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espías rusos. No se detendrán ante nada para apoderarse de esa información. El<br />

incidente del transatlántico -me refiero al asunto de la partida de cartas- tenía la<br />

finalidad de someter a mi esposo a un chantaje para arrancarle los datos que pretenden.<br />

»Si hubiesen podido demostrar que hacía trampas en el juego, habrían arruinado la<br />

carrera del conde De Coude. No hubiese tenido más remedio que abandonar el<br />

Ministerio de la Guerra. Le habrían condenado al ostracismo social. El objetivo de esa<br />

pareja era mantener suspendida tal espada de Damocles sobre la cabeza de mi esposo.<br />

Esa amenaza se eliminaba mediante la declaración, por parte de ellos, de<br />

que el conde no era más que la víctima de una conjura urdida por ciertos enemigos<br />

que deseaban cubrir de oprobio su nombre. A cambio de dicha declaración recibirían los<br />

documentos que buscan.<br />

»Al desbaratar usted sus planes, idearon la sucia jugarreta de poner en tela de juicio<br />

mi honestidad, el precio sería mi reputación, en vez de la del conde. Así me lo explicó<br />

Paulvitch cuando entró en mi camarote. Si yo obtenía y les proporcionaba la<br />

información, él me daba su palabra de que no seguirían adelante; en el caso de que yo<br />

no accediera, Rokoff, que estaba en cubierta, notificaría al contador del buque que, tras<br />

la puerta cerrada de mi camarote, yo estaba entreteniendo a un hombre que no era mi<br />

esposo. Se lo diría a todas las personas con las que se tropezase a bordo y, cuando<br />

desembarcásemos, contaría la historia completa a los periodistas.<br />

»¿No es espantoso? Sin embargo, yo estaba enterada de cierto secreto de monsieur<br />

Paulvitch que lo habría enviado al patíbulo en Rusia de llegar a conocimiento de la<br />

policía de San Petersburgo. Le desafié a que pusiera en práctica su plan y luego me<br />

incliné sobre él y le susurré un nombre al oído. Y así, sin más -la mujer chasqueó los<br />

dedos-, me echó las manos a la garganta, como un loco y, de no intervenir usted para<br />

impedírselo, me habría asesinado.<br />

-¡Qué bestias! -murmuró Tarzán.<br />

-Son peores que las fieras salvajes, amigo mío -lijo Olga de Coude-. Auténticos<br />

espíritus infernales. Temo por usted, que se ha ganado su odio. Quisiera que no bajase<br />

nunca la guardia. Prométame que se mantendrá en constante alerta; si le ocurriera algo<br />

por haberse portado conmigo tan amable y valerosamente, no me lo perdonaría jamás.<br />

-A mí no me asustan lo más mínimo -dijo Tarzán-. He sobrevivido a los ataques de<br />

enemigos más peligrosos que Rokoff y Paulvitch.<br />

Se había percatado de que la dama no sabía absolutamente nada de lo sucedido en la<br />

rue Maule, de modo que no lo mencionó, para evitarle posibles preocupaciones.<br />

-Por su propia seguridad -quiso saber Tarzán-, ¿no sería mejor que denunciasen a esos<br />

canallas a las autoridades? Desde luego, los pondrían a buen recaudo en seguida.<br />

La dama titubeó un momento antes de responder.<br />

-Hay dos razones que nos impiden hacerlo -dijo finalmente-. Una de ellas retiene al<br />

conde. La otra, el verdadero motivo por el que no me atrevo yo a delatarlos, no se la he<br />

dicho nunca a nadie... Sólo lo conocemos Rokoff y yo. Me gustaría saber...<br />

Se interrumpió y durante una larga pausa contempló fijamente a Tarzán.<br />

-¿Qué es lo que le gustaría saber? -sonrió el hombre-mono.<br />

-Me estaba preguntando por qué siento el impulso de contarle a usted cosas que no me<br />

he atrevido a confesar ni siquiera a mi esposo. Creo que se debe a que usted las<br />

entenderá y podrá aconsejarme correctamente lo que he de hacer. Tengo la impresión de<br />

que no me juzgará con excesiva severidad.<br />

-Me temo que como juez dejo mucho que desear, madame -repuso Tarzán-, porque en<br />

el caso de que fuese usted culpable de asesinato, dictaminaría que su víctima debería<br />

a__ adecerle haber encontrado un destino tan dulce.

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