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entonces su danza, se acercaron y la mujer indicó a Tarzán que se levantara. Le colocó<br />
alrededor del cuello la atadura que acababa de quitarle de los tobillos y lo condujo a<br />
través del patio. Los hombres les siguieron en fila de dos en fondo.<br />
La muchacha encabezó la marcha a lo largo de retorcidos pasillos, adentrándose por<br />
las profundas interioridades del templo, hasta que llegaron a una enorme nave, en el<br />
centro de la cual estaba dispuesto un altar. El hombre-mono comprendió entonces que<br />
toda la cere-<br />
monia anterior no había sido más que el preámbulo para introducirle en aquel<br />
santuario sagrado.<br />
Había caído en poder de unos descendientes de antiguos adoradores del Sol. Su<br />
aparente rescate por parte de una vicaria de la gran sacerdotisa del Sol no había sido<br />
más que parte de aquella parodia que constituía su rito pagano: al derramar el astro rey<br />
sus rayos por el hueco cuadrado de lo alto del patio, reclamaba como propia aquella<br />
víctima, de modo que la sacerdotisa había acudido de las interioridades del templo para<br />
arrancarla de las manos impuras de aquellos profanos, salvarlo y ofrendarlo como<br />
sacrificio humano a la flamígera deidad.<br />
Y si necesitaba confirmación a su hipótesis, no tenía más que echar una ojeada a las<br />
manchas rojo parduscas que salpicaban la piedra del altar y del suelo alrededor del<br />
mismo, así como a las calaveras que exhibían sus sonrisas descarnadas en las<br />
innumerables hornacinas de los altos muros.<br />
La sacerdotisa llevó a la víctima hasta la escalinata del altar. Las galerías volvieron a<br />
colmarse de espectadores, mientras por la arqueada puerta del extremo oriental de la<br />
nave empezó a discurrir hacia el interior de la amplia nave una procesión de mujeres<br />
que poco a poco la fue llenando. Al igual que los hombres, sólo iban vestidas con pieles<br />
de animales salvajes sujetas a la cintura con correas de cuero crudo o cadenas de oro.<br />
Pero en sus espesas cabelleras negras se incrustaba un tocado compuesto por<br />
innumerables piezas de oro, circulares y ovaladas, ingeniosamente unidas entre sí para<br />
formar un gorro metálico del que colgaban, a ambos lados de la cabeza, largas cadenas<br />
de eslabones ovales que descendían hasta la cintura.<br />
Las mujeres estaban mucho mejor formadas que los hombres, sus figuras eran mucho<br />
más proporcionadas simétricamente, sus facciones de una perfección muy sugestiva, la<br />
configuración de sus cabezas, así como la hermosura de sus ojos grandes, negros, de<br />
mirada suave, denotaban mucha más inteligencia y humanidad que los de sus, al<br />
parecer, amos y señores.<br />
Cada una de aquellas sacerdotisas llevaba en las manos sendas copas de oro y, cuando<br />
se colocaron en fila a un lado del altar, los hombres hicieron lo propio en el ala contraria<br />
y luego avanzaron para coger una copa de la mujer que tenían enfrente. Se reanudó el<br />
canto una vez más y, entonces, por la boca de un tenebroso pasillo situado al fondo del<br />
altar emergió otra mujer, procedente de las cavernosas profundidades del subsuelo de la<br />
cámara.<br />
«La suma sacerdotisa», pensó Tarzán. Era una joven de rostro bien parecido y<br />
expresión inteligente. Sus adornos guardaban bastante semejanza con los de sus<br />
vestales, pero eran más complejos y ricos, puesto que llevaban engarzados profusión de<br />
diamantes. La gran cantidad de ornamentos enjoyados que lucía en los desnudos brazos<br />
y piernas casi ocultaban totalmente sus extremidades, mientras que un ceñidor de aros<br />
de oro con extraños dibujos formados por infinidad de pequeños diamantes sostenía la<br />
piel de leopardo que era su único vestido. Al cinto llevaba un largo cuchillo con el<br />
mango también engastado en joyas y su diestra empuñaba una vara delgada en vez de<br />
un garrote.