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Cincuenta viajes tuvo que hacer Tarzán para depositar todos los lingotes en el recinto<br />
del anfiteatro. Del hueco del tronco de un árbol herido por un rayo sacó la misma azada<br />
con la que había desenterrado el arcón del profesor Arquímedes Q. Porter y que, en<br />
cierta ocasión, a imitación de los simios, sepultó en el mismo lugar. Con aquella<br />
herramienta excavó una zanja alargada, en cuyo fondo colocó la fortuna que sus negros<br />
habían trasladado desde la olvidada cámara del tesoro de la ciudad de Opar.<br />
Durmió aquella noche dentro del recinto del anfiteatro y, casi con el alba, se puso en<br />
camino hacia su cabaña, que deseaba visitar antes de volver con los waziris. Encontró<br />
las cosas tal como las había dejado y luego se adentró en la jungla para ver si podía<br />
cazar algo, con la intención de llevarse la pieza a la cabaña para darse un banquete a<br />
gusto y rematar el día durmiendo en un lecho cómodo.<br />
Recorrió unos ocho kilómetros en dirección sur, hacia las orillas de un gran río que<br />
desembocaba en el mar a cosa de diez kilómetros de la cabaña. Habría avanzado<br />
ochocientos metros tierra adentro, cuando su fino olfato captó el único olor que<br />
sobresalta a toda la selva virgen: Tarzán percibió el olor del hombre.<br />
El viento soplaba desde el océano, por lo que Tarzán supo que las personas de las que<br />
provenía se encon<br />
traban al oeste de su situación. Mezclado con el de hombre llegaba el olor de Numa.<br />
Hombre y león.<br />
«Será mejor que me dé prisa», pensó el hombre mono, al reconocer el efluvio del<br />
hombre blanco. «Seguramente Numa ha salido de caza.»<br />
Cuando a través de los árboles llegó a la linde de la selva, vio a una mujer que,<br />
arrodillada, parecía estar rezando. De pie ante ella, con la cabeza hundida entre los<br />
brazos, había un hombre blanco de aspecto salvaje y primitivo. A espaldas del hombre,<br />
un viejo león de roñoso aspecto avanzaba despacio hacia una fácil presa. Como el<br />
hombre tenía la cara oculta y la mujer inclinada la cabeza, Tarzán no podía ver las<br />
facciones de ninguno de los dos.<br />
Numa se aprestaba ya a saltar. No había un segundo que perder. Tarzán ni siquiera<br />
contaba con tiempo para preparar el arco y hundir una flecha envenenada en la piel<br />
amarilla del felino. Y estaba demasiado lejos para llegar hasta la fiera y utilizar el<br />
cuchillo sobre ella. No quedaba más que una esperanza... una sola alternativa. Y el<br />
hombre-mono actuó con la celeridad<br />
del pensamiento.<br />
Un brazo musculoso voló hacia atrás y en una milésima de segundo un fuerte venablo<br />
pasó por encima del hombro del gigante... El potente brazo efectuó un vigoroso<br />
movimiento hacia adelante y un veloz mensajero de muerte atravesó raudo la fronda y<br />
fue a enterrarse en el corazón de la fiera, ya en pleno salto. Sin producir sonido alguno,<br />
Numa rodó a los pies de sus presuntas víctimas... muerto.<br />
Durante unos instantes, ni el hombre ni la mujer se movieron. Luego, ésta abrió los<br />
párpados y se quedó mirando con asombrados ojos el animal caído sin vida a la espalda<br />
de su compañero. Cuando la boni-<br />
ta cabeza se alzó, a Tarzán de los Monos se le escapó un jadeo de atónita sorpresa. ¿Se<br />
había vuelto loco? ¡Aquella no podía ser la mujer que amaba! ¡Sin embargo, no era<br />
ninguna otra!<br />
La mujer se levantó y el hombre la rodeó con su brazo y se dispuso a besarla. De<br />
súbito, el hombremono lo vio todo rojo a través de una sangrienta bruma asesina y la<br />
vieja cicatriz de su frente adoptó un ardiente color escarlata para destacar sobre el tono<br />
moreno de la piel.