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09.05.2013 Views

un grupo compacto que parecía la personificación del nerviosismo medroso. Un solo chillido como el que oyeron la noche anterior habría sido suficiente para lanzarlos a una huida frenética por la angosta hendidura de las grandes murallas que permitía salir al mundo exterior. Al entrar en el edificio Tarzán tuvo la clara y absoluta certeza de que muchos ojos se clavaban en él. En un pasillo cercano sonó el rumor de unas sombras que se desplazaban presurosas y hubiera jurado que vio retirarse una mano humana del hueco de una tronera abierta en lo alto de la rotonda coronada por una cúpula. La cúpula cubría la estancia. El suelo de la cámara era de cemento, las paredes de liso granito en el que aparecían cinceladas curiosas figuras de hombres y animales. En algunos puntos de la sólida mampostería de las paredes se habían fijado placas de metal amarillo. Cuando se acercó a una de aquellas láminas comprobó que era de oro y que diversos jeroglíficos cubran su superficie. Detrás de aquella primera sala había otras y, al final de la última, el conjunto arquitectónico se ramificaba en diversas galerías. Tarzán cruzó varias de aquellas cámaras, en las que encontró numerosas pruebas de la fabulosa riqueza de sus remotos constructores. Vio en una sala varias columnas de oro macizo y observó que el suelo de otra era también del mismo precioso metal. En el curso de toda aquella exploración, los negros se mantenían muy juntos a su espalda, mientras formas extrañas parecían flotar a derecha e izquierda, ante ellos y a su espalda, aunque no lo bastante cerca como para que cualquiera pudiese decir que no estaban solos. La tensión, sin embargo, ponía a los waziris al borde del ataque de nervios. No cesaban de rogar a Tarzán que volviese a la luz del sol. Afirmaban que de aquella expedición no iba a salir nada bueno, porque los espíritus de los muertos que vivieron allí acudían asiduamente a visitar las ruinas. -¡Nos están observando, oh, rey! -musitó Busuli-. Nos acechan, están esperando que lleguemos al lugar más recóndito de su fortaleza para caer entonces sobre nosotros y destrozarnos a mordiscos. Así actúan los espíritus. El tío de mi madre, que es un gran hechicero, me lo contó infinidad de veces. Tarzán soltó la carcajada. -Volved a la luz del sol, chiquillos -permitió-. Me reuniré con vosotros cuando haya examinado estas ruinas desde el tejado hasta el sótano y cuando haya encontrado oro o me convenza de que no hay una brizna de él. Por lo menos podremos llevarnos las placas de las paredes, aunque las columnas pesan demasiado para que podamos cargar con ellas. Pero tiene que haber almacenes llenos de oro... oro que podamos llevarnos fácilmente, cargado a la espalda. Largaos ahora hacia donde haya aire fresco y podáis respirar a gusto. Unos cuantos waziris diligentes se dispusieron a obedecer a su jefe, pero Busuli y algunos otros dudaron en dejarlo..., titubearon entre el afecto y la lealtad a su rey y el temor supersticioso a lo desconocido. Y entonces, inesperadamente, se produjo algo que decidió el asunto sin que fuera preciso seguir debatiéndolo. De lo más profundo del silencio del templo surgió, muy cerca de sus oídos, el espantoso grito que escucharon la noche anterior y, entre exclamaciones de horror, los guerreros negros dieron media vuelta y atravesaron a todo correr las vacías salas del viejo edificio. Tarzán de los Monos permaneció donde lo dejaron, con una_ torva sonrisa en los labios..., a la espera del enemigo que suponía iba a abalanzarse sobre él de un momento a otro. Pero volvió a reinar un silencio absoluto, sólo turbado por el tenue rumor que producían unos pies descalzos al moverse subrepticiamente por las proximidades. Al cabo de un momento, Tarzán dio media vuelta y se aventuró hacia las profundidades del templo. Pasó de una sala a otra hasta llegar a una estancia cuya puerta

aparecía cerrada y asegurada con barrotes. Cuando aplicaba el hombro contra la hoja de madera, el escalofriante alarido resonó de nuevo, como un aviso, esa vez casi a su lado. Resultaba evidente que se le advertía de la conveniencia para él de abs- tenerse de profanar aquella estancia precisa. ¿No podía ocurrir que el secreto que conducía a los almacenes del tesoro se encontrase en aquella estancia? Sea como fuere, el mero hecho de que los extraños guardianes invisibles de aquel increíble lugar tuviesen algún motivo para no desear que él entrase en aquella cámara particular fue suficiente para que a Tarzán se le multiplicase por tres el deseo de hacerlo, y aunque el aullido se repetía continuamente, siguió empujando con el hombro hasta que la puerta cedió ante la ciclópea fuerza de Tarzán y empezó a girar sobre sus chirriantes goznes de madera. Una negrura de tumba saturaba el interior. No había ventana alguna por la que pudiera filtrarse un rayo de luz y el pasillo que conducía a la puerta estaba sumido en la semioscuridad, por lo que tampoco lanzaba ninguna claridad a través de la entrada. Tarzán tanteó el piso con la contera del venablo y entró en aquellas tinieblas de río Estigio. La puerta se cerró súbitamente a su espalda y, al mismo tiempo, multitud de manos misteriosas surgieron en la oscuridad, de todas direcciones, y sujetaron con fuerza al hombre mono. Éste luchó con toda la furia salvaje de su instinto de conservación, respaldado por su fuerza hercúlea. Pero aunque notó que sus puños golpeaban al enemigo y que sus dientes se clavaban en la carne de los agresores, parecía que siempre había dos nuevas manos para sustituir a las que acababa de rechazar. Acabaron por derribarle contra el suelo y poco a poco, muy despacio, consiguieron dominarlo merced a la superioridad numérica. Después le ataron las manos a la espalda. A continuación le doblaron las piernas hacia atrás, para ligarle los pies a las manos. Durante toda la pelea Tarzán no oyó más ruido que la entrecortada respiración de sus antagonistas y la zarabanda de la lucha. Ignoraba qué clase de criaturas le acababan de capturar, pero el hecho de que le hubiesen atado era prueba evidente de que se trataba de seres humanos. En aquel momento lo levantaron del suelo y, medio a rastras, medio a empujones, lo sacaron de la cámara envuelta en negruras, le obligaron a franquear el hueco de una puerta y lo llevaron a un patio interior del templo. Allí vio a los que le habían aprehendido. Calculó que serían por lo menos un centenar, hombres achaparrados, robustos, de barbas largas y pobladas que les cubrían el rostro y se derramaban sobre el velludo pecho. La pelambrera, hirsuta y enmarañada, les caía desde la cabeza sobre la hundida frente, los hombros y la espalda. Tenían las piernas cortas, fuertes y arqueadas; los brazos eran largos y musculosos. Atadas a la cintura llevaban pieles de león y leopardo, y largos collares hechos con garras de esas fieras guarnecían sus pechos. Se adornaban brazos y piernas con aros de oro macizo. Sus armas eran los gruesos garrotes nudosos que empuñaban y los largos cuchillos de avieso aspecto que les colgaban del cinto, cinto que ajustaba la única prenda que cubría su cuerpo. Pero el rasgo que más sorpresa e intensa impresión causó a su prisionero fue la blancura de la piel... Ni en el color ni en las facciones de aquellos hombres se apreciaba el menor indicio de la raza negra. Lo que no era óbice para que sus frentes hundidas, la escasa distancia que entre sí guardaban los ojos y el tono amarillento de los dientes no resultasen detalles que los hiciesen agradables o simpáticos a primera vista. No pronunciaron palabra durante la pelea en la oscuridad de la cámara ni durante el traslado de Tartán al patio interior, aunque algunos de ellos intercambiaron ahora una serie de gruñidos, entablando una conversación monosilábica en una lengua

aparecía cerrada y asegurada con barrotes. Cuando aplicaba el hombro contra la hoja de<br />

madera, el escalofriante alarido resonó de nuevo, como un aviso, esa vez casi a su lado.<br />

Resultaba evidente que se le advertía de la conveniencia para él de abs-<br />

tenerse de profanar aquella estancia precisa. ¿No podía ocurrir que el secreto que<br />

conducía a los almacenes del tesoro se encontrase en aquella estancia?<br />

Sea como fuere, el mero hecho de que los extraños guardianes invisibles de aquel<br />

increíble lugar tuviesen algún motivo para no desear que él entrase en aquella cámara<br />

particular fue suficiente para que a Tarzán se le multiplicase por tres el deseo de<br />

hacerlo, y aunque el aullido se repetía continuamente, siguió empujando con el hombro<br />

hasta que la puerta cedió ante la ciclópea fuerza de Tarzán y empezó a girar sobre sus<br />

chirriantes goznes de madera.<br />

Una negrura de tumba saturaba el interior. No había ventana alguna por la que pudiera<br />

filtrarse un rayo de luz y el pasillo que conducía a la puerta estaba sumido en la<br />

semioscuridad, por lo que tampoco lanzaba ninguna claridad a través de la entrada.<br />

Tarzán tanteó el piso con la contera del venablo y entró en aquellas tinieblas de río<br />

Estigio. La puerta se cerró súbitamente a su espalda y, al mismo tiempo, multitud de<br />

manos misteriosas surgieron en la oscuridad, de todas direcciones, y sujetaron con<br />

fuerza al hombre mono.<br />

Éste luchó con toda la furia salvaje de su instinto de conservación, respaldado por su<br />

fuerza hercúlea. Pero aunque notó que sus puños golpeaban al enemigo y que sus<br />

dientes se clavaban en la carne de los agresores, parecía que siempre había dos nuevas<br />

manos para sustituir a las que acababa de rechazar. Acabaron por derribarle contra el<br />

suelo y poco a poco, muy despacio, consiguieron dominarlo merced a la superioridad<br />

numérica. Después le ataron las manos a la espalda. A continuación le doblaron las<br />

piernas hacia atrás, para ligarle los pies a las manos.<br />

Durante toda la pelea Tarzán no oyó más ruido que la entrecortada respiración de sus<br />

antagonistas y la zarabanda de la lucha. Ignoraba qué clase de criaturas le acababan de<br />

capturar, pero el hecho de que le hubiesen atado era prueba evidente de que se trataba<br />

de seres humanos.<br />

En aquel momento lo levantaron del suelo y, medio a rastras, medio a empujones, lo<br />

sacaron de la cámara envuelta en negruras, le obligaron a franquear el hueco de una<br />

puerta y lo llevaron a un patio interior del templo. Allí vio a los que le habían<br />

aprehendido. Calculó que serían por lo menos un centenar, hombres achaparrados,<br />

robustos, de barbas largas y pobladas que les cubrían el rostro y se derramaban sobre el<br />

velludo pecho.<br />

La pelambrera, hirsuta y enmarañada, les caía desde la cabeza sobre la hundida frente,<br />

los hombros y la espalda. Tenían las piernas cortas, fuertes y arqueadas; los brazos eran<br />

largos y musculosos. Atadas a la cintura llevaban pieles de león y leopardo, y largos<br />

collares hechos con garras de esas fieras guarnecían sus pechos. Se adornaban brazos y<br />

piernas con aros de oro macizo. Sus armas eran los gruesos garrotes nudosos que<br />

empuñaban y los largos cuchillos de avieso aspecto que les colgaban del cinto, cinto que<br />

ajustaba la única prenda que cubría su cuerpo.<br />

Pero el rasgo que más sorpresa e intensa impresión causó a su prisionero fue la<br />

blancura de la piel... Ni en el color ni en las facciones de aquellos hombres se apreciaba<br />

el menor indicio de la raza negra. Lo que no era óbice para que sus frentes hundidas, la<br />

escasa distancia que entre sí guardaban los ojos y el tono amarillento de los dientes<br />

no resultasen detalles que los hiciesen agradables o simpáticos a primera vista.<br />

No pronunciaron palabra durante la pelea en la oscuridad de la cámara ni durante el<br />

traslado de Tartán al patio interior, aunque algunos de ellos intercambiaron ahora una<br />

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