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hombre mono dio un paso lateral... Numa sólo le siguió con los ojos. Tarzán dio otro<br />

paso. Y otro más. Numa siguió inmóvil. En su nueva posición, el hombre mono podía<br />

ahora disparar sobre un punto situado entre el ojo y la oreja.<br />

Tarzán curvó el dedo en torno al gatillo y, al mismo tiempo que sonaba el disparo,<br />

Numa saltó. Simultáneamente, el empavorecido caballo realizó un frenético esfuerzo<br />

para escapar, rompió la cuerda que lo trababa y salió disparado desfiladero abajo, hacia<br />

el desierto.<br />

Un hombre corriente no habría podido escapar a las aterradoras garras de Numa<br />

cuando el león saltaba desde una distancia tan corta, pero Tarzán no era un hombre<br />

corriente. Las necesidades de la supervivencia en un medio tan hostil como la selva<br />

virgen habían adiestrado los músculos de Tarzán, desde la más tierna infancia,<br />

acostumbrándolos a actuar con<br />

la rapidez del rayo. Por muy veloz que fuese el adrea, Tarzán lo era mucho más, así<br />

que el enorme felino se estrelló contra el tronco del árbol cuando esperaba caer sobre la<br />

blanda carne del hombre. Tarzán de los Monos se encontraba ya dos pasos a la derecha<br />

de la fiera, desde donde donde disparó otro proyectil sobre el cuerpo del león. El<br />

impacto derribó al adrea de costado, donde quedó dando zarpazos al aire y emitiendo<br />

feroces rugidos.<br />

El hombre mono hizo fuego dos veces más, en rápida sucesión, y, finalmente, el adrea<br />

quedó inmóvil y no volvió a rugir. No fue monsieur Jean Tarzán, sino Tarzán de los<br />

Monos, quien posó el fiero pie encima del cuerpo de la salvaje presa y, elevando el<br />

rostro hacia la luna llena, lanzó al aire, a pleno volumen de su poderosa voz, el<br />

escalofriante alarido retador de los de su tribu: el grito del mono macho que acaba de<br />

matar a un adversario. Y las salvajes criaturas de las montañas se detuvieron<br />

sorprendidas y temblaron ante aquella nueva y terrible voz, mientras en el terreno bajo<br />

del desierto los hijos de las soledades salían de sus tiendas de piel de cabra y dirigían la<br />

vista hacia la sierra, al tiempo que se preguntaban qué nuevo y sanguinario flagelo<br />

llegaba dispuesto a arrasar sus rebaños.<br />

A ochocientos metros del valle en que se erguía Tarzán, una veintena de figuras<br />

cubiertas de blanca chilaba, armadas con largas espingardas de siniestro aspecto,<br />

detuvieron su marcha e intercambiaron entre sí miradas interrogadoras. Pero en vista de<br />

que el grito no se repetía, reanudaron su subrepticia marcha silenciosa en dirección al<br />

valle.<br />

Tarzán casi estaba absolutamente seguro de que Gernois no albergaba la menor<br />

intención de regresar<br />

a buscarle, pero no conseguía imaginar el objetivo que pudiera perseguir el teniente<br />

dejándole abandonado allí, ya que eso no le impedía a Tarzán volver al campamento.<br />

Huido su corcel, el hombre-mono llegó a la conclusión de que sería una bobada<br />

permanecer en las montañas, así que echó a andar hacia el desierto.<br />

No había hecho más que entrar en los confines del desfiladero cuando la primera de<br />

las figuras vestidas de blanco irrumpió en el valle por el extremo opuesto. Los<br />

miembros del grupo dedicaron unos instantes al examen de la depresión del terreno,<br />

protegidos por unos peñascos que los ocultaban a la vista. Cuando se convencieron de<br />

que no había nadie se decidieron a bajar. Detrás de un árbol, a un lado, tropezaron con<br />

el cadáver del adrea. Entre exclamaciones a media voz, se arremolinaron en torno al<br />

león muerto. Al cabo de un momento, reanudaron su apresurada marcha por la cañada<br />

que también estaba atravesando Tarzán a escasa distancia por delante de ellos. Los<br />

árabes avanzaban cautelosa y silenciosamente, al abrigo de todos los peñascos tras los<br />

que pudieran ocultarse, como hacen los hombres que andan al acecho de un hombre.<br />

Por el valle de las sombras

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