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-Quisiera tener el valor necesario para atreverme a ello -dijo la mujer-, pero estoy<br />

asustada. La vida me ha enseñado a temer a los hombres. Desde muy pequeña. Primero<br />

mi padre, después Nicolás, a continuación los frailes del convento. Casi todas mis<br />

amigas tienen miedo de sus esposos... ¿por qué no voy yo a tenerlo del mío?<br />

-No me parece justo que las mujeres deban tener miedo de los hombres -opinó Tarzán,<br />

con expresión de perplejidad en el semblante-. Conozco mejor a los seres que pueblan la<br />

selva y, dejando aparte a los negros, en la mayoría de las especies animales suele ocurrir<br />

más bien lo contrario. No, me resulta imposible comprender por qué las mujeres<br />

civilizadas tienen que temer a los hombres, creados precisamente para protegerlas. A mí<br />

me molestaría mucho pensar que una mujer me tiene miedo.<br />

-No creo que ninguna mujer llegase a temerle, amigo mío -articuló Olga de Coude en<br />

voz baja y suave-. Le conozco desde hace muy poco y, aunque parezca una tontería<br />

decirlo, es usted el único hombre, entre todos los que he tratado a lo largo de mi vida,<br />

del que nunca podría tener miedo... Lo cual no deja de resultar extraño, dado que es<br />

usted muy fuerte. Me maravilló la facilidad y desenvoltura con que dominó a Nicolás y<br />

Paulvitch aquella noche en mi camarote. ¡Fue fantástico!<br />

Al despedirse, poco después, Tarzán se preguntó un tanto sorprendido a qué se debía<br />

el que la mujer demorase el apretón de manos, del mismo modo que<br />

le extrañó la firme insistencia que empleó la condesa para inducirle a prometer que la<br />

visitaría de nuevo al día siguiente.<br />

El recuerdo de sus ojos entrevelados y de la perfección de los labios mientras le<br />

sonreía cuando le dijo adiós, permaneció en la memoria de Tarzán durante el resto de la<br />

jornada. Olga de Coude era una mujer preciosa y Tarzán de los Monos un hombre muy<br />

solitario, con un corazón necesitado del tratamiento clínico que sólo una mujer podía<br />

administrarle.<br />

Cuando la condesa regresó a la sala, tras la marcha de Tarzán, se dio de manos a boca<br />

con Nicolás Rokoff.<br />

-¿Cuánto tiempo llevas aquí? -preguntó la dama, a la vez que se encogía<br />

instintivamente.<br />

-Desde antes de que llegara tu amante -Rokoff acompañó su respuesta con una<br />

desagradable y maliciosa mirada.<br />

-¡Basta! -ordenó Olga de Coude-. ¿Cómo te atreves a decirme una cosa así? ¡A mí... a<br />

tu hermana!<br />

-Bueno, mi querida Olga, si no es tu amante, te pido mil perdones. Aunque, si no lo<br />

es, no serás tú quien tenga la culpa. Si ese hombre tuviese una décima parte de los<br />

conocimientos que tengo yo de las mujeres, a estas horas estarías rendida en sus brazos.<br />

Es un estúpido majadero, Olga. Cada palabra, cada gesto, cada movimiento tuyo era una<br />

invitación, y no ha tenido un mínimo de sentido común para darse cuenta.<br />

La mujer se tapó los oídos con las manos.<br />

-No voy a escucharte. Eres un mal bicho al decirme tales cosas. Puedes amenazarme<br />

con lo que te plazca, pero sabes perfectamente que soy una mujer buena. A partir de esta<br />

noche no podrás continuar<br />

amargándome la vida, porque voy a contárselo todo a Raúl. Me comprenderá y,<br />

entonces, ¡ándate con cuidado, Nicolás!<br />

-No le contarás nada -le contradijo Rokoff . Ahora dispongo de esta bonita relación<br />

ilícita y con la ayuda de uno de tus criados, en el que puedo confiar plenamente, no le<br />

faltará ningún detalle a la historia cuando llegue el momento de verter todos los datos<br />

precisos en los oídos de tu esposo. Incluidas pruebas juradas. El otro artificio sirvió a<br />

sus fines como era debido... ahora tenemos algo tangible con lo que trabajar, Olga. Un<br />

affaire de verdad... y una esposa en cuya fidelidad se confiaba. ¡Qué vergüenza, Olga!

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