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continúan. No tengo ninguna necesidad de llegar esta noche a Bu Saada y menos aún si mi presencia impide que sigan cabalgando ustedes en paz. -Si se queda, nosotros también nos quedaremos -dijo Kadur ben Saden-. Permaneceremos a su lado hasta que se encuentre a salvo con sus amigos o hasta que su enemigo haya abandonado la persecución. No hay más que hablar. Lo único que hizo Tarzán fue asentir con la cabeza. Era hombre de pocas palabras y tal vez fuera esa la razón, más que cualquier otra, por la que le resultaba tan simpático a Kadur ben Saden, ya que si hay algo que un árabe desprecie es un hombre parlanchín. Abdul se pasó el resto de la jornada lanzando vigilantes miradas a los jinetes que les seguían, los cuales se mantenían siempre a la misma distancia, aproximadamente. En ninguno de los altos que hicieron para descansar, y en el más prolongado del mediodía, trataron de acercarse a ellos. -Aguardan la oscuridad de la noche -dictaminó Kadur ben Saden. Y la noche cayó antes de que llegaran a Bu Saada. La última mirada que lanzó Abdul hacia las torvas figuras de chilaba blanca que les seguían, poco antes de que el crepúsculo concluyera en negruras e impidiese distinguirlas, le permitió comprobar que reducían rápidamente la distancia que los separaba. O sea, que parecían dispuestos a provocar la lucha. Comunicó a Tarzán tal circunstancia, en voz baja, porque no deseaba alarmar a la muchacha. El hombre mono se rezagó un poco para situarse junto a Abdul. -Seguirás adelante con los demás, Abdul -dijo Tarzán-. Esta lucha es cosa mía. Esperaré en el primer lugar propicio que encuentre y preguntaré a esos sujetos qué es lo que pretenden. -En tal caso, Abdul esperará junto a usted -respondió el joven árabe, con una determinación que ni órdenes ni amenazas lograron torcer. -Muy bien, pues -accedió Tarzán-. Precisamente aquí tenemos un punto que nos viene al pelo, no podríamos desearlo mejor. La cima de este altozano está sembrada de peñascos. Nos apostaremos entre las rocas y surgiremos ante esos caballeros cuando aparezcan. Detuvieron sus monturas y echaron pie a tierra. Los demás continuaron su camino y al cabo de un momento la oscuridad se los había engullido. Relucían en la distancia las luces de Bu Saada. Tarzán sacó el rifle de su funda y aflojó la correa que sujetaba el revólver en la pistolera. Ordenó a Abdul que se adentrara entre las peñas con los caballos, para ponerse a salvo de los proyectiles enemigos, caso de que llegara a producirse un tiroteo. El joven árabe fingió obedecer, pero una vez tuvo atados los dos caballos a un arbusto, volvió arrastrándose sobre el vientre y se situó a unos pasos detrás del hombre-mono. Tarzán se plantó en medio de la carretera y aguardó erguido la llegada de los que le seguían. No tuvo que esperar mucho. Un repentino tableteo de cascos de caballos al galope atravesó la negrura nocturna y al cabo de un momento distinguió unas manchas borrosas en movimiento, más claras que el tenebroso telón de fondo de la noche, sobre el que destacaban. -¡Alto! -advirtió-. ¡Alto o abrimos fuego! Las figuras blancas frenaron en seco y el silencio imperó durante unos instantes. A continuación se produjo el bisbiseo de una apresurada consulta secre ta y, como sombras, los fantasmales jinetes se dispersaron en todas direcciones. La calma silenciosa del desierto envolvió de nuevo a Tarzán, pero era una quietud ominosa que no presagiaba nada bueno. Abdul se incorporó sobre una rodilla. Tarzán aguzó el oído y el largo adiestramiento en la selva le permitió captar el rumor de caballos que se acercaban calladamente por la
arena desde el este, el norte, el oeste y el sur, para converger sobre él. Le habían rodeado. Sonó bruscamente un disparo, en la dirección que miraba Tarzán, y el proyectil pasó silbando por encima de la cabeza del hombre mono, que disparó a su vez, apuntando al fogonazo del arma enemiga. Inmediatamente, el silencio del desierto saltó hecho añicos bajo el impacto del retumbante repiqueteo de las armas que empuñaban los hombres. Abdul y Tarzán hacían sus disparos apuntando a las llamaradas de los atacantes... A éstos aún no podían verlos. En seguida quedó patente que los agresores los tenían cercados e iban aproximándose cada vez más, envalentonados al comprender la inferioridad numérica de los que les plantaban cara. Pero uno de los asaltantes cometió el error de acercarse más de lo aconsejable, dado que Tarzán estaba acostumbrado a sacarle provecho a los ojos en la oscuridad de la selva virgen, la más intensa que se conoce a este lado de la tumba y, al tiempo que un alarido de dolor mortal surcaba el aire, la silla de una cabalgadura quedó libre de jinete. -Empezamos a igualar la partida -comentó Tarzán con una risita. Pero aún se encontraban en franca desventaja, y cuando, a la señal del que los dirigía, los cinco jine- tes restantes se lanzaron a la carga todos a una, pareció que la batalla iba a concluir en un dos por tres. Tarzán y Abdul retrocedieron y, en dos saltos, se colocaron al abrigo de unos peñascos cuya protección les permitió mantener a raya a los enemigos que tenían enfrente. Un ensordecedor repicar de cascos lanzados al galope, una descarga cerrada por ambas partes y los árabes se retiraron para repetir la maniobra. Pero ya sólo eran cuatro contra dos. Durante unos instantes, de las tinieblas que los rodeaban no llegó sonido alguno. Tarzán no podía saber si los árabes, en vista de las bajas sufridas, abandonaban la lucha, o si les estarían esperando en algún otro punto del camino, más adelante, para volverles a atacar cuando pasasen por allí camino de Bu Saada. Pero sus dudas se disiparon rápidamente, porque en seguida se produjo el ruido de una nueva carga, que llegaba de una sola dirección. Sin embargo, apenas había descargado el primer rifle atacante cuando una docena de disparos repercutieron detrás de los árabes. Atravesaron la noche los gritos de los integrantes de una nueva partida que se sumaba al combate y el resonar de los cascos de varios caballos que llegaban por la carretera de Bu Saada. Los árabes decidieron que no era oportuno quedarse allí para averiguar la identidad de los recién llegados. Con una andanada de despedida, al tiempo que pasaban precipitadamente junto a la posición defendida por Tarzán y Abdul, se lanzaron a galope tendido rumbo a Sidi Aisa. Momentos después Kadur ben Saden y sus hombres llegaban hasta Tarzán. El anciano jeque se sintió muy aliviado al comprobar que ni Tarzán ni Abdul habían recibido el más leve arañazo. Ni siquiera sus corceles resultaron heridos. Examinaron los alrededores, en busca de los árabes abatidos por los disparos de Tarzán y, al ver que ambos estaban muertos, los dejaron donde estaban. -¿Por qué no me dijo que tenía intención de tender una emboscada a esos individuos? -preguntó, dolido, el jeque-. De habernos quedado aquí todos nosotros, entre los siete no habríamos dejado vivo a ninguno de esos criminales. -Entonces detenernos hubiera sido inútil; no nos habrían atacado al ver que teníamos rocas para protegernos -repuso Tarzán-, y si hubiésemos seguido cabalgando hacia Bu Saada, habrían acabado por decidirse a hacerlo, en cuyo caso todos nosotros tal vez nos
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arena desde el este, el norte, el oeste y el sur, para converger sobre él. Le habían<br />
rodeado.<br />
Sonó bruscamente un disparo, en la dirección que miraba Tarzán, y el proyectil pasó<br />
silbando por encima de la cabeza del hombre mono, que disparó a su vez, apuntando al<br />
fogonazo del arma enemiga.<br />
Inmediatamente, el silencio del desierto saltó hecho añicos bajo el impacto del<br />
retumbante repiqueteo de las armas que empuñaban los hombres. Abdul y Tarzán<br />
hacían sus disparos apuntando a las llamaradas de los atacantes... A éstos aún no podían<br />
verlos. En seguida quedó patente que los agresores los tenían cercados e iban<br />
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de los que les plantaban cara.<br />
Pero uno de los asaltantes cometió el error de acercarse más de lo aconsejable, dado<br />
que Tarzán estaba acostumbrado a sacarle provecho a los ojos en la oscuridad de la<br />
selva virgen, la más intensa que se conoce a este lado de la tumba y, al tiempo que un<br />
alarido de dolor mortal surcaba el aire, la silla de una cabalgadura quedó libre de jinete.<br />
-Empezamos a igualar la partida -comentó Tarzán con una risita.<br />
Pero aún se encontraban en franca desventaja, y cuando, a la señal del que los dirigía,<br />
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tes restantes se lanzaron a la carga todos a una, pareció que la batalla iba a concluir en<br />
un dos por tres. Tarzán y Abdul retrocedieron y, en dos saltos, se colocaron al abrigo de<br />
unos peñascos cuya protección les permitió mantener a raya a los enemigos que tenían<br />
enfrente. Un ensordecedor repicar de cascos lanzados al galope, una descarga cerrada<br />
por ambas partes y los árabes se retiraron para repetir la maniobra. Pero ya sólo eran<br />
cuatro contra dos.<br />
Durante unos instantes, de las tinieblas que los rodeaban no llegó sonido alguno.<br />
Tarzán no podía saber si los árabes, en vista de las bajas sufridas, abandonaban la lucha,<br />
o si les estarían esperando en algún otro punto del camino, más adelante, para volverles<br />
a atacar cuando pasasen por allí camino de Bu Saada. Pero sus dudas se disiparon<br />
rápidamente, porque en seguida se produjo el ruido de una nueva carga, que llegaba de<br />
una sola dirección. Sin embargo, apenas había descargado el primer rifle atacante<br />
cuando una docena de disparos repercutieron detrás de los árabes. Atravesaron la noche<br />
los gritos de los integrantes de una nueva partida que se sumaba al combate y el resonar<br />
de los cascos de varios caballos que llegaban por la carretera de Bu Saada.<br />
Los árabes decidieron que no era oportuno quedarse allí para averiguar la identidad de<br />
los recién llegados. Con una andanada de despedida, al tiempo que pasaban<br />
precipitadamente junto a la posición defendida por Tarzán y Abdul, se lanzaron a galope<br />
tendido rumbo a Sidi Aisa. Momentos después Kadur ben Saden y sus hombres<br />
llegaban hasta Tarzán.<br />
El anciano jeque se sintió muy aliviado al comprobar que ni Tarzán ni Abdul habían<br />
recibido el<br />
más leve arañazo. Ni siquiera sus corceles resultaron heridos. Examinaron los<br />
alrededores, en busca de los árabes abatidos por los disparos de Tarzán y, al ver que<br />
ambos estaban muertos, los dejaron donde estaban.<br />
-¿Por qué no me dijo que tenía intención de tender una emboscada a esos individuos?<br />
-preguntó, dolido, el jeque-. De habernos quedado aquí todos nosotros, entre los siete no<br />
habríamos dejado vivo a ninguno de esos criminales.<br />
-Entonces detenernos hubiera sido inútil; no nos habrían atacado al ver que teníamos<br />
rocas para protegernos -repuso Tarzán-, y si hubiésemos seguido cabalgando hacia Bu<br />
Saada, habrían acabado por decidirse a hacerlo, en cuyo caso todos nosotros tal vez nos