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desobedece... Si no cumple lo que le digo, serán dos los franceses que mueran en el<br />

desierto.<br />

Rokoff se encogió de hombros.<br />

-En ese caso, tendré que esperar hasta mañana... ya ha oscurecido.<br />

-Como quiera -repuso el jeque-. Pero le doy una hora de plazo, a partir del alba, para<br />

que desapa-<br />

rezca de mi aduar. Los infieles me gustan muy poco, pero los cobardes no me gustan<br />

nada.<br />

Rokoff hubiera replicado algo que al jeque aún le habría gustado menos que nada,<br />

pero se contuvo. Se dio cuenta a tiempo de que el anciano no necesitaría más que la más<br />

insignificante de las excusas para revolverse contra él. Salieron juntos de la tienda. En la<br />

entrada, Rokoff no pudo resistir la tentación de lanzar a Tarzán un último sarcasmo<br />

provocativo antes de retirarse.<br />

-Que tenga dulces sueños, monsieur -deseó, burlón-, y no se olvide de rezar sus<br />

oraciones, porque cuando muera mañana, lo hará entre torturas tan angustiosas que en<br />

vez de oraciones sólo proferirá blasfemias.<br />

Desde el mediodía, nadie se había preocupado de llevarle a Tarzán alimento o bebida<br />

y, en consecuencia, tenía una sed espantosa. Se preguntó si merecería la pena pedirle<br />

agua al árabe que montaba guardia afuera, pero tras dirigirle la palabra en dos o tres<br />

ocasiones sin obtener respuesta llegó a la conclusión de que era inútil.<br />

Sonó el rugido de un león en las alturas de la montaña, muy lejos. Cuánto más seguro<br />

se estaba, pensó Tarzán, en el territorio de las fieras salvajes que en el de los hombres.<br />

En ningún momento, durante su existencia en la selva virgen se había visto perseguido y<br />

acosado tan implacablemente como en el curso de los últimos meses vividos entre los<br />

hombres. Jamás se había visto tan cerca de la muerte.<br />

El león volvió a rugir. Tarzán experimentó el repentino impulso de responder con el<br />

grito de desafío de los de su tribu. ¿Su tribu? Casi había olvidado que<br />

era un hombre y no un simio. Dio un tirón a las ligaduras. Santo Dios, si pudiese<br />

acercárselas a los dientes. Un salvaje ramalazo de locura recorrió su ánimo cuando sus<br />

esfuerzos por recobrar la libertad concluyeron en lamentable fracaso.<br />

Numa rugía ahora de manera continua. Era a todas luces evidente que descendía al<br />

desierto en busca de caza. Aquel era el rugido de un león hambriento. Tarzán le envidió,<br />

porque estaba libre. Nadie iba a atarle con ligaduras de esparto ni a sacrificarle como a<br />

un borrego. Aquello era lo que mortificaba a Tarzán. No le asustaba morir, no, lo que<br />

temía era la humillación de aquella derrota previa a la muerte, sin contar siquiera con la<br />

oportunidad de combatir en defensa de la vida.<br />

Pensó que la medianoche debía de estar al caer. Aún le quedaban varias horas antes de<br />

que se cumpliera su sentencia. Era posible que aún encontrase algún modo de llevarse a<br />

Rokoff consigo en el largo viaje al otro mundo. Oyó al salvaje señor del desierto, que<br />

por entonces se encontraba ya muy cerca. Seguramente buscaría su pitanza entre las<br />

reses que albergaba el corral del aduar.<br />

Reinó el silencio durante un buen rato, al cabo del cual el fino oído de Tarzán captó el<br />

rumor de un cuerpo que se movía furtivamente. Llegaba del lado de la tienda que daba a<br />

la montaña..., por la parte de atrás. Aguardó, escuchó con toda su atención, para<br />

comprobar si pasaba de largo. El silencio se prolongó en el exterior de la tienda, un<br />

silencio tan terriblemente profundo que Tarzán se sorprendió de no oír la respiración del<br />

animal que, estaba seguro, debía de encontrarse agazapado muy cerca de la piel de cabra<br />

del fondo de la tienda.<br />

¡Vaya! Ahora empezaba a moverse de nuevo. Se fue acercando como si se deslizara<br />

por el suelo. Tarzán volvió la cabeza en dirección a aquel sonido. Dentro de la tienda,

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