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sacerdotisa, por más que ésta luchaba con todas sus fuerzas para zafarse de la furia de<br />

aquel terrible ser que tenía encima.<br />

Cuando la pesada mano de Tarzán se posó en el hombro del sacerdote, éste soltó a su<br />

víctima y se revolvió contra el candidato a salvarla. Cubiertos de espuma los labios,<br />

prestas las fauces a la dentellada, el demente adorador del Sol combatía con unas<br />

energías que la locura multiplicaba por diez. En la avidez sanguinaria de su furor, la<br />

criatura había vuelto súbitamente a un estado de bestialidad primitiva, se convirtió en un<br />

animal salvaje, olvidado de la daga que llevaba al cinto, y sólo pensaba en las armas<br />

naturales con que luchaba su irracional ancestro en los albores de la evolución del<br />

hombre.<br />

Pero si bien sabía emplear ventajosamente la dentadura y las manos, se encontró con<br />

alguien incluso más ducho que él, más competente aún en la escuela de la pelea salvaje<br />

a la que el sacerdote loco<br />

había revertido. Tarzán de los Monos se le abrazó y ambos cayeron juntos al suelo,<br />

desgarrándose y destrozándose recíprocamente como dos monos machos. La<br />

sacerdotisa, mientras, se mantuvo pegada a la pared, contemplando con ojos como<br />

platos, fascinados por aquel horror, a las dos fieras que, a sus pies, rugían y se atacaban<br />

con saña.<br />

Vio que, por último, una mano del desconocido se cerraba en torno a la garganta de su<br />

adversario, obligaba a echar hacia atrás la cabeza del hombre bestia y descargaba una<br />

lluvia de golpes sobre su rostro vuelto hacia arriba. Un momento después, el extraño<br />

apartó de sí la figura inerte de su enemigo, se incorporó y la sacudió como un león.<br />

Apoyó un pie en el cuerpo caído a sus plantas, alzó la cabeza y se aprestó a lanzar el<br />

grito de victoria de su tribu, pero cuando su mirada llegó a la abertura que conducía al<br />

templo de los sacrificios humanos cambió de idea y se abstuvo de lanzar al aire su grito.<br />

Medio paralizada hasta entonces por el terror que la había dominado durante la lucha<br />

de los dos hombres, la muchacha empezó a pensar en la probable suerte que iba a<br />

abatirse sobre ella, porque aunque se había librado de las garras del sacerdote loco ahora<br />

iba a caer en poder de alguien a quien momentos antes estuvo a punto de matar. Miró en<br />

torno, a la búsqueda de alguna vía de escape. Cerca se le abría la negra boca de un<br />

pasillo, pero cuando se dispuso a franquear los umbrales de aquella salida los ojos del<br />

hombre mono cayeron sobre ella y, con celérico salto, Tarzán se plantó junto a la joven<br />

y una fuerte mano se posó en su brazo.<br />

-¡Espera! -dijo Tarzán de los Monos en el lenguaje de la tribu de<br />

Kerchak.<br />

La muchacha se le quedó mirando, atónita. -¿Quién eres tú -susurró- que hablas el<br />

lenguaje del primer hombre?<br />

-Soy Tarzán de los Monos -respondió él, en la lengua vernácula de los antropoides.<br />

-¿Qué quieres de mí? -continuó ella-. ¿Con qué propósito me has salvado de Tha?<br />

-¿Acaso puedo ver cómo asesinan a una mujer? -respondió Tarzán con otra pregunta.<br />

-¿Qué pretendes hacer ahora conmigo? -quiso saber la sacerdotisa.<br />

-Nada -replicó Tarzán-, pero tú sí puedes hacer algo por mí... Sacarme de este sitio y<br />

proporcionarme la libertad.<br />

Lo sugirió sin albergar la más ligera esperanza de que la muchacha accediese. Tenía la<br />

certeza poco menos que absoluta de que la ceremonia del sacrificio se reanudaría a<br />

partir del punto en que se interrumpió, caso de que la suma sacerdotisa impusiera su<br />

voluntad, aunque también estaba seguro a todo estarlo de que, sin ligaduras y con una<br />

daga en la mano, Tarzán de los Monos sería una víctima mucho menos dócil y<br />

manejable que un Tarzán maniatado y sin armas.<br />

La sacerdotisa le contempló largo rato antes de hablar.

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