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los peldaños era de cemento, pero la planta de sus pies descalzos notó mientras subía<br />

que la materia de aquellos escalones cambiaba repentinamente. Los escalones de<br />

cemento fueron sustituidos por otros de granito. Al tantearlos con la mano, Tarzán<br />

descubrió que estos últimos estaban aliados en la roca viva, ya que no se apreciaba<br />

ninguna hendidura de acoplamiento.<br />

Durante una treintena de metros, los peldaños ascendían en espiral. Finalmente, la<br />

escalera de cara-<br />

col trazó un giro brusco y Tarzán se encontró en una estrecha grieta flanqueada por<br />

dos muros de roca. Por encima, las estrellas fulguraban en el cielo y, ante él, una cuesta<br />

empinada sustituía a la escalera. Tarzán ascendió presuroso por el sendero ascendente y<br />

al llegar a la parte superior se encontró con un enorme y áspero peñasco de granito.<br />

A kilómetro y medio de allí se encontraba la ruinosa ciudad de Opar, con sus cúpulas<br />

y torreones bañados por la luz suave de la luna ecuatorial. Tarzán bajó la mirada sobre<br />

el lingote que había llevado consigo. Lo examinó durante unos momentos a los<br />

resplandecientes rayos lunares y luego alzó la cabeza y contempló las distantes moles de<br />

representantes de una grandeza en plena ruina.<br />

-Opar -musitó-. Opar, la ciudad encantada de un pretérito muerto y olvidado. Ciudad<br />

de beldades y seres animalescos. Ciudad de horror y muerte, pero... ¡ciudad de riqueza<br />

fabulosa!<br />

El lingote era de oro puro.<br />

El peñasco en el que se encontraba Tarzán sobresalía en la planicie a bastante<br />

distancia de los riscos que sus guerreros y él habían escalado la mañana anterior.<br />

Descender por aquella áspera y perpendicular cara rocosa era una empresa infinitamente<br />

laboriosa y de considerable peligro, incluso para el hombre-mono, pero al final tuvo el<br />

blando suelo del valle bajo los pies y, sin volver la cabeza para echar otro vistazo a la<br />

ciudad de Opar, encaró las escarpaduras y se dispuso a atravesar el valle a paso ligero.<br />

El sol empezaba a remontarse en el cielo cuando Tarzán llegó a la cumbre plana de la<br />

montaña que constituía la frontera occidental del valle. Avistó a sus pies una columna<br />

de humo que se elevaba por enci<br />

ma de las copas de los árboles del bosque que verdeaba en la base de las estribaciones<br />

serranas.<br />

-Hombres -murmuró-. Salieron cincuenta en mi búsqueda. ¿Serán ellos?<br />

Descendió rápidamente por la cara del farallón y, tras dejarse caer en el fondo de un<br />

estrecho barranco que llevaba a la distante arboleda, se encaminó apresuradamente en<br />

dirección al humo. Al llegar a la orilla del bosque, a unos cuatrocientos metros del<br />

punto de donde se elevaba en el tranquilo aire la delgada columna de humo, Tarzán se<br />

subió a la enramada. Se fue aproximando cautelosamente y, de súbito, apareció ante sus<br />

ojos una tosca boma, en el centro de la cual, sentados en cuclillas alrededor de sus<br />

minúsculas fogatas, vio a sus cincuenta negros waziris. Los avisó en su propia lengua:<br />

-¡Levantaos, muchachos, y saludad a vuestro rey!<br />

Entre exclamaciones de sorpresa y temor, los guerreros se pusieron en pie, sin tener<br />

muy claro si debían huir o quedarse allí. Tarzán se descolgó ágilmente de una rama y se<br />

situó en el centro del grupo. Cuando comprobaron que era su jefe en carne y hueso y no<br />

un espíritu materializado momentáneamente, los invadió una eufórica alegría.<br />

-¡Fuimos cobardes, oh Waziri! -exclamó Busuli-. Salimos huyendo y te abandonamos<br />

a tu suerte. Pero cuando logramos superar nuestro pánico juramos volver para salvarte<br />

o, por lo menos, vengar tu posible asesinato. Precisamente ahora estábamos preparando<br />

la operación de escalar de nuevo esas alturas y atravesar el valle desolado que lleva a la<br />

ciudad.

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