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09.05.2013 Views

-Entre mis criados no hay ninguno que responda a ese nombre. Parece que alguien te ha gastado una broma, Jean -Olga se echó a reír. -Me temo que se trata de una jugada mucho más siniestra que una «broma», Olga - repuso Tarzán-. Detrás de esto hay algo más que una humorada. -¿Qué insinúas? No pensarás que... -¿Dónde está el conde? -le interrumpió Tarzán. -En casa del embajador alemán. -Esta es otra proeza de tu recomendable hermanito. El conde tendrá mañana amplia noticia del asun- to. Y procederá a interrogar a los criados. Todo apuntará hacia..., hacia lo que Rokoff desea que crea el conde. -¡El miserable! -exclamó Olga. Se había levantado, estaba ya junto a Tarzán y le miró a la cara. Llevaba encima un susto de muerte. En sus ojos se apreciaba la expresión que el cazador suele ver en la pobre liebre aterrada... que lo mira perpleja, interrogadora. Temblorosa, Olga levantó las manos y las apoyó en los anchos hombros de Tarzán. Susurró-: ¿Qué vamos a hacer, Jean? Es terrible. Todo París lo leerá mañana en la prensa... Nicolás se encargará de que ocurra así. Su mirada, su actitud, sus palabras manifestaban elocuentemente la súplica, tan antigua como el mundo, que la mujer indefensa dirige a su protector natural: el hombre. Tarzán tomó en la suya una de las cálidas, pequeñas y delicadas manos de la condesa, entonces apoyada en el pecho del hombre. Fue un acto completamente involuntario, lo mismo, o casi, que el gesto inducido por el instinto protector que impulsó a Tarzán a rodear con un brazo los hombros de la joven. El resultado fue electrizante. Nunca había estado tan cerca de ella. Con amedrentado sentimiento de culpa se miraron mutuamente a los ojos y, en un momento en que Olga de Coude debió mostrarse fuerte, se mostró débil, porque se arrebujó contra el hombre, mientras ceñía con sus brazos el cuello de Tarzán de los Monos. ¿Y éste? Tomó entre sus poderosos brazos la estremecida y jadeante figura de la condesa y cubrió de besos los ardientes labios. Tras leer la nota que el mayordomo del embajador le entregó, Raúl de Coude presentó apresuradamen te sus disculpas al anfitrión. No pudo recordar nunca la naturaleza de las excusas que pronunció. Todo estuvo borroso para él hasta que se vio frente a la entrada de su domicilio. Una gélida frialdad le invadió entonces, al tiempo que avanzaba serena, tranquila y cautelosamente. Por alguna razón inexplicable, Jacques tenía abierta la puerta antes de que el conde hubiese subido la mitad de la escalinata de acceso. En aquel momento no reparó en tan insólito detalle, aunque lo recordara posteriormente. Con toda la cautela del mundo, de puntillas, subió la escalera y recorrió el pasillo que llevaba a la puerta del gabinete de su esposa. Llevaba en la mano un pesado bastón de paseo... y el corazón rebosante de instinto asesino. Olga fue quien le vio primero. Se desprendió de los brazos de Tarzán, al tiempo que emitía un chillido horrorizado. El hombre-mono se volvió con el tiempo justo para detener con el brazo el terrorífico bastonazo que De Coude descargaba sobre su cabeza. Una, dos, tres veces la gruesa vara subió y bajó con meteórica violencia y cada uno de aquellos mandobles contribuyó a la transición que convirtió al hombremono en un ser primitivo. Lanzó al aire el gruñido gutural del mono macho y se precipitó de un salto sobre el francés. Arrebató de las manos el enorme bastón que empuñaba el conde, lo partió en dos como si fuera una cerilla de madera y lo arrojó a un lado, para abalanzarse como una fiera irritada sobre la garganta de su adversario.

Espectadora horrorizada de la terrible escena que se desarrolló durante los momentos siguientes, Olga de Coude logró reaccionar y precipitarse hacia el punto donde Tarzán estaba matando al conde, estran- guiándole, sacudiéndole como un perro terrier pudiera zarandear a una rata. Olga de Coude empezó a dar tirones frenéticos de las enormes manos de Tarzán. -¡Madre de Dios! -exclamó-. ¡Vas a matarlo, vas a matarlo! ¡Oh, Jean, estás matando a mi marido! La rabia había dejado sordo a Tarzán. De pronto, arrojó el cuerpo del conde contra el suelo, puso el pie sobre el pecho del caído y levantó la cabeza. A continuación, en el palacio del conde De Coude resonó el espantoso alarido desafiante del mono macho que ha acabado con la vida de un enemigo. Desde el sótano hasta el desván, el horrible grito buscó los oídos de los miembros de la servidumbre a quienes dejó temblorosos y blancos como el papel. En el gabinete, Olga de Coude se arrodilló junto al cuerpo de su esposo y empezó a rezar. Poco a poco fue disipándose la neblina roja que Tarzán tenía ante los ojos. Las cosas empezaron a tomar forma concreta... Empezó a recuperar la perspectiva de hombre civilizado. Su vista tropezó con la figura de la mujer arrodillada. -Olga -murmuró. La dama alzó la cabeza. Esperaba ver un demencial resplandor asesino en las pupilas que la observaban. Pero lo que vio, en cambio, fue pesadumbre y arrepentimiento. -¡Oh, Jean! -exclamó la mujer-. Mira lo que has hecho. Era mi esposo. Le amaba y tú le has matado. Solícitamente, con sumo cuidado, Tarzán levantó la inerte figura del conde De Coude y la tendió en un sofá. Después aplicó el oído al pecho del hombre. -Trae un poco de coñac, Olga -pidió. Cuando ella lo llevó, entreabrieron los labios del conde e introdujeron el licor por ellos. Al cabo de un momento, los labios emitieron un tenue suspiro. La cabeza se movió y de la boca brotó un gemido. -No va a morir -dijo Tarzán-. ¡Gracias a Dios! -¿Por qué lo hiciste, Jean? -preguntó la condesa. -No lo sé. Me atacó y al recibir sus golpes me volví loco. Siempre he visto reaccionar así a los monos de mi tribu. No te he contado mi historia, Olga. Hubiera sido mejor que la conocieses. En tal caso quizás esto no hubiera sucedido. No conocí a mi padre. Me crió una mona salvaje, no tuve más madre que ella. Hasta que cumplí los quince años no vi a ningún ser humano. Sólo contaba veinte cuando el primer hombre blanco se cruzó en mi camino. Hace poco más de un año no era más que una fiera depredadora que recorría desnuda la selva. »No -me juzgues con demasiada dureza. Dos años es un espacio de tiempo excesivamente breve para que se opere en una persona un cambio que a la raza humana le ha costado un montón de siglos. -No te juzgo de ninguna manera, Jean. La culpa es mía. Ahora debes irte... Vale más que no te encuentre aquí cuando recobre el sentido. Adiós. Acongojado, gacha la cabeza, Tarzán abandonó el palacio del conde De Coude. Una vez en la calle, sus pensamientos cobraron forma definida y cosa de veinte minutos después entraba en una comisaría no muy lejos de la rue Maule. No tardó en recibirle allí uno de los agentes con los que se las había tenido tiesas pocas semanas antes. El policía se alegró sinceramente de volver a ver al hombre que con tanta brusquedad le había tratado. Al cabo de un momento de charla, Tarzán le preguntó si había oído hablar alguna vez de Nicolás Rokoff o de Alexis Paulvitch.

-Entre mis criados no hay ninguno que responda a ese nombre. Parece que alguien te<br />

ha gastado una broma, Jean -Olga se echó a reír.<br />

-Me temo que se trata de una jugada mucho más siniestra que una «broma», Olga -<br />

repuso Tarzán-. Detrás de esto hay algo más que una humorada.<br />

-¿Qué insinúas? No pensarás que...<br />

-¿Dónde está el conde? -le interrumpió Tarzán.<br />

-En casa del embajador alemán.<br />

-Esta es otra proeza de tu recomendable hermanito. El conde tendrá mañana amplia<br />

noticia del asun-<br />

to. Y procederá a interrogar a los criados. Todo apuntará hacia..., hacia lo que Rokoff<br />

desea que crea el conde.<br />

-¡El miserable! -exclamó Olga. Se había levantado, estaba ya junto a Tarzán y le miró<br />

a la cara. Llevaba encima un susto de muerte. En sus ojos se apreciaba la expresión que<br />

el cazador suele ver en la pobre liebre aterrada... que lo mira perpleja, interrogadora.<br />

Temblorosa, Olga levantó las manos y las apoyó en los anchos hombros de Tarzán.<br />

Susurró-: ¿Qué vamos a hacer, Jean? Es terrible. Todo París lo leerá mañana en la<br />

prensa... Nicolás se encargará de que ocurra así.<br />

Su mirada, su actitud, sus palabras manifestaban elocuentemente la súplica, tan<br />

antigua como el mundo, que la mujer indefensa dirige a su protector natural: el hombre.<br />

Tarzán tomó en la suya una de las cálidas, pequeñas y delicadas manos de la condesa,<br />

entonces apoyada en el pecho del hombre. Fue un acto completamente involuntario, lo<br />

mismo, o casi, que el gesto inducido por el instinto protector que impulsó a Tarzán a<br />

rodear con un brazo los hombros de la joven.<br />

El resultado fue electrizante. Nunca había estado tan cerca de ella. Con amedrentado<br />

sentimiento de culpa se miraron mutuamente a los ojos y, en un momento en que Olga<br />

de Coude debió mostrarse fuerte, se mostró débil, porque se arrebujó contra el hombre,<br />

mientras ceñía con sus brazos el cuello de Tarzán de los Monos. ¿Y éste? Tomó entre<br />

sus poderosos brazos la estremecida y jadeante figura de la condesa y cubrió de besos<br />

los ardientes labios.<br />

Tras leer la nota que el mayordomo del embajador le entregó, Raúl de Coude presentó<br />

apresuradamen<br />

te sus disculpas al anfitrión. No pudo recordar nunca la naturaleza de las excusas que<br />

pronunció. Todo estuvo borroso para él hasta que se vio frente a la entrada de su<br />

domicilio. Una gélida frialdad le invadió entonces, al tiempo que avanzaba serena,<br />

tranquila y cautelosamente. Por alguna razón inexplicable, Jacques tenía abierta la<br />

puerta antes de que el conde hubiese subido la mitad de la escalinata de acceso. En<br />

aquel momento no reparó en tan insólito detalle, aunque lo recordara posteriormente.<br />

Con toda la cautela del mundo, de puntillas, subió la escalera y recorrió el pasillo que<br />

llevaba a la puerta del gabinete de su esposa. Llevaba en la mano un pesado bastón de<br />

paseo... y el corazón rebosante de instinto asesino.<br />

Olga fue quien le vio primero. Se desprendió de los brazos de Tarzán, al tiempo que<br />

emitía un chillido horrorizado. El hombre-mono se volvió con el tiempo justo para<br />

detener con el brazo el terrorífico bastonazo que De Coude descargaba sobre su cabeza.<br />

Una, dos, tres veces la gruesa vara subió y bajó con meteórica violencia y cada uno de<br />

aquellos mandobles contribuyó a la transición que convirtió al hombremono en un ser<br />

primitivo.<br />

Lanzó al aire el gruñido gutural del mono macho y se precipitó de un salto sobre el<br />

francés. Arrebató de las manos el enorme bastón que empuñaba el conde, lo partió en<br />

dos como si fuera una cerilla de madera y lo arrojó a un lado, para abalanzarse como<br />

una fiera irritada sobre la garganta de su adversario.

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