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indignación al levantarse del banco que ocupaba. Una semisonrisa curvaba sus labios,<br />

como si nada, pero un puño repentino y veloz fue a estrellarse en pleno rostro del<br />

ceñudo árabe. Respaldaba el puño toda la terrible potencia de los músculos del hombre<br />

mono.<br />

En el preciso instante en que el pendenciero dio con sus huesos en el piso del local,<br />

media docena de individuos de rostro patibulario y expresión feroz irrumpieron en la<br />

sala. Habían permanecido en la calle, ante la puerta, aguardando aparentemente<br />

que les tocase el turno de entrar en el café. Se precipitaron directamente sobre Tarzán,<br />

al tiempo que vociferaban:<br />

-¡Muerte al infiel!... ¡Abajo el perro cristiano!<br />

Cierto número de árabes jóvenes, clientes del local, se pusieron en pie y se lanzaron al<br />

ataque del desarmado hombre blanco. Tarzán y Abdul tuvieron que retroceder hacia el<br />

fondo de la sala, obligados por la fuerza del número. El joven Abdul se mantuvo leal a<br />

quien le había contratado y, cuchillo en mano, combatía junto a él.<br />

Los demoledores golpes del hombre-mono derribaban sin remedio a cuantos se ponían<br />

al alcance de sus poderosas manos. Luchaba serenamente, sin pronunciar palabra, con la<br />

misma semisonrisa que aleteaba en sus labios cuando lanzó al suelo al individuo que le<br />

insultaba. Parecía imposible que Abdul o él lograran sobrevivir a aquella marea<br />

homicida de espadas y puñales que los rodeaba, pero los atacantes eran tantos que se<br />

estorbaban unos a otros, lo que constituía un bastión que procuraba seguridad a los dos<br />

hombres. Aquella ululante masa humana era tan compacta que a sus integrantes les era<br />

imposible enarbolar y <strong>descargar</strong> las armas blancas y ninguno de aquellos árabes se<br />

atrevía a recurrir a las de fuego por miedo a herir a alguno de sus compatriotas.<br />

Al final Tarzán consiguió echar mano a uno de los más empecinados atacantes. Le<br />

retorció el brazo, lo desarmó y luego, colocándoselo ante sí, a guisa de escudo humano,<br />

retrocedió poco a poco, junto a Abdul, hacia la puertecilla que daba paso al patio<br />

interior. Hizo una pausa momentánea en el umbral, levantó por encima de su cabeza al<br />

árabe, que no cesaba de batirse y forcejear, y lo arrojó hacia los<br />

agresores. Cayó de cara contra ellos como si lo hubiese disparado una catapulta.<br />

Seguidamente Tarzán y Abdul salieron a la penumbra del patio. Las asustadas uledmiles<br />

se acurrucaban en lo alto de las escaleras que conducían a sus respectivas<br />

habitaciones. Las únicas luces del patio eran las tenues llamas de las velas que, con su<br />

misma cera, había pegado al paño de su puerta cada una de las muchachas, al objeto de<br />

medio iluminar los encantos que exponía a la vista de quienes pudieran atravesar el<br />

recinto.<br />

No bien abandonaron la sala cuando ladró un revólver, cerca de su espalda, entre las<br />

sombras de debajo de una escalera, y cuando dieron media vuelta para plantar cara a<br />

aquéllos nuevos enemigos, dos figuras enmascaradas se lanzaron hacia ellos, sin dejar<br />

de disparar. Tarzán les salió al encuentro. Un segundo después, el primero de tales<br />

atacantes yacía tendido en la pisoteada tierra del patio, desarmado y gemebundo, con<br />

una muñeca rota. El cuchillo de Abdul se hundió en un punto vital del segundo, que en<br />

el momento que caía apretó el gatillo de su revólver; el proyectil falló el blanco: la<br />

frente del fiel Abdul.<br />

La horda enloquecida del café salía ya precipitadamente del local en persecución de su<br />

presa. Las bailarinas habían apagado sus velas, obedeciendo el grito de una de ellas, y la<br />

única claridad del patio era el tenue resplandor que salía por la puerta medio bloqueada<br />

del café. Tarzán empuñaba la espada del hombre abatido por el cuchillo de Abdul y<br />

aguardaba erguido la oleada de hombres que avanzaban hacia ellos a través de la<br />

oscuridad.

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