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cruzaban por su mente, Tarzán corría a toda velocidad en dirección al punto donde<br />

sonaba la voz de la sacerdotisa.<br />

El destino le condujo hasta los mismos umbrales de la gran nave sin techo. Entre el<br />

altar y él se interponía la larga fila de sacerdotes y sacerdotisas, que aguardaban con la<br />

copa de oro en la mano a que brotara la sangre caliente de su víctima.<br />

La mano de La bajaba lentamente hacia el pecho de la delicada e inmóvil figura<br />

tendida sobre la dura piedra. Tarzán exhaló un jadeo, casi un sollozo, al reconocer las<br />

facciones de su amada. Y la cicatriz de encima de su frente se transformó en una<br />

llameante cinta escarlata, una neblina roja flotó ante sus ojos<br />

y con el terrible rugido del mono macho que enloquece de repente, saltó como un león<br />

y se plantó en medio de las sacerdotisas.<br />

Arrebató la estaca al sacerdote que tenía más cerca y la volteó como un auténtico<br />

demonio furioso, para abrirse paso rápidamente hacia el altar. La mano de La se<br />

inmovilizó al sonar el primer ruido de la interrupción. Al ver quién era el culpable de<br />

aquel pandemónium, se puso blanca. No había conseguido desentrañar el enigma de la<br />

misteriosa huida de Tarzán del calabozo en el que lo dejó encerrado. En ningún<br />

momento había deseado que saliera de Opar, porque La contemplaba el atlético cuerpo<br />

y el atractivo rostro de Tarzán con ojos de mujer y no de sacerdotisa.<br />

Su inteligente cerebro había concebido ya la historia de una maravillosa revelación<br />

supuestamente recibida de labios del propio Dios Flamígero, según la cual se le<br />

ordenaba que acogiese a aquel blanco desconocido como mensajero enviado por el<br />

propio dios a su pueblo en la Tierra. La sabía que tal fábula dejaría satisfechos a los<br />

habitantes de Opar. Y estaba segura de que el hombre también se sentiría satisfecho y de<br />

que le complacería quedarse allí y convertirse en su esposo. Eso era mucho mejor que<br />

volver al altar de los sacrificios.<br />

Pero cuando fue a la mazmorra para explicarle el plan, el hombre había desaparecido,<br />

a pesar de que la puerta continuaba cerrada con llave, exactamente igual que la dejó. Y<br />

ahora estaba de vuelta -se había materializado en el aire- y mataba a los sacerdotes<br />

como si fuesen corderos. La se olvidó momentáneamente de su víctima y antes de que<br />

pudiera recuperarse de la sorpresa, el gigante blanco estaba ante<br />

ella y sostenía en los brazos a la muchacha que hacía unos segundos estaba tendida<br />

sobre el altar.<br />

-¡Apártate, La! -conminó Tarzán-. Me salvaste una vez y no voy a hacerte daño, pero<br />

no te interpongas en mi camino ni trates de seguirme..., porque entonces tendría que<br />

matarte a ti también.<br />

-¿Quién es? -preguntó la suma sacerdotisa, al tiempo que señalaba con el dedo a la<br />

mujer inconsciente.<br />

-¡Es mía! -respondió Tarzán de los Monos.<br />

La muchacha de Opar permaneció inmóvil un instante, mirándole con ojos<br />

desorbitados. Después, una expresión de angustiada desesperanza apareció en sus<br />

pupilas..., afloraron las lágrimas a sus ojos y, al tiempo que se le escapaba un grito<br />

entrecortado, la sacerdotisa se desplomó sobre el suelo. Casi simultáneamente, una<br />

enfurecida turba de hombres espantosos saltaba por encima del cuerpo de La dispuesta a<br />

caer sobre el hombre-mono.<br />

Pero Tarzán ya no estaba allí cuando alargaban los brazos para cogerlo. Un ágil salto<br />

le había llevado al pasillo que conducía a los pozos del subsuelo. Desapareció por allí y<br />

cuando los perseguidores marcharon tras él, cautelosamente, encontraron la cámara<br />

vacía. Se echaron a reír e intercambiaron jocosos comentarios, convencidos como<br />

estaban de que no existía ninguna salida de aquellos pozos, aparte de la que se utilizaba

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