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09.05.2013 Views

Mientras caminaba por el agreste desfiladero bajo la brillante luna africana, la llamada de la jungla resonó cautivadora en el alma de Tarzán. Las soledades, así como la libertad en plena naturaleza salvaje inundaron su corazón de vida y euforia. Volvía a ser Tarzán de los Monos -con los cinco sentidos alertados frente a la posibilidad de cualquier sorpresa por parte de algún enemigo de la jungla- y avanzaba con paso ágil, alta la cabeza, orgulloso y consciente de su poder. Los ruidos nocturnos de las montañas eran nuevos para él, pese a lo cual entraban en sus oídos como si fuesen producto de la cariñosa voz de un amor semiolvidado. Muchos de ellos los percibía intuitivamente... ah, había uno que le resultaba familiar de veras: el carraspeo distante de Sheeta, el leopardo; no obstante, la extraña nota que remataba el gemido final sembró la duda en él. Sí, lo que oía era una pantera. Captó en aquel momento un nuevo sonido -un rumor suave y sigilosoque se impuso por encima de los demás. Ningún oído humano, salvo el del hombre-mono, hubiese podido detectarlo. Al principio no le fue posible determinar su naturaleza, pero comprendió por último que lo originaban los pies descalzos de cierto número de hombres. Se encontraban a su espalda e iban acercándosele poco a poco, sosegadamente. Le perseguían, le acechaban. Cruzó por su cerebro el centelleo de un descubrimiento súbito: acababa de comprender el motivo por el que Gernois le había dejado en aquel pequeño valle. Aunque sin duda el plan tropezó con algún inconveniente.... los hombres llegaban demasiado tarde. Los pasos fueron aproximándose inflexiblemente. Con el rifle en la mano, a punto, Tarzán se detuvo y se colocó de cara a los que llegaban. Captó el movimiento fugaz de una chilaba blanca. Dio el alto en francés y preguntó qué querían de él. La respuesta fue el fogonazo de una espingarda y, tras la detonación, Tarzán de los Monos cayó de bruces contra el suelo. Los árabes no se precipitaron sobre él de inmediato, sino que, precavidos, aguardaron hasta comprobar que su víctima no se incorporaba. Una vez tuvieron tal certeza, abandonaron su escondite y corrieron hacia el hombre mono. Se inclinaron sobre él. Todo indicaba que no había muerto. Uno de los árabes apoyó la boca del cañón en la nuca de Tarzán, dispuesto a darle el tiro de gracia, pero otro lo apartó. -Si lo llevamos vivo la recompensa será más alta -explicó. De modo que lo ataron de pies y manos y cuatro miembros de la partida se lo cargaron sobre los hombros. Reanudaron la marcha hacia el desierto. Cuando dejaron atrás las montañas se desviaron en dirección sur y al amanecer llegaron al punto donde habían dejado los caballos al cargo de un par de compañeros. A partir de entonces, avanzaron más aprisa. Tarzán había recuperado el conocimiento. Iba atado sobre el lomo de una cabalgadura de repuesto, que evidentemente los árabes llevaron a tal fin. La herida del hombre mono sólo era un rasguño, un surco que la bala había trazado en la carne, junto a la sien. Se había cortado la hemorragia, pero la sangre seca formaba manchas rojas en el rostro y la ropa de Tarzán. Desde que cayera en manos de aquellos árabes no había despegado los labios, como tampoco ellos le dirigieron la palabra, salvo para darle algunas breves órdenes cuando llegaron al lugar donde aguardaban las monturas. Durante seis horas cabalgaron a ritmo acelerado por aquel ardiente desierto, rodeando siempre los oasis próximos a la ruta por la que marchaban. Hacia el mediodía llegaron a un aduar constituido por unas veinte tiendas. Se detuvieron en él y cuando uno de los árabes desataba las cuerdas de esparto que ligaban a Tarzán a su montura, una nutrida caterva de hombres, mujeres y niños les rodeó. La mayor parte de la tribu, y de manera especial las mujeres, parecían disfrutar enormemente descargando insultos sobre el

prisionero y no faltó quien le arrojara piedras y le aporreara con estacas. Hasta que apareció un anciano jeque que ahuyentó a la turba. Alí ben Ahmed me ha dicho -manifestó el jequeque este hombre estaba solo en las montañas y que mató un adrea. No me interesa en absoluto la cuestión que contra él pueda tener el extranjero que nos contrató para que le siguiéramos y nos apoderásemos de él, y tampoco sé ni me importa lo que le pueda hacer a este hombre cuando se lo entreguemos. Pero el prisionero es un valiente y, mientras esté en nuestro poder se le tratará con el respeto que merece quien sale de noche y solo a cazar al señor de la gran cabeza... y lo mata. Tarzán conocía la reverencia que a los árabes les inspira toda persona que mata a un león, por lo que no pudo por menos que agradecer aquel factor favo- rable que le libraría de las torturas a que pudiera someterle aquella tribu. No tardaron en llevarlo al interior de una tienda de pieles de cabra situada en la parte superior del aduar. Allí le dieron de comer y luego, bien atado, lo dejaron solo en la tienda, tendido encima de una alfombra tejida por la propia tribu. Observó que un centinela montaba guardia sentado a la entrada de la frágil cárcel, pero cuando forcejeó con las gruesas ligaduras que le inmovilizaban comprendió que aquella precaución adicional por parte de sus captores era innecesaria; ni siquiera sus colosales músculos podían romper aquel entrelazado de fuertes cuerdas de esparto. Poco antes del crepúsculo varios hombres se acercaron y entraron en la tienda donde yacía Tarzán. Todos vestían al estilo árabe, pero uno de ellos se adelantó hasta llegar junto al hombre mono, dejó caer los pliegues de la tela que ocultaban la mitad inferior de su rostro y Tarzán pudo contemplar las perversas facciones de Nicolás Rokoff. Los barbados labios se curvaron en una sonrisa nauseabunda. -¡Ah, monsieur Tarzán! -saludó-. Esto sí que es un verdadero placer. ¿Por qué no se levanta y saluda a su visitante? -Luego, tras un obsceno taco, profirió-: ¡Levántate, perro! -Echó hacia atrás la pierna, calzada con sólida bota, y propinó a Tarzán un tremendo puntapié en el costado-. ¡Y ahí va otro, y otro, y otro! -continuó, mientras la bota se estrellaba en la cara y en el costado del hombre mono-. Una patada por cada vez que me agraviaste. Tarzán no dijo nada. Ni siquiera se dignó volver a mirar al ruso, tras la primera ojeada de reconocimiento. Al final intervino el jeque, hasta entonces testigo mudo de la escena, que no pudo seguir aguan tando más aquel cobarde ensañamiento y ordenó, fruncido el ceño con disgusto: -¡Basta! Mátele si quiere, pero no voy a tolerar que en mi presencia se someta a un valiente a semejantes ultrajes. Me siento medio inclinado a entregárselo libre de ligaduras, a ver cuánto tiempo seguiría dándole puntapiés. La amenaza puso fin automáticamente a la brutalidad de Rokoff, puesto que lo último que deseaba en el mundo era que desatasen a Tarzán mientras él se encontrara al alcance de sus poderosas manos. -Muy bien -replicó al árabe-. Ahora mismo lo mato. -No será dentro de los limites de mi aduar -declaró el jeque-. De aquí tiene que salir vivo. Lo que haga con él en el desierto no me concierne, pero la sangre de un francés no va a manchar las manos de mi tribu a causa de la rencilla de otro francés... Mandarían soldados aquí, que matarían a muchos de los míos, incendiarían nuestras tiendas y ahuyentarían nuestros rebaños. -Si lo quiere así... -rezongó Rokoff-. Me lo llevaré al desierto que se extiende por debajo del aduar, y allí lo despacharé. -Lo llevará por lo menos a una jornada de distancia de mis tierras decretó el jeque en tono firme- y algunos de mis jóvenes le seguirán para cerciorarse de que no me

Mientras caminaba por el agreste desfiladero bajo la brillante luna africana, la llamada<br />

de la jungla resonó cautivadora en el alma de Tarzán. Las soledades, así como la<br />

libertad en plena naturaleza salvaje inundaron su corazón de vida y euforia. Volvía a ser<br />

Tarzán de los Monos -con los cinco sentidos alertados frente a la posibilidad de<br />

cualquier sorpresa por parte de algún enemigo de la jungla- y avanzaba con paso ágil,<br />

alta la cabeza, orgulloso y consciente de su poder.<br />

Los ruidos nocturnos de las montañas eran nuevos para él, pese a lo cual entraban en<br />

sus oídos como si fuesen producto de la cariñosa voz de un amor semiolvidado. Muchos<br />

de ellos los percibía intuitivamente... ah, había uno que le resultaba familiar de veras: el<br />

carraspeo distante de Sheeta, el leopardo; no obstante, la extraña nota que remataba el<br />

gemido final sembró la duda en él. Sí, lo que oía era una pantera.<br />

Captó en aquel momento un nuevo sonido -un rumor suave y sigilosoque se impuso<br />

por encima de los demás. Ningún oído humano, salvo el del hombre-mono, hubiese<br />

podido detectarlo. Al principio no le fue posible determinar su naturaleza, pero<br />

comprendió por último que lo originaban los pies descalzos de cierto número de<br />

hombres. Se encontraban a su espalda e iban acercándosele poco a poco,<br />

sosegadamente. Le perseguían, le acechaban.<br />

Cruzó por su cerebro el centelleo de un descubrimiento súbito: acababa de<br />

comprender el motivo por el que Gernois le había dejado en aquel pequeño valle.<br />

Aunque sin duda el plan tropezó con algún inconveniente.... los hombres llegaban<br />

demasiado tarde. Los pasos fueron aproximándose inflexiblemente. Con el rifle en la<br />

mano, a punto, Tarzán se detuvo y se colocó de cara a los que llegaban. Captó el<br />

movimiento fugaz de una chilaba blanca. Dio el alto en francés y preguntó qué querían<br />

de él. La respuesta fue el fogonazo de una espingarda y, tras la detonación, Tarzán de<br />

los Monos cayó de bruces contra el suelo.<br />

Los árabes no se precipitaron sobre él de inmediato, sino que, precavidos, aguardaron<br />

hasta comprobar que su víctima no se incorporaba. Una vez tuvieron tal certeza,<br />

abandonaron su escondite y corrieron hacia el hombre mono. Se inclinaron sobre él.<br />

Todo indicaba que no había muerto. Uno de los árabes apoyó la boca del cañón en la<br />

nuca de Tarzán, dispuesto a darle el tiro de gracia, pero otro lo apartó.<br />

-Si lo llevamos vivo la recompensa será más alta -explicó.<br />

De modo que lo ataron de pies y manos y cuatro miembros de la partida se lo cargaron<br />

sobre los hombros. Reanudaron la marcha hacia el desierto. Cuando dejaron atrás las<br />

montañas se desviaron en dirección sur y al amanecer llegaron al punto donde habían<br />

dejado los caballos al cargo de un par de compañeros.<br />

A partir de entonces, avanzaron más aprisa. Tarzán había recuperado el conocimiento.<br />

Iba atado sobre el lomo de una cabalgadura de repuesto, que evidentemente los árabes<br />

llevaron a tal fin. La herida del hombre mono sólo era un rasguño, un surco que la bala<br />

había trazado en la carne, junto a la sien. Se había<br />

cortado la hemorragia, pero la sangre seca formaba manchas rojas en el rostro y la<br />

ropa de Tarzán. Desde que cayera en manos de aquellos árabes no había despegado los<br />

labios, como tampoco ellos le dirigieron la palabra, salvo para darle algunas breves<br />

órdenes cuando llegaron al lugar donde aguardaban las monturas.<br />

Durante seis horas cabalgaron a ritmo acelerado por aquel ardiente desierto, rodeando<br />

siempre los oasis próximos a la ruta por la que marchaban. Hacia el mediodía llegaron a<br />

un aduar constituido por unas veinte tiendas. Se detuvieron en él y cuando uno de los<br />

árabes desataba las cuerdas de esparto que ligaban a Tarzán a su montura, una nutrida<br />

caterva de hombres, mujeres y niños les rodeó. La mayor parte de la tribu, y de manera<br />

especial las mujeres, parecían disfrutar enormemente descargando insultos sobre el

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