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abalanzarse sobre la sacerdotisa situada frente a él y destrozarle la cabeza de un solo<br />

garrotazo. Los sesos de la mujer salpicaron los alrededores, despedidos en todas<br />

direcciones. Sucedió a continuación lo que Tarzán había presenciado centenares de<br />

veces a lo largo de su existencia entre los moradores de la jungla. Había visto ocurrirle<br />

aquello mismo a Kerchak, a Tublat y a Terkoz; a una docena de monos adultos de su<br />

tribu; y a Tantor, el elefante; escasos eran los machos de la selva que se salvaban de<br />

verse acometidos en un momento u otro por aquel ataque de frenesí demencial. El<br />

sacerdote se volvió loco y, enarbolando su gruesa estaca, se lanzó sobre sus<br />

compañeras.<br />

Acompañaba sus aterradores gritos de furia con una lluvia de golpes demoledores<br />

propinados por aquel gigantesco garrote, golpes que sólo interrumpía para hundir sus<br />

espantosos colmillos en la carne de alguna víctima que tenía la desgracia de quedar a su<br />

alcance. Durante todo ese tiempo, la suma sacerdotisa permaneció inmóvil, suspendida<br />

sobre el pecho de Tarzán la mano que empuñaba el cuchillo, fijos los horrorizados ojos<br />

en el maniaco homicida que sembraba muerte y destrucción entre las sacerdotisas.<br />

La nave del templo se quedó desierta en cuestión de segundos. Sólo quedaron allí los<br />

muertos y los moribundos esparcidos por el suelo, la presunta víctima tendida sobre el<br />

altar, la suma sacerdotisa y el loco. Un nuevo y repentino fulgor obsceno se encendió en<br />

los ladinos ojillos del furibundo desequilibrado cuan<br />

do se posaron en la mujer. Se le fue aproximando lentamente y empezó a hablar. Y la<br />

sorpresa se despertó en los oídos de Tarzán, porque aquel era un lenguaje que entendía,<br />

el último que hubiera esperado que emplease alguien que pretendiera entablar<br />

conversación con seres humanos, el gruñido gutural con que se comunicaban los<br />

miembros de su tribu de grandes antropoides, su propia lengua materna. Y la suma<br />

sacerdotisa contestó al hombre en el mismo lenguaje.<br />

A las amenazas que profería aquella bestia humana, la mujer respondía intentando<br />

razonar, porque era evidente que el individuo no iba a doblegarse a la autoridad. El<br />

sacerdote loco se encontraba ya muy cerca... Tendidas las manos, como garras, hacia la<br />

mujer, daba la vuelta al altar por uno de los extremos.<br />

Tarzán bregó con las ligaduras que le sujetaban las manos a la espalda. La mujer no se<br />

percató de ello: sumida en el horror del peligro que la amenazaba se había olvidado de<br />

la víctima del sacrificio. Cuando la fiera dio un salto y dejó atrás a Tarzán, dispuesta a<br />

agarrar a la sacerdotisa, el hombre mono dio un tirón sobrehumano a las ligaduras. El<br />

esfuerzo le impulsó fuera del altar, rodó sobre sí mismo y cayó en el suelo de piedra por<br />

el lado contrario al que se encontraba la suma sacerdotisa. Se puso en pie y, al tiempo<br />

que caían de los brazos las ataduras, se dio cuenta de que estaba solo en aquella parte<br />

del templo: el sacerdote loco y la suma sacerdotisa habían desaparecido.<br />

Un grito sofocado llegó entonces por la cavernosa boca del oscuro agujero abierto más<br />

allá del altar de los sacrificios, a través de la cual había entrado la suma sacerdotisa en la<br />

nave del templo. Sin pensar en absoluto en su propia seguridad o en las posibili-<br />

dades de escapatoria que le ofrecía aquella serie de circunstancias fortuitas favorables,<br />

Tarzán de los Monos atendió a la llamada de una mujer en peligro. Un á_1 salto le llevó<br />

a la ominosa entrada de la cámara subterránea y un instante después descendía<br />

corriendo por un tramo de viejos peldaños de cemento que ignoraba a dónde podían<br />

conducirle.<br />

A la tenue claridad que se filtraba desde la nave distinguió un sótano amplio, de techo<br />

bajo, en el que había varias puertas abiertas a espacios negros como la tinta. Pero no<br />

tuvo necesidad de adentrarse a la ventura por ninguna de aquellas puertas, porque frente<br />

a él estaba lo que iba a buscar: la fiera enloquecida tenía a la muchacha contra el suelo y<br />

los dedos de antropoide se hundían frenéticamente en la garganta de la suma

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