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-¡Oh, Hazel, daría cualquier cosa por creerte! -gimió Jane-. Quisiera poder creerte, pero esas facciones están grabadas tan profundamente en mi memoria y en mi corazón que lo reconocería en cualquier lugar del mundo en medio de miles de personas, las cuales podrían parecer idénticas al resto del mundo, excepto a mí. -No te entiendo, ¿qué quieres decir, Jane? -exclamó Hazel, alarmado hasta el fondo de su ser-. ¿Quién crees que es? -No es que lo crea, Hazel. Sé que esta es una fotografia de Tarzán de los Monos. -¡Jane! -Es imposible que me equivoque. ¡Oh, Hazel! ¿Estás segura de que ha muerto? ¿No puede haber posibilidad de error? -Me temo que no, querida -contestó Hazel tristemente-. Me gustaría poder pensar que estás equivocada, pero ahora vienen a mi mente un sinfín de pequeños detalles que no significaron nada para mí cuando creía que era John Caldwell, de Londres, pero que ahora se convierten en pruebas que confirman lo que dices. Me contó que había nacido en África y que se educó en Francia. -Sí, eso sería cierto -murmuró Jane Porter, alicaída. -El primer oficial, cuando revisó su equipaje, no encontró nada que lo identificase como John Caldwell, de Londres. Prácticamente, todas sus pertenencias se habían fabricado o adquirido en París. Todas las prendas u objetos con iniciales llevaban o una «T» sola o «J.C.T.» Pensamos que viajaba de incógnito bajo sus dos primeros nombres... J.C. correspondería así a John Caldwell. -Tarzán de los Monos adoptó el nombre de Jean C. Tarzán -articuló Jane, con voz monótona y mortecina-. ¡Y está muerto! ¡Oh, Hazel, es terrible! ¡Murió solo en ese horrendo océano! ¡Me resulta inconcebible pensar que su corazón indomable haya dejado de latir... que sus poderosos músculos se hayan quedado fríos y rígidos para siempre! Que él, personificación de la vida, de la salud, de la energía, sea ahora presa de unos seres viscosos y rastreros que... No pudo seguir, exhaló un gemido, hundió la cabeza entre los brazos y, sollozante, se dejó caer en el piso del camarote. La señorita Porter cayó enferma y se pasó varios días en cama. No deseaba ver a nadie, a excepción de Hazel y de la fiel Esmeralda. Cuando por fin salió de nuevo a cubierta, a todos sorprendió el triste cambio que había experimentado. Ya no era la preciosidad norteamericana lista y vivaracha que sedujo, encandiló e hizo las delicias de cuantos se acercaban a ella. Se había convertido en una mozuela tranquila y melancólica, cuyo semblante tenía una expresión de meditabunda desesperanza que nadie, salvo Hazel Strong, podía interpretar. Todos los integrantes del grupo se esforzaban por distraerla y alegrarle la vida, pero era inútil. Alguna que otra vez, el ingenioso lord Tennington conseguía arrancarle una sonrisa lánguida, pero la mayor parte del tiempo la muchacha se lo pasaba con la vista perdida en la inmensidad del océano. Como si la enfermedad de Jane Porter hubiese sido una especie de factor negativo desencadenante, sobre el yate empezó a caer una lluvia de desdichas. Primero se averió un motor y tuvieron que permanecer dos días al pairo mientras se efectuaban las necesarias reparaciones. Luego les pilló desprevenidos una turbonada cuyas ráfagas arrojaron por la borda casi todo lo que no estaba bien sujeto en cubierta. Posteriormente, dos marineros mantuvieron una pelea a navajazos en la parte de proa de la nave con el resultado de que uno de ellos quedó malherido y al otro hubo que aherrojarlo en un calabozo. Y como remate, para coronar bien el cúmulo de desgracias, el piloto se cayó al mar durante la noche y se ahogó antes de que nadie pudiera echarle un cabo. El yate
se pasó diez horas dando vueltas por el lugar del accidente, pero no volvió a verse al hombre una vez se hundió en las aguas del océano. A todos los viajeros y miembros de la tripulación dejó deprimidos y sombríos aquella sucesión de adversidades. El que más y el que menos temía que ocurriese algo todavía peor, y ello era especialmente cierto entre los marinos que recordaban toda clase de avisos y presagios terribles acaecidos durante la primera parte del viaje y que ahora interpretaban los aprendices de profeta como anuncio inequívoco de alguna tragedia funesta y terrible que inevitablemente iba a abatirse sobre ellos. No tuvieron que esperar mucho los que presagiaban malos augurios. Dos noches después de que el piloto se ahogara, el pequeño yate experimentaba una sacudida que lo estremeció de proa a popa. Hacia la una de la madrugada sufrió un terrorífico impacto que arrojó de las literas en que dormían a tripulantes y pasajeros. Un crujido impresionante dejó temblando la frágil embarcación. El casco se inclinó a estribor. Los motores se detuvieron. Durante unos segundos se mantuvo inmóvil, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto a la superficie del agua... Luego, con ominoso ruido de desgarro, recuperó la horizontalidad sobre el mar. Automáticamente, los hombres salieron a cubierta, con las mujeres pisándoles los talones. Aunque las nubes encapotaban el cielo, apenas soplaba viento y la mar parecía bastante tranquila, pero la noche no era lo bastante oscura como para que no distinguiesen, cerca de la amura de babor, una masa de color negro que flotaba en el agua. -Un pecio, un trozo de nave naufragada -explicó el oficial de guardia. El maquinista subía a cubierta en aquel momento para hablar con el capitán. -Ha saltado la pieza con que cubrimos la tapa del cilindro, señor informó-. Y tenemos una vía de agua en la amura de babor. Instantes después, un marinero subía corriendo. -¡Santo Dios! -gritó-. La quilla se ha quebrado y el fondo se está inundando. No permaneceremos a flote ni veinte minutos. -¡Cállese! -rugió Tennington-. Señoras, bajen y recojan sus cosas. Es posible que la situación no sea tan grave como todo eso, pero tal vez tengamos que recurrir a los botes. Vale más que estemos preparados. Dense prisa, por favor. Y, capitán Jerrold, tenga la bondad de enviar abajo a alguien competente para que efectúe una valoración precisa de los daños. Mientras tanto, sugiero que se apresten los botes. El tono de voz bajo y sereno del propietario de la nave tuvo la virtud de tranquilizar a todos y, unos segundos después, habían puesto manos a la obra, llevando a cabo lo que acababa de proponer. Para cuando las damas volvieron a cubierta, las barcas de salvamento ya estaban casi totalmente pertrechadas y dispuestas. Regresó el hombre que había bajado a calcular los daños. Iba a entregar su informe, pero no hacía falta que expresara su opinión: el grupo de hacinados hombres y mujeres sabía ya que el fin del Lady Alice estaba a punto de consumarse. -¿,Y bien, señor? -preguntó el capitán, al ver que el oficial vacilaba. -Me disgusta asustar a las señoras, capitán -dijo-, pero, a mi juicio, no creo que sigamos estando a flote dentro de diez minutos. La embarcación tiene un agujero por el que podría pasar una vaca, señor. La proa del Lady Alice llevaba cinco minutos hundiéndose. La popa estaba ya fuera del agua, elevándose en el aire, y mantenerse en pie sobre cubierta costaba Dios y ayuda. El yate iba equipado con cuatro botes, los cuales se ocuparon y se arriaron sin problemas. Cuando se alejaban rápidamente del yate, a golpe de remo, Jane Porter volvió la cabeza para echarle la última mirada. En aquel momento resonó un vibrante chasquido, acompañado de un ominoso y sordo estrépito, que brotó del corazón de la
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se pasó diez horas dando vueltas por el lugar del accidente, pero no volvió a verse al<br />
hombre una vez se hundió en las aguas del océano.<br />
A todos los viajeros y miembros de la tripulación dejó deprimidos y sombríos aquella<br />
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peor, y ello era especialmente cierto entre los marinos que recordaban toda clase de<br />
avisos y presagios terribles acaecidos durante la primera parte del viaje y que ahora<br />
interpretaban los aprendices de profeta como anuncio inequívoco de alguna tragedia<br />
funesta y terrible que inevitablemente iba a abatirse sobre ellos.<br />
No tuvieron que esperar mucho los que presagiaban malos augurios. Dos noches<br />
después de que el piloto se ahogara, el pequeño yate experimentaba una sacudida que lo<br />
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que arrojó de las literas en que dormían a tripulantes y pasajeros. Un crujido<br />
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ominoso ruido de desgarro, recuperó la horizontalidad sobre el mar.<br />
Automáticamente, los hombres salieron a cubierta, con las mujeres pisándoles los<br />
talones. Aunque las nubes encapotaban el cielo, apenas soplaba viento y la mar parecía<br />
bastante tranquila, pero la noche no era lo bastante oscura como para que no<br />
distinguiesen, cerca de la amura de babor, una masa de color negro que flotaba en el<br />
agua.<br />
-Un pecio, un trozo de nave naufragada -explicó el oficial de guardia.<br />
El maquinista subía a cubierta en aquel momento para hablar con el capitán.<br />
-Ha saltado la pieza con que cubrimos la tapa del cilindro, señor informó-. Y tenemos<br />
una vía de agua en la amura de babor.<br />
Instantes después, un marinero subía corriendo.<br />
-¡Santo Dios! -gritó-. La quilla se ha quebrado y el fondo se está inundando. No<br />
permaneceremos a flote ni veinte minutos.<br />
-¡Cállese! -rugió Tennington-. Señoras, bajen y recojan sus cosas. Es posible que la<br />
situación no sea tan grave como todo eso, pero tal vez tengamos que<br />
recurrir a los botes. Vale más que estemos preparados. Dense prisa, por favor. Y,<br />
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una valoración precisa de los daños. Mientras tanto, sugiero que se apresten los botes.<br />
El tono de voz bajo y sereno del propietario de la nave tuvo la virtud de tranquilizar a<br />
todos y, unos segundos después, habían puesto manos a la obra, llevando a cabo lo que<br />
acababa de proponer. Para cuando las damas volvieron a cubierta, las barcas de<br />
salvamento ya estaban casi totalmente pertrechadas y dispuestas. Regresó el hombre que<br />
había bajado a calcular los daños. Iba a entregar su informe, pero no hacía falta que<br />
expresara su opinión: el grupo de hacinados hombres y mujeres sabía ya que el fin del<br />
Lady Alice estaba a punto de consumarse.<br />
-¿,Y bien, señor? -preguntó el capitán, al ver que el oficial vacilaba.<br />
-Me disgusta asustar a las señoras, capitán -dijo-, pero, a mi juicio, no creo que<br />
sigamos estando a flote dentro de diez minutos. La embarcación tiene un agujero por el<br />
que podría pasar una vaca, señor.<br />
La proa del Lady Alice llevaba cinco minutos hundiéndose. La popa estaba ya fuera<br />
del agua, elevándose en el aire, y mantenerse en pie sobre cubierta costaba Dios y<br />
ayuda. El yate iba equipado con cuatro botes, los cuales se ocuparon y se arriaron sin<br />
problemas. Cuando se alejaban rápidamente del yate, a golpe de remo, Jane Porter<br />
volvió la cabeza para echarle la última mirada. En aquel momento resonó un vibrante<br />
chasquido, acompañado de un ominoso y sordo estrépito, que brotó del corazón de la