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absolutamente desconocida para el hombre-mono. Le dejaron caer en un suelo de cemento y se alejaron al trote de sus cortas piernas, rumbo a otra parte del templo situada más allá del patio. Tendido boca arriba, Tarzán observó que el recinto del templo estaba totalmente circundado por unos muros enormes que se elevaban sobre él. En las alturas resultaba visible un pequeño cuadrado de cielo azul, y en una dirección, a través de una tronera, divisó unas ramas cubiertas de follaje, aunque no sabía si estaban dentro o fuera del templo. Desde el suelo hasta el borde superior del templo, circundaban el patio series de galerías abiertas y, de vez en cuando, el cautivo vislumbró pupilas brillantes que relucían bajo espesos flequillos de pelo caído sobre la frente. Ojos que le contemplaban desde las galerías. Con cuidado, el hombre-mono probó la solidez de las ligaduras que lo mantenían atado y, aunque no podía estar seguro al ciento por ciento, pensó que no eran lo bastante fuertes para resistir la potencia de sus vigorosos músculos cuando llegara el momento de esforzarse para recobrar la libertad. Pero no juzgó oportuno someter las ataduras a prueba en aquel momento. Era mejor intentarlo cuando hubiese caído la oscuridad y no sintiera fijos en su persona aquellos ojos que lo espiaban. Estuvo varias horas tendido en el suelo del patio hasta que los primeros rayos de sol descendieron en vertical sobre él. Y casi al mismo tiempo oyó el rumor de pies descalzos que caminaban por los pasillos circundantes. Instantes después observó que las galerías de encima se llenaban de semblantes con astuta expresión, mientras más de una veintena de hombres irrumpía en el patio. Durante un momento, todas las miradas confluyeron en el rutilante sol del mediodía y luego, al unísono, los que poblaban las galerías y los que se encontraban en el patio empezaron a entonar un repetido y extraño estribillo, en tono bajo, pesado, lúgubre. Acto seguido, los que estaban alrededor de Tarzán iniciaron una danza al ritmo de su solemne cántico. Bailaron en círculo, despacio, en torno al hombremono: en su forma de moverse, arrastrando los pies al compás de aquella cantinela parecían un grupo de osos torpes y desmañados. Pero mientras danzaban no dirigían la vista sobre Tarzán, sino que sus ojillos estaban clavados en el sol con inamovible fijeza. Durante diez minutos, más o menos, continuaron con su canto y sus pasos monótonos. Luego, de pronto, con perfecta sincronización, todos se volvieron a la vez hacia su víctima, enarbolaron sus garrotes y, con las facciones contraídas en la más diabólica de las expresiones, se abalanzaron sobre Tarzán. En aquel preciso instante, una figura femenina se adelantó para situarse en medio de aquella horda sedienta de sangre y, con una estaca similar a la que empuñaban los hombres, con la diferencia de que estaba labrada en oro, obligó a retroceder a los individuos que avanzaban hacia el caído. xx La Durante unos segundos, Tarzán creyó que algún incomprensible capricho del destino había propiciado un milagro salvador, pero cuando cayó en la cuenta de la facilidad con que la muchacha, por sí misma, sin ayuda de nadie, hizo retroceder a veinte hombres que parecían otros tantos gorilas, y cuando, un instante después, vio que todos reanudaban la danza a su alrededor, bajo la dirección de la joven, cuya monótona cantinela evidentemente se sabía de memoria, el hombre-mono llegó a la conclusión de que todo aquello no era más que parte de una ceremonia en la que él representaba el papel de protagonista. Al cabo de un momento, la muchacha desenvainó un cuchillo que llevaba al cinto, se inclinó sobre Tarzán y le cortó las ligaduras de los pies. Los hombres interrumpieron
entonces su danza, se acercaron y la mujer indicó a Tarzán que se levantara. Le colocó alrededor del cuello la atadura que acababa de quitarle de los tobillos y lo condujo a través del patio. Los hombres les siguieron en fila de dos en fondo. La muchacha encabezó la marcha a lo largo de retorcidos pasillos, adentrándose por las profundas interioridades del templo, hasta que llegaron a una enorme nave, en el centro de la cual estaba dispuesto un altar. El hombre-mono comprendió entonces que toda la cere- monia anterior no había sido más que el preámbulo para introducirle en aquel santuario sagrado. Había caído en poder de unos descendientes de antiguos adoradores del Sol. Su aparente rescate por parte de una vicaria de la gran sacerdotisa del Sol no había sido más que parte de aquella parodia que constituía su rito pagano: al derramar el astro rey sus rayos por el hueco cuadrado de lo alto del patio, reclamaba como propia aquella víctima, de modo que la sacerdotisa había acudido de las interioridades del templo para arrancarla de las manos impuras de aquellos profanos, salvarlo y ofrendarlo como sacrificio humano a la flamígera deidad. Y si necesitaba confirmación a su hipótesis, no tenía más que echar una ojeada a las manchas rojo parduscas que salpicaban la piedra del altar y del suelo alrededor del mismo, así como a las calaveras que exhibían sus sonrisas descarnadas en las innumerables hornacinas de los altos muros. La sacerdotisa llevó a la víctima hasta la escalinata del altar. Las galerías volvieron a colmarse de espectadores, mientras por la arqueada puerta del extremo oriental de la nave empezó a discurrir hacia el interior de la amplia nave una procesión de mujeres que poco a poco la fue llenando. Al igual que los hombres, sólo iban vestidas con pieles de animales salvajes sujetas a la cintura con correas de cuero crudo o cadenas de oro. Pero en sus espesas cabelleras negras se incrustaba un tocado compuesto por innumerables piezas de oro, circulares y ovaladas, ingeniosamente unidas entre sí para formar un gorro metálico del que colgaban, a ambos lados de la cabeza, largas cadenas de eslabones ovales que descendían hasta la cintura. Las mujeres estaban mucho mejor formadas que los hombres, sus figuras eran mucho más proporcionadas simétricamente, sus facciones de una perfección muy sugestiva, la configuración de sus cabezas, así como la hermosura de sus ojos grandes, negros, de mirada suave, denotaban mucha más inteligencia y humanidad que los de sus, al parecer, amos y señores. Cada una de aquellas sacerdotisas llevaba en las manos sendas copas de oro y, cuando se colocaron en fila a un lado del altar, los hombres hicieron lo propio en el ala contraria y luego avanzaron para coger una copa de la mujer que tenían enfrente. Se reanudó el canto una vez más y, entonces, por la boca de un tenebroso pasillo situado al fondo del altar emergió otra mujer, procedente de las cavernosas profundidades del subsuelo de la cámara. «La suma sacerdotisa», pensó Tarzán. Era una joven de rostro bien parecido y expresión inteligente. Sus adornos guardaban bastante semejanza con los de sus vestales, pero eran más complejos y ricos, puesto que llevaban engarzados profusión de diamantes. La gran cantidad de ornamentos enjoyados que lucía en los desnudos brazos y piernas casi ocultaban totalmente sus extremidades, mientras que un ceñidor de aros de oro con extraños dibujos formados por infinidad de pequeños diamantes sostenía la piel de leopardo que era su único vestido. Al cinto llevaba un largo cuchillo con el mango también engastado en joyas y su diestra empuñaba una vara delgada en vez de un garrote.
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absolutamente desconocida para el hombre-mono. Le dejaron caer en un suelo de<br />
cemento y se alejaron al trote de sus cortas piernas, rumbo a otra parte del templo<br />
situada más allá del patio.<br />
Tendido boca arriba, Tarzán observó que el recinto del templo estaba totalmente<br />
circundado por unos muros enormes que se elevaban sobre él. En las alturas resultaba<br />
visible un pequeño cuadrado de cielo azul, y en una dirección, a través de una tronera,<br />
divisó unas ramas cubiertas de follaje, aunque no sabía si estaban dentro o fuera del<br />
templo.<br />
Desde el suelo hasta el borde superior del templo, circundaban el patio series de<br />
galerías abiertas y, de vez en cuando, el cautivo vislumbró pupilas brillantes que<br />
relucían bajo espesos flequillos de pelo caído sobre la frente. Ojos que le contemplaban<br />
desde las galerías.<br />
Con cuidado, el hombre-mono probó la solidez de las ligaduras que lo mantenían<br />
atado y, aunque no podía estar seguro al ciento por ciento, pensó que no eran lo bastante<br />
fuertes para resistir la potencia de sus vigorosos músculos cuando llegara el momento<br />
de esforzarse para recobrar la libertad. Pero no juzgó oportuno someter las ataduras a<br />
prueba en aquel momento. Era mejor intentarlo cuando hubiese caído la oscuridad y no<br />
sintiera fijos en su persona aquellos ojos que lo espiaban.<br />
Estuvo varias horas tendido en el suelo del patio hasta que los primeros rayos de sol<br />
descendieron en vertical sobre él. Y casi al mismo tiempo oyó el rumor de pies<br />
descalzos que caminaban por los pasillos circundantes. Instantes después observó que<br />
las galerías de encima se llenaban de semblantes con astuta expresión, mientras más de<br />
una veintena de hombres irrumpía en el patio.<br />
Durante un momento, todas las miradas confluyeron en el rutilante sol del mediodía y<br />
luego, al unísono, los que poblaban las galerías y los que se encontraban en el patio<br />
empezaron a entonar un repetido y extraño estribillo, en tono bajo, pesado, lúgubre.<br />
Acto seguido, los que estaban alrededor de Tarzán iniciaron una danza al ritmo de su<br />
solemne cántico. Bailaron en círculo, despacio, en torno al hombremono: en su forma de<br />
moverse, arrastrando los pies al compás de aquella cantinela parecían un grupo de osos<br />
torpes y desmañados. Pero mientras danzaban no dirigían la vista sobre Tarzán, sino que<br />
sus ojillos estaban clavados en el sol con inamovible fijeza.<br />
Durante diez minutos, más o menos, continuaron con su canto y sus pasos monótonos.<br />
Luego, de pronto, con perfecta sincronización, todos se volvieron a la vez hacia su<br />
víctima, enarbolaron sus garrotes y, con las facciones contraídas en la más diabólica de<br />
las expresiones, se abalanzaron sobre Tarzán.<br />
En aquel preciso instante, una figura femenina se adelantó para situarse en medio de<br />
aquella horda sedienta de sangre y, con una estaca similar a la que empuñaban los<br />
hombres, con la diferencia de que estaba labrada en oro, obligó a retroceder a los<br />
individuos que avanzaban hacia el caído.<br />
xx La<br />
Durante unos segundos, Tarzán creyó que algún incomprensible capricho del destino<br />
había propiciado un milagro salvador, pero cuando cayó en la cuenta de la facilidad con<br />
que la muchacha, por sí misma, sin ayuda de nadie, hizo retroceder a veinte hombres<br />
que parecían otros tantos gorilas, y cuando, un instante después, vio que todos<br />
reanudaban la danza a su alrededor, bajo la dirección de la joven, cuya monótona<br />
cantinela evidentemente se sabía de memoria, el hombre-mono llegó a la conclusión de<br />
que todo aquello no era más que parte de una ceremonia en la que él representaba el<br />
papel de protagonista.<br />
Al cabo de un momento, la muchacha desenvainó un cuchillo que llevaba al cinto, se<br />
inclinó sobre Tarzán y le cortó las ligaduras de los pies. Los hombres interrumpieron