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Espectadora horrorizada de la terrible escena que se desarrolló durante los momentos<br />
siguientes, Olga de Coude logró reaccionar y precipitarse hacia el punto donde Tarzán<br />
estaba matando al conde, estran-<br />
guiándole, sacudiéndole como un perro terrier pudiera zarandear a una rata.<br />
Olga de Coude empezó a dar tirones frenéticos de las enormes manos de Tarzán.<br />
-¡Madre de Dios! -exclamó-. ¡Vas a matarlo, vas a matarlo! ¡Oh, Jean, estás matando<br />
a mi marido!<br />
La rabia había dejado sordo a Tarzán. De pronto, arrojó el cuerpo del conde contra el<br />
suelo, puso el pie sobre el pecho del caído y levantó la cabeza. A continuación, en el<br />
palacio del conde De Coude resonó el espantoso alarido desafiante del mono macho que<br />
ha acabado con la vida de un enemigo. Desde el sótano hasta el desván, el horrible grito<br />
buscó los oídos de los miembros de la servidumbre a quienes dejó temblorosos y<br />
blancos como el papel. En el gabinete, Olga de Coude se arrodilló junto al cuerpo de su<br />
esposo y empezó a rezar.<br />
Poco a poco fue disipándose la neblina roja que Tarzán tenía ante los ojos. Las cosas<br />
empezaron a tomar forma concreta... Empezó a recuperar la perspectiva de hombre<br />
civilizado. Su vista tropezó con la figura de la mujer arrodillada.<br />
-Olga -murmuró.<br />
La dama alzó la cabeza. Esperaba ver un demencial resplandor asesino en las pupilas<br />
que la observaban. Pero lo que vio, en cambio, fue pesadumbre y arrepentimiento.<br />
-¡Oh, Jean! -exclamó la mujer-. Mira lo que has hecho. Era mi esposo. Le amaba y tú<br />
le has matado.<br />
Solícitamente, con sumo cuidado, Tarzán levantó la inerte figura del conde De Coude<br />
y la tendió en un sofá. Después aplicó el oído al pecho del hombre.<br />
-Trae un poco de coñac, Olga -pidió.<br />
Cuando ella lo llevó, entreabrieron los labios del conde e introdujeron el licor por<br />
ellos. Al cabo de un momento, los labios emitieron un tenue suspiro. La cabeza se<br />
movió y de la boca brotó un gemido.<br />
-No va a morir -dijo Tarzán-. ¡Gracias a Dios!<br />
-¿Por qué lo hiciste, Jean? -preguntó la condesa.<br />
-No lo sé. Me atacó y al recibir sus golpes me volví loco. Siempre he visto reaccionar<br />
así a los monos de mi tribu. No te he contado mi historia, Olga. Hubiera sido mejor que<br />
la conocieses. En tal caso quizás esto no hubiera sucedido. No conocí a mi padre. Me<br />
crió una mona salvaje, no tuve más madre que ella. Hasta que cumplí los quince años no<br />
vi a ningún ser humano. Sólo contaba veinte cuando el primer hombre blanco se cruzó<br />
en mi camino. Hace poco más de un año no era más que una fiera depredadora que<br />
recorría desnuda la selva.<br />
»No -me juzgues con demasiada dureza. Dos años es un espacio de tiempo<br />
excesivamente breve para que se opere en una persona un cambio que a la raza humana<br />
le ha costado un montón de siglos.<br />
-No te juzgo de ninguna manera, Jean. La culpa es mía. Ahora debes irte... Vale más<br />
que no te encuentre aquí cuando recobre el sentido. Adiós.<br />
Acongojado, gacha la cabeza, Tarzán abandonó el palacio del conde De Coude.<br />
Una vez en la calle, sus pensamientos cobraron forma definida y cosa de veinte<br />
minutos después entraba en una comisaría no muy lejos de la rue Maule. No tardó en<br />
recibirle allí uno de los agentes con los que se las había tenido tiesas pocas semanas<br />
antes. El policía se alegró sinceramente de volver a ver al hombre que con tanta<br />
brusquedad le había tratado.<br />
Al cabo de un momento de charla, Tarzán le preguntó si había oído hablar alguna vez<br />
de Nicolás Rokoff o de Alexis Paulvitch.