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iba dirigido a D'Arnot, que se encontraba completamente vestido en el umbral del<br />

dormitorio.<br />

D'Arnot apenas había podido pegar ojo en toda la noche. Le comían los nervios y, en<br />

consecuencia, su humor tendía a la irritación.<br />

-Adivino que has dormido como un lirón -dijo. Tarzán soltó una carcajada.<br />

-A juzgar por el tono que empleas, doy por supuesto que eso más bien te indispone<br />

contra mí. La verdad es que no me ha sido posible evitarlo.<br />

-No, Jean, no es eso -respondió D'Arnot, que se permitió una sonrisa-. Pero te tomas<br />

todo este asunto con una displicencia tan infernal... que resulta irritante. Cualquiera diría<br />

que vas a un concurso de tiro al blanco, en vez de a colocarte frente a una de las mejores<br />

pistolas de Francia.<br />

Tarzán se encogió de hombros.<br />

-Voy a expiar un grave error, Paul. Y una de las condiciones imprescindibles para que<br />

pague esa culpa es la certera puntería de mi adversario. Por lo tanto, ¿debería sentirme<br />

insatisfecho? Tú mismo me has dicho que el conde de Coude es un magnífico tirador de<br />

pistola.<br />

-¿Pretendes decir que esperas que te mate? -exclamó D'Arnot, horrorizado.<br />

-No puedo afirmar que espero tal cosa, pero tienes que reconocer que existen pocas<br />

razones para creer que no he de morir.<br />

De haber conocido las intenciones que abrigaba Tarzán en su mente lo que había<br />

estado dándole vueltas en la cabeza desde el mismo instante en que se produjo el primer<br />

indicio de que el conde de Coude le convocaría en el campo del honor para que le<br />

rindiera cuentas-, D'Arnot se habría sentido mucho más aterrado de lo que ya estaba.<br />

Subieron en silencio al enorme automóvil de D'Arnot y en parecido mutismo rodaron<br />

a gran velocidad por la carretera que conduce a Étampes. Ambos iban sumidos en sus<br />

propios pensamientos. Los de D'Arnot no podían ser más pesarosos, ya que apreciaba<br />

sincera y profundamente a Tarzán. La gran<br />

amistad surgida entre aquellos dos hombres, de existencia y educación tan<br />

radicalmente distintas, no había hecho más que intensificarse con la relación, ya que<br />

ambos alimentaban idénticos altos ideales de fraternidad humana, de valor personal y de<br />

acendrado sentido del honor. Se comprendían mutuamente a la perfección y cada uno de<br />

ellos se enorgullecía de contar con la amistad del otro.<br />

Tarzán de los Monos evocaba los recuerdos del pasado; recuerdos agradables de los<br />

momentos más felices vividos en su perdida selva virgen. Rememoraba las<br />

innumerables horas de su juventud que pasó sentado con las piernas cruzadas ante la<br />

mesa de la cabaña donde murió su padre, inclinado su pequeño cuerpo moreno sobre los<br />

fascinantes <strong>libro</strong>s ilustrados en los que, sin ayuda de nadie, fue espigando los datos que<br />

le permitieron desentrañar los secretos del lenguaje escrito y aprender a leer mucho<br />

antes de que los sonidos del idioma humano oral tuviesen algún significado en sus<br />

oídos. Una sonrisa de satisfacción suavizó las enérgicas facciones al pensar en los días<br />

que pasó a solas con Jane Porter en el corazón de la selva virgen.<br />

Interrumpió el hilo de sus recuerdos al detenerse el automóvil: habían llegado a su<br />

destino. La mente de Tarzán volvió al presente. Sabía que iba a morir, pero la muerte no<br />

le asustaba. Para un habitante de la selva, la muerte es un compañero cotidiano. La<br />

primera ley de la naturaleza le impele a aferrarse a la vida con tenacidad y a luchar para<br />

conservarla... Pero no le enseña a temer a la muerte.<br />

D'Arnot y Tarzán fueron los primeros en llegar al campo del honor. Al cabo de un<br />

momento arribaron De Coude, monsieur Flaubert y un tercer caballero.<br />

Presentaron este último a Tarzán y a D'Arnot: era un médico.

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