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09.05.2013 Views

Cincuenta viajes tuvo que hacer Tarzán para depositar todos los lingotes en el recinto del anfiteatro. Del hueco del tronco de un árbol herido por un rayo sacó la misma azada con la que había desenterrado el arcón del profesor Arquímedes Q. Porter y que, en cierta ocasión, a imitación de los simios, sepultó en el mismo lugar. Con aquella herramienta excavó una zanja alargada, en cuyo fondo colocó la fortuna que sus negros habían trasladado desde la olvidada cámara del tesoro de la ciudad de Opar. Durmió aquella noche dentro del recinto del anfiteatro y, casi con el alba, se puso en camino hacia su cabaña, que deseaba visitar antes de volver con los waziris. Encontró las cosas tal como las había dejado y luego se adentró en la jungla para ver si podía cazar algo, con la intención de llevarse la pieza a la cabaña para darse un banquete a gusto y rematar el día durmiendo en un lecho cómodo. Recorrió unos ocho kilómetros en dirección sur, hacia las orillas de un gran río que desembocaba en el mar a cosa de diez kilómetros de la cabaña. Habría avanzado ochocientos metros tierra adentro, cuando su fino olfato captó el único olor que sobresalta a toda la selva virgen: Tarzán percibió el olor del hombre. El viento soplaba desde el océano, por lo que Tarzán supo que las personas de las que provenía se encon traban al oeste de su situación. Mezclado con el de hombre llegaba el olor de Numa. Hombre y león. «Será mejor que me dé prisa», pensó el hombre mono, al reconocer el efluvio del hombre blanco. «Seguramente Numa ha salido de caza.» Cuando a través de los árboles llegó a la linde de la selva, vio a una mujer que, arrodillada, parecía estar rezando. De pie ante ella, con la cabeza hundida entre los brazos, había un hombre blanco de aspecto salvaje y primitivo. A espaldas del hombre, un viejo león de roñoso aspecto avanzaba despacio hacia una fácil presa. Como el hombre tenía la cara oculta y la mujer inclinada la cabeza, Tarzán no podía ver las facciones de ninguno de los dos. Numa se aprestaba ya a saltar. No había un segundo que perder. Tarzán ni siquiera contaba con tiempo para preparar el arco y hundir una flecha envenenada en la piel amarilla del felino. Y estaba demasiado lejos para llegar hasta la fiera y utilizar el cuchillo sobre ella. No quedaba más que una esperanza... una sola alternativa. Y el hombre-mono actuó con la celeridad del pensamiento. Un brazo musculoso voló hacia atrás y en una milésima de segundo un fuerte venablo pasó por encima del hombro del gigante... El potente brazo efectuó un vigoroso movimiento hacia adelante y un veloz mensajero de muerte atravesó raudo la fronda y fue a enterrarse en el corazón de la fiera, ya en pleno salto. Sin producir sonido alguno, Numa rodó a los pies de sus presuntas víctimas... muerto. Durante unos instantes, ni el hombre ni la mujer se movieron. Luego, ésta abrió los párpados y se quedó mirando con asombrados ojos el animal caído sin vida a la espalda de su compañero. Cuando la boni- ta cabeza se alzó, a Tarzán de los Monos se le escapó un jadeo de atónita sorpresa. ¿Se había vuelto loco? ¡Aquella no podía ser la mujer que amaba! ¡Sin embargo, no era ninguna otra! La mujer se levantó y el hombre la rodeó con su brazo y se dispuso a besarla. De súbito, el hombremono lo vio todo rojo a través de una sangrienta bruma asesina y la vieja cicatriz de su frente adoptó un ardiente color escarlata para destacar sobre el tono moreno de la piel.

Una terrible expresión apareció en su rostro mientras colocaba en el arco una flecha envenenada. En aquellas grises pupilas fulguró un brillo desagradable mientras apuntaba a la espalda del confiado hombre, ajeno al peligro que se cernía sobre él. Tarzán miró a lo largo del pulimentado astil de la flecha y luego tensó al máximo la cuerda del arco, para que el impulso permitiera al proyectil atravesar el corazón al que estaba destinada. Pero no envió el mensajero fatal. Despacio, la punta de la flecha se inclinó hacia abajo; el color escarlata de la cicatriz volvió a fundirse con el tono bronceado de la frente; se aflojó la tensión de la cuerda del arco... Y Tarzán de los Monos agachó la cabeza y, tristemente, volvió a adentrarse por la selva y se dirigió a la aldea de los waziris. XXIII Cincuenta hombres espantosos Jane Porter y William Cecil Clayton permanecieron largos minutos contemplando en silencio el cuerpo sin vida de la fiera bajo cuyas garras a punto estuvieron de perecer. La muchacha fue la primera en tomar de nuevo la palabra, tras el estallido de su impulsiva confesión. -¿Quién puede haber sido? -susurró. -¡Sabe Dios! -fue lo único que se le ocurrió contestar al hombre. -Si es un amigo, ¿por qué no se presenta? -continuó Jane-. ¿No crees que deberíamos llamarle, aunque sólo fuese para darle las gracias? Maquinalmente, Clayton hizo lo que Jane sugería, pero sólo obtuvieron la callada por respuesta. Jane Porter se estremeció. -La jungla misteriosa -musitó entre dientes-. La terrible jungla. Consigue que hasta los gestos amistosos parezcan algo aterrador. -Vale más que volvamos al refugio -dijo Clayton-. Al menos tú estarás allí más segura. -Añadió con amargura-: Maldita la protección que puedo ofrecerte yo. -No hables así, William -se apresuró a decir Jane, lamentando la herida que habían abierto sus palabras-. Te has portado lo mejor que has podido. Has sido noble, sacrificado y valiente. No tienes la culpa de no ser un superhombre. Que yo conozca, sólo hay otro hombre que se hubiera comportado mejor que tú. Por culpa de la excitación elegí mal las palabras... No quería ofenderte. Lo único que quiero es que quede claro, de una vez por todas, que no puedo casarme contigo... que tal matrimonio sería una ruindad. -Creo que lo entiendo -repuso Clayton-. No hablemos más del asunto... al menos hasta que hayamos vuelto a la civilización. Al día siguiente, Thuran había empeorado. Su estado delirante era casi continuo. Nada podían hacer para aliviarle, ni tampoco Clayton tenía excesivos deseos de intentarlo. Temía al ruso por el daño que pudiera causarle a Jane... y en el fondo de su corazón confiaba en que muriese. La idea de que le pudiera ocurrir algo a él y que la muchacha quedase totalmente a merced de aquella bestia le producía una inquietud mayor que la probabilidad de la muerte casi segura que esperaba a Jane caso de quedarse sola en los aledaños de la despiadada selva virgen. El inglés había sacado el grueso venablo del cuerpo del león, así que cuando por la mañana salió de caza y se aventuró por la jungla, la sensación de seguridad que le animaba era infinitamente mayor que en ninguna otra ocasión desde que arribaron a aquella costa salvaje. La consecuencia fue que se adentró en la selva e, inconscientemente o no, se alejó del refugio más de lo habitual.

Una terrible expresión apareció en su rostro mientras colocaba en el arco una flecha<br />

envenenada. En aquellas grises pupilas fulguró un brillo desagradable mientras<br />

apuntaba a la espalda del confiado hombre, ajeno al peligro que se cernía sobre él.<br />

Tarzán miró a lo largo del pulimentado astil de la flecha y luego tensó al máximo la<br />

cuerda del arco, para que el impulso permitiera al proyectil atravesar el corazón al que<br />

estaba destinada.<br />

Pero no envió el mensajero fatal. Despacio, la punta de la flecha se inclinó hacia<br />

abajo; el color escarlata de la cicatriz volvió a fundirse con el tono bronceado de la<br />

frente; se aflojó la tensión de la cuerda del arco... Y Tarzán de los Monos agachó la<br />

cabeza y, tristemente, volvió a adentrarse por la selva y se dirigió a la aldea de los<br />

waziris.<br />

XXIII<br />

Cincuenta hombres espantosos<br />

Jane Porter y William Cecil Clayton permanecieron largos minutos contemplando en<br />

silencio el cuerpo sin vida de la fiera bajo cuyas garras a punto estuvieron de perecer.<br />

La muchacha fue la primera en tomar de nuevo la palabra, tras el estallido de su<br />

impulsiva confesión.<br />

-¿Quién puede haber sido? -susurró.<br />

-¡Sabe Dios! -fue lo único que se le ocurrió contestar al hombre.<br />

-Si es un amigo, ¿por qué no se presenta? -continuó Jane-. ¿No crees que deberíamos<br />

llamarle, aunque sólo fuese para darle las gracias?<br />

Maquinalmente, Clayton hizo lo que Jane sugería, pero sólo obtuvieron la callada por<br />

respuesta.<br />

Jane Porter se estremeció.<br />

-La jungla misteriosa -musitó entre dientes-. La terrible jungla. Consigue que hasta los<br />

gestos amistosos parezcan algo aterrador.<br />

-Vale más que volvamos al refugio -dijo Clayton-. Al menos tú estarás allí más<br />

segura. -Añadió con amargura-: Maldita la protección que puedo ofrecerte yo.<br />

-No hables así, William -se apresuró a decir Jane, lamentando la herida que habían<br />

abierto sus palabras-. Te has portado lo mejor que has podido. Has sido noble,<br />

sacrificado y valiente. No tienes la culpa de no ser un superhombre. Que yo conozca,<br />

sólo hay<br />

otro hombre que se hubiera comportado mejor que tú. Por culpa de la excitación elegí<br />

mal las palabras... No quería ofenderte. Lo único que quiero es que quede claro, de una<br />

vez por todas, que no puedo casarme contigo... que tal matrimonio sería una ruindad.<br />

-Creo que lo entiendo -repuso Clayton-. No hablemos más del asunto... al menos hasta<br />

que hayamos vuelto a la civilización.<br />

Al día siguiente, Thuran había empeorado. Su estado delirante era casi continuo. Nada<br />

podían hacer para aliviarle, ni tampoco Clayton tenía excesivos deseos de intentarlo.<br />

Temía al ruso por el daño que pudiera causarle a Jane... y en el fondo de su corazón<br />

confiaba en que muriese. La idea de que le pudiera ocurrir algo a él y que la muchacha<br />

quedase totalmente a merced de aquella bestia le producía una inquietud mayor que la<br />

probabilidad de la muerte casi segura que esperaba a Jane caso de quedarse sola en los<br />

aledaños de la despiadada selva virgen.<br />

El inglés había sacado el grueso venablo del cuerpo del león, así que cuando por la<br />

mañana salió de caza y se aventuró por la jungla, la sensación de seguridad que le<br />

animaba era infinitamente mayor que en ninguna otra ocasión desde que arribaron a<br />

aquella costa salvaje.<br />

La consecuencia fue que se adentró en la selva e, inconscientemente o no, se alejó del<br />

refugio más de lo habitual.

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