

pesares y preocupaciones pasaron al olvido. ¡Aquello era vida! ¡Realmente, aquella era<br />

la perfecta e insuperable dicha de la libertad sin cortapisas! ¿Quién iba a desear volver a<br />

las asfixiantes y perversas ciudades del hombre civilizado cuando las extensas vas-<br />

tedades de la selva virgen le ofrecían paz y libertad? No sería él.<br />

Aún había luz diurna cuando Tarzán llegó al abrevadero de un río de la selva. Desde<br />

las más remotas épocas solían acudir allí a beber diversos animales del bosque. Por la<br />

noche siempre podía encontrarse allí a Sabor o a Numa, agazapados en la espesura, a la<br />

espera de un impala o cualquier otro antílope con los que alimentarse. Allí iba a abrevar<br />

Horta, el jabalí, y allí fue Tarzán de los Monos dispuesto a cobrar una pieza porque<br />

tenía el estómago muy vacío.<br />

Se puso en cuclillas en una rama situada sobre el sendero. Aguardó casi una hora. La<br />

oscuridad empezaba a convertirse en negrura. En lo más espeso de la floresta, junto al<br />

vado, el oído de Tarzán percibió el leve rumor de unas patas acolchadas y de un cuerpo<br />

bastante voluminoso que pasaba rozando las altas hierbas y las embrolladas<br />

enredaderas. Salvo Tarzán, nadie hubiera podido captar aquellos ruidos, pero el hombre<br />

mono los percibió e interpretó: Numa, el león, había salido de caza, sus intenciones eran<br />

idénticas a las de Tarzán. Éste sonrió.<br />

En seguida oyó que alguien se aproximaba sigilosamente por la senda que conducía al<br />

abrevadero. Al cabo de un momento entraba en el campo visual del hombre-mono. Se<br />

trataba de Horta, el jabalí. Su carne era exquisita y a Tarzán se le hizo la boca agua. Las<br />

hierbas entre las que se ocultaba Numa permanecían inmóviles... ominosamente<br />

inmóviles. Horta pasó por debajo de Tarzán. Unos cuantos pasos más y se colocaría<br />

dentro del radio del salto de Numa. Tarzán se imaginaba cómo le brillarían en aquel<br />

momento los ojos al león, que sin duda estaría conteniendo la respiración antes de soltar<br />

el horrísono<br />

rugido que dejaría petrificada a su presa durante el tiempo suficiente para que él,<br />

Numa, saltase y clavara los pavorosos colmillos en unos huesos que iban a astillarse<br />

inmediatamente.<br />

Pero cuando Numa se disponía a dar ese salto, una cuerda delgada voló por el aire,<br />

desde las ramas bajas de un árbol próximo. El lazo se cerró alrededor del cuello de<br />

Horta. Resonó un gruñido asustado y luego un chillido de protesta, mientras Numa veía<br />

retroceder a su presa, arrastrada por el camino. Cuando el león saltó, Horta, el jabalí, se

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