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En la repisa de una alta y anticuada chimenea, la llama de una vieja lámpara de petróleo<br />
lanzaba una tenue claridad sobre una docena de repulsivas figuras. Salvo una de ellas,<br />
todas pertenecían a hombres. La única mujer allí presente se andaría por los treinta años<br />
y su rostro, en el que las bajas pasiones habían dejado profundas huellas, sin duda debió<br />
de ser bonito en una época ya algo lejana. Se había llevado una mano a la garganta y<br />
permanecía encogida contra la pared del fondo del cuarto.<br />
¡Socorro, monsieur! -imploró en voz baja al irrumpir Tarzán en la estancia-. ¡Van a<br />
matarme!<br />
Al enfrentarse Tarzán a los individuos, vio en sus patibularios rostros las expresiones<br />
taimadas y perversas de los criminales contumaces. Se preguntó por qué no hacían el<br />
menor intento de escapar. Cierta conmoción a su espalda le impulsó a volver la cabeza.<br />
Sus ojos vieron dos cosas, una de las cuales le proporcionó considerable sorpresa. Un<br />
hombre salía sigilosamente del cuarto y la fugaz ojeada que Tarzán pudo lanzarle le<br />
permitió observar que aquel sujeto era Rokoff.<br />
Pero la otra cosa reclamó un interés más inmediato por su parte. Se trataba de un<br />
malencarado y brutal gigantón, que se le acercaba de puntillas por la espalda y que<br />
enarbolaba una estaca tremebunda. Pero en cuanto el facineroso y sus colegas se<br />
percataron de que Tarzán había descubierto al traicionero agresor, desencadenaron un<br />
asalto general, atacándole por todas partes. Algunos empuñaron cuchillos. Otros se<br />
armaron de sillas, mientras el fulano del<br />
garrote lo levantaba todo lo que le permitieron los brazos, en un volteo homicida que,<br />
de alcanzar su destino, hubiera machacado la cabeza de Tarzán.<br />
Pero aquellos apaches parisienses se equivocaron al suponer que iban a domeñar<br />
fácilmente la rapidez de reflejos, la agilidad y los músculos que habían hecho frente a la<br />
imponente fortaleza fisica y la: cruel habilidad luchadora de Terkoz y de Nwna, allá en<br />
las profundidades de la selva virgen.<br />
De entrada, Tarzán optó por dar prioridad al más formidable de los antagonistas, el<br />
gigantón de la estaca. Se lanzó sobre él, esquivó el garrotazo descendente y alcanzó al<br />
individuo en pleno mentón, con un terrorífico directo que lo detuvo en seco, lo despidió<br />
hacia atrás y lo envió a morder el polvo del piso.<br />
Luego se volvió para plantar cara a los demás. Aquello era lo suyo. Empezó a<br />
disfrutar del placer de la lucha, del olor de la sangre. Como una frágil concha que<br />
saltase hecha pedazos al agitarla con cierta brusquedad, la tenue capa de civilización<br />
que le recubría se desprendió rápidamente y diez robustos y canallescos hampones se<br />
vieron de pronto acorralados en una pequeña habitación por una bestia salvaje y<br />
frenética contra cuyos músculos de acero resultaban casi totalmente ineficaces las<br />
enclenques fuerzas de aquellos malhechores.<br />
Al final del pasillo, Rokoff aguardaba el resultado de la escaramuza. Antes de<br />
marchar, quería asegurarse de que la muerte de Tarzán era un hecho consumado, pero<br />
entre sus planes no figuraba la circunstancia de encontrarse dentro del cuarto mientras<br />
se cometía el asesinato.<br />
La mujer aún continuaba en el mismo sitio donde la encontró Tarzán al entrar allí,<br />
pero su rostro<br />
había experimentado diversos cambios de expresión en el curso de los escasos<br />
minutos transcurridos desde entonces. Del aparente miedo inicial pasó a una mueca de<br />
astucia, cuando el hombre-mono dio media vuelta para afrontar el ataque por la espalda;<br />
pero Tarzán no había visto tal cambio.<br />
La mujer puso luego cara de sorpresa, que fue sustituida a continuación por una<br />
expresión de horror. ¿Y quién podía extrañarse de ello? Porque el impecable caballero<br />
al que los gritos de la mujer habían atraído allí para que encontrase la muerte en aquella